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I
JOAQUÍN DÍAZ GARCES
' (ANJEL PINO)
3
ajinas Chilenas
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COLECCIÓN DE ARTÍCULOS,
NARRACIONES Y CUENTOS DE 1897 A 1907
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ILUSTRACIONES DE PEDRO SUBERGASEAUX
SANTIAGO DE CHILE
Imprenta "ZIg - Zag"
1907
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SANTIAGO DE CHILE
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A don
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Joaquín Diaz Bcsoain
dedica respetuosamente este home-
naje de cariño filial y de amistad.
ei ñüTOR
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ñDUERTEHCIñ
Asi como a nadie se le ocurre confundir al monagruillo que
encuende las luces del templo, abre las puertas para que
enti-en los fieles a orar y coloca los vasos sagrados sobre
^ el ara; con el levita, que oficia en los altares, ])redica
desde el pulpito o reza la encendida plegaria desde el
coro; he cmdo siempre que no debe confundírsenos a los ])e-
riodistas que impulsamos los diarios, estos rápidos vehículos
(le la idea, de la información y de la propaganda, con el hom-
bre de letras que en la intensa jestacion de un libro estudia
his almas v sabe conmoverlas.
Foresta razón apenas se esplica este libro. Formado de
Iiojas sueltas destinadas a desaparecer revela la improvisa-
cion nerviosa de cada dia, nunca la meditación, ni el estudio
«le una verdadera labor literaria. Como el vuelo medroso de
una golondrina posada sobre los hilos del telégrafo levanta
un millar de otras en ajitada fuga, así los cuatro o cinco ar-
tí(*ulo8 que hemos querido salvar del olvido, han traido con
tallos un centenar que solamente como brisas fugaces conser-
van cierto recuerdo de una hora pasada.
VI
Sentados a la mecia en la mañana, pura el diario de la tar-
de, o en la noche para el diario de la mañana (1) recorriendo
febrilmente las carillas ven viándoselas en una racha violen,
ta a lajs linotipias ¿pueden merecer esos artículos vivir mas
(]ue la efímera hoja en que aparecieron? Uno que otro, de los
dos mil escritos en diez años de periodismo, pueden salvarse
ante la benevolencia de lectores y críticos, porque su inten-
ción y pensamiento mas duraderos no los han condenado
aun a morir.
Ademas de este deseo de supervivencia no seria honra-
do negar que otro i)ropósito ha sido también poderoso
a<iuij(m de este libro. Desde la dirección de un diario, y de un
diario metropolitano, se consiguen amigos. Debo confesar
que creo tenerlos desde las salitreras hasta los bosques del
sur, pocos pero decididos y sinceros. Todos ellos o han desfi-
lado por la capital en demanda de algo y han encontrado
justicia y apoyo desinteresados, o han hallado cristalizadas
sus ideas y sus aspiraciones en algún artíííulo. De todos estos
luchadores del desierto, del valle central o del estremo sur.
he esperado hoí un amistoso recuerdo y confiando en esa
amistad he lanzado este libro.
Algunas pajinas con alusiones ardientes a los paises veci-
nos se esplican por la fecha en que fueron escritas. Esa^ es-
presiones disuenan lioi tanto como paivcieron entonces dis-
cretas. El ánimo del autor ha sido borrarla.
Las pajinas sobre la vida del cuartel, escritas cuando i'ecieu
tomaba la pluma, se comprenden en este libro por el esi)íritu
que los insi)iró durante la vijencia de la lei de Guardia Nacio-
(1) EstoM artículos han sido escritos en SUR cuatro quintas partes para
El Mercurio y Ultimas Noticias de Santiago y han sido insertados también
en Yalparaiso en ]as ediciones de la misma empresa Alg^unos del primer
tiempo aparw'ieron en El Chileno y otros en las iwiHtas ilustradas Instan-
tSneas y /Afr-Zufí.
VII
nal. Desgraciadamente el entusiasmo de entonces no acompa-
ñó a la lei de servicio oblijL>:atorio que vino en seguida.
En fin, el autor que rara A'ez retrocedió ante la inserción
de un artículo en los periódicos, aunque le constaran las
deficiencias de la forma y el fondo, tiembla hoi al cerrar estas
pajinas. Y es que el i)eriódico pasa tanto mas rápidamente que
el libro! Confiamos (pie la jeneral benevolencia y los nombres
con que hemos encabezado estas pajinas han de traerle bue-
na fortuna.
. V
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(ANJEL PINO)
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SANTIAGO DE CHILE
Imprenta "Zlg-ZaK.,
ieo7
parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en
el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la arteza
una ropa mas blanca que la nieve; una montura llena de pellones
y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chi-
llones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras
medias rojas que parecían indignarles.
Cada año, cuando a vuelta de los exámenes llegábamos a las
casas de los Sauces, nuestra primera visita era a la Andrea, que
suspendía el jabonado de la ropa para lanzar un par de gritos de
sorpresa y llorar después como una chica consentida. Siempre nos
encontraba mas altos, mas gordos, mas buenos mozos (con per-
don) y concluía por ofrecernos el obsequio de siempre: harina tos-
tata con miel de abejas.
Después habia que ir a buscar a ño Neira, seguramente ron-
dando por los cerros. Desde lejos, al recodo del camino, nos cono-
cía el capataz y pegando espuelas a su mulato, llegaba como un
celaje hasta nuestro lado. Qué risas, qué esclamaciones, qué aga-
sajos; a nuestros cigarros correspondía con nidos de perdices que
ya con tiempo tenia vistos entre los boldos y teatinas, y comenzaba
a preguntamos de todo, de si habría guerra, de sí habíamos con-
cluido la carrera, de si habíamos encontrado novia. Pero lo debe-
mos repetir que aun andábamos de calzón corto, y sí nó, ahí esta-
ban los ganzos de la Andrea que nos dieron mas de un picotazo
en las piernas, débilmente defendidas.
Desde nuestra llegada a los Sauces, ño Neira no daba un paso
sin nosotros: yo a su lado, mi amigo al otro. ¡Qué preguntar, y
averiguar y curiosear!
Terminaba ño Neira de responder y ya le caía una nueva pre-
gunta encima y si é^ tenia placer en contestarnos, no lo teníamos
menor nosotros en oír su lenguaje espresívo, su peculiar manera
de comerse las palabras, y hasta el colorido especial con que lo
revestía todo.
Dos años dejé de ir a los Sauces, y cuando ya bachiller en
humanidades me lo permitieron mis padres, avisé a mi amigo
coniin telegrama que en el tren espreso de la mañana dejaba a
Santiago. Al llegar el tren a la estación, estaba él allí a caballo,
con el mío a su lado y el sinúente apretandc» cuidadosamente
la cincha. Un abrazo entusiasta, las preguntas de estilo sobre
nuestras familias y ¡a caballo!
— ¿Qué llevas ahí? — me preguntó mi amigo, aludiendo a un
paquete que asomaba a mi bolsillo. . .
— Un corvo para ño Neira. . .
— ¡Bien le hubiera venido cuando lo asesinaron!
— ¡Cómo! ¿A ño Neira? ¿Es posible?
Y entonces se me escapó una pregunta, la única que podia ha-
cerse tratándose del valiente capataz:
— ¿Y Neira se dejó asesinar?
— Te lo contaré todo — me dijo mi amigo — pero apura el paso
porque nos va a pillar la noche en el camino, y en casa estarán
con cuidado.
Y tomamos trote por la alameda,
VÉ » Vi
Lo que de mi amigo oí y que me conmovió profundamente, es
lo que cuento en seguida, tres años desp uesde la muerte de Neira.
Ño Neira estaba sentenciado. En nuestros campos se dá a esta
palabra una importancia escepcional. El capataz dio un día de chi-
cotazos a un individuo de mala índole, a quien habia pillado en
un robo, negándole en seguida todo trabajo dentro del fundo.
Este habia «sentenciado» a Neira.
— Deja no mas; — le dijo — algún dia nos encontraremos solos.
Neira se encojió de hombros; bien sabia él que .al infeliz no le
convenia ponérsele solo por delante; lo malo era que buscaría una
cuadrilla para asaltarle. Pero en fin, ¿no tenia él en su silla un
cuchillo que ya le habia servido muchas veces para defenderse?
Pasaron los dias. Neira no faltaba ninguno a su ronda del cerro
y paso a paso regresaba al caer la tarde para llegar hasta la casa
del administrador y decir que no habia novedad en el ganado.
Un dia fué al cerro con su hijo mayor, un muchachito de doce
años, con grandes ojos negros, fiel retrato de su padre y fundada
esperanza de los patrones de los Sauces. Llevaba al chico por de-
lante de la silla y conversaba con él. mientras mas abajo, en el
plan, la vieja Andrea, de cabeza sobre la ropa, la hacia levantar
lavaza y blanquísima espuma de jabón, al restregarla entre sus
manos.
Llegaba la tarde, y el sol poniente sin rayos ya y convertido en
un disco rojo, se
iiundia como un
rei depuesto, l'na
desordenada orjia
de colores inun- ~~
daba el horizonte
y el resto del
cielo era intensa- i
mente azul y lim-
pio de nubes blan-
cas.
¿Quién no ha visto
los cerros chilenos
cubiertos de boldos?
Un faldeo gris, con
manchas doradas de
teatinas; algunos quis-
cos que se levantan
como brazos armados;
y los boldos del mas
oscuro e intenso verde
recen escalar el cerr ;
peregrinos hacien< *
tencia.
En la plana superí
Neira se habla dest
para apretar la cinch
echar una pitada al aire. El chico se ha,-
bia puesto a andar en busca de algunos
guillaves maduros , . De repente, Neira creyó notar que un boldo
se movía: tomó una piedra pequeña y la arrojó.
Un individuo se separó del árbol y comenzó a andar en su
dirección silbando alegremente. Una mirada solo bastó para hacer
comprender a Xeira que estaba frente a una emboscada: el
gañan que tenia por delante era el que lo habla «sentenciado» y no
habla sido tan necio para ir solo a buscarlo al cerro. Con una
mano se palpó la cintura, y al encontrarse allí su corvo de los días
de fiesta, sacó con la otra la tabaquera, y se puso a liar un cigarro.
— ¿Estabas escondido? ¿ah? — preguntó burlonamente vaciando
el tabaco en la hoja de maiz. . .
— Superándolo, ño Neira.
— ^No vendrás solo, por supuesto — continuó el capataz— no sois
vos de los que pelean cara a cara. .
— Eso, . . ¡quién sabe, iñor! — y d gañan avanzaba lentamente,
como avanza un gato, arrastrándose casL
— Bueno, párate un poco y déjame pitar este cigarro. Hai
tianpo. . .
El peón se paió. O era admiración o era miedo; pero el asesino
quedó dudando.
Neira chupaba de prisa un cigarro, porque le debia quedar poco
tiempo. £1 sol apenas asomaba ya un estremo de su disco rojo,
que parecía mancha de sangre, y las sombras alargadas de los bol-
dos^ duplicaban el número de peregrinos que escalaban el faldeo y
parecían apurarse para que no les pillara la noche en tarea tan
pesada.
Ei cigarro se concluía y Alegría se pasaba la mano por la cin-
tura buscando algo.
— ^Tu— dijo Neiía, tomando del brazo al chico — te pones detras
de mí, y no te mueves. ¡Cuidado con llorar!. . .
Y una mirada lanzada abajo a la llanura, lo hizo recordar a la
vieja que probablemente colgaba en ese momento la ropa en el
cordel!. . .
Después puso la mano en la cacha de su corvo, enrolló con el
otro brazo su poncho negro de castilla y le dijo el gañan:
— ¡No te espongais, Alegría! Llama a tus amigos. No ensucio
mi corvo de los domingos en tí solo.
Un subido sonó y Alegría volvió la cabeza para ver si estaban
todos. Cinco hombres caminaban subiendo a saltos, y buscándose
los cuchillos en la cintura.
— Ño Neira, le ha llegao su hora.
— Y la tuya tamien, cobarde. . .
8
Y de un salto todos estuvieron encima del capataz que se echó
atrás y levantó el brazo en que tenia envuelto su poncho.
En ese instante el crepúsculo invadía con su indeciso y vago
resplandor las cosas todas haciendo ya difícil distinguir los obje-
tos. Neira, con los ojos fruncidos para ver mejor, se colocó de un
salto fuera de este círculo en que alevosamente le podían matar
como un perro, pensando en defender su espalda y ese pedazo de
su corazón que tras de ellas se refujiaba llorando a gritos.
Alegría logra alcanzarle un brazo con la punta del cuchillo, al
mismo tiempo que otro de los bandidos le estrella el suyo en las
costillas. Neira se contenta con defenderse barajando los golpes.
De repente el viejo capataz se trasforma, es el soldado del Valdivia
y el saijento del Buin, las dos heridas le arden y lo irritan como a
un toro bravo, y en vez de huir del círculo que lo quiere estrechar,
salta adelante y hace silbar el aire con la mas fiera de las cuchi-
lladas que ha dado brazo chileno.
Uno de los bandidos se desploma y cae y la furia de los otros se
duplica en medio de rujidos, amenazas e insultos. Neira es una
fiera; tan pronto acomete cómo se defiende; ya la batalla es silen-
ciosa y solo se siente el ronquido del que agoriza y el aliento ja-
deante y cortado de los que se acuchillan. Todos están tan juntos
que cada cuchillada de ellos encuentra por delante la vigorosa
carne de Neira, y todo avance del heroico capataz abre un vientre
o rasga un pecho.
En el momento en que las sombras se hacen mas densas, surje
de abajo del llano, una voz que todos han oído con la cabeza des-
cubierta. . . Es la campanilla del fundo que toca el «Ángelus», y que
el viento hace aparecer a ratos como un jemido y a ratos con una
voz de mujer que llama.
Pero hay demasiada sangre para que al través de ella se sienta y
se mire. Los cuchillos se chocan, el corvo entra cada vez hasta la
empuñadura y la sangre corre cerro abajo en un delgado chorro
que va rodeando las piedras y abriéndose paso al través de las
matas. Pero los bandidos están sintiendo ya el vigor de Neira,
porque otro de ellos cae al suelo en fuerza de la sangre perdida, y
el capataz no da muestras de cansancio.
El asedio aumenta, el capataz abraza a Alegría que lia errado un
lO
golpe y trata de estrangularlo con sus manos; pero al verlo inde-
fenso los otros In acribillan a puñaladas. Neira lanza un grito de
angustia y cae al suelo abrazado con su enemigo. £1 combate ha
llegado a un momento supremo y desesperado. Neira ya no es
temible para los otros y todos sus esfuerzos se concretan a estran-
gular a Alegría que se retuerce desesperadamente en el suelo
mientras sus vigorosos dedos apretan y apretan el pescuezo ensan-
grentado del traidor, y se sumen entre las secas fauces que todavía
lanzan ronquidos de ira.
Los tres bandidos comprenden que aquello ha terminado y
echan a correr. Neira salta del suelo, abandonando a su victima y
quiere alcanzarlos y apuñalearlos por la espalda, pero siente que
vacila como un ebrio y tambaleando, vuelve donde su hijo, que
pálido y desencajado, no puede ya ni llorar.
— jAsesinos! — alcanza a gritar. — ¡Infames! ¡Cobardes! — y rueda
por el suelo al lado de los tres cadáveres que no valen juntos lo
que vale una gota de sangre de ese héroe.
Y la noche cae con toda su pavorosa, helada e inliospitalaria
oscuridad.
Largo rato Neira respira fatigosamente y el chico inclinado
sobra él, calla lleno de estupor y de miedo. De repente el capa-
taz se incorpora, se arrastra hasta un árbol y tomándose de él logra
ponerse de pié.
— Trae el mulato — alcanza a decir.
El chico lleno de sangre también, aunque no herido, pálido como
un cadáver, se acerca a tientas al mulato y vuelve con él paso a
paso. Pero Neira ha vuelto a caer al suelo desfallecido y solo tiene
fuerzas para quejarse.
— ¿Está el caballo?— pregunta cdn voz apenas perceptible.
—Sí, taitita,
— Bueno.
Y de un nuevo esfuerzo Neira está de pié, tomando a su hijo lo
coloca sobre el mulato que pacientemente tasca el freno. En se-
guida, reúne todas sus fuerzas y poniendo un pié sobre el estribo
logra montar dolorosamente no sin que se le escape un quejido
de angustia y sufrimiento.
El caballo comienza a marchar. Neira siente abiertas todas las
II
heridas y el calor de la sangre que corre a través de su cuerpo
y de su ropa. Pero no importa; el capataz quiere llegar solo a las
casas del administrador y pronunciar las palabras sacramentales de
todas las tardes:
— No hai novedad en el ganado. — Y después agrega en voz baja
al oido de su hijo — me llevarás a mi casita para morir tranquilo en
mi cama, porque estoi mui cansado. Ahí está la cruz con que murió
mi padre y también quiero yo que me la ponga la Andrea sobre el
pecho.
Pero ya era tarde. Neira sintió un desvanecimiento y cayó al
suelo como un tronco que se desploma £1 mulato dio un brinco y
arrancó furiosamente alameda abajo, mientras el chico, aferrado a
la silla, creia llegado su último momento. £1 caballo detuvo su
galope frente a la casa del administrador, donde casi todos los vi-
vientes del fundo, alarma4os por la larga demora de Neira, se apro-
visionaban de luces para ir al cerro en su busca.
£1 chico filé tomado en brazos, interrogado, suplicado, pero solo
podia leerse en sus ojos dilatados, que habia ocurrido algo mui
grave al capataz.
Y todos los vivientes, incluso la Andrea y el administrador, se
pusieron en marcha, y gran parte de esa noche se sentían gritos
de hombres y mujeres, que el eco respondía pavorosamente:
— ¡Ño Neira! ¡ño Neira!
Y Neira veia a lo lejos las luces que le buscaban, como ánimas
errantes que lo llamaban a sí. Su pecho latia como una caldera
próxima a estallar, y sus labios convulsos y ensangrentados, que-
rían en vano responden ¡aquí estoi! Pero la voz moría en la seca
garganta y solo sallan las palabras en secreto como si fuera una
confesión.
Por fin las luces se acercaron, y el primero que llegó al lado de
Neira fué don José, el administrador, que se inclinó paternalmente
sobre el capataz sumido en un estenso charco de sangre y palpi-
tando como una fiera cansada:
Neira reunió sus últimos esfuerzos, el último resto de su asom-
brosa vitalidad y dijo con voz entera:
— No hai novedad.
Y fueron las últimas palabras del valeroso capataz de los Sau-
ees. Siguiendo la lioea de sangre que se veía en el camino dieron,
casi a media noche, con los tres cadáveres de los bandidos, y allí
pudieron medir el heroísmo de Juan Xeira, el ex-soldado del Val-
divia y ex-sarjento del Bnin.
— ¡Sesenta cuchilladas tenia en cl cuerpo! — me dijo mi amigo.
— ¡Pobre Neira!
•K « 1S
Al dia siguiente fui al cerro, solo, y me arrodillé al lado de la
verja de madera con que se había rodeado tina modesta crucecita
que recordaba el sitio del asalto. Allí recé por el alma de Juan
Neira, el mas valeroso, bueno y leal de los servidores. jQué cora-
zonazo tan grande habia en ese cueqjo tan robusto!
Ese hombre, instruido, habría sido un jeneral formidable, un
león de tos combates; malo habria sido el mas fiero bandido de la
sierra.
En cambio fué leal como un perro guardián, bueno como leche y
valeroso como un tigre.
SEBOUlñ
NO habría podido decir qué hora era. Algo desvelado, me
daba \nieltas y mas vueltas en la cama, poniendo cuitado
oido a esos lejanos clamores del campo, que forman un con-
fuso y apagado murmullo que no se sabe si es el rumor del
silencio o es el silencio del rumor.
De repente, en medio de los ladridos de los perros y del lejano
canto de un gallo trasnochador, me pareció sentir el galope de un
caballo. Claras y distintas se sentían las pisotadas en la tierra en-
durecida del camino; claras y distintas cada vez mas, porque indu-
dablemente se trataba de una carrera vertijinosa que iba a tener
su fin en el patio de nuestras casas.
Contuve la respiración, salté sobre la cama, y oí. El galope se-
guía, seguia, atravesaba ya el pedregal cercano del patio y se estre-
llaba por fin ruidosamente cerca del corredor, donde sentí el jadeo
desesperado del caballo. Un instante después dos golpes sonaron
en mi ventana.
— ¿Quién es?
— El patrón don Ignacio, señor, está agonizando.
La voz temblorosa (jue me lo dijo, era la del sirviente de don
14
Ignacio García, nuestro vecino del otro lado del Aconcagua, vie-
jecito simpático a quien debíamos una antigua y nunca rota
amistad
Salté del lecho, corrí a la ventana y abrí el postigo. Aun estaba
la noche oscura como una boca de lobo. Allí supe por el mensa-
jero que con Ignacio daba las últimas boqueadas, y que sus hijos
querían que les acompañara en el temblé trance.
No sé cómo ensillamos en tan poco tiempo al mulato, pillado
con grandes dificultades en el corralón vecino a las casas. El
hecho es que me di tres vueltas a la garganta con un pañuelo de
seda, me puse el poncho mas grueso que encontré a mano. . . y al
galope!
Cuando atravesamos el rio, prendía ya en el oríente cierta clari-
dad indecisa, que mas bien semejaba un vapor amaríllo, suxjiendo
de la tierra como una gasa que desplegara el viento. Al llegar a
la opuesta orilla, un gallo aleteó sobre un matorral y lanzó al aire
su cacareo vigoroso, alegre, vivaz y aijentino. A lo lejos sonó otro
cantCLmas apagado y se sucedieron, rodando, los de la vecindad,
precursores infalibles de la ya cercana aurora.
Entre tanto, habíamos vuelto a tomar galope, despertando en
todo el camino a los perros de las posesiones, que nos perseguían
furíosamente un buen trecho para volverse con la cola entre las
piernas, a ocupar su puesto de vijilantes centinelas. De repente,
sonó en la punta de un álamo el metálico graznido de una lechuza.
El sirviente acercó su caballo al mío como huyendo de un peligro
invisible y me dijo temblando de miedo:
— Señor, el patrón debe haber muerto.
— ¿Por qué?
— ¿No oyó al chuncho?
Hubiera querido, a fuer de hombre culto y despreocupado, de-
cirle al pobre huaso que no creyera en tales supersticiones; pero
mis ojos se sintieron atraídos allá en el fondo lejano por algunas
lucesitas que se movían. . .
Era la casa de don Ignacio, y esas luces podrían ser las dd San*
tísimo, porque sentí al mismo tiempo el lejano sonido de una cam-
panilla, y hasta si el viento no me mentía, el rumor de rezos y de
sollozos.
i6
Inconsientemente apreté espuelas, y v^olé rompiendo el aire, por-
que algo me decia que el viejo amigo, don Ignacio, el que habia
visto en la cuna, el que habia acompañado mis primeros pasos, se
moria en esos mismos instantes.
ni «í )^
No alcancé a entrar al cuarto porque de él salia llorando el pobre
Pepe. Le eché los brazos al cuello, murmuré en su oido algunas
banales frases de consuelo, y lo llevé hasta un banco de madera
del corredor donde me senté a su lado, estrechándole la mano.
Pero esa puerta abierta, dentro de la cual se veian pasar las som-
bras de los que acompañaban al agonizante, y por la cual salia la
voz del cura que rezaba las letanias de la buena muerte, me atraia
con el misterio de su solemne y relijioso silencio. Me levanté, lle-
gué empinado hasta ella y salvé el umbral.
Algo hirió mi fantasía de muchacho, de manera tal, que parece
lo llevara embutido con caracteres de bronce en la cabeza. Era un
cuarto blanqueado, con paredes lisas y no muy altas. Un catre de
fierro "iiegro, con las ropas blancas, perfectamente estiradas, y la
cabeza de don Ignacio apoyada en la almohada, con los ojos entre-
abiertos y respirando con cierto estertor anhelante.
Arrodillado a su lado estaba Segovia, el viqo sirviente de don
Ignacio, con su cabeza blanca, sus ojos brillantes y preñados de
lágrimas. Al otro lado el cura, que rezaba con voz entrecortada:
«cuando, perdido el uso de mis sentidos, desaparezca el uso de mi
vista y jima entre las últimas agonías y congojas de la muerte >.
Y en el fondo una media docena de huasos, arrodillados también,
contestaban con sus voces roncas e incultas: «Jesús misericor-
dioso, tened compasión de mí».
»í )^ ttí
Habia muerto el dueño del fundo de La Quebrada, el bueno, el
excelente, el santo viejo don Ignacio Garcia.
Volví como a las doce del dia a su cuarto y habla sido colocado
ya el ataúd entre cuatro cirios. Creí que estaba solo, pero un so-
llozo me hizo saltar de repente y abrir los ojos. En un rincón, en
cuclillas y con la cabeza metida entre las manos tostadas y callo-
sas, rezaba Segovia, llorando a mares.
Los hijos de don Ignacio acordaron que esta tarde a las tres se
llevarían los restos del anciano al cementerio parroquial. Los in-
quilinos hablan pedido algo, algo que no se les podia negar algo
que, seg^n dijo el capataz, era su derecho: llevar el ataúd en hom-
bros. ¿Cómo impedirlo?
Tres veces estuve aquel dia en el cuarto de don Ignacio y las
tres veces encontré a Segovia en cuclillas en un rincón, con la
cabeza sumerjida entre las manos y llorando a mares.
No tardó en llegar el momento en que don Ignacio Garcia aban-
donara para siempre su casa de La Quebrada. El dia estaba algo
nublado y muy frió. Un vientecillo norte soplaba incesantemente,
presajiando lluvia; y en sus alas venia el sonido triste de la cam-
panita d^ la parroquia, que doblaba por su benefactor.
Salió el ataúd en hombros de cuatro inquilinos fuertes y robus-
tos, y camino abajo, nos pusimos todos en marcha.
Habla mucha tristeza en el aire, mucha melancolía en la Natu-
raleza que nos rodeaba, mucha pena en el alma. Los que llevaban
el ataúd se detuvieron y otroa cuatro avanzaron a relevar a los ya
fatigados inquilinos. Pero uno de ellos se negó a dejar su carga y
continuó con sus nuevos compañeros.
— ¿Quién es ese? — pregunté yo a Pepe, que venia a mi lado con
los brazos caidos y la cabeza inclinada sobre el pecho.
— Es Segovia — me dijo.
Y seguimos andando. El viento se arremolinaba, levantando
mangas de tierra. El camino se hacia cada vez mas duro, porque
repechábamos y el suelo estaba cubierto de cascajo. A poco andar,
nos detuvimos de nuevo para que se efectuara el relevo de los car-
gadores. Segovia movió la cabeza negativamente y dijo en voz
baja.
—Yo sigo.
Se oscurecia la tarde y el paisaje tomaba un tinte ceniciento.
A lo Iqos, se veian las alamedas, cortando la llanura como si fuera
^9
el plano de un injeniero; y allá mas lejos, corriendo por la falda de
un cerro, como una línea tirada a cordel, el canal, la magna obra
proseguida por don Ignacio durante treinta años de su vida.
¡Qué pesado estaba el camino! Yo casi arrastraba los pies y ape-
nas tenia fuerza para evitar las piedras que encontraba al paso y no
tropezar con ellas. De nuevo se detuvo el cortejo y cuatro inquili-
nos avanzaron a relevar a los otros. Segovia movió la cabeza y dijo
con voz mui apagada:
—Sigo.
;Y adelante! La noche se venia encima con la lentitud con que
se viene aun en abril. Se encendieron algunos faroles y seguimos,
esta vez bajando por un camino de tierra suelta. Era dificilísimo
avanzar y veíamos con inquietud que los cargadores bamboleaban
y tenian que clavar los tacos en el suelo para no resbalar. Hasta
raí llegaba la respiración jadeante y entrecortada de los fieles ser-
vidores y algo desconocido me oprimía el corazón.
El cortejo se detuvo de nuevo, y de nuevo Segovia se negó a
aceptar el cambio, diciendo con absoluta firmeza:
— Yo sigo.
La campanita de la parroquia seguía doblando y ya divisábamos
la lucecita inquieta de la torre, donde talvez el campanero enjugaba
también una lágrima por el patriarca de La Quebrada.
A la luz de los faroles se destacaba delante el fúnebre grupo de
los cuatro buasos, que suspendían en sus hombros el pesado ataúd;
Segovia temblaba de pies a cabeza, y cada vez que afirmaba el pié
en el suelo, se le doblaba la cintura al peso de tan horrible cansan-
cio. Pepe avanzó entonces hasta la cabeza del cortejo, y detuvo a la
iente.
— Segovia; está bien. Deje que lo releve otro.
— Nó, señor; yo llego al cementerio
;Y adelante! Faltaba lo mas pesado: una vuelta llena de zanjas
que fué necesario salvar paso a paso, y llevando por delante dos
faroles. Allí esperaba el cura, y allí se descargó el cajón sobre el
suelo.
Comenzaron entonces los responsos. Todos rodeábamos el ataúd
con la cabeza descubierta y el viento entre tanto soplaba con furia,
haciendo caer las hojas de los árboles.
20
En ese momento algo pesado se desplomó sobre el suelo. Era
Segovia, que con una mano sobre el corazón, respiraba como un
caballo fatigado después de una carrera de leguas.
Estaba pálido, y en el rostro mate le brillaban sus dos ojos como
dos luces...
Hoi dia los patriarcas de los grandes fundos ya no existen. Se
han marchado alameda abajo en hombros de sus inquilinos.
Sus sucesores, que han recibido despedazada la tierra, lejos de
tener apego a las viejas casas que habitó el fundador de la fortuna,
emigran a la ciudad a edificar allí el palacio.
Al presente, el hacendado que agoniza no va al cementerio sino
a la Caja Hipotecaria.
Y para llegar allí no necesita cortejo.
Basta con un corredor de comercio.
% % K
Qlorías de la Lhícotera
LA cuestión era difícil de resolver y venia desde muchos años
atrás, ajitando y revolviendo a los dueños, arrendatarios y
vivientes de las dos glandes haciendas el Colmenar y la
Granja de Arriba. El asunto se debatía en todos los terrenos
y en todos los tonos: con tinta ante el juez del departamento
y con sangre en cada topeadura o bochinche en que se juntaban
los inquilinos o los patrones de ambos fundos.
El pleito versaba, naturalmente, sobre aguas, elemento que, ca-
yendo sobre los perros que pelean, los separa en el acto, pero que
metiéndose en medio de jente de campo, los enardece y los ajita.
El papeleo ante el juez iba largo y lento, como se ventilan siempre
estas cosas, sin dar oríjen a altercado ni violencias; pero en el te-
rreno, mu i diversos procedimientos se ponian en práctica por las
partes litigantes para hacer valer ilusorios derechos en que iban
confundidos el orgullo de familia y la codicia del dinero, con algo
que ellos decian ser la justicia y sólo la justicia.
El cura que distaba apenas dos leguas, de los interesados en
esta larga lucha, agotó su injenio, su buena voluntad y sus recur-
sos, para buscar intelijencias que sin tocar la soberbia de nadie
22
pusieran término a rencillas manchadas ya con sangre y que ame-
nazaban quedar en sangre ahogadas. Pero inútil fué que apelara a
la caballerosidad del dueño del Colmenar, ni que pusiera a prueba
sus antiguos vínculos de amistad y afecto, con los arrendatarios
de la Granja de Arriba. La cuestión seguia candente, y a ratos que-
maba como brazas, ocultas traidoramente bajo las ceniza de una
tregua engañosa.
Hf' ífl «6
Habia comenzado feísima esa mañana de Enero. Todo publado,
ceniciento, plomizo, disfrazaba el eterno verano que habia reinado
sobre Colchagua durante tres meses seguidos, haciendo romper al
trigo la tierra, crecer en seguida y madurar mas tarde requeman •
dose al sol. Pero andando la mañana, comenzó a descorrerse laen-
toldadura de nubes que cubría el cielo, y a aparecer por todas partes
esa espléndida luz que hace estallar los colores y la vida.
El arrendatario de la Granja habia madrugado y montado a ca-
ballo, para ir a reconocer el canal que surcaba todo el faldeo del
cerro hacia el lado norte de la hacienda. Llevaba un calañés de
paño café, envolvía el cuello con un pañuelo de seda blanco, y seen-
cojia en su manta de vicuña. Caminando al paso del caballo iba
pensando en ese largo litijio tan lleno de molestias y sinsabores,
culpando como era natural de todos los escollos y dificultades a
su antagonista, el dueño del Colmenar.
José Fernández, el arrendatario de la Granja era hombre de cua-
renta años, alto, bien constituido, vigoroso, con ese continente del
caballero y del hombre de mundo, que se ha habituado ya bastante
a las labores rudas del campo, tostándose bajo el sol su fisonomía
nada vulgar, y quemándose las manos que debieron ser blancas
Raspado enteramente, con escepcion de un bigote corto y no mui
poblado, podia representar seis u ocho años menos de los que en
realidad tenia, y parecer todo un buen mozo a cualquier viuda con
deseos de cambiar de vida.
Su contrincante que a esas mismas horas se venia también acer-
33
cando al canal, era mas viejo, pues rayaba en los cincuenta y siete
años, pero tenia toda esa firmeza que dá un trabajo constante, per-
seguido con tesón y al mismo tiempo con imperturbable serenidad.
Don Belisario González, era todavia lo que se llama un hombre,
diestro para d caballo, activo para sus viajes y hasta con fama de
tenorio, no sabemos si bien o mal ganada.
Como el litijio de las aguas tenia sus altas y sus bajas, sus mo-
mentos de tregua y sus situaciones áljidas, no estrañó absoluta-
mente al señor Fernández divisar que su contrincante se sacaba el
sombrero saludándolo, y hasta una vez, mui cerca de él, le estendia
la mano para darle ese apretón que si no significa amistad es por
lo menos señal de cortesia y de buenas relaciones.
Se saludaron los antiguos enemigos y después de conversar dos
o tres jeneralidades sobre el aspecto de las cosechas, la falta de
brazos, y otros temas agrícolas al alcance de todos, tocaron al prin-
cipio con timidez y mas tarde con valentía, el largo asunto que los
agitaba.
^ ^ ^
Mui pronto, el tono de la conversación subió un poco mas de lo
conveniente. Los dos interlocutores se interrumpian, para rectifi-
carse y se quitaban mutuamente la palabra, todo ello en un lenguaje
vivo, demasiado vivo, que provocaba réplicas enérjicas y jestos de
incomodidad y de ira.
El diálogo sostenido tan briosamente llegó a un estremo en que
era imposible mantenerlo con buenas palabras. £1 viejo don Beli-
sario, con sus ínfulas de dueño del Colmenar, comenzó a dirijir al
señor Fernández cargos y observaciones llenas del mas olímpico
desprecio. Le llamó advenedizo, desconocido, "cualquiera"; recor-
dó que su padre, su abuelo y su bisabuelo habian sido dueños no
solo del Colmenar y tres o cuatro mil cuadras mas, planas y rega-
das, sino también de la Granja de Arriba y de la de Abajo y de casi
tado el departamento; y concluyó por fin, la retahila de jactancias,
desprecios y tonterías declarando que no volvería a haber arrenda-
:?4
tarios en la Granja, porque aunque fuera hipotecando su camisa
habia de comprarla toda entera.
Hl señor Fernández, que comenzó por oir todo aquello con una
ríaita de burla en los labios, que mas tarde, nervioso por alguna
frase mal sonante, se habia puesto a golpear con la chicotera en el
cabezal de la silla, y que en seguida habia tratado varias veces de
interrumpirle, sin conseguir cortar ese chorro de palabras, perdió
por fin los estribos y acercando su caballo con violencia al caballo
de don Bdisarío, le gritó desacompasadamente
—Acabemos de una vez. Usted es un viejo achacoso; le tengo
a usted lástima. Quisiera entenderme con sus hijos de usted, que
por lo menos no tendrán como usted la sangre envenenada.
El arrendatario no alcanzó a terminar, don Belisarío se habia
abalanzado sobre él, cruzándole la cara de un chicotazo. Ciego de
dolor y de rabia, Fernández no echó manos a la chicotera, pero sí
se abrazó del viejo, pugnaron ambos por desprender los brazos,
para darse golpes libremente, pero cayeron abrazados al suelo,
saltando de un brinco los caballos, y huyendo al trote potrero
adentro.
Era imposible ver en medio de la tierra, quien quedaba encima
y quien debajo; pero es induble que se alternaban los dos encarni-
zados rivales, porque a ratos se veia brillar al sol la cabeza algo
calva de don Belisario y desaparecer en seguida azotándola en el
suelo.
El polvo se levantaba como nube espesa, en medio de la cual
una verdadera masa humana se retorcía informe y áspera. La masa
iba rodando, rodando, en medio de puñetazos, patadas, rodillazos
y golpes de todo jénero, hasta que de repente llegó al borde del
canal, y cayó pesadamente al agua.
La corriente los arrastró; pero ninguno soltó su presa. Por el
contrario, menudearon los golpes, para ver cada cual de deshacerse
de su rival. Como un celaje pasaban a su lado las matas de palqui
y de viznaga que crecian a la orilla, cediendo las ramas y arrancán-
dose de cuajo, cada vez que una mano con\'ulsa por la d2sespera-
cion se asia a ellas. La masa seguia saltando sobre las piedras del
fondo, estrellándose a ciegas contra los costados, lanzando resopli-
dos para espitlsar el ae^a que por boca, narices y oidos se les en-
26
traba a cada instante, dándose golpes con los codos, con las rodi-
llas, con la cabeza, con los puños.
Aquello era una esplosion salvije de odios y de ira. El peligro
común que desarma a las fieras, no lograba calmar ese pujilato
sangriento ya, y aunque ni Fernández ni don Belisario veian al
travez del agua ni oian en medio del ruido infernal de la corriente,
seguian insultándose y pegándose a tontas y a locas, no sin tratar
cada uno de sumerjir al rival y trepar sobre él por la orilla.
Los caballos sueltos en el campo, llamaron la atención de un va-
quero que recorria los cercos, al tranco de su caballo. Alarmado,
corrió hacia el canal, lo siguió cuidadosamente con la vista, y cre-
yendo ver a lo lejos un objeto que se movia sobre el agua y desa-
parecía luego para ir a salir mas lejos, se lanzó al galope por la
orilla. Inmediatamente se dio cuenta el huaso de lo que ocurría y
tiró, diestro como en mil ocasiones, su lazada al medio del cauce,
donde cuatro brazos lo pescaron ansiosos de la vida.
No eran dos hombres: eran dos estropajos. El vaquero se des-
montó para levantarlos del suelo, donde don Belisario ya se habla
lanzado de nuevo sobre el señor Fernández. Pero el pujilato cesó,
con la intervención resuelta del huaso, sirviente viejo del último.
Mí Mí )lí
Vino el domingo. En el gran corralón, mas que plaza, que ro-
deaba la iglesia parroquial, estaban agrupados unos dos centena-
res de caballos, mulatos, tordillos, alazanes y overos, bien ensillados
unos, mal puestos otros, y pertenecientes todos al inquilinaje de
los fundos vecinos. Alineados a lo largo de una tapia de adobones
y bajo grupo de sauces ramudos, los caballos se impacientaban por
la larga espera de la misa, relinchando, azotándose con la cola para
espantarse las moscas, y de cuando en cuando golpeando las pie-
dras con patadas de impaciencia.
Ese dia la misa habia sido mui larga, porque llegado al Evanje-
lio el cura se dio vuelta a sus feligreses y les dirijió una plática de
padre y señor mió, exhortando al inquilinaje a la concordia y alu-
■^7
diendo con mal veladas frases al reciente suceso del canal. Recor-
dó el «amaos los unos a los otros», dijo que los agricultores que
llevaban una vida de trabajo debían dar el qemplo de manse-
dumbre de carácter; agregó que era poco cristiano el espectáculo
de tanta jente encendida por el odio; y terminó aconsejando, tanto
a los inquilinos del Colmenar como a los de la Granja de Arriba,
que olvidaran las rencillas, que en hora desgraciada dividían a sus
patrones.
No sabemos si las palabras convencidas del cura llegaron o no
ai fondo de esas almas sencillas, pero rudimentarias. Allí estaban
dos centenares de hombres, de pié unos, en cuclillas otros, con
mantas de vistosos colores, y camisa recien almidonada, comién-
dose todos con la mirada al presbítero don Policarpo López, pero
no sabemos si entendiendo palabra de lo que decia.
Un órgano descompuesto, con la mitad de sus tubos rotos, lan-
zó en seguida unos chillidos desacordes, y veinte minutos después
el cura se daba vuelta para decir ite, misa est^ «idos, porque se acabó
la misa».
Yá era tiempo.
Afuera abría el dia con luz espléndida. Un millar de diucas y
chineóles, albergados en los sauces y en la barda de las tapias,
piaban con un desenfado inimitable. Algunas palomas tendían el
vuelo desde la torrecilla de la parroquia y después de dar una vuel-
ta corta y de aletear en el aire, volvían a meterse por los huecos
cuadrados de las vigas. Un viento retozón, primaveral pasaba y
revolvía en el suelo pequeños molinillos de polvo.
La puerta de la parroquia comenzó a vaciar huasos y huasos,
que se ponían los enormes sombreros de pita y empinaban los
pies para no arrastrar las espuelas. Muí pronto comenzaron a
trepar a los caballos, y antes de cinco minvitos habia buen nú-
mero de grupos, que esperaban moviéndc le lentamente, a que
los demás siguieran su ejemplo.
De repente cierta ajitacion y una polvareda, llevaron todas las
miradas hacia un punto fijo. Sobre las cabezas de los demás y el
▼do dorado de polvo pue se encendía al sol, se alcanzaba a ver el
Sombrero de un jinete, la cabeza desnuda de otro, y dos chícoteras
entrecruzándose y arremolinándose en el aire.
28 '
Era una gresca» y como pasa en tales casos, todo el mundo ce*
menzó a correr en la misma dirección, ansiosos los unos de ver el
torneo y los otros de intervenir en él.
Dos muchachos fuertes y bien montados se habían ido de pala-
bras por mui poca cosa, con seguridad por simple enredo de faldas,
y mui pronto habian recurrido a zanjarel asunto a chicotazos. Pero
ociurió la desgracia que uno fuera inquilino del Colmenar y otro de
la Granja.
Bl último se iba encontrando perdido, y ya en vez de asestar gol-
pes, levantaba los brazos y la manta, para defenderse de los enérji-
eos chicotazos de su antagonista. Pero prendió la chispa mui lue-
go, y por un hecho insignificante al parecer. El vencedor en este
duelo, al retroceder con su caballo paia esquivar una acometida
violenta, topó con el suyo a uno de los espectadores granjinos que
con la sangre agolpada a la cabeza, presenciaba la derrota de su
coterráneo. Este espoleó su caballo, se lanzó sobre el triunfador, y
lo llevó por delante en una envestida terrible.
Y aquí fué Troya. Cien jinetes contra otros cien se lanzaron bor-
neando las chicoteras y gritando. Todo el mundo reconoció ihme-
diatamente sus filas, y separados granjtnos de gonzalinos^ se echaron
unos sobre otros, con el impeto irresistible de esos dos centenares
de caballos de vara.
Una enorme polvareda se levantó en el corralón, subió como el
humo de un incendio y envolvió en una funda griz, esa masa que
iba compenetrándose y enredándose.
La gpriteria era enorme, y los resoplidos de los caballos se con-
fundían con el jadeo de los jinetes. Cada caballo tenia el cuello so-
bre el caballo enemigo, y el pecho sudoroso como una coraza de
músculos se atracaba a su costado. Los brazos levantando las chi-
coteras y dejándolas caer como balas, o abrazando otras veces para
tumbar al suelo, se habian convertido en verdaderas tenazas de
hierro que lo destrozaban todo.
La masa se movia a un lado o a otro, se escarmenaba a ratos, y
volvia a comprimirse luego; corría como si fuera una gran rueda de
carne humana, y chocaba como una ola con otra.
Cada racha de viento, barriendo a medias el polvo, dejaba asomar
como al través de una trama de hilos que se abrieran, sombreros
^9
rotos, caras llenas de tierra y de sangre, mantas despedazadas, ca-
ballos sudorosos. Pero luego volvía a recrudecer el combate, y a
volar la tierra y a envolverlo todo.
De repente un grito suena, claro y distinto: i la policía! Y en efec-
to por la larga alameda abierta al sol, a todo el galope de sus roci-
nes, venían diez infelices policiales del vecino pueblo de Pu-
nitun.
Un momento paró la gresca. Se desenredaron los caballos, se
bajaron las chicoteras y en silencio, mui en silencio, se separaron
las Uneas enemigas, mientras los caballos palpitando por el can-
sancio parecían cortar las cinchas.
La policía apareció en la desembocadura de la Alameda, hosca,
se\-era, muí posesionada de su papel de pacificadora. Un cabo con
un dormán verdoso y ceniciento, se adelantó, e intimó rendición
ig^ualmente a granjinos y gonzalinos.
Hubo un momento de silencio. Las espuelas de los guardianes
chocaban contra las cinchas, ante la idea de que esos doscientos
huasos se negaran a seguirlos.
No sabemos si este temblor fué advertido a tiempo, pero después
de un balanceo de la masa, y de dos o tres palabras dichas a media
voz, todos aquellos hombres que hacia un rato se estaban despeda-
zando, se unieron en una sola idea, la única que podía unirlos, y se
lanzaron sobre la policía.
Los guardianes dieron espaldas a sus perseguidores y se dispa-
raron a carrera tendida por la alameda. Detras corrían también los
huasós gritando en un enorme chibateo. Y toda aquella polvareda
se alejaba por el camino, junto con el ruido del galope y el clamo-
reo de los jinetes.
El cura salió en ese momento después de tomar desayuno, y al
darse cuenta de todo lo que allí habia pasado, se santiguó y se en-
tró de nuevo a su casa.
M" 3r
meterse con Cristianos
SI SE hubiera criado en un cerro, entre quiscos y espinos, a
todo aire, sol y tierra, haciendo siempre su regalada voluntad,
dueña y señora de sus actos, sin reconocer autoridad ni ren-
dir obediencia a nadie; no habría resultado mas arisca, huraña,
cerril y endemoniada la hija de don Basilio Reinoso, el
boticario del pueblo de
Era de regular estatura, gruesa de cintura, de caderas y de todo
lo que a la vista llevaba. La nariz arremangada, decididamente
arremangada, era en su rostro, al par que una ruidosa protesta
contra las líneas griegas, un signo evidente de carácter, eneijia y
robustez. Seguían los ojos en importancia; dos enormes ojos ne-
gros, brillantes, apasionados; pero no dulces, ni húmedos, ni tibios,
ni nada de eso. Después, una bocaza enorme, elástica, que rara vez
>e contraía con una sonrisa; adoptaba jeneralmente una mueca de
disgusto y de mal humor. Morena, pero de excelente color, parecia
ftU cara la lustrosa tez de una manzana remadura, y a veces la ve-
tada pero reluciente superficie de un meloncito de olor.
A pesar de la nariz, que ni siquiera llegaba a ser como la de la
zarzuela "cuasi griega" y de la boca que era demasiado boca para
32
•una sola persona, Clarisa era lo mejor del bello sexo de... El con-
junto de su persona, la exuberante salud que emanaba por cada
uno de sus poros, la limpieza que se notaba en toda ella, desde la
cara que tenia solo el color natural, hasta el borde de las enaguas
que era siempre blanco; la hacian simpática, atrayente y hasta
tentadora.
Pero ¡ai! que llevaba en sí mismo. Clarisa el remedio eficaz para
quien, con mirarla se enfermera de mal de amor. Hemos dicho que
era huraña como una cabra montes, arisca como una gata alzada.
Inútil era que doña Tránsito, su mamá, le demostrara con las me-
jores palabras, que debia llegar un día en que sus destinos se unie-
ran a los de un hombre, en que su corazón aspirara al hogar pro-
pio y al nido nuevo. Clarisa callaba y oia: pero apenas entendía
que de exhortarla al matrimonio se trataba, levantaba la cara, le
centelleaban los ojos y decia con voz decidida:
— ¿Casarme yo? Que se me acerque alguno a decírmelo y verá
bueno!
Y acompañaba esta resohicion dejando ver un brazo mas fuerte
y nervudo que la pierna de un cargador.
Y no eran vanas palabras. El diputado del departamento, jo-
ven, no mal parecido, mas amable con el bello sexo que con
el sexo elector, se habia dedicado a hacer con la vista, diversas
y encendidas declaraciones a Clarisa. Era el diputado hom-
bre entendido en "terracottas" comprendia la belleza, aun den-
tro de un vaso algo rudo e imperfecto, y desde el primer momento
se habia declarado rendido admirador de la arisca lugareña. En
una ocasión, almorzaba el joven lejislador en casa de don Basilio,
y no sabemos sí impulsado por la cazuela de estomaguillo, suma-
mente cargada de ají, o estimulado por el picante chacolí de la úl-
tima cosecha, o por solo y espontáneo aguijón de su naturaleza
exaltada, el hecho es que estiró un pié, busc<5 el de su vecina Cla-
risa y le dio uno de esos insinuantes pisotones que no dejan lugar
a duda y que significan mas que una larga declaración verbal.
Clarisa se puso de pié como una pantera y descargó sobre la cara
del lejislador un puñetazo tan tremendo, tan enérjico, tan rudo, que
se quedó el diputado con ambas manos en la cabeza. Don Basilio
pujó entre el amor filial y su respeto al representante del departa-
33
mentó, se puso primero pálido, después rojo, después gris oscuro
y terminó por celebrar, junto con el diputado y con una risa ner-
vosa y simulada lo que sencillamente había sido una salvajada de
su retoño.
Eso era Clasisa. Consecuente como nunca lo habia sido político
alguno, tenia su honor en los puños, y no valían contra ella las afi-
ladas flechas de cupido. Para tumbarla en el lecho de rosas, habría
uecesitado el niño ciego un cañón con balas «dum-dum», y no la
sublime tontería de esas flechas que ya con tanto uso están me-
lladas.
Sin embargo, se decía que Clarisa era sensible y tierna por la
parte de adentro, y que a veces sentía su corazón derretido por un
mozo; pero que de repente una voz secreta le decía: ¡pega! y ella
pegaba sin compasión.
Así pasó una mañana. El sol subía, subía, arreciando el calor de
sus rayos y volatilizando el aire esas ondas cristalinas, que parecían
impalpables gasas blancas deshechas en el aire. Escaso viento so-
plaba las ramas verde oscuras de los olmos, y apenas lograba disi-
par las columnítas de humo de las cocinas de caldeándose para
el almuerzo. Clarisa salió sola para llegar hasta la casa de una cu-
ñada que vivía no lejos del pueblo, andando dos o tres cuadras por
una pintoresca alameda de árboles nuevos. Iba peinada y lavada
como para día domingo, con toda la ropa interior y esterior inve-
rosímilmente almidonada, y un pañuelito de punto, color celeste
suelto sobre los hombros. La crujidera (no es el «fru-fru», distin-
gamos) de tanta ropa tiesa y acartonada impidieron oír a Clarisa
los apresurados pasos de Juaníto, el ayudante de la botica, que rá-
pido como una exhalación, trataba de alcanzarla. Por último, logró
ponérsele por delante en actitud de barajar algo y le espetó de co-
rrido una declaración de amor de cuarenta grados a la sombra.
Clarisa vaciló, se apoyó en el tronco de un álamo, y en vez de
empuñar la derecha y asestarle la bofetadada de costumbre, bajó
los ojos e inclinó la cabeza.
¿Qué pasaba? ¿Qué tenia esa mañana el sol? ¿Qué veneno llevaba
el viento en sus alas? ¿Qué especial magnetismo tenían los ojos de
conejo malicioso del ayudante déla botica? juanito, envalentonado
avanzó un paso, y mientras no daba tregua a la lengua, saqueando
54
a * Mal la», a «Pablo y Virjinia» y a otros repertorios de dulzuras
al aire libre, se avanzó hasta jugar con una de las borlitas del pa-
ñuelo de punto de la chica. Y Clariza bajaba los ojos e inclinaba
la cabeza.
Si en esos momentos hubiera pasado por allí don Basilio, se ha-
bría ido de espaldas; si el señor cura hubiera podido presenciar ese
comienzo de idilio habría dejado de pensar que Clarisa tenia el
diablo en persona dentro del cuerpo; y doña Tránsito misma hubie-
ra creido que sus consejos de todos los dias, encontraban por fin,
eco en el corazón de roca de Clarisa.
Juanito no cabia en sí. Pulgada por pulgada iba ganando terre-
no, y habia dejado ya su acción de quien baraja algo para adoptar
la rendida actitud de palomo tierno. La plaza parecia tomada: era
Troya vencida por el caballo de madera; era Jericó abierta sobre-
naturalmente al enemigo. Un paso mas y habia casorio y gran al-
gazara en el pueblo. Juanito avanzó aun mas: estiró temblando su
mano y acomodó una guedeja del negrísimo pelo de Clarisa, suelta
por el viento, tras de su oreja. . . Y Clarisa seguia con los ojos ba-
jos y la cabeza inclinada.
Aquí cabria hablar de la calma que precede a las tempestades,
del despertar de un león dormido, y de mil cosas mas. Porque de
repente Clarisa levantó la cabeza erguida, miró altivamente al ayu-
dante, y antes de que éste comprendiera el cambio de la situación,
ya tenia encima la mas soberbia bofetada que habia recibido en su
vida. Pero no paró aquí el castigo: Juanito echó a correr y la chica
lo siguió detras, disparándole con fuerza desconocida, piedra tras
piedra, con la mas certera de las punterías.
Pasó la tempestad. El sol subió hasta el cénit, ardió la tierra, y
el humo de las cocinas de. se alargó en cien columnitas que se-
guían derechas hasta el cielo.
Pi Pi 9i
Bien sabido es lo que se preocupan los pueblos chicos de colo-
car a las mejores representantes de su bello sexo. No habia
35
dia en que las comadres, después del rosario, en torno de la lám-
para de paraíina, no hablaran de la necesidad de casar a Clarisa,
porque ya estaba en edad de hacerlo y podría ser una excelente
esposa y una perfecta madre de familia.
En estas charlas fué surjiendo la candidatura matrimoniil de
Pancho Olivares, partido excelente, a creer a esa «vox populi*, que
según dicen es la ^ vox Dei^^. Pancho Olivares era . amanzador.
Rechazamos la sonrisa que se puede dibujar en muchas caras, por-
que nadie pensó en esta cualidad de Olivares, que ni pintada le
venia a la arisca y cerril hija del boticario.
No habia mala fé ni ironia en la elección de Pancho, del fuerte,
del robusto, del enérjico amansador que se montaba en un novillo
bravo riéndose de todos los toreros que visten el traje de luces,
que de un salto cabalgaba las mas indómitas potrancas de los fun-
dos vecinos, que una vez sobre la silla no habia poder humano que
lo moviera. Alto, bruto como un poste, moreno tostado, simpático,
con las piernas curvas a manera de compás, con dos buenos parches,
de hule negro en toda la parte en que los pantalones tocaban a la
silla. Pancho reunia, ademas de su carácter a toda prueba, la ex-
celente cualidad de no saber hablar dos palabras.
Nosotros, que somos los únicos mcliciosos y de mala fé, podre-
mos pensar si se nos viene en voluntad, que tenia ademas la espe-
riencia de domar las potrancas indómitas. Y no somos, por cier-
to, de los que piensan como aquel que, haciendo un salpicón de
todos los refranes, decía: < la esperiencia es la madre de todos los
vicios».
Comenzó, pues, Pancho a dar crédito al rumor de que él era el
único novio de Clarisa y se dedicó a seguirla y a decirla cosas con
los ojos, ya que por la boca nada podia salir. Largas horas se pa-
saba Olivares sentado, mudo como un tronco, al lado de Clarisa
que cosia en la máquina ropa blanca o delantales de «vichy >. Ella
con la boca fruncida en señal de enojo, con una hebra de hilo en-
tre los labios, y el ceño severo y mal humorado; él con la boca
abierta, los ojos fijos en la arisca Julieta, y sentado en cuclillas: esa
era la pareja y ése su estado permanente, durante semanas y se-
manas.
Si Pancho no hablaba palabra, Clarisa no podia tampoco ensa-
56
yar en él mis vigorosos pnx^dimlentoa, y así, empujados por don
Basilio y doña Tránsito y tras ellos, por todo el pueblo, la pareja
avanzaba lentamente hacia el curato.
Por fin, llegó el día del matrimonio. Pancho, sin decir esta boca
es mia, y Clarisa
sin dejarle caer ni
por curiosidad los
ojoa encima. Sola-
mente cuando al
despertar, doña
Tránsito le dqó
sobre la cama un
mundo de ropa,
aun mas almido-
nada y tiesa que
<le costumbre, la
chica se puso sería
y preguntó de qué
se trataba. Se le
dijo que de su ca-
samiento con Pan -
cho y no se pudo
arrancarle otra
cosa que estas pa-
labras.
— ¿Y con
me tengo que
, Pero la chi-
ca debía ha-
llarse en el
mismo estado
de ánimo que
en el idilio interrumpido de la alameda, porque sin chistar y conlos
ojos bajos, llegó a la parroquia, recibió las bendiciones y la epístola
y salió muí oronda entre la algazara de los amigos y conocidos.
37
Antes de que don Basilio cerrara la botica, para dedicar toda su
actividad al suculento almuerzo con que se celebraba la boda, vio
que Juanito vaciaba árnica en una taza y alistaba sobre el mostra-
dor, vendas y amarras de toda clase.
— ¿Qué haces? le preguntó.
— Nada. . Ser precavido. Mañana al amanecer no faltará quien
tenga la cabeza rota.
Y al salir a la calle decia entre un grupo de amigos:
— Ahora mucho almuerzo, mucha música y mucho amor . . Pero
¡dejen que don Pancho le quiera acomodar el pelito tras de la
oreja!
Llegó la noche y con la noche el silencio, y la pareja de recien
casados se sumió en la sombra.
A ^ ^
Muí de mañanita abrió Juanito la botica y se puso a silpar en él
mostrador, cuando ¡zas! se abre la puerta del fondo y entra Pancho
con la cabeza envuelta y forrada en mil pañuelos.
—Juanito. ¿Tenis árnica? Es mas serio que lo que dicen el ca-
sarse.
— Mas sabe el diablo por viejo que por diablo, amigo Olivares.
Aquí tiene árnica. , . ¡Jesús, ese ojo! ¡Pero, Pancho! ¡Aquí te han ti-
rado un florero por lo menos!
Pero el pobre Olivares seguia desenvolviéndose el pañuelo y lu-
ciendo nuevas magulladuras.
— Quién me ha metido a mí en estos andurriales ¡cáspita! Mien-
tras me las tuve con potrancas chucaras, nada me pasó; bien me
merezco esto por meterme con cristianos!
Y el amansador echó dos lagrimones inmensos.
i
^f #1^ f''^ f"^ #•? i ^
El mas bruto de los héroes
ESTAI había sido preso por homecida^ como decía él a los que
indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de
la cárcel. Y a confesión de parte. .
Pero, en fin, malo no era el pobre EstaL Se hablan metido
faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien
le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo
al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenia
Estai, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, habia saca-
do una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la
frente y rasmillones por todas partes.
Con la cara llena de sangre fué llevado a la comisaria, donde se
la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recojida en el
suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró
ante el juez, se encojió de hombros, no le sacaron palabra y fué a
parar al presidio.
Allí vejetó el infeliz homecida, muñéndose de inanición. No era la
Vergüenza ni el remordimiento, los que le enflaquecían: muchas
veces había dicho a propósito de su víctima, que bien muerto es-
taba y que no rezaría ni siquiera un Padr^ Nuestro a las ánimas,
40
por el descanso de la suya. Lo que debilitaba sus fuerzas era la
falta de libertad. Palta de libertad que era la muerte para ese in-
cansable aventurero, libre y soberano como un cóndor, que no re-
conocía autoridad, ni lei, ni superior siquiera, que no dormia bajo
techo, ni calentaba sus manos en brasero alguno, ni conocía ma-
dre, ni mujer alguna. Falta de libertad, que era la muerte para ese
hombre que no sentia el amor, que no entendia la virtud, que no
sabia el alfabeto, que no usaba caballo ni carretela, ni tren, para
movilizarle leguas arriba o leguas abajo, buscando un jornal, un
compañero o una trilla. Falta de libertad, que era la muerte para
ese hombre, que si estaba enfermo se emborrachaba, que si alguien
se le ponia por delante lo 'despachaba de una cuchillada, que si
quemaba el sol se acostaba a medio dia con la cara contra el suelo
y si estaba húmeda la tierra, de espaldas contra ella.
Esta! se moría, sin majestad, sin convulsiones, sin tristezas.
Moría, como muere un animal de su clase emperrado. Juntó un
dia los labios, se los mordió para no abrirlos, y se tendió junto a
una muralla. Lo pateó el guardián y él ni gruñó siquiera.
— Ese bruto se muere — le dijeron al caldo.
Y el alcaide, que en esa fecha — 1879 — era dueño y señor del pre-
sidio, hizo tomar a Estai, ponerlo en la puerta de la calle, pegarle
una patada por la espalda y decirle:
— ¡Camina, asno! jAnda a tomar un rifle! La pólvora te sentará
bien.
Estai abrió los ojos y vio no ya la urdiembre mezquina del sol
que entraba a la celda, ni esa luz sucia y como mortecina que caia
por la ventana. Era aquella esplosion de sol, aquella abundancia
de aire, lo único que podia ser. la libertad absoluta. Y corríó como
un loco y se cayó varías veces al suelo, y fué a golpear un portón
grande, macizo, donde sabia que le iban a recibir con los bra-
zos abiertos; y allí le gritaron: ¡quién vive! y él contestó con
bríos:
— ¡Quién ha de ser, cáspita! ¡Quién ha de ser! ¡Yo!
El sarjento Lambrech torció el jesto, y esclamó en el cuarto de
banderas:
— O me equivoco, o el que llega es lo único que nos falta para
barrer con los peruanos.
41
Y era él, era el famoso, el conocido Bstai, el mas bruto de los
rotos.
A los dos días, harto ya de fréjoles, no era el homecida, era el
soldado.
O O O
«Las marchas han sido largas — escribía meses después el sár-
jenlo a su mujer —largas; pero nadie se ha aburrido. Esta! habla,
canta, insulta todo el dia y toda la noche. No deja dormir, pero
tampoco deja bostezar a nadie. Tiene a los penianos en la punta
de la lengua, parece que no les tiene mucha lei y que si los en-
contramos luego, Kstai hará alguna de las suyas. >
Iba en la tercera compañía; pero le conocía todo el rejimiento.
Cuando armaban carpas, le pasaban a Bstai un cigarro para de-
satarle la lengua: y tendidos unos, y sentados otros, y los demás
de pié, formaban esos grupos en que los pintores recrean el pincel,
grupos de soldados en víspera de batalla, que se ríen a carcajadas,
como si la muerte no les siguiera a retaguardia.
Contaba Estai todas las cuchilladas que habia recibido en su
vida. ¡Eran muchas! A los quince años habia saltado, en compañía
de otro pillo, las murallas de una arboleda para robar gallinas. Sur-
jió la discusión sobre quien se llevaba el gallo; Estai quiso zanjar
el asunto a bofetadas; pero el otro tenia mas mundo y, sin decir
agua va, le metió un cuchillazo en el pecho. Y el homecida se abrió
entonces la camisa, para que otro le alumbrara con un fósforo y se
viera la zanja, aun no cerrada por el tiempo, en sus carnes duras y
tostadas.
Desde entonces, apenas pasó un año sin que le tocara dar o re-
cibir puñaladas. ¡Qué hacerle! Habia tanta jen te mala en el mundo;
y luego, todo era llegar a una parte sin meterse con naide^ y ar-
marse la camorra en menos que canta un gallo. Porque, franca-
mente, hai cristianos que parecen judios!
Era un arnero ese bruto de Estai. Dicen que los gatos tie-
4f
nen siete vidas; pero el soldado del Buin debía tener sete-
cientas.
Al caer la noche, los ronquidos de Estai eran los últimos. Prin-
cipiaba por cantar, y seguia después con el tema de los peruanos.
Y aun dormido, arrollado ya con la manta, bajo la atmósfera pesa-
da y sofocante de la carpa, insultaba todavía con una pesadilla de
tigre.
O O O
La mañana había amanecido luminosa; pero con olor a pólvora.
A las cinco, se levantaba en el oriente como un vapor amarillo, la
primera luz del alba, que mas tarde alumbrarla un campo de bata-
lla, A esa hora, el cometa brincó sobre su manta, despertado por
el capitán de la compañía, oyó dos palabras, vibrantes y secas co-
mo un disparo, empuñó el instrumento de bronce y momentos
después el toque de zafarrancho convertía el campamento en un
infierno.
El primer grupo fué el de Estai. Sus ojos vivaces lo hablan adi-
vinado todo: iba a comenzar la batalla. Instintivamente palpó su
rifle, se lo acercó al cuerpo y lo estrechó como si fuera una mujer
amada.
Entre tanto, a su lado habla un infierno de carreras, gritos, in-
terjenciones violentas, saltos, movimientos desesperados, ese pre-
liminar de un rejimiento que despierta con el enemigo encima, con
la muerte aleteando como un murciélago enorme sobre las cabezas
aun dormidas.
Cinco minutos después, la tempestad se calmaba^ las compañías
buscaban las líneas, el rumor decrecía lentamente y bajaba sobre
el antiguo vivac desordenado y bullicioso, esa majestad silenciosa
del ejército que aguarda el combate.
El rejimiento se puso en marcha, descendió una ladera, ocu-
pó el camino, torció una cur\'a, desembocó en un valle estenso
43
y no tardó en hacer alto y aguardar a discreción. Por todos la-
dos, corrían ayudantes a caballo, llevando órdenes y trayendo
datos.
Un instante después, allá a lo lejos comenzaba un tiroteo parejo,
continuado, lejano, y una línea de globitos blancos, como copos
de algodón, aparecía entre los árboles, marcando la infantería
enemiga.
Suena la cometa, las voces de mando se suceden lacónicas, como
pistoletazos, y el rejimiento se desgrana como un rosario de cuen-
tas. Un instante después, diseminadas las compañías y tendidos
sobre la yerba los soldados, comienza el fuego, desgranado e inse-
guro al principio, continuado mas tarde, y parejo como cien ame-
tralladoras, en seguida.
O O O
Estai acompaña sus disparos de una verdadera esplosíon de
insultos. Con los pies da golpes furiosos en el pasto y llega a en-
terrar en la tierra húmeda la roma punta de sus botas despedazadas.
El sudor le cubre la cara y el humo deja caer sobre ella un hollín
glorioso, bautizo de los reclutas.
Sobre la línea de cabezas, recostadas en el pasto, barre el viento
la nube de humo blanco como si quisiera ocultar las compañías.
Una bandada de pájaros vuela ajitada, proyectando sus sombras
en el suelo. Y mas lejos, un trueno lejano demuestra que la artille-
ría entra en combate y que éste es de vida o muerte.
Dos veces en una hora avanza el rejimiento, volviendo a tender-
se en linea. El tiroteo tiene sus alternativas, pero no se estingue;
y ya se ve que las balas son mortíferas porque la línea se ralea y
quedan muchos bravos con la barriga al sol.
Kstai grita y dispara, dispara y grita. Lambrecht lo admira:
— Cállate animal! — le dice — deja que hable tu rifle.
— ¡Si es que las balas se me atoran, sarjento!
44
— Lo que a tí se te atoran son las palabras, bandido. ¿Quieres
callar?
— jYa me callo! Las ganas que tengo yo de botar esta es-
copeta y echarlas a cuchillo limpio. . . Mire usted que se mueran
los niños como moscas, por éstos. . . de peruanos!
Y Estai echaba mano a la cartuchera y queria meter de a tres
balas juntas en el riñe, y se desesperaba de que aquello no matara
como él deseaba que mátase.
£1 combate se háciá fuerte, fuerte. £1 sol quemaba como un
tizón. Lá sangre corría á hilitos entre el pasto, y cada soldado
con tierra y sangre, con sudor y pólvora, se veia fiero como un
perro bravo.
¡Adelante! Estai se revuelve como un toro, biama, ruje. se en-
ronquece. Tira el rifle, lo recoje, se lo echa a lá cara, dispara
vuelve a gritar. Es un endemoniado que ya no se contiene tendido,
que ya no cree en su rifle, que rebosa ira y coraje.
— ¡Bah! Saijento, ahí va la escopeta, es un trasto inútil, gritó de
pronto el bruto de Estai, botando lejos el rifle humeante y
echando a correr hacia el enemigo, sin que Lambrecht lograra al-
canzarlo.
— ¿Qué va a hacer este bandido? preguntó aterrado el sar-
jento.
Pero Estai corria, corria. De pronto se detuvo y pareció tro-
pezar.
— Le metieron una pildora— gritó un soldado.
— ¡Nada! — dijo otro — este tiene siete vidas. Sigue. . . ¿lo ven?
Y Estai seguia, pero pareció cambiar de pronto su plan. Se de-
tuvo, accionó enérjicamente insultando a las líneas peruanas. Su
voz se oyó desde las guerrillas del Buin, y centenares de ojos en-
rojecidos lo miraron con asombro. Y en seguida, dio vuelta la
espalda a los enemigos, se desató la correa que ataba los anchos
calzones de dril blanco, volvió hacia ellos lo que encontró mas
despreciativo volver, inclinó casi hasta el suelo la cabeza para mi-
rar a los peruanos por entre sus piernas, y g^tó casi con un rujido
supremo:
— ¡Apunten aquí . . cochinos, bandidos, facinerosos!
Una bala fué a vengar el insulto. Estai cayó de lado, con la
45
desnuda espalda bañada en sangre, y se estiró, tieso como un
poste.
Lambrecht se quedó con la boca abierta.
••• •-•.•••.. ••••••••«.... •■•.« •• •.<• .•..•■.•••••
Otros han caldo con majestad, con heroísmo, con firmeza; Estai
tenia que morir como era: a lo bruto.
LOS CHUnCHOS
ESTÁBAMOS reunidos en el pequeño salón de la casa de Ricardo^
nuestro amigo del colejio, que, como ustedes deben recordar,
se casó el año pasado con una de las muchachas mas encan-
tadoras de Santiago. Era uno de esos salones de casa de
campo que conocemos tan bien: ventana con fuertes barrotes
de fierro, a un lado; una puerta fuertemente asegurada con su tran-
ca, al otro; mesa redonda al centro y sobre ella la lámpara de para-
fina con su quemador belga y la campana de cristal, balanceándose
con el tiraje del aire caliente; el piano, en seguida, arrinconado y
abierto casi siempre para pasar las largas veladas del campo, con
las dulcísimas armonías de Shumman y los trozos inspirados de
Mendelsson, Rubinstein y Greig.
Esa noche habia principiado admirablemente bien. Abierto so-
bre el atril del piano un grueso cuaderno de PagUacci, con una fan-
tástica portada en sepia, sobre la cual se destacaba la cara de un
payaso con su gorro puntiagudo, se pidió a Elena, la mujer de Ri-
cardo, que nos tocara algunas de las piezas de su repertorio. Del
ridi, pagliaccio se pasó insensiblemente al intermezzo de Caballería,
Estaba encantadora la velada. En una mesa se hacia intrincada
partida de damas entre Ricardo y el mayor García; en la otra hojea-
48
bamos con la chica, hermana de Elena, un álbum de la revolución
francesa, en que desfilaban jacobinos y jirondinos con gorros fri-
jios y amenazantes picas, los retratos de Mirabeau, Danton y Ro-
bespierre, y los de la infortunada María Antonieta y de la princesa
de Lamballe. De cuando en cuando caian sobre las hojas maripo-
sillas nocturnas, tostadas en el tubo caliente de la lámpara, y que
nos veíamos precisados a barrer con un soplido.
Calló el piano con las últimas melodías de una pieza de Chami-
nade, y Elena se dio vuelta hacia nosotros, haciendo jirar el piso
del piano.
— ¿Qué hai? Esos jugadores todavía no se cansan. Con seguri-
dad que ni saben lo que he tocado. . . Y vamos a ver usted, señorita
Sara, ¿no piensa acostarse esta noche?
—¡Ai, hermana! ¡Qué lindas son estas estampas!
En el instante de silencio que siguió, se escuchó a lo lejos la can-
turria pertinaz de los sapos, tan suave, tan plateada como si fueran
gorgoritos de agua, eternamente golpeados por un chorro. Hubo
un momento en que todos pusieron atento oido a esa melodia del
silencio, que parece el himno que entonan los campos al sosiego
reparador de las noches serenas.
De repente, un graznido metálico, cortante, seco, sonó afuera en
uno de los árboles vecinos a la ventana. Elena abrió sus ojos azu -
les, palideció un tanto y esclamó con marcado acento de susto:
— ¡Un chuncho!
El mayor Garcia dejó caer las cartas, levantó su cara de artillero,
con los gruesos bigotes erizados a la prusiana, y preguntó:
— ¿Cree usted en estas supercherías, Elena?
— No. . . talvez no. Pero, francamente, preferiria no sentir nunca
cantar a un chuncho.
— Pero eso es una niñeria, agregó Ricardo. El que después que
cante un chuncho se muera una persona, es lo que puede ocurrir
después de cualquier canto. ¿Tienes seguridad de que después de
habernos tocado tú ese precioso intermezzo de la Caballería^ no puede
morirse alguno de los presentes? ¿Echaríamos por eso la culpa
a Leoncavallo? Vamos, Elena, eres demasiado intelijente para que
des oído a tales tonterías.
Elena calló; pero como yo en ese momento cerraba el álbum,
49
después de mirar la última lámina, que, si mal no recuerdo repre-
sentaba a Camilo Demoulins en el juramento de la Cancha de Pe-
lotas, me sentí tentado a tomar parte en la conversación.
— ¿Me promete usted, Elena, no darle ninguna importancia al
cuento que voi a contar?
—Antes de conocerlo, imposible.
— Es condición esencial. Si no, me veré obligado a no contarlo.
— ^Acepto. Vamos al cuento.
Los jugadores dejaron las cartas y se colocaron en actitud de
escuchar; empujé yo, lejos, el álbum de la revolución; y princi-
pié así:
— Pasaba las vacaciones del año 93 en el fundo de Los Kosaks,
con su arrendatario Miguel Antonio Espinosa, que ñié compañero
mió de Universidad y un excelente amigo.
— Conocí a su padre — dijo el mayor Garcia.
— Era cosa averiguada que llegando yo de Santiago a Los Rosa-
les no se dormia. Conversábamos durante la comida, después de la
comida y hasta después de acostamos, puesto que lo hacíamos en
un mismo dormitorio, que tenia una gran ventana hacia la huerta.
¿De qué hablábamos? Ante todo de la situación política, después
de los amigos, enseguida de algunos temas del repertorio masculino,
y por último, de literatura y arte. El cuento era hablar hasta por
los codos y en mas de una ocasión, después de luminosa diserta-
ción mia sobre la pintura moderna, me encontraba con que Miguel
Antonio roncaba como un bienaventurado.
Era la noche del 23 de enero. ¿Lo olvidaré? ¡Imposible! En
medio de nuestra charla un grito de chuncho hizo saltar sobre la
cama a mi amigo, que era el hombre mas superticioso de la tie-
rra. Encendió la luz y me preguntó con voz verdaderamente
irritada.
— ¿Has oido? ¡Caramba con el animalito fastidioso!
— Ríete, hombre, de esas cosas .. Como te decia, la escuela
brerafaelUta influye hoi en la pintura de una manera desesperante. . .
— jOtra vez! ¿Pero has oido a ese pajarraco? ¿Tendré que echarle
al cuerpo una buena dosis de municiones?
— Cálmate, hombre. Oye lo que dice Julio Lemaitre en un artícu-
lo del Fígaro, . ,
50
— ¡Cáspita con el chunche! Fíjate como chilla el badulaque ¡Pero,
hombre! £sto es para perder la paciencia. .
Dice Lemaitre, que la potencia decorativa, va primando sobre
el poder imajinativo de antaño. Yo, te diré, no pienso como Le-
maitre; pero se me figura que no va en esto del todo descami-
nado..
— ¡Caramba! Yo no aguanto mas esta serenata de afuera, te juro
que lo mato. .
Y sentí que Miguel Antonio saltaba de la cama y prendía su
vela.
— Pero, ¿qué vas a hacer, loco?
— A matarlo. Déjame!
— Pero, hazme el servicio de no ponerte imbécil ¿te arriesgas a
cojer una polmonia, por matar un chuncho!
A estos agoreros de cosas malas, es menester darles una buena
lección, Anjel. Por lo demás, tu comprendes que yo me rio de las
pulmonías.
Miguel cojia, entre tanto, su escopeta Lafoucheux de dos caño-
nes, la cargaba con sus respectivos cartuchos, se introducía dos en
el bolsillo, y salía determinado a acabar con el chuncho.
Me reí de la aventura, porque aunque Miguel por su salud de fie-
rro estaba garantido contra las pulmonías, no dejaba de ser una
barbaridad correr a la huerta en camisa de dormir para castigar a
un chuncho cantor.
Hasta aquí llegaba en mí relación, cuando noté que Elena me
escuchaba con demasiada emoción. Sus dos enormes ojos azules
estaban preñados de lágrimas, y su pecho se alzaba ajítado por una
respiración nerviosa.
--Señora: eso no es lo convenido — le dije — usted se está impre-
sionando.
— No, no — me contestó, azoradamente — siga usted contando.
Me interesa mucho.
Bueno; — al poco rato, sentí un disparo cerca de la ventana e in-
mediatamente un volido rápido, que indicaba que el chuncho había
escapado sano y salvo.
Un instante después, allá mas lejos y desde la copa de un árbol.
•al'
8"
53
Y sentí en efecto que Miguel corría hacia el fondo de la huerta.
Unos diez minutos mas tarde, el segundo disparo resonaba en el
silencio de la noche, y no tardó en abrirse ruidosamente la puerta
del dormitorio y entrar Miguel, diciendo con una alegría verdade-
ramente infantil:
— Lo he muerto, Anjel. Cayó como una flecha al suelo. Mañana
lo buscaremos. . . Pero, ¡cáspita con el frió!
— ¡Señora! — ^volví a decirle a Elena — justed se impresiona dema-
siado! No sigo adelante.
— ¡Oh! — dijo, refunfuñando, Ricardo — no le hagas caso; sigue no
mas...
Bien. Al dia siguiente al levantarme, Miguel, que siempre lo ha-
cia dos horas antes que yo, permanecía en la cama.
— Me siento mal — me dijo — estoi algo afiebrado, y siento aquí
en la espalda una punzada.
— ¡Malo, malo! — dije yo. — Llamaré al doctor Ruiz, que está aquí
en Coltauco. Lo divisé antes de ayer.
No les pondero, si les aseguro que Miguel se nos fué en veinti-
cuatro horas. Ruiz me aseguraba que jamas había presenciado una
pulmonía mas fulminante. Se lo voló la fiebre; todo fué inútil. Lie
gó el cura, lo absolvió y le puso la estremauncion. Había muerto.
— ¿Ahora me preguntarán ustedes si me asustan los chunches?
Pues les aseguro que no. Me rio de ellos, como me he reído siem-
pre y como me reiré toda la vida.
— Hoi no duerme la señora Elena — dijo Ricardo en tono
zumbón.
Y un momento después, sentados en tomo de la mesa, bebíamos
la taza de té, riéndonos, de muchísimas cosas divertidas.
Veinte dias mas tarde recibí en Santiago el siguiente telegrama:
<- Elena ha muerto, avisa a familia. Voi con cadáver en el espreso
de mañana. — Ricardo,
Lñ TRILLñ
(CUADROS DEL CAMPO)
LA AGRICULTURA nunca está tan decaída ni tan en ruinas como
se asegura por ahí, en la prensa y en los clubs. Y la razón es
que los agricultores son quejumbrosos de suyo y nunca con-
fiesan el cincuenta por ciento de sus ganancias. — ¿Cómo está
la cosecha este año? se les pregunta. — Regular, contestan en
el mejor de los casos. — ¿Y la viña? — Helada enteramente. — ¿Y las
chacras? — Mui atrasadas: no darán los gastos.
Con esto y el deseo de teñimos el horizonte, varias personas de
buena voluntad dicen por ahí que la agricultura es un cadáver in-
sepulto, que el salitre se acaba el día menos pensado, que las
minas no son nuestro porvenir, y que Chile va a amanecer de
un momento a otro sin mas esperanzas que el trigo y los ga-
nados.
Conviene, pues, para el caso en que lleguemos a ser un pueblo
agrícola, que nos habituemos a mirar algo mas que el mar y sus
accesorios, y volvamos la vista a uno de esos pedazos de llanura
verd^^surcadas de alamedas y encerradas en cerros llenos de cha-
guales y espinos.
54
El trabajo comercial es árido como una operación aritmética: un
telefouazo, una contestación, una suma, y está todo terminado, sin
dejar otro rastro que el pago de la comisión.
Pero el trabajo del campo tiene tanto color como la paleta re-
vuelta y enmarañada de un artista. El cielo se abre terso y limpio
como una concha de raso azul; por el oriente se estíende la gran
muralla que nos ha dado Dios, por el occidente el mar, y en este
inmenso teatro en que funciona el sol dejando caer con regularidad
desesperante sus rayos de fuego, el agua estendiendo su riego y
reverdeciendo los campos, y la tierra fructificando con la potente
fecundidad de madre, se ajita todo el mundo agrícola, vivo y
risueño.
Han llegado los últimos días de enero, )' se está haciendo la en-
cierra con inusitado vigor y actividad. Ya no hai siesta! Las enor-
mes carretas cargadas hasta el tope de espigas doradas, van bam-
boleantes por los caminos, con el eterno chirrido de sus ruedas,
reproduciendo en forma rústica y desbordante el mejor cuerno de
la abundancia de nuestros campos.
La llanura sembrada se ajita por el viento en olas de espigas,
que dan reflejos de oro. A lo lejos asoman sus cabezas en el trigo
los segadores inclinados sobre la tierra moviendo incesantemente
la hechona, y mas lejos se estienden los cerros de la cordillera, que
por mas que se empinan no alcanzan a ver el mar.
La encierra ha terminado y va a comenzar la trilla, lo que se
nota en el ambiente, que está mas perfumado; en la brisa, que trae
punteos sueltos de guitarras y lejanas voces de cantoras que ensa-
yan la garganta.
Las máquinas Ramson que turbaron un dia con su largo silbato
el silencio de los campos, hicieron huir con alborotado y frenético
galope a las yeguas que hacian la trilla bajo los cascos de sus pa-
tas. La trilla se apagó, se descoloró, se fué en el medio de un esca-
pe de vapor, como la última esencia de una vieja y poética vida de
algazara campestre.
Las máquinas son prosaicas de suyo, porque hacen el eterno
cuadro del trabajo moderno con una chimenea que arroja humo
y un volante que jira con ciclópea velocidadad. Esos émbolos
55
han espulsado, de entorno suyo, el color, la vida animal, el viento
y el aroma.
Vamos, pues, a tm rincón donde las yeguas hayan parado su
galope y encontrado asilo contra la invasión de las Ramson.
Ha amanecido el dia de la trilla; un dia de febrero, claro, lumi-
noso, lleno de sol, abierto hacia todos lados. La era es un acina-
miento de aristas doradas, que parece concentrar y atraer sobre sí
toda la luz y todo el sol del valle.
Por las alamedas avanza las carretas, cargadas con todos los me-
nesteres, incluso * las niñas, que van afinando ya las guitarras y
tamboreando sobre sus sonoras cajas.
De todos lados vienen jinetes, con. sus espuelas de grandes ro-
dajas, que suenan como cascabeles de plata, y la manta domingue-
ra doblada al hombro con chic sin igual.
Kn la ramada se van juntando, saludándose, echando cálculos
sobre lo que rendiré la cuadra, ponderando sus caballos y esperan-
do que lleguen las niñas a alegrarlo todo con sus ojillos de gatas
enamoradas, y la voz plañidera y melosa con que cantarán:
¡Tan chiquitita y con luto,
Dime quien se te murió,
Que si se ha muerto tu amante,
No llores que aquí cstoi yo!
Por fin, a lo lejos, por la puerta de trancas del potrero, aparece
una polvareda: jSon ellas! No nos referimos a las niñas, sino a
las yeguas.
Su marcha remece el suelo alfalfado y endurecido por el sol, y
se van acercando como una avalancha, sueltas al viento las crines,
la cabeza balanceándose con coqueta alegría y el braceado galope
mostrando la buena sangre de la yeguada.
Los jinetes se separan de la entrada, parten al galope, revuelven
sus caballos, y abren por fín calle a la enorme cuadrilla que relin-
cha, se encabrita, levanta las orejas, se detiene ante la abertura de
la quincha, y se lanza después silenciosamente sobre el trigo que
forma un muelle colchón a la yeguada.
8
57
El galope se cambia dentro, primero en trote y después en paso;
y no se sienten ya los pasos sino el crujido de la espiga envuelta y
desmenuzada bajo los cascos de las yeguas.
I^os jinetes se ofrecen la preferencia, para correr; por fia se lan-
zan dos y comienza la trilla, la alégala y la ñesta del campo.
Las yeguas van al galope, saltando casi y enterrándose en el
grueso colchón de espigas. Es un círculo vertijinoso, que da vuel-
tas, que se emborracha con sol, con luz, con fuego, con el polvo
que se levanta por el aire y cae jugueteando con millares de paji-
tas que parecen plumilla de oro calda del cielo.
Mas tarde las yeguas no se ven entre el remolino de la paja que
levanta el viento y el polvo dorado que envuelve la cara; y los ji-
netes siguen sucediéndose de dos en dos alternando sus clamores,
con risueño y variado estribillo.
Mas tarde aun, humea la cazuela a la sombra de los árboles, co-
rre chacolí superior, suena el punteo de la guitarra, sale a cancha
una pareja, y hai ojos que centellean, sangre que bulle, cuerdas que
se destuercen y enredan, tamboreo que despierta un viejo cúmulo
de recuerdos, y canto, canto alegre, vibrante, que va rodando por
las alamedas y llega al faldeo del cerro, y vuelve en ondas sonoras
despedidas por el eco.
Y bajo ese cielo azul, que es el nuestro, ante esas montañas tes-
tigos de toda nuestra vida de pueblo, con ese canto que es también
nuestro, la sangre chilena hierve, como hierve dentro de la holla
de greda la cazuela espum(»sa y picante.
En una trilla bailaba un huaso joven y alegre, con la mano en la
cadera, y los ojos tiernos fijos en los jiros endemoniados de su en-
demoniada compañera de baile. Eso era cueca! Qué lijereza de pié,
qué ctilebrear de cuerpo, qué hacer de lindezas desde la cadera para
arriba, y de dibujos para abajo! El chacolí corria, y ese huaso era
ya un instrumento sonoro, porque de sus labios sallan chistes a
borbotones, de su garganta tonadas armoniosas y tristes, y de sus
ojos un volcan de pasión.
Cuando todos se agrupan para verlo, y oirlo, para no perderle
una silaba, parecía que estaba allí todo el pueblo de Chile encarna-
do en ese rotito de ojos negros.
De repente, le brillaron los ojos; el chacolí, el canto, el amor, el
sol, la luz, los ojos de las mujeres, el olor a la madre tierra exu-
berante y rica de verdura, habian embriagado a ese reicito del
campo.
Saltó a su caballo, montó en él, apretó las espuelas y se lanzó al
galope.
¿Donde iba? Todos se levantaron y lo vieron desaparecer por
una alameda a todo el escape loco de su caballo tordillo. Después
se siguió sintiendo el ruido del galope en la calma del campo, y
después hubo silencio.
Los que siguieron detras para alcanzarle lo encontraron deshe-
cho contra la primera valla de piedra del cerro.
¿Porqué se habia lanzado ese hombre en esa carrera loca, verti-
jinosa, suprema?
¡Ah! Habia algo estraño en ese suicidio, en el suicidio gran-
dioso de ese muchacho producto vírjen del suelo chileno, que tenia
corazón grande, alma impetuosa, cabeza despierta y pasiones
hondas.
Y esa carrera suprema, brutal, loca, ¿no tiene una nota del himno
de nuestras batallas, del grito de nuestras cargas a la bayoneta, y
del viva de nuestros triunfos? •
Chile está en las batallas; pero está también en los grandes dias
del campo.
En las ciudades a donde llegan los buques de Europa trayendo
en las plegaduras de sus velas el molde universal y cosmopolita de
la moda, va desapareciendo ese Chile criollo que aun no ha encon-
trado su cantor.
3C ar
UHñ eiSURn DE ñHTñno
Don Pedro de Castro
No sabemos si en efecto eran mas simpáticos los padres de
nuestros abuelos, o es que los vemos así al través de los re-
cuerdos de familia y en las viejas telas con marcos dorados
de las casas de Santiago.
Pero debemos reconocer por lo menos, que hace sesenta años
se encontraba todavía la sangre andaluza en toda su fuerza. Mas
tarde, han dado en decir que somos los ingleses de Sud -América,
lo que significa que se ha borrado yo. la influencia de esa simpática
y noble sangre de holgazanes de buen humor.
Hoi por hoi nos entregamos a los sajones, con lo que aun per-
deremos el último resto de esa sangre, hasta que en época no re-
mota, nadie recuerde que fué español Pedro de Valdivia.
Pero en fin, a lo hecho pecho. La siesta ha pasado a la historia;
las animadas charlas jugando brisca, carga burro y lotería al calor
del brasero, son sólo un recuerdo borroso; el té ha espulsado de
todos Jos reductos al mate colonial: hoi no se chupa la bombilla,
se chupa el presupuesto.
Sin embargo, a pesar de las positivas comodidades que nos da la
6o
vida moderna, se siente cierto agrado en detenerse a mirar esos re-
tratos de los caballeros antiguos con su bigote afeitado, el cuello
abierto y la triple vuelta del enorme corbatín negro.
No hace muchos dias mirábamos uno. Rostro ovalado, ojos vi-
vos, que parecían guardar ciertos picarones destellos de los veinte
años, boca grande, que debió lanzar estruendosas carcajadas en las
noches de lluvia al llamar en la lotería «los anteojos de pilatos» al
8, «los dos patos» al 22, «la edad de Cristo» al 33, «para arriba y
para abajo» al 69, que también sin respeto ninguno hacia las seño-
ras se llamaba «vomitivo y purgante». En fin, era un simpático
viejo el del retrato, uno de esos viejos a los cuales da ganas de de-
cirles golpeándoles familiarmente la calva: «iAh,tuhantuelo, cuán-
to te habrás divertido!»
—¿Sabe usted quién es? nos preguntó repentinamente la dueña
de casa.
— Nó, señora.
— jEste es don Pedro Castro!
Se cumplía uno de nuestros sueños dorados: conocer lo efijie
del hombre mas ebustcro que ha nacido bajo el suelo de Chüe;
pero del embustero mas liviano de sangre y mas simpático.
Recordamos en un instante cuentos y anécdotas que bajo su
nombre corrieron por estas tierras, como una fresca ventolera
de huerto haciendo reir a las muchachas de entonces, que hoi son
abuelas nuestras.
Contaba don Pedro Castro que en cierta ocasión lo perseguían
unos bandidos, con verdadero ensañamiento. El corria a pié, sal-
tando cercas, murallas, acequias y los bandidos detras, sin aflojar
un punto. Llegó un momento supremo en que don Pedro Castro
se detuvo espantado al borde de una quebrada. Un chorro de agua
caia al abismo y se perdia en la oscuridad. Allí no era posible sal-
tar, menos aun retroceder, y entre tanto los bandoleros avanzaban
hasta alcanzarlo.
— Ene^e momento decia— dando con el jesto, con la voz y con la
acción, enorme interés a su aventura — en ese momento tuve una
inspiración. Me santigüé y me bajé rápidamente por el chorro
hasta poner los pies en el fondo de la quebrada. . .
6i
— ¡Bah! — interrumpe alguien — pero también bajaron por el cho-
rro los bandoleros.
— ¡Nó, señor! ¡Qué hablan de bajar! No seria yo quien sol» ni me
llamaría Pedro Castro, para servir a ustedes por muchos años!
Junto con llegar al sudo de la quebrada, saqué mi cuchillo y corté
el chorro de un golpe,
Pero ninguna anécdota de don Pedro Castro se ha guardado con
mas respeto que la fuga de su loro, que él contaba con colores vi-
vísimos.
— Lo idolatraba — dccia a sus amigos — era un loro que parecía
una persona. Cuando me acercaba a la jaula me saludaba con una
venia elegante, y al tocar la oración se santiguaba con una patita,
Tenia ademas una memoria sorprendente, porque llegó a apren-
der él Ave María y la rezaba de un tirón sin equivocante jamas. Un
dia el loro se me escapó dejando mojada la jaula con sus lágrimas.
Seguramente habla sido la suya una tiemísima despedida.
Pasaron los dias. Era una tarde de enero, luminosa, clara dor-
mida. Don Pedro Castro estaba sentado en el corredor de su casa
contemplando el paisaje de campo que se estendia delante de él
cuando sintió un estraño rumor que venia creciendo gradualmente
por los aires. Puso el oido alerta; aquello debía ser sobre natural, se
escuchaba en el aire un rosario coreado: una voz alta, una voz de
soprano llevaba el coro, y cien, mil voces, respondían al unísono.
Don Pedro Castro saltó de su asiento, corrió al medio del patio,
y fijó sus ojos en el azulado espacio. Pero, ¡oh sorpresa! una enor-
me bandada de loros avanzaba en caprichosa formación. Al frente
de todos reconoció a su loro, a su querido loro, que decia con voz
robusta y clara: «Dios te salve, Maria», etc. . . y el coro respondía
inmediatamente... «Santa Maria, madre de Dios, ruega por noso-
tros pecadores» ...
El loro ingrato suspendió de punto su aéreo rosario y mirando
hacia la tierra esclamó con voz entrecortada:
—¡Adiós don Pedro Castro, adiós!
Y la bandada se alejó por los aires, haciendo sentir sobre los
campos esa estraña plegaria.
¿De dónde habla sacado don Pedro Castro estas colosales pero
hermosas mentiras? ¿Dónde habla soñado ese rosario enseñado
62
pacientemente por su loro y rezado al través de las cañadas y po-
treros de Aconcagua?
Otra vez llegaba don Pedro Castro a su fundo, donde estaba su
familia alarmada por la tardanza. Iba de Santiago escoltando una
partida de muías. Para esplicar su demora, debida no sabemos a
qué aventuras, se vio obligado a zurcir una historia.
Habían hecho alto al llegar a Curacaví, en un zapallar, donde
soltaron las muías y se tendieron los arrieros a dormir. Al amane-
cer las muías habian desaparecido, y la consternación de todos fué
enorme.
Sin embargo, se sentía apagado el ruido de la campanilla de la
madrina^ lo que quería decir que no estaban muí lejos.
«Dos horas llevamos — decía el poda de esos tiempos — de dar
vueltas en busca de las muías, cuando de repente casi me fui de
espaldas por la sorpresa. Un zapallo enorme había a mi lado, y de
adentro salía el rumor de la campanilla y los pasos de las muías. «
Era, un zapallo hueco, dentro del cual se habian metido las muías
buscando qué comer.»
No sabemos si desde entonces data llamar zapaiios 2i\zs mentiras
4emasiado grandes, a esas que no caben bajo el modesto califica-
tivo áQ papas,
Don Pedro Castro mintió hasta la última hora de su vída^ «Dejo
a mis hijos doscientas mil ovejas^, decía en una de las cláusulas
testamentarias.
Y en el instante de lanzar su último suspiro, dijo al relijioso que
lo asistía:
— iQué chasco se van a llevar mis herederos!
« K K
BUSCñnDO UH ñOmBRE
6 DE OCTUBRE
EL ANH^^RSARio de la toma del «Huáscar» nos haceiecordar
siempre la figura pálida, enfermiza y silenciosa, que recorría
las calles de Santiago hasta hace pocos años, huyendo del bu-
llicio de la política y del vaivén de los negocios de estado y
contentándose con vivir de los recuerdos y de las esperanzas.
Llevaba siempre la gorra de marino y un levita negro sencillísimo,
ajustado a su cuerpo ríjido.
Apoyado en un bastón, con fisonomía severa e impasible, era ese
un espíritu de hierro dentro del mas frájil vaso que puede sumi-
nistrar la naturaleza, un hombre en que el alma era grande y mez-
quino el cuerpo, vigoroso el cerebro y raquítica su envoltura.
Si uno admira a veces que sirva la tierra para imprimir en ella
el sello jenial de un artista, dejando fresca la huella del dedo que la
amolda, y haciendo volar sobre sus contomos groseros la vida del
arte; era de admirar que las enerjias y el carácter del contralmirante
Riveros, estuvieran aposentados en una naturaleza de apariencia
64
tan débil y tan frájil, en un cuerpo que parecía poder arrastrar una
racha violenta y atropellar la carrera de un muchacho.
En el año 1879; la figura del valeroso don Juan Williams Rebo-
lledo Juzgada ya por la historia, se iba velando tras la humareda
inútil de muchos desgraciados planes de combates. No siempre es
el valor, el secreto de los grandes éxitos. La opinión, que tenia
en él fíjas sus miradas y puestas sus esperanzas, comenzaba a des-
alentarse, viendo retardarse de dia en día ese sueño dorado en que
estribaba su ambición mas justa: la toma del «Huáscar».
Entre tanto, el que hoi dia es un viejo recuerdo de glorias pasa-
das, un verdadero altar al que lleva ofrendas el alma chilena, cons-
tituía entonces una siniestra amenaza para nuestras costas. A las
luces indecisas de los crepúsculos se vela pasar, recostado sobre el
horizonte como una ave jigantesca, ese buque en que iba un héroe
peruano, y el charco aun fresco de la sangre de un héroe chileno.
El Gobierno creyó que habla llegado el momento de pensar en
el sucesor de Williams Rebolledo. Pero. . . ¿existia ese sucesor?
¿Podría alarmarse a la conciencia pública, nerviosa y suspicaz, pen-
diente hora tras hora del telégrafo, con verdaderos espasmos de
ansiedad, de alegría o de dolor, y que habría recibido un golpe de
muerte con cualquiera vacilación?
Resolvió el Presidente de la República llamar a su lado al inten-
dente de Valparaíso, don Eulojlo Altamlrano, cuya serena persona-
lidad política era ya desde entonces consultorio obligado en los
momentos difíciles y cooperación deseadísima en las situaciones
vacilantes.
Se trataba de sondear en Valparaíso con suma cautela, con refi-
nada diplomacia, a los marinos influyentes, sobre la persona que a
juicio de ellos podría suceder a don Juan Williams en el caso des-
graciado de que llegara a faltar. Era menester efectuar esta opera-
ción, con mas tino que el sondaje que se hace en las entrañas de
un enfermo; una precipitación, un olvido, una indiscreción cual-
quiera podría hacer fracasar este paso prdimimar que se habla atre-
vido a ensayar el Gobierno.
Por esta razón nadie podía ser mas a propósito que don Bulojlo
Altamlrano, para arrancar del fondo del alma el oculto pensamiento
y la opinión sincera, a hombres naturalmente espuestos a los rece-
65
los, a las suspicacias y a las naturales envidias propias de todo
gremio o profesión, por nobles que sean. Habituado a ensayar, en
él laboratorio de la política, injeniosas aleaciones que resistieran a
la acción de los ácidos opositores; sereno conductor de los gabi-
netes al través de pasos nuevos y de emboscadas difíciles; hombre
de reflexiva discreción, de sagacidad contenida, de frialdad espon-
tánea; pudo fácilmente el intendente de Valparaíso, captar ese se-
creto, llave de un problema que parecía sin solución, y al que tenia
el Gobierno vinculado en ese instante todo el porvenir de las ope-
raciones navales.
Tócale el tumo a un capitán de navio, cuyo nombre no estam-
pamos aquí, por temor de equivocamos. El señor Altamirano
trató el tema, el único tema del día: la toma del «Huáscar». Su
interlocutor, habló naturalmente de nuestros buques; de la pereza
o poca enexjia con que se llevaban las operaciones; de la fama que
cualquier día podría alcanzar Williams con alguno de esos actos de
arrojo que se le conocían; en fin, de todo aquello que mas o menos
se relacionaba con las preocupaciones de esos instantes de an-
siedad.
El intendente dejaba que aquellos pensamientos se encaminaran
a su fín, empujándolos a ratos y dejándolos otros que tomaran su
inclinación natural. Por ñn echó a fondo su estocada de esgrimista
político.
— Yo espero mucho de Williams — dijo despreocupadamente el
señor Altamirano — creo que podrá colmar las esperanzas déla opi-
nión. Por esta razón me aflije la idea de que el jefe de la escuadra
pudiera caer herido en algún combate. Yo, francamente, no veo el
sucesor.
El marino inclinó la cabeza y franció el ceño para meditar. Era
mdudable que solo en ese momento se le ocurría pensar que Wi-
lliams era de carne y hueso, y que por consiguiente cualquier día
podría sucumbir en d puente de la nave.
— ¿Sucesor? Es verdad; yo tampoco lo veo. . .
El intendente levantó alarmado la cabeza, y se quedó oyendo con
toda el alma esa conñdencia que llevaba visos de ser sincera.
— . . no lo veo. Porque, si yo pensara en. . . ¡pero no! Quien sabe
si ese podría ser. . . aunque la verdad es que talvez no sirva.
66
Se veia claro que por allí, al rededor de esa cabeza, volaba un
nombre, con esa incómoda persecución déla mosca que se espanta
y vuelve con fastidiosa insistencia a posarse en la frente. El señor
Altamirano hacia esfuerzos mentales porque su interlocutor lar>
gara el nombre, que pugnaba por salir a sus labios, como el agua
que burbujea y suena en la boca de la llave, momentos antes de
que^e la abra para que suelte el chorro. Quizás violentando algo
su reserva, el intendente se atrevió a decir
— Pensaba usted en. . .?
— No se estrañe usted, señor intendente; pensaba yo en Galvari-
no Riveros.
El señor Altamirano se enderezó aun mas que de costumbre,
miró fijamente al marino para ver si allí no habia una burla y dijo
serenamente:
— ¡Riveros! Creí que estaba enfermo. Lo he visto tan mal, tan
pálido, tan triste. . .
— Es cierto; pero no hai otro.
Y así, tan decisivamente terminó aquella conferencia, en cuyo
molde se pueden vaciar las que se siguieron. Don Eulojio Altami
rano se hizo esa semana el encontradizo con todos los marinos de
cierta notoriedad que estaban en Valparaíso, y con todos tocó el
mismo punto.
Probablemente, en aquella ocasión se consultó también a cierto
capitán de navio que ambicionaba el comando de un buque y que
muerto de ganas de conseguirlo, le dijo un dia a don Rafael Soto-
mayor, Ministro de la Guerra:
— ¿Sabe usted lo que anda diciendo el pueblo? Que piensan
nombrarme a mí comandante del Cochrane. . .
Y el señor Sotamayor le dijo riéndose, y con un acento suma-
mente sarcástico:
— No le crea al pueblo, comandante. . . ¡no le crea!
Grande fué el asombro del señor Altamirano, cuando aquellos
sondeos termmaban siempre con el mismo nombre de ese enfermo,
cuya amarillenta faz estaba mui lejos de delatar al próximo coman-
dante de la escuadra.
Eso lo ignoraba el mismo intendente y se hacia cruces, y para
consigo mismo se preguntaba si tal pensamiento podia ser sincero;
67
pero, tenia que arribar a la conclusión de que todos aquellos mari-
nos habían llegado espontáneamente, al nombre del capitán de
navio que por inválido estaba ocupando una plaza de oficinista en
la comandancia de marina.
Le trasmitió al Gobierno el resultado verdaderamente sorpresivo
de su investigación, y si don Aníbal Pinto no sufrió un síncope al
leer el nombre de Riveros, fué porque en aquellas ocasiones esta-
ban demás los síncopes.
Fué el mismo intendente de Valparaíso el encargado de entregar
a don Galvarino Riveros los pliegos cerrados para una comisión al
norte. Es indudable que el señor Altamirano debia sentirse fuerte-
mente exitado por las emociones de ese encargo. Conocía al hom-
bre enfermo, pálido, seco, impasible, que andaba con dificul-
tad, que se ayudaba de un bastón, que sufria una dolencia cró-
nica y molesta; y en quien por el mas admirable procedimiento
hablan recaído todas las opiniones de los marinos, después de
vacilar éstos, de pensar, titubear, ponerse la mano sobre la frente
y clavar los ojos en el techo.
Era de mañana. La bahía de Valparaíso, mas desierta entonces,
muchísimo mas desierta que hoi, dejaba ver las aguas verdes y
tranquilas con el reflejo de los cascos negros de los buques y los
puntos blancos de las chalupas que iban y venían. El sol reverbe-
ando en ese cristal profundamente verde, hacia mas intensa la
mancha oscura de cada barco, que se veía duplicado sobre el agua
Inmóvil y pintaba con su pincel inimitable la mas hermosa acua-
rela que se hubiera podido concebir.
El señor Altamirano se dirijíó a la comandancia de marina, don-
de encontró ya en su puesto de oficinista a don Galvarino Riveros,
inclinado sobre los papeles de esa ya engorrosa tramitación de de-
cretos y planillas.
Debió detenerse un instante para ver el rostro enfermiso, lá mi-
rada triste, el desfallecimiento aparente de ese hombre al que iban
a confiarse destinos muí valiosos. Pero, sin tiempo que perder, se
acercó a saludarlo, interrogándole por su salud. La respuesta fué
la de siempre: — «Lo mismo». El intendente le dirijió esta súbita
pregunta:
— ¿Y cómo estarían los ánimos para embarcarse?
68
Algo pasó por allí inesplicable: un relámpago iluminó los ojos
de ese hombre, que centellearon con un fulgor de vida; el rostro
inerte se animó con una espresion de fiereza, que difícilmente
se hubiera podido olvidar; la pluma se cayó de la mano, crispada
por la emoción, y los labios se movieron durante un rato para decir
todo lo que del pecho quería salir.
— Señor intendente— dijo, por fin, Riveros — cada mañana, cuan-
do apoyado en este bastón me vengo a la oficina, traigo inclinada
la cabeza de vergüenza y de pena. . . Mientras yo me arrastro por
la calle y vengo a enclavarme como un remero a este asiento, mis
compañeros se baten por la patría y caen como unos leones en la
cubierta de nuestros buques. — ¿Si estoi dispuesto a embarcarme?
¡Ah, señor intendente! Vería colmada la única ambición de mi
vida...!
£1 señor Altamirano debió sentirse sobrecojido ante la esplosion
de fuego surjida de esa mirada opaca, que volvió lentamente a apa-
garse en el rostro frío y pálido de Riveros. Se llevó la mano al
bolsillo y alargó al marino los pliegos cerrados, diciéndole:
— Usted se embarca mañana mismo.
Allí no hubo mas palabras. El alma de Prat estaba presente,
cerniéndose sobre ellos con alas invisibles; pero Galvarino Riveros
sintió deseos de doblar la rodilla y dar gracias al cielo. .
ttí Mí Mí
Inútil sería repetir, como todos los años, la narración del com-
bate de Angamos, en que cayó, después de un inj enloso plan de
operaciones, el monitor c Huáscar». Cúmplenos recordar en estos
momentos la estinguida figura del contralmirante Riveros, que lo
llevó a cabo, y enviar nuestro saludo respetuoso al contralmirante
Latorre, que lo secundó con denodada valentía.
A la distancia de pocos años, las líneas de las figuras de la gue-
rra del Pacífico, que es la historia de ayer, van tomando la serena
armonía del mármol, y se alargan inmensamente como si buscaran,
para restablecer la proporción, un pedestal de piedra con una plan-
cha de bronce.
9f^ 9^ 9(^ 9$^ \^
Las sandillas y las sandias
ORTOGRÁFICAMENTE considerada, la diferencia que existe entre
ambas es insignificante: apenas dos e/rs, Pero consideradas
socialmente hai entre las dos una distancia tan larga y un
abismo tan profundo, que de nada serviría un puente con
el largo del puente Bio-Bio y con la altura del viaducto
del Malleco.
Hermanas siameses y no obstante enemigas irreconciliables, se
dan en una misma mata y a veces cuelgan de un mismo pezón, y
sin embargo, por el solo hecho de que la coja a una la mano blan-
ca de una señora, y otra, la tosca mano de un peón, agrega esta
última dos eles a su nombre y reniega de la familia y de la cuna
común.
Desde entonces siguen opuestos caminos y la diferencia se hace
cada vez mas profunda. Recibida la prímera sobre un plato, es di-
vidida en cuatro o cinco o seis partes, cortada en trozos por un
limpísimo cuchillo, y clavados éstos uno por uno con el tenedor.
La otra no tiene mas plato que su propia cascara, solo se parte en
dos trozos iguales, (que lo demás es profanarla), y queda clavado
en una mitad el tenedor y en el otro el cuchillo. La cascara de la
70
sandia queda con una superficie rosada, que admitiria una segunda
rebusca como en las minas aun no broceadas; la de la sandiUa que-
da delgadísima, verde como la esperanza y buena solo para los ho-
cicos de los cerdos que las adivinan al través de barro y las devo-
ran con fruición imponderable.
La sandia es recibida con fñaldad, llega a la mesa donde la sed
no se siente y donde el estómago exije algo mas suculento, cae
casi siempre mal, necesitándose la ayuda poderosa del bicarbonato
o de la magnesia ñuida; en cambio la sandilla sale en los dias de sol
como el arco iris después de una tormenta, como una bandera de
tregua en las quemantes trincheras de un asedio.
Formidable baluarte donde no llega el sol, la sandilla se abre
como la llave de un roció y en la esponjosa carne que cruje al paso
del cuchillo, lleva agua para la garganta, y engañoso volumen para
el estómago necesitado. Y si éste reconociendo el engaño vuelve a
pedir mas tarde, queda la otra mitad para volver a repetir la broma
y mantenerlo tranquilo por muchas horas.
Dejemos, pues, a la renegada sandia que busca las blancas manos
y se entrega solo a los cuchillos con mango de marfil o de plaqué;
dejémosla que abandone la pobreza de su cuna y vaya a correr mil
peligros por recibir incienso de cortesana y rodearse de sedas no
bien merecidas; dejémosla despreciada y deshecha sobre los hela-
dos platos con recortes dorados, mientras su hermana, fiel al ho-
gar y humilde a la suerte, es consuelo y paño de lágrimas, refrije-
rio del que trabaja y "tente en pié" del que sufre hambres.
Cuando Dios espulsó a nuestros primeros padres del Paraiso^
éstos no tuvieron necesidad de sacar equipaje porque la única ropa
que tenian y que eran las hojas de parra, las llevaban puestas. El
Creador dijo entonces a Adán. — Oye, mal hombre; para que no te
vayas con las manos vacias, llévate ese par de sandias que hai col-
gando en esamata. Y salió Adán con las dos sandias bajo el brazo,
nada contento con la carga. A poco andar, nuestro primer padre,
que no conocía todavía el sistema Sandow, se sintió cansado y
disparó las sandias sobre unos guijarros dd camino. Al caer se
destrozaron y algunas gotas frescas salpicaron los quemantes ros-
tros de los dos espulsados. Entonces Adán bendijo al Creador y
cediendo su parte a Eva, apenas perdonó las cascaras ylas pepitas
71
negras como azabache — Sembrémolas aquí — dijo después — porque
habrá muchos otros que sientan sed.
Desde entonces ella ha sido compañera fiel de los que trabajan y
sienten sed. Vicuña Mackenna recuerda haber visto en la revolu-
ción del 20 de abril del 51 que los soldados del Valdivia, secas las
gargantas, bañadas de sudor las frentes, partían sobre sus rodillas
sin detenerse, las sandias que les tiraban desde una carreta en
que habia alguien compadecido de esas víctimas que iban a la
muerte.
Si en la guerra del Perú hubieran seguido a nuestro ejército las
sandias chilenas, mas de una batalla habría comenzado a cascara-
zos. Por lo demás, es el mismo golpe de cuchillo el que da el roto
para dividir en dos una sandia, que el que necesita para vaciarle el
abdomen a un enemigo.
Alimento nacional como el poroto, cae bien a toda hora. Al ama-
necer antes de ir al trabajo, se come la sandia para preparar el es-
tómago al almuerzo y hace las veces de un «bitter batido». Al me-
dio dia se come la sandia para que llene y así engañado el estóma-
go, se entornan los ojos a la sombra de un árbol y se duerme la
siesta. A la tarde la sandia sirve para la sed y se bebe hasta la úl-
tima gotita de caldo. En la noche, si no hai plata para encender el
fuego y comer algo caliente, la sandia hace olvidar la escasez y
mantiene la concordia en el hogar. Y allá, cuando pasa la media
noche y se acerca la madrugada y es dia domingo o lunes, la san-
dia metida debajo el catre sirve para apagar la «bola de fuego» y
calmar la quemante y rabiosa sed del aguardiente malo.
Remedio para la irterisia^ infalible antídoto contra la tis, receta
incomparable contra ^\ pasmo, recomendado calmante para las pe-
nas dd amor podrán faltar en Chile los Andes, desaparecer las
varas para topear, estinguirse la chicha en los barriles todos y
apagarse el sol, secarse las alamedas y arder los ranchos; pero no
podrán faltar los sandiales donde bajo la sombría ramada golpea
el chacarero sandia por sandia y las clasifica en de a cinco, a diez
y a veinte.
Un potrillo de chicha nueva es un himno triunfal, una carcajada
líquida, un alcohol de gloría, pero es también la perdición del que
la bebe y sigue sus consqos. En cambióla dulce, la fresca, lablan-
73
dísima sandia ¿a quién hace mal? ¿qué crímenes ha causado? ¿qué
sangre excita?
Un huaso, un capataz de fundo grande, todo torcido a fuerza de
topear, de acuchillarse, vivir sobre el caballo y caerse una vez en
cada rodeo, y sin embargo, bueno como el pan, nos decia un día
melancólicamente, mientras nos presentaba la mitad de una sandia
con el cuchillo clavado en el medio:
— «Buen dar, patrón, que ha salido mala este año la sandia . . No
dá pa los gastos el sandial, contimás que hai que andar a escope-
tazos con los lairones que saltan las pircas. Y este de sembrar y
comer sandias, patroncito, es talmente como casarse. . . La señora
y la sandia sescojen a ver siestán demasiado verdes o remaduras.
La sandilla tiene la ventaja que se puede calar. En prencipiando,
too es de durce, y después se va poniendo desabrió, desabrió, has-
ta que no quea mas rimedio que tomarse er jugo de una sorbia; 3-
el jugo, patroncito, son los ríales de la inora, si toca con argo.
que si no, no hai mas que tirar la cascara y resinarse».
¿Alientos que no exaian ambrosív? Sí, señor; así lo dijo don José
Joaquín de Mora; pero como no se trata de ir a los salones sino
a barretear a cielo raso, no vale la objeción y la sandia sigue
triunfadora su camino.
¿Quién no la ha visto descender de la carreta y saltar de mano
en mano hasta el montón?
Ha hecho la amiga de los pobres su entrada triunfal en Santia-
go y es menester abrirle paso.. . .
Trabajadores, soldados, mujeres, viejos, niños: ¿presenten,, a^-
mas!
^ ^ ^
EL COmBñTE DE IQUIQUE
21 DE MAYO DE 1879
TRBiNTA minutos después que la noticia oficial del combate de
Iquique, recibía El Mercurio el siguiente telegrama:
«Antofagasta, mayo 23. — ^Al editor de El Mercurio, — «La
mar» llegó a Iquique. Combate de tres horas en este puerto,
entre «Independencia», «Huáscar», «Covadonga» y «Esmeral-
da», el 21. Resto de la escuadra chilena habia salido 16 rumbo Ca-
llao. «Independencia» varada entre rocas y atacada rudamente por
«Covadonga»^ «Esmeralda» atacada por «Huáscar». Continuaba
combate. Se ignora resultado. «Huanay». «Valdivia», «Itata» y
• Rimac» llegaron sin novedad. — El corresponsal».
* * *
Corria el mes de mayo, lleno de incertidumbres y temores. El
alma chüena, estremecida con ansiedades sublimes, ponia atenta-
mente el oido al telábalo, en cuyas trepidaciones creia sentir el
74
eco de ese drama de sangre desarrollado bajo el sol peruano y
frente a frente de la metralla enemiga.
El corazón tiene presentimientos de los seres queridos, y de su
suerte. Algo flotaba en la atmósfera pálida y tibia de esa tarde de
mayo. Todo los hogares, en que estaba vado el asiento del solda-
do, se sentían secretamente asaltados de horribles ansias de nue-
vas de la guerra. Si pasaba precipitadamente un coche, se corría a
entreabrir el balcón para ver si en él iba algún mensaje. Si resona-
ba alguna carrera sobre la vereda de asfalto, se acudia palpitando
el corazón y latiendo las sienes, a ver si alguien de la casa llegaba
con noticias.
¡Quién sabe si era el viento que traia en sus pliegues olor de pól-
vora y humo de batallas, clamor de arengas y burras de triunfo!
¡Quién sabe si eran los prometidos, los hermanos, las esposas o las
madres, que al encender una vela delante de la imájen piadosa,
velan en el rostro de Maria el sello indefinible de tristeza y en sus
ojos levantados al cielo, el brillo de una lágrima naciente!
Quien sabe . . Pero cayó la noche, envolviendo a la ciudad con
sus sombras y echando sobre ella una montaña pesadísima de in-
certidumbres, de ansias secretas, de temores reprimidos y de duda
pertinaz y sorda.
Entretanto se habia librado ya en Iquique el mas sangriento de
los combate, escribiendo con sangre y grabando con fuego la paji-
na mas rudamente heroica de una larga campaña de heroísmos.
* ♦ *
Era la aurora del 21. La rada de Iquique dormia en esas som-
bras vagas y confusas que preceden al albor primero del dia. Sobre
las silenciosas y tranquilas aguas del mar, flotaban dos débiles y vie-
jos buques de nuestra escuadra: la «Esmeralda», podrido cascaron de
gloriosas astillas, y la «Covadonga», sagrada pero inútil presa, co-
jida a España en lejendario combate
Entretanto, a algunas millas de distancia avanzaban sijilosamen-
te, sofocando el resuello de sus calderas y el latido de sus máqui-
nas, dos monstruos del mar, dos formidables enemigos que eran
espanto de nuestros mares y fantasmas veloces y temibles de nues-
tras costas.
En el mismo sentido volaban algunas aves mañnas, lanzando al
aire graznidos agudos, toques de diana con que la naturaleza que-
ría despertar a nuestros buques, agorera del sangriento drama que
dos horas después iba a estallar como un loco torrente de fiereza y
de %'alor.
Fué surjiendo en el oriente, indefinida como una gaza amarilla,
que subiera del mar, la
claridad de una aurora
tibia y perezosa de oto-
ño. Las sombras se
desgarraron como una
veladura negra de cres-
pones, y apareció allá,
en el fondo de la rada.
el puerto de Iquique,
alhaja engastada en-
tonces en la soberanía
del Perú, y hoi riquí-
sñno botín de guerra,
cien veces pagado con
la sangre chilena y el '
sacrificio de sus hijos.
De repente el oficial de guardia, que transido de frió velaba en
la cubierta de la «Covadonga», creyó ver en el horizonte un punto
negro. Podrá ser una ilusión, un engaño de los ojos, cansados ya
de interrogar constantemente el horizonte lejano. Un momento
después, suijian precisos y netos, recortándose en el fundo azul
del cielo, los humos negros de los blindados enemigos.
Condell corre a comprobar con los anteojos la presencia cercana
del terrible rival de los mares; y sin pérdida de tiempo, se hacen
señas a la «Esmeralda» que está mas próxima a la costa, adviitién-
dole qoe ha llegado una hora solemne y decisiva.
* * *
76
Entretanto los humos crecen y crecen, acercándose con increíble
velocidad. En pocos instantes se definen ya, concretos, claros, per-
fectamente diseñados, los cascos negros del «Huáscar» y de la
«^Independencia».
Se acercaba la hora del combate.
— ¿Ha almorzado la jente? — pregunta Prat
— Sí — responde Condell, con el laconismo dd lenguaje de mar.
—¡Siga mis aguas!. . . y endereza la «Esmeralda» la proa hacia el
punto en que en ese instante se reconcentran todas las miradas.
Los momentos eran supremos. Ya se di\nsaban los palos del
monitor peruano, y las negras chimeneas de sus máquinas. A bor-
do de la «Esmeralda» se toca reunión sobre cubierta; Prat avanza
poniéndose los guantes blancos; y con la serenidad mas absoluta
en su pálido rostro, con voz serena, robusta, sin vacilaciones ni
temblor, les dice las memorables palabras de su arenga espartana:
— «jMuchachosI
La contienda es desigual.
Nunca se ha arriado nuestra bandera ante el enemigo: espero,
pues, que no sea ésta la ocasión de hacerlo.
Mientras yo esté vivo, esa bandera ñameará en su lugar, y os
aseguro que si muero mis oficiales sabrán cumplir con su deber».
Junto con acabar las palabras del héroe, y como para poner un
sello a su juramento, una granada del «Huáscar» estalló como un
trueno en un costado del buque. ¡Ya era la hora!
— «¡Cada uno a su puesto!» — gritó Arturo Prat, y la tripulación,
lanzando un hurra a Chile, que se sintió desde la playa y sonó co-
mo un reto a los blindados peruanos, corrió a tomar el puesto dd
combate al pié de los cañones, que pocos momentos después tro-
naban con el ímpetu de una defensa desesperada.
La «Independencia» se lanzó sobre la «Covadonga», en tanto
que el «Huáscar» se acercaba a la «Esmeralda», quedando trabado
el combate cuerpo a cuerpo y con una desigualdad abrumadora.
* * -H
Eran las lo de la mañana. El horizonte estallaba en una orjia
esplendente de luz, porque era una luminosa mañana de fiesta, la
77
que debía contemplar el mas heroico combate que han visto los
siglos.
Comenzó un cañoneo terrible, desapiadado, sin cuartel. Trona-
ban los cañones del monitor, echando llamas los de la «Esmeral-
da», vomitaban fuego y humo los de tierra. Aquello era una tor-
menta de plomo y de sangre, en que el tufo de la pólvora y del
incendio, ahogaba la respiración y nublaba la vista.
Al querer virar nuestra nave, para descargar un costado sobre el
monitor, se rompieron sus calderos. No de otra manera din válido
de antiguas campañas, siente al querer saltar del lecho, que se le
dislocan los huesos recien soldados y se le abren las heridas recien
cerradas. Aquello tenia que ser desesperado, a muerte, sin cuar-
tel
La «Covadonga» escapaba en esos mismos instantes, haciendo
nutrido fuego a la «Independencia», que triplicando su andar que-
na alcanzarla con el espolón de acero.
Quedaba sola la vieja barca, nido de paladines y volcan de cora-
je y rabia. Arriba, en lo mas alto, notaba al viento el tricolor glo-
rioso, ostentando a la luz el color rojo, símbolo del sacrificio y
mortaja de los héroes. Y abajo, ardia el incendio, saltaba lá metra-
lla, corría la sangre y rujian las voces de aliento, de arenga y de
mando.
De repente el «Huáscar» se lanzó a toda máquina sobre la «Es-
meralda». Era menester que terminara aquel drama de fuego.
Nuestra nave no podía moverse, y soportó serena la horrible em-
bestida, crujiendo la vieja madera al paso del espolón, descargán-
dose los cañones, boca a boca y lanzándose las granadas pecho a
pecho.
El capitán Prat, que se encontraba en la toldilla, grita con voz
de trueno, levantando en una mano el revólver y destacándose en-
tre el humo como una visión de gloria:
— «¡Al abordaje muchachos!»
El sarjento Aldea, que oye su voz, se lanza esgrimiendo su ha-
cha, y los dos van a caer heridos de muerte al pié de la torre del
monitor.
Arturo Prat recibe un balazo medio a medio de la frente. A los
héroes, como a los tigres, hay que pegarles o en el corazón o en Ift
cabeza.
En ese instante el combate se hizo honible. Las granadas del
• Huáscar», estallando sobre la cubierta de la *Esmeralda>, la sem-
braban de cadáveres. La sangre resbalaba hacia el mar por todos
lados. Los brazos, las piernas, las cabezas destrozadas, disemina-
ban sobre los palos, los cañones, las chimeneas y los cordeles, cua-
jarones rojos que brillaban al sol como brazas de fuego.
Uribe salta a la toldilla y toma el
corta, precisa, rápida: .¡redoblar
el fuego!- Es un absurdo sublime
esa orden desesperada del nueto
capitán, porque los cañones es-
tán caldeados y las gra-
nadas estallan antes de
salir.
El ruido aumenta, si
es posible. Y sobre los
estampidos que resuenan
al mismo tiempo, con en-
sordecedora pertinacia, y
sobre el discordante ru-
mor de la batalla,
un solo grito so-
bresale, un solo
grito se alza,
grande, invenci-
ble, atronador,
sublime: «¡Viva
Chile!..
El •Huáscar-
vuelve a lanzar-
ndo. Su voz de orden es
79
se como un rayo sobre nuestro buque. En medio del humo blanco,
se divisa un celaje de fuego: es la espada del teniente Serraino, 3-
las hachas de doce marineros, que han caido como una avalancha
de muerte sobre el monitor. Y la nave peruana se aleja rápida
como un fantasma, llevándose allí, sobre la cubierta, un puñado
de leones que van a cubrir con sus cuerpos calientes, los destro-
zados cadáveres de Prat y Aldea.
IfOS cañones de la «Esmeralda» siguen tronando. Un grumete
sube a afirmar la bandera, que flamea en el mas alto palo, aguje-
reada por las balas y hollinada por el humo. Entretanto, cien
cadáveres cubren la cubierta, la Santa Bárbara está inundada, y el
barco, inclinándose de un lado, comienza a dejar escurrir hasta el
fondo del mar, los cuerpos sagrados de los héroes.
El monitor se lanza por tercera vez sobre la acorralada y heroica
nave. Ya no es posible que esas cuatro tablas quemadas, resistan
sobre las olas, y la ''Esmeralda" comienza a hundirse con la
suprema majestad con que &e desploma el león herido.
Todavía queda algo a flote, un estremo de la proa con un cañón
ensangrentado. Y allí llega jadeante, lleno el rostro de sangre, de
sudor y de pólvora, transfigurado en su sublime fealdad de tigre,
un muchacho héroe, el guardiamarina Riquelme. Se acerca al
último canon chileno que flota sobre el mar, y manda con el últi-
mo cañonazo, el último viva a la patria triunfante!
M M -^^
Todo ha desaparecido. La bandera tricolor llena de sangre y
humo, desaparece también, y en medio del horrible silencio que
se sucede, todavía parece salir del fondo del mar el discordante y
fiero vocerío del viva Chile.
El drama ha terminado. Los sobrevivientes son recojidos y
llevados al "Huáscar" donde silenciosos, pálidos, atónitos, ven los
peruanos desfilar ese puñado de héroes, desnudos y llenos de
sangre y pólvora.
8o
Uribe clava los ojos en un cadáver, que tiene tirada sobre el
rostro una casaca chilena, y arrancándola, lanza un grito y cae de
rodillas, repitiendo con santo respeto: ¡mi capitán! Era el cadáver
del héroe de Iquique, de Arturo Prat, que todavía parecía decir
con voz segura y entonación viril:
'^¡Muchachos!
La contienda es desigual.
Nunca se ha arriado nuestra bandera ante el enemigo. . .jEspeix»
c[ue no será ésta la ocasión de hacerlo!"
^ M M
¡Veintidós años han pasado! Casi un cuarto de siglo dista de
nosotros aquello que parece ayer. Pero la vieja "Esmeralda" se ha
convertido en un altar donde se renuevan las flores del recuerdo,
y arde con inestinguible llana el amor de los chilenos.
Hai a su alrededor un templo augusto cuya campana solo
sonará cuando la patria necesite a sus hijos, cuyo incienso es la
pólvora que se ha ofrendado al Dios de las batallas en cien glorio-
sos encuentros, y cuyo órgano es un conjunto de cañones de
bronce, con el que se han hecho oir las sinfonías escritas en el
¡>entágrama rojo de cien combates!
Pidamos a la Providencia que no llama a reunión esa campana,
ni se eleve ese humo, ni se sienta ese himno de muerte. Pero ;ai
también de los que la hagan souai!
Si'
El poder escrutador de antaño
Corría el año 1792, es decir, hace de todo esto muchisimo tiem-
po. Chile tan democrático, tan republicano y tan liberal como
es hoi dia, no se conocería mirándose en el espejo de esa
época, es decir, en ese espejo de luna opaca y de andio marco
de plata viga.
Hemos dicho mal al decir que el año 1792 corría; porque enton-
ces los años no corrían, sino que caminaban como tortuga. Un
dia de entonces no acababa nunca. Así como cuando a un cerro
alto se le atraviesa una nube medio' a medio de su falda, se le ve
muchísimo mas elevado de lo que es, cuando a un dia se le atra-
viesa una siesta medio a medio, parece que duplicara el largo de
sus minutos y el número de sus horas.
Todo se hacia entonces mui despacio, y los bostezos eran tan
largos, que nuestros antepasados tenían tiempo para santiguarse
dos veces la boca, tocándose con el pulgar los cuatro estremos de
los labios desmesuradamente abiertos.
Eran aquellos tiempos en que por bandos solemnemente pro-
ipulgados al son de cajas y tambores, se ordenaba recojerse a los
vecinos, en invierno a las nueve y en verano a las diez; medida que
82
hoi pedirían al Congreso multitud de señoras, bastante quejosas de
la conducta funcionaría de sus marídos.
Eran también aquellos tiempos — y esto reza con los lectores de
quince a veinticuatro años — en que bastaba la oposición del papá
para que se deportara al Callao al mozo audaz que se permitiera
rondar las ventanas y meter por ellas cartitas amorosas.
En fin, eran los tiempos en que Chile era reino, en que se dor-
mía la siesta, y en que a no ser por las procesiones solemnes, no
tenia nadie en qué distraer un instante la vista.
La ciudad, con sus casas bajas con mojinetes de piedra, con sus
grandes puertas claveteadas y las ventanas con intrincadas labo-
res de cobre, olia a rapé en la mañana, a mate con azúcar tos-
tada al medio dia y a incensó, alucema y cera por la noche.
¡Oh bendita ciudad la de entonces, que no tenia coches de posta,
ni bicicletas, ni tranvías déctrícos, ni mortalidad de párvulos, ni
alcantarillados, ni teléfonos! ¡Bendita ciudad, la de los oidores de
la real audiencia, la de las repolludas y virtuosas señoras, la de los
tiesos y afeitados abuelos, la de los ríeos alfajores de las monjas, la
de las procesiones solemnes, la de las eternas apelaciones al rei, la
de los sabrosos y siempre lejendaríos mate en leche! ¡Bendita ciu-
dad en que no se bebia té ni café, en que no se fumaban habanos,
en que no se miraban bailarinas, en que no se apostaba a las carre-
ras, ni se pedia libertad electoral, ni se pensaba en la conversión
metálica, ni se encendían ciríos al papel moneda, ni se pronuncia-
ban discursos en la Cámara!
Sí, señores; bendita ciudad aquella que teniendo en el mundo la
palma del desaseo, no pensaba, ni soñaba siquiera pensar en su
saneamiento; bendita ciudad aquella en que una voz no sonaba
mas alta que otra; bendita ciudad aquella en que todos eran co-
rrectos, finos, suaves, virtuosos, amables, contenidos, moríjerados
y mansos.
www
Alquien ha dicho que existe en el hombre una invencible ten-
dencia hacia el mal. Nosotros reformamos este concepto en el sen-
8>^
tido que lo mas innato y lo mas espontáneo en el hombre, es la
tendencia electoral.
Ya por aquellos años se elejia, ya por entonces se apasionaba
Santiago con el resultado de las elecciones, ya en tan remota épo-
ca habia escrutinios y escrutinios con todas las brujerías que hoi
se estilan.
Los capítulos conventuales fueron en el siglo pasado aconte-
cimientos de tal trascendencia, que la ciudad se ajitaba tanto por
la elección de un provincial como hoi se ajita por la de un presi-
dente.
La efervescencia esterior invadía a los conventos, que entonces
tenian muchísimas mas puertas que hoi. Las familias que conta-
ban con un miembro ordenado y que ademas llevaba cerquillo y
sandalias, trataban naturalmente de influir en la elección de pro-
nndal, resistiendo unas veces a las influencia del presidente o se-
cmidándolo por regla jeneral.
De esta manara el sereno claustro, de largos y silenciosos corre-
dores, con plácidas arcadas de piedra o ladrillos, con palmas vie-
jas, símbolo de oración y de calma, con enredaderas de yedra, em-
blema de fidelidad y de perseverancia, se comenzaba a poblar de
ramores siniestros de mal entendidas protestas, de reclamos poco
reprimidos, de ataques, de quejas, de cargos, de acusaciones y de
comentarios bastante libres.
El sonido apagado y opaco que ordinariamente producían las
sandalias sobre el piso cuando los relijiosos se paseaban le-
yendo en el breviario sus rezos, se volvia duro, áspero, como si
en vez de pasos resonaran allí chasquidos de fusta o colazos de
culebra.
El provincial podia desde dentro de su celda y sin asomar por
la ventana la cabeza, adivinar el grado de ajitacion que revistiria
el capítulo, por el grado de nerviosidad y efervescencia que inva-
día de antemano el claustro.
Px escindiremos de un turbulento capítulo en que los francisca-
nos, parapetados en la torre de sus conventos, dispararon piedras
con tan certera punteria, que amaneció al dia siguiente casi todo
el vecindario de Santiago con la cabeza vendada.
Pasaremos por alto otros capítulos en que hubo prisiones, esco-
84
muniones y verdaderos sitios con fuerza pública, por ser demasia-
do trascendentales, y nos concretaremos al escrutinio de uno
que se efectuó en el ya citado año de 1792. Este es capítulo
aparte.
« « «
Habia una profunda escisión entre los franciscanos, separándo-
se de un lado la porción europea y de otro la americana. Durante
mucho tiempo y en capítulos sucesivos fué ahondándose tal di\'i-
sion, a consecuencia de la cual se elevaron sendos memoriales, de
una estension exajerada, a S. M. el rei, para que «en ellos fallara
con su inapelable voluntad.
Por fin, después de una época sumamente revuelta, y ya en
1803, el padre frai Francisco Javier Ramírez convocó a capítulo
de acuerdo con el presidente, que lo era entonces Muñoz de
Guzman.
En la atmósfera del claustro franciscano notaba un pronunciado
jérmen de revuelta. Seria impropio decir que se sentía olor a pól-
vora, porque jamas se pasó en los capítulos conventuales de los
simples y vnlgsres peñascazos,
Dia y medio antes del capítulo, el presidente dispuso que don
Manuel Irigóyen, oidor y alcalde de corte, en unión de don José
Jorje Ahumada, el escribano de cámara mas antiguo, pasasen al
convento franciscano en que debía celebrarse el capítulo.
Parece que el señor oidor no las tenia todas consigo, porque,
después de muchas dilijencias, resolvió hacerse escoltar de nume-
rosa tropa. Quien no supiera que se trataba de un capítulo de
relijiosos habría creido que aquella fuerza marchaba a la conquis-
ta de Arauco.
A son de campanas se convocó a los relijiosos, que fueron lle-
gando animosamente a la sala del capítulo.
El padre Ramírez, verdadero presidente de la junta escrutadora,
no iba con todo el buen propósito necesario para evitar dificulta-
des en el capítulo. Y así, apenas ocupados los asientos* espuso a
S5
los rdijiosos que para poder sufragar hablan de presentar docu-
mentos que acreditasen haber leido los quince años, que sns cons-
tituciones les prescriben.
Se annd la primera grita. Los directamente aludidos con esta
exijencia, alegaron en su favor, que eso era imposible, por haberse
ido rompiendo los documentos en las diversas ocasiones en que
habían necesitado presentarlos o utilizarlos.
DespuesT de un debate ajitadisimo, el presidente se encontró co-
jido, y exijió solamente que jurasen haber leido los quince años.
Y así se hizo.
En seRUida el muí capitulero del presidente espresó que no da-
86
ria comienzo a la votación mientras no saliese de la sala el pa<lre
jubilado Mateo Zarate que, a juiciadel presidente, no podia votar
por estar «legalmente impedido.»
Salta el relijioso y pide, con gran enerjia, que se le declaren cuá-
les son los impedimentos legales aquellos, porque él no tiene
idea y oye hablar del asunto por primera vez.
El presidente vuelve a repetir con gran calma que frai Zarate
está legalmente impedido. Este va perdiendo la serenidad y alzan-
do la voz, para exijir la prueba de esa afirmación tan rotunda. El
presidente sigue, con imperturbable tenacidad, diciendo que es
inútil darle vueltas al asunto porque el hombre está «legalmente
impedido». Frai Zarate se dirije al oidor y le suplica obligue a ma-
nifestar al presidente los impedimentos, lo que en el acto hace con
mui comedidas razones don Manuel de Irigóyen, y a lo que con-
testa frai Ramírez que los fundamentos que tiene son reservadísi-
luos, y por esta razón no insiste en hacer salir al relijioso
jubilado.
Conjurada la tempestad, se nombran los secretarios escrutadores
y se procede en el acto a votar.
Pocos momentos después, la mesa dá lectura a una votación en
que aparece con nueve votos el padre frai Blas Alonso y con cinco
el padre frai Joaquin Ripol. También tenian otros relijiosos, algu-
nos votos para custodio.
Una voz enéijica se alza de un rincón de la sala. Es frai Domiii>
go San Cristóbal que a grandes voces espresa que es imposible
que sea verdad el resultado leido, y pide al señor oidor que esta
vez no se contente con oir sino con ver, revisando prolijamente
las cédulas.
No habla allí comisionados de los partidos, para que se hubie-
ran dado de tinterazos. En esto es indudable que hemos progresa-
do. ¡Quién les hubiera soplado a los capítulos de antaño, el gran
recurso para meter algazara y confusión que se tiene en los apo-
derados de los candidatos!
En ese instante, uno de los secretarios toma rápidamente los
votos y los quiere arrojar a un brasero, que con anticipación se te-
nia listo en la sala. Pero el oidor se lanza sobre él, le coje la mano
y le suplica entregue en el acto los votos. Por fin se logra que así
87
lo haga, y él escribano conjuntamente con el oidor, hacen el es-
crntinio y lo proclaman de nuevo.
£1 padre frai Alonso, que habia sido proclamado provincial con
nueve votos, resultó que solamente habia obtenido cinco; y frai
Ripol, por el contrario, a quien se le habia declarado vencido con
cinco votos, resultó tener nueve. Así mismo el custodio y demás
nombres habian sido completamente alterados.
El señor Irigóyen reprende severamente a los escrutadores, les
maniñesta lo grave de su falta, les exhorta a imitar al santo fun-
dador de su orden, les llama a la cordura y a la caridad, los
amonesta para que se arrepientan y sean relijiosos respetables y
dignos.
En fin, allí, en esa sala cuadrada con los muros blancos, llena de
cuadros quiteños que representan otros tantos provinciales, con
dos ventanas por las que entra el sol brillante pero pálido que cae
oblicuamente desde el jardin con palmas del claustro, se ve una esce-
na curiosa, que en sí tiene algo cómico: el oidor escoltado con nume-
rosa tropa y representantes del poder civil, recomienda imitar y se-
guir las huellas de San Francisco a un grupo de relijiosos que lo
oyen vencidos pero no desalentados, que lo miran de potencia a
potencia, y que al través de los años unen sus espíritus electorales
con nuestros modernos alquimistas de los escrutinios.
En fin, que el poder escrutador de antaño, era primo hermano
del poder escrutador de hoi dia.
Jf Jf
HISTORlñ DE UH CUñDRO
JBNBRALMKNTE los cuadros tienen historia larga, viajes, sacri-
fícios, privaciones, triunfos, todas esas alternativas a que vio
sometidas stis telas el artista errante, pobre o victorioso.
Los cuadros, mirados de frente, hablan de lo que represen-
ta la tela; mirados por la espalda suelen mostrar al curioso
fechas, firmas o datos de sus autores o propietarios, que suelen
ser una animada y curiosa crónica.
De cómo han llegado a Chile las hermosas telas de grandes
pintores antiguos podría surcirse una movida e interesante na-
rración. El Velasquez sobre el cual puso una mano torpe una
oleografía de cuarenta centavos; el Murillo arrojado a un rincón del
gallinero por no haber lugar donde colocarlo en la casa; el Rubens
colgado en una casa de martillo, entre una palmatoria y un velador
el Zurbarán cambiado por una imájen grabada del Señor de la
Buena Esperanza; son documentos interesantes para esa crónica
que segtiirá inédita por muchos años.
Quien vaya al Museo Nacional y acierte a encontrarlo abierto
en las pocas horas de la semana en que lo está; se topará a poco
andar con una imájen de la Víijen con el niño en los brazos, cuyo
9Q
hermoso colorido, armonía inimitable y riqueza de tonos, ha
hecho que se le atribuya a MuriUo por todos los entendidos
Pues bien, ese cuadro tiene historia.
No sabemos al través de qué jeneraciones, ni de qué peripecias
difíciles, llegó esa tela a la cabecera de la cama de dos solteronas,
que en vano se encomendaron a ella para salir de ese estado y
contribuir también al censo jeneral de la república.
Hablan pasado los años sobre esas dos mujeres sin dejar huella
amarga. No echaban la culpa a nadie de haberse quedado sin
encontrar quien las a3rudara a sobrellevar las cargas de la vida:
de manera que eran dos personas inofensivas que oían misa por
la mañana rezaban el trisajio al medio día y se tomaban un par
de mates, después del rosario, a las ocho déla noche.
La Virjen de MuriUo, con inalterable sonrisa en el rostro, no
chocaba en esa pieza en que la marquesa de madera y las silletas
de junco formaban un ajuar que tenia el gran mérito de no venir
del estranjero. Estaba allí, a media luz, oyendo cada noche ese
rosarlo largo, bostezado, pero que subía de dos almas cristalinas
como el agua destilada.
La hnájen pasaba por mUagrosa porque todo era encomendarse
a ella las dos solteronas y tocarles sorteada una letríta de la Caja,
con lo que sallan de apuros y le perdonaban su desidia en man-
darles el par de maridos tan solicitados.
Cómo llegó a oídos del pintor Mandiola que en casa de nuestras
amigas habla una tela de mérito, es cosa que no tenemos averi-
guada.
Sospechamos que los pintores tienen buen olfato, y sienten
desde lejos la atracción de las grandes telas. El hecho es que una
mañana, el pintor Mandiola, golpeaba tímidamente a la puerta de
las dos solteronas. . .
^ ^ 9i
Grande fué la ansiedad de ellas al pensar que podía ser el reden
llegado uno de los maridos con tanta instancia exijidos a la mi-
lagrosa imájen.
91
Pero no tardaron en convencei se de que el joven era un sim-
plón o un loco, porque traía la estraña, la incomprensible preten-
sión de ver la imajen. Hubo, pues, necesidad de arreglar el dor-
mitorio con rapidez e introducir en él al pintor que iba tembloroso
de emoción y nervioso de curiosidad.
Mandiola se detuvo ante la imájen, la sacudió con su pañuelo. . .
y casi se fué de espaldas. Si no era un Murillo, no sabia él dónde
estaba parado.
— Señora — dijo de pronto — ^yo compro este cuadrito.
— No estamos locas, caballero. Esa Vírjen nos quiere mucho y
nos protge. Nosotras le rezamos por la noche y ella nos sortea
las letras de la Caja. Es una antigua conocida ¡Imposible!
— Usted comprende, señora, que esto seria cuestión de un
arreglo. Usted puede conservar una imájen igual, exactamente
igual a esta, y ademas recibir trescientos pesos.
— No entiendo.
— Prefiero hacerlo prácticamente. Yo soi pintor, vendré aquí a
pintar todos los días, hasta hacer una Vírjen igual a ésta, y una
vez concluida, usted elije la que mas le guste, entendiendo que
si yo me llevo ésta le doi a usted trescientos pesos.
Se aceptó la oferta. Mandiola estableció su caballete en un
corredor. Aceitó la tela blanca, echó sobre ella los confusos rasgos
de carbón, alistó la paleta, y pincelada aquí, pincelada allá, comen-
zó a suijir ante los ojos atónitos de las solteronas, una vírjen
igual a la otra, pero mas clara, mas nueva, mas de fiesta.
Inútil es decir que una vez puesta la copia en un buen marco
de oro vivo, las solteronas prefirieron la copia, porque una re-
gnlar copia, a los ojos de un profano, se parece como una gota
de agua a otra gota. Tal vez sin la tentación de los trescientos pe-
sos, aun se habrian quedado con la nueva.
Sin embargo, en el momento en que Mandiola envolvía cuida-
dosamente la vieja imájen, surjió un conflicto, un verdadero pro-
blema. . .
—¿Se habiia trasmitido a la copia el valor milagroso del ori-
jinal?
El pintor fué de parecer que sí, y hasta citó a San Juan Crisós-
tomo con una desvergüenza envidiable; pero la hermana ma>'or
93
sostuvo que nó. El problema era grave y el pintor comenzó a
temer que todo su trabajo quedara perdido. Pero ¡oh idea! una de
las señoras se golpeó la frente con una mano. . .
¡La cosa es sensilla! lo que le falta a esta nueva Vírjen es
bendecirla. . .y a rei muerto, rei puesto
Mandiola voló con su cuadro antes que una nueva dificultad
volviera a surjir, y al verse las dos hermanas con trescientos pesos
en la mano y sin haber perdido su antigua conocida, le rezaron
esa noche un rosario mas fervoroso y mas largo que de costum-
bre.
Y esa noche hubo también mate en leche, y se sacó para el
efecto la bombilla de plata
^ ^ V
Mientras Mandiola colocaba en su taller la hermosa tela, y la
miraba de todos lados, y la palpaba y la examinaba, un respetable
caballero de Santiago acababa de saber que en casa de ciertas
señoras solteronas y pobres habia un Murillo.
Este respetable caballero se jactaba de ser sumamente entendido
en pintura por haber estado en Europa algún tiempo. Todo era
ponerse delante de una tela y disertar sobre \os prena/aelisfas,
sobre la manera de Velasquez, Rivera y Murillo. Tenia, pues,
fama de ser un gran crítico y un hombre de gusto mui refinado.
Saber que en la casa de dos señoras pobres habia un Murillo,
echarse al bolsillo quinientos pesos de treinta y dos peniques (j Oh
témpora!) tomar un coche y dirijirse sijilosamente al domicilio de
nuestras conocidas, todo fué uno.
Las dos solteronas hablan colocado los trescientos pesos en la
Caja de Ahorros, y ansiosas de no tener que tocar esa milagrosa
ganancia ni aun en momentos de apuro, le pedian de nuevo el
sorteo de otra letrita.
Dos golpes suaves, pero resueltos, suenan en la puerta de calle.
Un caballero de buena presencia, avanza hasta ellas y después de
algunas venias les esplica sin embozo que va a ver una Vírjen,
93
una Vírjen que tienen en la cabecera. Una mirada que se cruzó
rápida entre las dos hermanas, una mirada de asombro, de alegria,
defé bastó para convencer a las dos buenas mujeres que aquello
no podía ser sino cosa de milagro.
Hl respetable caballero, colocado frente a la copia de Mandiola,
se caló sus gafas, observó largo rato y murmuró a media voz:
— O esto es un Murillo lejítimo, indudable, seguro, o yo soi un
animal.
Y sin mas rodeos, ofreció quinientos pesos por el cuadro.
— ¡Quinientos pesos! Es mucho dinero, se dijeron en voz baja
las dos hermanas; pero no podemos perder una Vírjen que nos
proteje tanto. — Diganos, usted señor, — se arriesgó a preguntar
una — ¿no podría usted dejamos una igual?.
/ — jOh! eso es imposible; no soi pintor, yo les doi quinientos
pesos; con eso se pueden comprar varias imájenes.
— También es verdad.
De un lado sonreía con su inalterable serenidad la Vírjen, de
otro lucian los quinientos pesos. Jamas ha asaltado a almas mas
débiles tentación mas poderosa.
— Aceptamos, dijeron con voz f^.ébil — y no quisieron mirarse
para no traicionar la pena que sentían allá en lo mas hondo del
alma.
La Víijen salió de la cabecera, los quinientos pesos fueron a la
Caja de Ahorros; pero esa noche no hubo mate en leche, porque
las dos mujeres se llevaron mirando, con los ojos llenos de lágri-
mas, el cuadrado oscuro que habla dejado en el papel desteñido
por la luz, la antigua conocida cuyos servicios habían pagado con
tan negra ingratitud.
Mientras Mandiola jestionaba ante el Gobierno una módica can-
tidad para vender el cuadro al Museo, el respetable caballero colo-
caba al suyo en el salón, con unas cortinas verdes, para que la luz
no diera incómodo reflejo sobre la tela.
Horas de horas se pasaba el entendido en la manera de Vdas-
quez y de Murillo, él familiarizado con los museos dd I^ouvre, del
Prado, del Vaticano, examinando estasiado la tela, y didéndose a
media voz:
94
— O esto es un Murillo lejítimo, indudable, seguro, o yo soi un
animaL
Todas sus visitas eran obligadas a espresar un juicio «franco»
sobre el cuadro, y naturalmente se oyeron frases hechas por este
estilo:
— Hermoso colorido. . . Se vé la misma mano del San Antonio de
Sevilla... ¡Qué admirable realidad!... ¡Oh! Murillo!
Un dia nuestro hombre, orgulloso de su adquisición, se topó en
la calle con el pintor Mandiola, y en dos palabras le contó cómo
habia tenido noticia de la tela, cpmo la habia comprado, y cómo
era tan idiota la jente en Santiago que no habia descubierto antes
el cuadro. Mandiola callaba, y en su cara muda, insensible, no hu-
biera podido descubrirse que se le reia el alma a carcajadas.. . .
— O la tela que tengo, terminó el caballero entrándolo a su casa«
es un MuriUo. . . o yo soi un animal.
El pintor sin querer asintió con la cabeza a esa última frase.
Se abrieron unas ventanas del salón, se entornaron otras y el di-
choso propietario separando majestuosamente las cortinas verdes,
esclamó con voz enfática:
— ¡He aquí un Murillo!
Mandiola contuvo la carcajada e imitando la voz solemne del
conocedor de los Museos europeos, dejo oir esta horrible frase:
— He ahí un Mandiola.
En un momento quedó esplicado todo. Nuestro hombre se bus-
có un cigarrillo en la falda del levita, lo encendió y antes de darle
la primera chupada dio la última mirada a la tela.
Escusado es decir que la inalterable sonrisa de la vírjen, le pare-
ció esta vez demasiado irónica.. ..
1fSATf&t,
CHñCñBUCO
SI hubiéramos de juzgar el réjimen colonial por el contr£.áte que
alrededor de 1817, hadan sus hombres, con los sostenedores
de la independencia americana, no quedarían mui bien para-
dos los defensores de la causa del rei, ni en sitio mui promi-
nente la ya maltrecha y razgada bandera que sostenían.
Marcó del Pont ha pasado a la historia como un personaje de
opereta,
Sus proclamas de una fatuidad altanera y bombástica, serian hoi
motivo codiciado para una zarzuela de poca monta. Ochenta baú-
les trajeron a Chile sus trajes y vestuarío. y seguramente no ca-
bia en todos ellos la pusilanimidad de su espíritu ni la pobreza de
su entendimiento.
Don Francisco Casimiro se destaca sobre esos cuadros vigo-
rosos del paso de 'los Andes y de la batalla de Chacabuco como
pudiera destacarse un zancudo en una panoplia de armas cincelada
sobre acero.
En cambio, eran el alma del ejército invasor dos hombres igual-
mente grandes pero contradictoriamente dotados por la naturaleza.
Era d uno de hierro; de sangre y de nervios el otro. Aquel pen-
96
saba, y sentía éste; era San Martin el cerebro y O'Higgins el co-
razón.
Y mientras en la soñolienta ciudad al toque de la oración se jun-
taban las puertas, y oidos medrosos escuchaban tras ellas los pasos
de algún mensajero a caballo, creyendo adivinar en los rumores si-
jilosos de la noche, lo que pasaba en los Andes, Marcó del Pont,
hacia descolgar los cortinajes de palacio y encajonarlos cuidadosa-
mente, para ponerlos a salvo de lo que él creia ya el último dia de
la dominación en Chile.
El 5 de febrero, con diferencia de pocas horas, dos propios lle-
nos de polvo y de sudíjr, con sus caballos gastados por una mar-
cha precipitada y violenta, paraban frente a palacio y comunicaban
a Marcó, pálido, descolorido y absorto, dos estupendas nuevas: el
uno, enviado por el coronel don Manuel Mana Atero desde San
Felipe, contaba que por los caminos de Putaendo y Uspallata apa-
recía el enemigo desplegando avanzadas regulares y haciendo creer
en la presencia de un gran ejército perfectamente disciplinado; y el
otro, despachado por el coronel Morgado desde Cuneó, hacia igua-
les declaraciones con respecto al paso del Tinguiririca, donde los
guardias realistas hablan sido dispersados a balazos.
El plan concebido fríamente por San Martin se estaba realizan-
do con la precisión de un cálculo aljebraico.
Marcó del Pont abrió tamaños ojos, apuró el empaquetamiento
de sus cortinajes y vestidos, y convocó a Junta de Guena.
Graves, pensativos, inclinada la cabeza como carneros dóciles y
mansos, fruncido el entrecejo, lleno de zozobras el espíritu, cruza-
das por detras las manos y metida la afeitada barbilla en el cuello
entreabierto, fueron asomando en palacio una treintena de nuestros
abuelos, luciendo allí lustrosas calvas de bolas de billar. Sin em-
bargo, algo hacia creer que Marcó no acertarla allí carambola al-
guna.
Esa jente no estaba acostumbrada a pensar.
El 7 de febrero llegó la tarde larga del verano, sumerjiendo a
Santiago en un mar de recelos e inquietudes. Se notaba mucho
ruido en tomo del palacio.
Mensajeros a caballo partían al galope en dirección a la Palma,
y el ruido se perdía en un silencio preñado de angustias. ¿Era ver-
97
dad que aquello se derrumbaba? ¿Era cierto que la jente libre esta-
ba allí, a un paso de Santiago, repechando la cuesta de Chacabuco?
¿Era verdad?
Y aquí los viejos miraban a todos lados con recelo, y llevándose
un dedo sobre los labios decían con misterio:
-¡Chit!
« # «
Quien se hubiera detenido en la cumbre de las serranías de Cha-
cabuco, y en el silencio de la noche hubiera puesto atento oido a
todo rumor, habría escuchado mas allá del gorgoreo de los sapos
en los charcos y vertientes cercanas y muí por sobre la canturria
tenaz de los grillos ocultos en la teatina reseca del lomaje, una tre-
pidación sorda y apagada, una especie de rumor creciente como de
cascada que salta y se desborda. Eran los dos ejércitos que se
acercaban para encontrarse.
Quintanilla y Marqueli despacharon al abrigo de las sombras
varios espías que recojieran datos sobre la proximidad del enemi-
go. Las narraciones bíblicas dicen que Noé largó una paloma des-
de el arca para ver si habían bajado las aguas a ñor de tierra, y
qíie como la mensajera volvió a buscar abrigo en ella, dedujo que
aun no había encontrado paraje donde posar la planta. Quintanilla
y Marqueli debieron comprender al esperar inútilmente la vuelta
de los espias, que éstos hablan encontrado filas cercanas en que
tomar su fusil.
Y en efecto O'Hggins se acercaba con la primera división del
ejército de los Andes.
« • «
Marcó, que comenzaba a ver muí turbio el negocio necesitó co-
brar fuerzas y engañarse a sí mismo, para lo cual se convocó el 9
98
de febrero una «aparatosa asamblea de notables — dice el señor Ba-
rros Arana — destinada a reforzar el prestijio del gobierno y de un
réjimen que se desplomaba >.
Volvieron a juntarse solamente las nulidades de todo orden y
dejaron estampado en una acta «que con sus vidas, haciendas y sin
reserva de casa alguna, estaban prontos y resueltos a defender
los derechos del rei, a cuya obediencia vivian gustosamente su-
jetos. .
Pero esta declaración se hacia sobre el papel; entretanto, mui
luego debia estamparse otra cosa en las serranías de Chacabuco,
con caracteres de sangre.
El coronel don Ildefonso Elorreaga partió al dia siguiente a la
Cuesta al frente de todas las tropas que quedaban en Santiago, y
mui luego le siguió el jeneral en jefe recien nombrado por Marcó
del Pont, el brigadier don Rafael Moroto.
Todo esto ocurrió el lo.
San Martin no pensaba empeñar la batalla antes del dia 14; pero
mui pronto varió de opinión por la llegada a su campamento¡i de
un hombre que todavia no tiene una estatua de bronce, represen-
tante jenuino del hombre de campo, liso y bueno como el chagual
bravo como un perro fiel y discreto como una roca. Era Justo Es-
tai, guia, esplorador, espía y práctico, verdadero tentáculo que el
ejército de los Aifdes iba avanzando en su camino, y recojiéndolo
cada vez que queria obtener impresiones exactas.
Justo Estai volvia después de haber estado en Santiago obser-
vando minuciosamente la calidad y el número de las tropas rea-
listas.
Colocado entre los curiosos que apiñados en el puente del Ma-
pocho miraban pasar los batallones que partían para Chacabuco,
Estai habia contado los hombres y visto partir al brigadier Maroto
con sus ayudantes.
San Martin comprendió que cualquiera dilación de su parte, au-
mentaría el número de las tropas enemigas que seguían concen-
trándose a toda prisa en Santiago. Era menester presentar batalla
a mas tardar en la mañana del dia siguiente.
A media noche del 11, el ejército entero estaba formado. La in-
fantería habia dejado a un lado sus mochilas.
»9
Sobre esos tres mil hombres que se aprestaban al combate, vaga-
ba como una sombra impalpable la imajen de la patria naciente, de
esa patria que todavía consideraba fuera de la leí a los que levan-
taban sobre las baj'orietas el estandarte de su libertad. Allí estaba
O'Híggins a la cabeza de la segunda división aceicándose de fren-
te al enemigo; Soler al mando de la primera, que emprendía la
marcha por los deshechos para atacar a Maroto por el flanco; Las
Heras, Cramer, Zapiola, Conde, Necochea y tantos otros valientes
jefes que se cubrieron de gloria en la histórica acción del dia 12
que comenzaba ya a despuntar.
Las avanzadas de Maroto sintieron durante toda la noche un
confuso rumor en la parte bajá de la Cuesta, rumor barrido a ratos
por el vientecillo de! alba, y comprobado mas tarde cuando con
7;í';ocb
loo
las primeras luces estallaron los primeros disparos de reconoci-
miento.
Kl comandante Marqueli, apostado por Maroto en las alturas de
la cuesta, rompió el fuego — según dice el historiador — sin fé ni
confianza en la defensa que podia hacer.
A esa hora quedó empeñada la acción. Eran las ocho de la ma-
ñana y comenzaba a quemar el sol.
« # #
Maroto recibió un parte del comandante Marqueli que decia:
«Tenemos el enemigo mui próximo en número de quinientos a
seiscientos hombres entre caballería e infantería, los que amena-
zan por dos puntos y dentro de pocos momentos romperemos el
fuego».
El brigadier español comprendió que en esos instantes supre-
mos toda demora podia ser fatal. — Envió un propio que a mata
caballos se dirijiera a Santiago para pedir a Marcó apurara la mar-
cha de los demás cuerpos, que se encontraban en la capital; y él
mismo mandó formar su tropa y avanzó aceleradamente hasta el
pié de la Cuesta, en tanto que Quintan illa, comandante de la caba-
llería, se adelantaba al galope con medio escuadrón de carabineros
a reforzar la defensa de las alturas.
A la media legua de marcha, Maroto comprendió que la acción
no se iniciaba con buena fortuna. Los primeros dispersos de la
vanguardia realista se venian a estrellar con su tropa, perseguidos
mui de cerca por el tiroteo de los patriotas. El brigadier hizo alto
y tendió allí mismo su línea.
En el primer momento, O'Higggins no pudo darse cuenta, por
las recuestas del camino, de la posición elejida por Maroto, y así
junto con enfrentar la línea enemiga y recibir sus descargas simul-
táneas, tuvo que retroceder para organizar el ataque.
La batalla estaba iniciada bajo un sol de fuego que recalentaba
como planchas de acero los faldeos de la cuesta. El aire parecía
lOI
arrastrar ascuas encendidas y azotaba el rostro de los soldados co-
mo verdaderos fogonazos.
Pero habia allí otro calor mas intenso que hacia olvidar el del
medio día: era el aliento poderoso que impulsaba a esos hombres,
el sublime aguijón que los arrojaba a la muerte.
La división de Soler, perdida en los atajos y senderos, no apare-
cía aun por el naneo de Maroto, levantando parecidas inquietudes
a las que la desesperante tardanza de Grouchi habia causado dos
años antes en Waterloo.
O'Higgins fué en esos momentos el impetuoso y heroico capitán
de Rancagua. Sintió una de esas grandiosas corazonadas, que hubo
mas tarde hombres pequeños que le increparon, y ordenó a los
granaderos cargar cerro abajo por el flanco de Maroto, en tanto
que él mismo, a la cabeza de la infantería, se lanzaba resueltamente
hacia el enemigo.
Pero todo aquel enorme esfuerzo fué brutalmente detenido por
lo escabroso del faldeo y lo bien defendido de la línea española.
Allí quedó muerto de un balazo el pundonoroso jefe realista coro-
nel don Ildefonso Elorreaga.
El brigadier Maroto creyó en esos instantes que la victoria esta-
ba de su lado.
Pero si la dificultad de romper ese cerco de hierro y de fuego
habría podido desalentar al mas avezado táctico, en cambio sólo
sir\'ió para levantar en el alma de O'Higgins una verdadera tor-
menta de pasión y de arrojo. Mandó a la carga mas ciega y mas
vielenta que se haya dado en batalla humana: Los granaderos al
mando de Zapiola cayeron con los ojos cerrados sobre la línea rea-
lista, como una avalancha desprendida desde la cresta de la mon-
taña.
Los negros del 7 y del 8, comandados por Conde y Cramer, avan-
zaron a bayoneta calada y fueron a romper la línea, en medio de un
volcan de sangre y fuego.
Maroto vio en esos momentos una enorme ave de alas negras
que proyectaba su sombra siniestra sobie la bandera de castilla: era
la derrota que bajaba dando aletazos y caia en medio de sus bata-
llones rotos y aturdidos.
Sin embargo, volvían con tesón admirable a organizarse los cua-
I02
dros y el tiroteo de los tercios realistas recomenzaba. Pero en esos
momentos una nube de humo brota por las crestas del cerro. Un
clamor de entusiasmo llena los aires. ¡Es Soler que ha llegado!
Dos compañías de los Cazadores de los Andes se descuelga con
rapidez en el faldeo, y un fuego nutrido corona las alturas sem*
brando en las líneas de Maroto la muerte y el desaliento.
El valeroso Marqueli sucumbe antes de ver el desastre
Tras de los cuadros aguerridos de Soler, caen como un torrente
al mando de Necochea, los Granaderos y la escolta del jeneral en
jefe.
Maroto monta a caballo y huyo.
Aquel drama de sangre era en esos momentos sólo un monten
de cadáveres.
Las teatinas secas del faldeo, encendidas por los fogonazos, le-
vantaban una cortina de llamas que parecía interponerse entre ven-
cedores y vencidos para llamarlos a la clemencia.
San Martin, que habia llegado al campo a reforzar la división de
O'Higgins, dicta las primeras disposiciones para impedir la reor-
ganización del enemigo, y comienza a reconcentrar las tropas en
torno del campamento jeneral.
a^ a^ a^
Y ese encuentro épico fué Chacabuco.
Allí está mezclada en la Cuesta polvorienta la sangre chilena y
arj entina; y cuando la ventolera de las pasiones internacionales le-
vanta el polvo de ese camino que apretó la planta del ejército de
los Andes, parece que las moléculas se disgregaran y fuera cada una
a buscar su propia tierra, renegando de la vieja fraternidad!
« * *
Cuando Necochea llegó a Santiago al frente de los granaderos,
levantando las aclamaciones de un pueblo frenético de entusiasmo,
las campanas se echaron a vuelo y la criolla ciudad abrió los viejos
portones claveteados con pernos de cobre, a esa brisa de libertad y
de tnunfo.
Las relucientes calvas de los solemnes consejeros de Marcó, vol-
rieron a lucir al sol, porgúelos sombreros volaban por los aires en
homenaje a la patria independiente.
¡Por deito que no merecían tenerla]
RETRñTO UIEIO
NUESTROS historiadores y cronistas nan tratado con poco res-
peto a la colonia. Las figuras y cuadros que se desarrollaron
en esta española y tranquila ciudad, en el siglo pasado y
principios del presente, han sido siempre dibujadas con cier-
to enfermizo deseo de hacer caricaturas. Mui raras veces un
buen lápiz, o un buen carbón nos ha dejado el boceto viviente y
animado, pero verídico, de algún soldado, de algún oidor o de al-
gún caballero de aquellos aunque no tan remotos por lo menos
tan olvidados tiempos.
Jeneralmente, ha habido cierta inesplicable inquina por maldecir
una época histórica ya, y por consiguiente inviolable. Nos parece
que el irritarse contra la dominación española de tres siglos, sig-
nifica hoi dia tal candor espíritu como sufrir enojo, indignación y
labia ante la armadura de Atila. Abrir tumbas, ha sido siempre
una profanación; y las épocas pasadas y juzgadas, tienen también
sus mausoleos.
•!•
•i- *
¡Cuántas veces nos hemos detenido con cierna mezcla de curio-
sidad, de respeto y de admiración, ante esos retratos viejos que
io6
ruedan por los salones de las casas chilenas, empujados con sacri-
lega saña por las saltonas notas de color de los cuadros modernos!
Una cabeza severa, una mirada pensativa, un rostro absolutamen-
te rapado, un gran cuello abierto y blanco, un corbatín negro
rodeándolo con triple vuelta, un frac de solapas, grandes y sueltas,
y lodo este conjunto, seco de color, sombrío de luces, lacónico de
toques impresionistas, metido y encuadrado en un ancho marco de
madera sobredorada, con recortes y laboreos prolijos.
Allí ha agregado el sol — gran colorista, como dijo alguien — su
acción eficaz para la armonía y la suavidad en los contomos.
Pudo ser malo el pincel, torpe la mano, y frío el espíritu que es-
tampó en la tela ese retrato; pero allá hai algo que revela no solo
un alma sino una época entera. No guardemos libros ni pergami-
nos para que nos juzguen y nos comprendan los historiadores del
siglo que viene: guardemos cuadros. El sol se encargará de deste-
ñir los colores vivaces; el polvo entonará las notaciones resaltan-
tes, y el nobilísimo resplandor del oro viejo trasmitirá a la tela la
suavidad luminosa de las cosas que evocan recuerdos.
^ ^ ^
Hemos ido a hojear pergaminos en busca de un retrato; y éste ha
tardado mucho tiempo en llegar. Pero ha llegado.
Es una cláusula testamentaria de un oidor que cerró sus ojos a
la luz y sus oídos al mundo esterno, en una noche de invierno del
año 1798. Leamos la cláusula y busquemos después en ella
los razgos de una fisonomía que debió tener muchísimo relieve.
Dice así:
« . . gravado de algunas graves habituales enfermedades, aunque
en pié, mando que en mi entierro no haya pompa o se ostente va-
nidad alguna, poniendo mi cuerpo sobre el haz de la tierra^ con
cuatro luces y cuatro hachas, sin que por ningún motivo ni pre-
testo se permita duelo por mis herederos o albaceas en la iglesia,
aunque digan lo costean todo, porque sin embargo, multo a cada
uno de ellos en quinientos pesos y asimismo quiero, mando y es
107
mi voluntad, que tampoco haya duelo en mi casa y que cuando
mas puedan prevenir y descolgar una pieza de las que caen a la
puerta para que allí reciban los pésames; e igualmente mando y
ordeno y espresamente que no se descuelgue la cuadra ni la sala,
porque esto no sir\^e de otra cosa que de romper los lienzos y tras-
tes, y haciendo lo contrario se les hará cargo a mis albaceas, quie-
nes, concluyendo mi entierro y exequias funerales, no harán mas
honras ni mandarán decir mas misas de cuerpo presente, como
tampoco darán parte a los tribunales, porque a todos relevo de la
asistencia y les suplico no se incomoden, sea mi entierro o por la
mañana o por la tarde, en el cual mando se gasten, inclusive los
latos y todo lo demás anexo, solo hasta la cantidad de doscientos
pesos, por no permitir mas mis facultades y quedar mis hijos mui
pobres, y asi lo declaro y ordeno y mando, para que conste.»
T T T
Que es éste un retrato acabado, no se atreverá nadie a ponerlo
en duda Ahora que sea de Velásquez o de Rembrandt
es cosa entregable ya a la discusión mas libre y amplia. De
esa cláusula, escrita con pulso tembloroso, pero con voluntad fir-
me, en el mismo lecho de muerte; de esas líneas enérjicamente es-
presadas en los momentos en que el organismo se desquicia, des-
fallece él espíritu y los ojos se enturbian; suije con un vigor
admirable el retrato moral de uno de nuestros antepasados, hom-
bre que quizá era de la pasta con que se han hecho los estadistas
y los cancilleres de hierro, y que por vivir en una época en que las
luces se apagaban al toque de la oración y los libros eran arroja-
dos en la bahia de Valparaíso como peligroso contrabando, solo
pudo dedicar las fuerzas de su vitalidad asombrosa a ordenar entre
estertor y estertor agónico, que no se estropearan los muebles y
cortinajes de su sala, y no se pusiera nadie careta llorosa y senti-
mental para acompañar al cementerio sus restos.
En otro medio ambiente, el modesto retrato de un oidor de
Chile, pudo convertirse en la famosa tela del Conde Duque de Oli-
loS
vares, que inmortalizó a Velásquez. Pero, quien no vio mas alturas
que las del cerro de San Cristóbal, no contempló mas correntosos
caudales que los del Mapocho, no nutrió su espíritu y su organis-
mo con mas alimento que el mate en leche, ni sintió ajitados sus
nervios por mas tormentas que las de los capítulos conventuales
tuvo que contentarse con saber las tres cosas primordiales que se
necesitaban en esa época para ser sabio: jugar al carga burro, rezar
de corrido y sin saltarse una palabra los misterios gloriosos, gozo-
sos y dolorosos y tener el mayor número de hijos posible.
V ▼ T
No sabemos si nuestros lectores creen que son éstas disertacio-
nes sutiles y alambicadas: pero se nos ha metido entre ceja y ceja
que en la cláusula testamentaria del oidor Martínez de Aldunate,
hai todo un carácter revelado.
Que se ponga «mi cuerpo sobre la tierra con cuatro luces y cua-
tro hachas»; «que no se descuelgue la cuadra ni la sala, porque
esto no sirve de otra cosa que de romper los lienzos y trastes»; y
finalmente, que no se dé «parte a los tribunales porque a todos re-
levo de la asistencia y les suplico que no se incomoden»; he ahí
tres declaraciones que revelan al cristiano de corazón que ve en la
agonia la vanidad de las grandezas de la tierra; al propietario eco-
nómico, guardador y hasta mezquino, que quiere después de muer-
to prevenir los deterioros de su casa; y al socarrón y abierto hom-
bre de mundo que no tolera, ni aun cadáver, que vaya escol-
tándolo en forma hipócrita el cortejo de los que fueron sus
amigos.
Dadle un rostro cualquiera, ponedle un amplio cuello y un cor-
batin de triple vuelta, encerrad el conjunto en un ancho marco
viejo, colgado en un rincón oscuro, y tendréis el verídico, el
fiel, el perfecto retrato de un chileno en el siglo XVIII.
J? J?
El maestro Tin -Tin
ASI lo llamaban en todos los alrededores porque desde mui
lejos ysL se sentía el golpe del yunque en su fragua del barran-
co del rio. Era un viejo de cara sumamente bondadosa, ojos
^ suaves, y aspecto inofensivo y simpático. Herrero desde
muchos años, prestaba sus servicios en la hacienda, compo-
niendo un dia la llanta de una carreta, supliendo otras el
perno de un arado, haciendo el cerrojo de un portón o soldando
los sunchos de una tina.
Desde el amanecer se sentia ya el vibrante golpe del yunque,
llenando todo el barranco y sobresaliendo sobre los mil ruidos del
despertar de las mañanas de campo. Era una nota aguda, alta,
cristalina, que contribuía a alegrar el comienzo del trabajo, como
un valiente toque de diana. Y cuando pasaban los peones con la
herramienta al hombro para ir a ocupar el puesto que a cada cual
le correspondía en la batalla del dia, decian entre sí:
— ^Ya está el maestro ttn^ttn en la fragua.
Cada dia llegaba alguien hasta la puerta de su casa, abierta entre
dos álamos viejos, y adornada con dos frondosas matas de cardenales
jos, en consulta de algún d^calabro de ferretería. Y el maestro
no
tin-tin salía con las mangas arremangadas y su delantal de mezcli-
Ha azul, y siempre sonriente, siempre amable lo resolvía todo a ojo
de buen varón.
A medida que la tarde declinaba iba bajando el diapasón de los
golpes del maestro, hasta que junto con hundirse la última estre-
midad del sol en el poniente, se sentía el último golpe, el del
combo que caía abandonado sobre el yunque.
Entonces el viejo salía a la puerta a ver pasar a ios que volvían
del trabajo y allí permanecía hasta que al otro lado del río tocaban
el ángelus y lo rezaba él con la cabeza descubierta y la vista baja
para entrarse después a la casa donde ya hervía la j|olla de fréjoles
al fuego.
El maestro iin-tin tenía cuatro hijos, de 23 años el menor, y de
32 el primero; pero ninguno vivía allí al lado de esa fragua y de
ese yunque a cuyo golpe habían despertado y se habían dormido
tanto tiempo. Le querían, le respetaban, le oían; pero cada uno
había partido con su saquíto al hombro, siguiendo ese errante
camino de nuestros peones, que no necesitan de brújulas, ni de
reloj, ni de calendarios.
El viejo se iba gastando. Sentía que el martillo no caía con
tanta fuerza y echaba la culpa de esto al fierro, que según él
"estaba >a tan duro como el corazón de un impenitente". Pero
resultó que un día se quebró una llanta que acababa de componer;
otro resultó inservible un perno para un arado; y cada vez demo-
raba mas tiempo en las mas insignificantes operaciones.
El patrón, respetando la ancianidad y los servicios del maestro
tin-tin^ le dejó su fragua, su casa, sus herramientas y buscó en la
vecindad otro herrero joven que fué a establecerse no lejos de él.
Trabajaba un día el maestro y golpeaba penosamente el fierro
enrojecido, lamentando que cada día lo hicieran mas duro y tenaz
cuando creyó sentir alternado con sus golpes otros mas lejanos,
pero mas fuertes, mas sonoros, mas enérjicos. Pensó en el primer
momento que soñaba; pero dejando quieto después su martillo
pudo escuchar claramente los golpes de otro martillo y otro
yunque.
Y entonces cayendo desalentada la cana cabeza sobre el
pecho, pensó con la mas amarga sonrisa: '
III
—No era el fíerro el que estaba duro, era mi brazo que estaba
débil
Y después alegrándosele el rostro, iluminándosele los ojos, se
hizo todo oidos, y llamando apresuradamente a su hija, le dijo:
— ^¡Oye. oye! ¿Sientes ese otro martillo? Asi tan fuerte, tan vigo-
roso, tan robusto era el brazo de tu padre. ¡Así golpeaba yo! ¡Asi
debe golpear un herrero!
Pero vencido después por la amargura de su impotencia, sollo-
zando como un niño, apoyó su cara en el hombro de la muchacha
y apenas pudo hablar.
—Ya no me ocupan, hija. . . Ya ha llegado otro herrero! ¡Si si-
quiera tuviera yo uno de mis hijos a mi lado, para enseñarle el
ofíciode su padre!
O O O
Desde entonces el maestro Hn-tin se echó a buscar por los
caminos, trozos de hierro, pedazos de llanta, clavos, sunchos,
pernos, tuercas, y echándolos todos a una bolsa, se volvia paso a
paso a su casa y la vaciaba al pié de la fragua. Durante muchos
días se le vio vacilante, rendido, sudando, pero sin cejar un punto
en su tarea hasta el montón subió algunas varas.
Después comenzó con el ardor de sus buenos tiempos la tarea
de enrojecer los fierros y golpearlos y unirlos. No le era posible
estar mano sobre mano, sin ver encendidos los carbones de la
fragua, y sintiendo solo los golpes del otro herrero, del forastero
que habla venido a suplantarlo. No podía el incansable viejo darse
por derrotado antes de morir.
¿Qué hacia el maestro tin-tin? Nadie lo sabia. Cuando con diver-
sos trozos de hierro habia formado uno solo de medio metro de
largo, lo dejaba y comenzaba imo nuevo; y todos estos bastones
forjados a golpe de combo iban a parar debajo de su catre, haci-
nados en un montón.
De nuevo habia vuelto el vecindario a acostu mbrarse a la incan-
sable actividad dd maestro iin-tin. Desde lejos se sentian alterna-
dos, caoa dos golpes sonoros y vigorosos del herrero joven, mío
apagado y débil del herrero viejo. Parecía aquello el sonar de un
l>éndiilo. la díspnta de la vida con el tiempo, un diálogo entre vi
aliento juvenil del que comienza y el jadeo anhelante del que
acaba. .
Una mañana salió el sol, avanzó el dia, comenzó el herrero
joven a dar en el yunque, y el maestro lin'iin callaba . ¿Qué le
pasará al maestro? se preguntaban todos, y poco a poco fueron
llegando las vecinas, y entrando a la modesta casita de los carde-
nales rojos.
£1 viejo estaba en cama, tendido de espaldas y respirando con
fatiga Muí luego pasaron el rio y avisaron al cura que debia ayu-
dar al herrero a hacer sus maletas para el último viaje.
Entretanto el maestro iin-tin habia dado orden de llamar a sus
hijos, y la muchacha sentada a la puerta fué enviando el aviso con
todas las carretas, arrieros y carruajes que pasaban en diversas
du-ecciones.
Un largo, un interminable dia de agonia, trascurrió con la len-
titud del dolor y del sufrimiento. ¿Qué cosa es la vida — decia el
cura al salir — sino una herrería que cada cual da en el joinque
hasta que se fatigan los brazos y se apaga la fragua?
A la noche llegaron dos de los hijos y el otro al amanecer. Mui
tempranito, cuando apenas clareaba el alba, un ruido de campani-
llas y de rezos se dejó sentir hacia el rio, donde atravesaba el cura
en su carruaje a traer el viático al moribundo.
Lo recibió éste en medio del recojimiento de todos y de los so-
llozos de los hijos que, arrodillados en torno de la cam*a, cojian de
sus manos curtidas y secas, al agonizante.
El viejo quiso hablar, se incorporó, miró a los tres muchachos
que, con los ojos llenos de lágrimas le atendían, y dijo con desma-
yada y torpe voz:
—Debajo de mi cama hai cincuenta varas de fierro. Mi única
disposición es que me hagan mis tres hijos, con ellas, una cruz
grande para plantarla en mi tumba. Trabajen en esta obra incan-
sablemente porque no podré estar tranquilo en la otra vida, mien-
tras no esté mi cuerpo a la sombra de esa cruz.
Y murió.
O O O
Los tres hijos se pusieron entonces a la obra. Encendieron la
íragua y comenzaron ardorosamente a unir las varas para formar
la cruz. Durante un mes resonó todo el barranco del rio con los
tnartillazos de los fuertes y robustos herederos del maestro tin-lin.
Por fin, quedó la cruz concluida y los tres marcharon a la tarde
114
hasta el cementerio parroquial, donde la clavaron respetuosamente
y rezaron con las cabezas descubiertas.
A la vuelta los esperaba humeante la olla sobre el fuego; y la
hermanita soplaba los tizones con la faz aun encendida y llo-
rosa.
Los hermanos se miraron y quedaron pensativos un instante
Por fin, el mayor dijo:
— Yo creo haber entendido la última voluntad de mi padre.
Tanto daba poner en su tumba una cruz de palo como una cruz
de piedra. Pero él quiso que la hiciéramos nosotros, de fierro,
para que nos acostumbráramos a su oficio y le tomáramos cariño
a la fragua. . . Yo no corro mas tierras; he aprendido ya a golpear
el fierro y me quedo aqui de herrero. . .
Kl segundo esclamó:
— Y yo he aprendido a caldear la fragua. . . Te acompaño.
Y agregó el tercero:
— Yo también me quedo.
Y se quedaron los tres. Y es fama que ios golpes de su jrunque
sonaban diez veces mas que los del herrero nuevo, porque el
maestro iin-tin rejuvenecido ya en la otra vida, ponia toda su
fuerza en los brazos de sus tres hijos.
O O O
Un dia pasamos en coche por el barranco dd no. El señor cura
asomando la cabeza por la ventanilla hizo un saludo cariñoso a
los tres robustos herreros, y sonriendo, nos dijo:
— Esos son los sucesores del maestro tin-tin.
sr 3r
^
La muerte de las arboledas ^'^
...El señor Lavergne pronosticó la
ruina total, en breve plazo, de las arbo-
ledas frutales. (Cofiferenda cientifica,i
LAS epidemias no nos dejan en paz, pues no solo sitian nuestras
ciudades diezmando los barrios pobres, sino que también cru-
zan los campos y llegan a los mas apaciblas rincones, turbando
la tranquilidad de la vida agrícola. Las enfermedades del gana-
do, sorpresivas huéspedas con que no contaban los agriculto-
res al confiar su ganancia al tiempo y a los pastos; las abundantes
lluvias de los inviernos que no daban tregua para que el sol oreara
(i) £1 señor Lavergne alndido en este artículo, envió a El Mercurio la
carta que sigue:
Al señor Anjel Pino:
Pues nó, no me he reido de sus fantasías de arborícultura, mui al contra-
río, su artículo me ha interesado y preocupado mucho, ya que, como us-
ted,*soi admirador apasionado de todo lo que es hermoso en la naturaleza
y el grito qne ha salido de mis labios para denunciar la pérdida progresiva
<Te nuestras arboledas, lo hubiera lanzado como aficionado si no hubiera
Ii6
los campos y se pudiera derramar sobre ellos la semilla; las pestes
de las viñas, traidoras asaltantes del racimo maduro y del sarmien-
to vigoroso; 5- hoi las enfermedades secretas que van minando los
huertos y destruyendo clandestinamente la poesia de la verdura y
el encanto de la sombra.
Huerto y arboleda son sinónimos; |>ero no obstante encontramos
mas sujestiva la segunda denominación, tan chilena, tan agrícola,
tan casera. En el huerto creemos ver la simétrica alineación de la
hortaliza; las calles paralelas de duraznos jóvenes puestas allí para
aprovechar hasta el último rincón de terreno; el parrón moderno
de fierro o de madera pintada, que divide en cuatro partes la plan-
sido un estricto deber de mi cargo llamar sobre ella la atención de los po-
deres públicos y de los interesados.
Usted me escusará ciertamente, distinguido señor, que responda a su ar-
ticulo pues lo considero peligroso: peligroso porque escrito en una forma
literaria y graciosa, sé que ha sido leído y comentado por muchos; pelig;ro-
so pues, comprobado el mal y descrito humorísticamente sus causas y con-
secuencias inmediatas, reclama simplemente la ayuda de «las tunas que de-
ben alargar sus ramas 3' aguzar sus traidoras espinas para no dejar llegar allí
bis plagas asi como no dejan llegar a los rateros que también saben que no
hai nada mas dulce y sabroso que la fruta del cercado ajeno.»
Si reflexiona, ¿no cree usted que se ha hecho el cantor «de los viejos pa-
rrones poéticos y asoleados, «'^ los frondosos perales, de los naranjos en
flor y de los duraznos con raii. j& decorativas cargadas de pétalos rosados
que el \4ento hace caer a tierra» no cree usted, digo, qu¿ hai algo mejor
que hacer para salvar «estos preciosos reductos de poesia, de recreo y hasta
(un profano vulgar habría escríto sodrr to<io) utilidad?»
Usted pensará así, no lo dudo, y hablará a sus lectores un lenguaje mas
prosaico dándoles a conocer, a muchos de ellos, que el gobierno de su pais,
con un fin de prexnslon digno de alabanza ha levantado ya una barrera a
todos esos males, creando en Santiago una institución que existe solo des-
de mui pocos años en las naciones mas avanzadas.
Me permito enviarle diversos documentos que le darán una idea de esa
institución que he sido llamado a diríjir hace tres años y de los servicios
que puede prestar. Ojalá que la prensa intelijente de Chile y los hombres
prácticos que gracias a ella, esparcen la luz sobre sus conciudadanos, com-
prendan todo el bien que resultaría de su organización mas completa con-
tra esas • enfermedades secretas que van minando los huertos y destruyen-
do clandestinamente la poesia de la verdura y el encanto de la sombra» y
agregaré, yo, amena/.an(lo la ríque¿a nacional.
Gastón Lavergne,«
Director de la estación de patolojia
vejetal de vejetaL
ii8
tacion; y hasta el invernáculo de vidrios empavonados que con-
serva dentro, al tibio y húmedo calor de su galería, las orquídeas
colgantes que abren lozanas las exóticas flores, los heléchos de
hoja microscópica y tallito negro como azabache y los mus-
gos eternamente verdes y mojados con gotas de agua casi imper-
ceptibles.
En cambio la arboleda es el desorden armónico de los árboles
frutales, el huerto de nuestros antepasados, plantado sin reglas
perdiendo el terreno barato de entonces y agrupando sin arte al-
guno los ejemplares conocidos de antaño. En el centro el viejo pa-
rrón hecho con troncos, bajo, asclerdo, poético, dejando caer el sol
a trechos al través de las parras; a los lados los frondosos perales
en cuyas ramas hai que trepar osadamente para remecer los gan-
chos mas altos; a la orilla de una acequia que corre a tajo abierto,
los manzanos en flor; mas lejos las decorativas ramas de los duraz-
nos cargados de pétalos rosados que el viento hace caer al suelo; y
aun mas lejos, apegadas a las orillas de las tapias las iunas cuyas
espinosas y carnudas hojas son martirío de los tunos salta-cercas,
aficionados a los idilios del claro de la luna.
¿Faltará en la arboleda el perro amarrado con cadena, el galli-
nero desde donde lanza el gallo su primer discurso a la aurora que
llega, y la rosa trepadora que ha tomado la reja de fierro de una
ventana?
En ningún pedazo de campo como en una arboleda, hai mas sol,
mas luz y mas calor; de ahí que Helsby, Fábres y Juan Francisco
González se hayan enamorado de las huertas asoleadas, de los du-
raznos floridos y de los parrones viejos. Se ha dicho que la natu-
raleza es una grande artista; pues bien, nuestras arboledas son la
paleta en que esta artista prepara y revuelve los colores para poner-
los después mas diluidos y borrosos en el paisaje jeneral.
Allí está la hoja del naranjo, verde oscura; la flor del durazno^
rosado claro; la del almendro, blanca como plumilla de nevada; el
brote de la parra, verde encendido; el rayo del sol que atraviesa el
parrón y ^ruza el suelo, dorado a fuego; la hoja de la manzanilla
silvestre, amarillo clarísimo; y todo el arco iris en la fruta ma-
dura, en la flor abierta y en la tela de araña vista al sol.
Esas son las arboledas; las arboledas que se ven tan encantado"
IK )
ras al travos de los anti;^uos y laboreados barrotes de In ventana;
las arboledas en que se ha puesto la primera piedra de los mas
atroces cólicos de la infancia; las arboledas a las cuales nadie
habrá dajado de dedicar algunos versos en la clase de literatura, y
las arboledas a que indudablemente ha aludido Xúñez de Arce en
su Idiliu:
jSiempre andábamos juntos! Siempre unidos
buscábamos los nidos
en los frondosos árboles del huerto!
Es, pues, apenadora y triste la profecía científica que se hace de
su muerte; porque es profecía contra la decoración de muchos sue-
ños viejos, pero no por eso olvidados, y de muchas novelitas sen-
timentales, pero no por eso soñadas.
Es cierto que debemos a Europa y a su civilización todo lo que
tenemos; pero es también cierto que por cada progreso alcanzado
se ha pagado su precio justo, y ademas un tributo vitalicio. Los es-
pañoles nos trajeron la cara blanca, la relijion y los pantalones:
nosotros pagamos con la viruela. Mas tarde nos trajeron es-
pléndidas semillas para los campos: nosotros pagamos con el cardo
negro. Después se importaron al pais los toros Durham: nosotros
pagamos con el censo de la tuberculosis. Vinieron las vides france-
sas: nosotros pagamos con el oidium y \7{. filoxera. Vinieron novísi-
mas clases de manzanas: pagamos con el pulgón que se envuelve
en una pelerina blanca como las damas elegantes. Vinieron las ro-
sas cultivadas, idealizadas, divinas: nosotros pagamos con la peste
de los rosales. Vinieron las conquistas republicanas de principios
del siglo: nosotros pagamos con las crisis ministeriales. Vino la
paz armada: pagamos con el papel moneda. Y siendo nosotros tan
buenos pagadores ¿aun hai alguien que hable con sorna del /></;»«
de ChiU?
Las arboledas eternas de antes, han caido ahora bajo la neuras-
tenia universal que nos llega de Europa en los pliegues del vela-
men de sus buques. Los primeros olivos que se plantaron en Chile
existen lozanos, nudosos, con plétora de ramas y de raices; están
en pié los membrillos bajo los cuales la Quintrala hacia apalear con
I20
SUS varillas a los esclavos; jiívenes y robustos se conservan lo >
guindos cuyas raspaduras se metían a los cántaros de la aloja para
darle su agriecito característico; intactas, airosas y hasta coquetas
están las palmas con que surtía todas las iglesias el Domingo de
Ramos el piadoso pero antiquísimo obispo González Marmolejo;
no ha pasado un año por un durazno de cuyas ramas cojia con su
propia mano los deliciosos aboymios el ínclito Portales; todavía pro-
ducen y dan flores los almendros que suministraban la materia
prima para las tortas pinzadas que las monjas agustinas mandaban
a los presidentes Búlnes y Montt «en el día de su santo»; entre-
tanto las modernas arboledas plantadas ayer no mas, sucumben
como si también sus árboles tuvieran nervios y sintieran la jeneral
neurastenia que lo invade todo.
La voz del señor Lavergne debe llegar a lo mas apartados rin-
cones del pais, y salvar esos preciosos reductos de poesía, recreo
y hasta utilidad.
Las tunas deben alargar sus ramas y aguzar sus traidoras espi-
pinas para no dejar llegar allí las plagas, así como no dejan llegar
a los rateros que también saben que no hai nada mas dulce y sa-
broso «qiie la fruta del cercado ajeno.»
¿Qué ha llevado a nuestras arboledas esta gettatura? ¿Qué e/.-
traño elemento ha llegado a contaminar con debilidades y flaque-
zas, la imperturbable serenidad de las viejas jeneracíones de duraz-
noz, manzanos y perales?
Un espíritu fantástico le echaría la culpa de esta ruina a los ár-
boles y flores asiáticos, que han llegado a crecer en el suelo chile-
no, y que sienten la mas horrible, la mas colosal de las noltaljias.
Los dióspiros ya tan estendidos en los huertos, los perales del
japón, los crisantemos, advenedizos japoneses que a fuerza de su-
frir el recuerdo de la patria lejana, llenan la tierra chilena de sus
malos humores, serán los causantes de esta muerte terrible. . .
Pero Mr. Gastón Lavergne se reirá— y con razón — de estas f an -
tasias de arboricultura.
^í $ $
S16UIEHD0 EL PñUO
ALLÁ en la cuarta plana de los diarios grandes, mui cerca de la
Neurosina Prunicr y a veces codo con codo con las Fildoraz
rosadas del doctor Williams para personas pálidas^ S2 colocan
los recortes de los diarios de provincia, donde se da cuenta
del buen o mal estado de las cosechas, de la difícil captura de
unos bandoleros con muertos y heridos, o de un zapallo mui
grande, mui absurdamente grande, que se ha dado en la hacienda
de un respetable vecino. De tarde en tarde, se habla en esos párra-
fos de un ternero con cinco patas, de un chanchito con un solo
ojo o de un recien nacido que lleva escritos unos caracteres ejip-
cios en la retina, invenciones a que son mui aficionados los perio-
distas de cabecera de departamento.
De tarde en tarde el párrafo piovinciano toma color, se enciende
como una yesca, y llama sobre sí la despreocupada atención del
que desprecia por costumbre la cuarta pajina de un diario. Ya es
el drama pasional de una mujer estraviada que se ha arrojado de
cabeza al rio, recibiendo el balde de agua fria cuando ya no que-
daba tiempo para que lé aprovechara; ya la reñida y sangrienta
lucha de un pobre comandante de policía, injerto de soldado en
122
huaso, con un grupo de bandidos, injertos de canallas en héroes;
ya en fin la simple desgracia de crónica, el sencillo accidente sin
color local, que tanto puede ocurrir en una pobre aldea como a
media cuadra de la Catedral de Santiago.
Precisamente es de esta última clase, la pequeña nota provincia-
na que nos detiene en este instante pensativos ante el diario a
medio doblar. Alguien dirá que es nimia y hasta trivial. Perfecta-
menté. Cuando pasan inadvertido los detalles dolorosos, se vive
muchísimo mas y se guardan sanas e intactas las enerjias para los
choques recios.
Albertina del Carmen se llamaba la heroina de un corto drama
desarrollado a toda luz, a todo aire, a todo sol, en el sitio interior
de una casa de Talca. Duró cinco minutos apenas; hubo cortísima
lucha porque la heroina era débil como una hoja de sensitiva; dejó
corta huella de lágrimas porque él no arrancó ningún vínculo de
esos que manan sangre.
Popo después de almuerzo — dice llanamente el cronista — es
decir, a la hora en que el sol cae perpendicular y pasa al través
del follaje de los árboles, sembrando el suelo de discos luminosos,
una niñita de tres años y meses llamada Albertina del Carmen,
salió con un primo suyo de corta edad, por el interior del sitio de
la casa, para correr sobre la tierra que estaba cubierta por las
primeras hojas del otoño.
Probablemente, nadie ignora cómo son esos poéticos rincones
de las casas grandes. Juan Francisco González los ha pintado,
agregando a los colores de todas las paletas, uno, que no lo fabrica
sino el Creador: el rayo de sol quemante y enervador. En mayo
predomina en esos rincones la sepia: oscura, en los sarmientos
casi desnudos del parrón; en todas sus gradaciones, hasta el ama-
rillo, en las hojas secas que se van aplastando en orden de caida,
sobre la tierra húmeda.
Albertina estaba en esa edad en que se puede impunemente
corretear con primos. Tres años es lo necesario para tenerse en
pié y comenzar á hacer uso de un vocabulario mas abundante que
aquel primitivo de los primeros meses, que se concentra en una
sola espresion universal: ¡agú!. .
Y naturalmente, lo que mas tenia que llamar la atención de la
"3
niñita, en el poético rincón de arboleda que veia por delante, era
el pavo, el solemne pavo, que con su cabeza apegada al cuerpo,
parecía meditar sobre asuntos graves, como el Seno de Ultima
Esperanza, u otros aun mas complicados.
Habia comenzado ella una carrera alegre y loca, seguida mas
lejos por el primito. Carrera, que no hubiera terminado tan tráji-
camente, y aun terminando, podría haber sido inconsciente y anti-
cipada imitación de otras mas serías que quizá la misma chica
hubiera corrido mas tarde seguida por el mismo prímo. Detuvo la
carrera delante del pavo, y se quedó un instante atraída por esa
pequeña fiera tan negra, y sin embargo tan pacífíca. Era necesarío
pillarla, por una pluma aunque fuera, y volver hasta la casa triun-
fante con ese real botin de cazador afortunado.
El prímo vio escapar a su compañera como un celaje tras del
pavo, que alarmado por tan inopinada persecución, echó también
a andar armado y ancho como en dia de fiestas. La cosa tenia
gracia. Diminuta ella, pero mas alta que la fiera que perseguía,
colorada como una manzanita, alzando las manos para no clavár-
selas con las cardas u ortigas del camino, volaba Albertina tras el
pavo, volaba aguijoneada por el ansia de cojerlo. De repente, la
chica desapareció a la vista del prímo, y solo se divisó el pavo que
seguía corríendo y escabullándose detras de las matas.
. . Solamente saltaron del canal, en que cayó la niña, algunas
chispas de agua helada que el sol ardiente evaporó sobre la tierra.
Y el ríncon de la huerta quedó un instante silencioso. El chico
mudo, pálido, afirmado en el tronco de un árbol, con los ojos fijos
e inmóviles en las aguas del canal. . . y el pavo medio echado, y
con una ala estendida para descansar de la carrera. . .
RUBIñ
Es rubia. Tiene mucho calor en su seno, mucha pasión en su
espíritu. Cuando algo la ajita, efervesce como un volcan. Los
que la aman y se abrazan a ella se incendian como un mano-
jo de espigas acercado a una llama. Es traidora, porque
cuando parece que acaricia, perturba la cabeza y sopla al
oido la propocision del mal. Ella aconseja el amor, pone alas al
arrojo, impulsa al trabajo; pero no tarda también en hacer mortífe-
ro el trabajo, temerario el arrojo y sangriento el amor. Ha recibido
dje la madre tierra su sabia benéfica; ha purificado su espíritu
sobre el fuego; y ha largado su blanca y ondeada cabellera de
espuma bajo el sol.
Es ella: la chicha, la rubia y tentadora su-ena que desde el fondo
de la pipa de raulí canta su canción de vida. Al través de las
tablas húmedas y unidas con el zuncho de acero, aparecen las
burbujas de espuma blanca como la nieve, y parece que la malva-
da se rie mostrando por las rendijas sus dientes de marfil.
Amenazadora en el fondo de cobre, cuando el blanco espumarajo
se ajita en la superficie y arde en el fogón el tronco de espino; se
toma tranquila, soñolienta, pacífica, como envuelta en un sopor
inconsciente, dentro de la gran pipa metida en el rincón de la
126
bodega oscura. Es la crisálida que comienza a echar alitas impal-
pables.
La damajuana, encerrada en su cubierta de mimbres, recibe el
chorro al través del largo embudo de latón, y al retirarse éste,
aparece en la boca el copo de espuma que burbujea y se apaga. Ks
la mariposa que quiere tender el vuelo.
Mas tarde, puesta en el vaso de vidrio, larga un perfume
picante que llega a la garganta antes que el líquido. En la superfi-
cie, un millar de burbujas se forman y estallan. Es la esencia que
vuela
Barbe> d'Aurevilly ha hablado de un loco que estaba enamorado
de su espada. £1 dia que se abrazó con ella, fué el último de su
amor. También ha habido en Chile millares de locos enamorados
de la baya. Y el dia que han querido unirse con ella para siempre,
han recibido la puñalada por la espalda. — Si; la baya sabe querer;
pero es infiel como las mujeres turcas.
La Liga Anti- Alcohólica debe hacer la vista gorda ante las
lejítimas espansiones que produce la primera damajuana de chi-
cha. Lo mejor de todo, lo mas razonable, lo mas prudente, seria
que se declarara a todos los vientos que la chicha no es alcohol.
¡Que lo desmienten los hechos! ¿Quién le cree a los hechos?
Cerremos por un momento los ojos para abrir los de la fantasía.
Todas las viñas han estremecido su follaje de grandes hojas ver-
des, bajo una plaga esterminadora e incansable. La vendimia ha
llegado a todas partes con su chupalla de paja tostada para defen-
derse del sol, morena la cara, morenas las manos, negros, negrísi-
mos los ojos. Las cortadoras de racimos se han diseminado
cantando entre dientes. Y a la tarde, la carreta se acerca al elevado
portón de la bodega, y van pasando los canastos, cargados del
negro racimo de uva moscatel, de los dorados pámpanos de chas-
selat y torontel y de los largos y desnudos colgajos de la pequeña
pero dulcísima uva del pais.
El jugo de toda esa carga, que es azúcar puro, cae al lagar y se
filtra lentamente hasta el fondo de cobre que espera el momento de
poner en ebullición el líquido y hacer salir del fuego, como el ave
fénix, la jov'en y hermosa amiga de todos.
Maa tarde a la luz de dos o tres chonchones de parafina, se
127
proyecta en las murallas de adobes sin enlucr la sombra jigan-
tesca de los trabajadores que alimentan el horno con manojos de
sarmientos, y recojen la espuma que hierve y se ajita en la superfi-
cie, con la gran espumadera de hoja-lata.
El primer rayo de sol que cae a la bodega alumbra el líquido
tibio aun en las enfriaderas, que lo retienen con la suavidad con
que se cuida a un convalescientc.
Cerremos los ojos para ver con los de la fantasía cómo por todas
las largas alamedas vecinas a Santiago, vienen las carretas carga-
das de pipas. Parece que un ejército vencedor se acerca a la ciudad
vencida. La jente no se descubre ni aclama con burras de triunfe
esa larga caravana que avanza y avanza hacia Santiago; pero en
Sancha su pecho, aspira con fuerza el perfume que se escapa de
los recipientes y siente que en sus venas la sangre corre mas de
prisa, pesan menos los pies y se ve mas claro y mas luminoso el dia.
No necesita el soldado que en la puerta del cuartel lleva la
bayoneta al hpmbro, preguntar a nadie lo que va pasando en esa
carreta que golpea trabajosamente sobre el pavimento y produce
un ruido de ferretería que se desarma. Pero siente mas emoción
que si divisara al comandante!
No pregunta tampoco el roto que clava los rieles en el medio
de la calle lo que contienen esos barriles con su espiche clavado
en la tapa. Le emocionan mucho mas que si pasara en la platafor-
ma del carro una conductora buenamoza.
Todos se miran, se sonríen.. ¡Ha llegado! ¿Quién? Ella. Ha lle-
gado y la pasearían en triunfo como se ha paseado en París a la
belleza en noches de Carnaval. Ha llegado; y hombres, mujeres,
niños, soldados, peones, se agrupan a su lado, con el vaso en la mano-
Es la amiga de todos; habla en un lenguaje que todos entienden;
llega hasta las venas como si entrara al cuerpo otra alma; dilata
las pupilas y las alumbra; pone alas en los pies e ilumina el cerebro.
Se ha logrado llevar a las batallas el charqui y los fréjoles con-
densados. El dia en que se pueda llevar toda la producción d 2
chicha de nuestras viñas concretada en pequeñas tabletas en el
bagaje del ejército. . . ¡amarrarse los pantalones, amigos y vccincs
del norte y del este!
CUENTO DE REVÉS
CUAXrQtJiERA creerá que lo que voi en seguida a contares una le-
yenda, leyenda de esas descoloridas ya por el tiempo, como si
se tratara de un cuadro viejo descascarado por los años y des-
tinado por la patina del sol y de la humedad.
Nó: la pasada de los reyes magos por la cuesta del Loro^
en la provincia de Bio-Bio, es un hecho averiguado, del que dan
testimonio fidedigno cuatro arrieros y dos soldados del Pudeto,
que pernoctaban en un recodo de la cuesta, la noche de Pascua del
año 99.
La noche cayó mui lenta, como noche de verano. Por sobre el
cerro de redondeadas cimas y abiertas quebradas, fueron cayendo
velos sucesivos de un pálido gris, que poco a poco alejaron la luz
y echaron definitivamente sobre los viajeros, la sombra que sobre-
coje y que detiene.
Era menester hacer alto, y los cuatro arrieros y los dos soldados
se desmontaron, subiendo un poco por el cerro y arrimando sus ca-
ballos a unos cuantos quiscos que, como brazos armados, surjian
de la pelada superficie.
En seguida se encendió una fogata en que entraron como com-
bustible troncos de cardo, quiscos secos y manojos de teatiua. El
fuego estalló, con una chispería prime* o, y dos o tres detonacio-
nes de los tronquitos resecos, después, iluminando las fisonomías
de los seis viajeros que mui pronto echaron mano de los comesti-
bles y del líquido que llevaban.
El cabo Romero rompió el silencio, diciendo que esa noche era
Noche Buena y habia nacido Jesús en el portal de Belén. Los de-
mas se sentaron sobre las piernas cruzadas, estiraron el cuello y
escucharon con interés vivísimo. En el cielo habia aparecido una
estrella grande, mui grande, una especie de cometa. Los reyes ma-
gos, que hablan sentido algo interior que les Ikmaba a Belén, tncn
taron en sus camellos, y al ver la estrella, conocieron que seria su
resplandor el guia de sus pasos. Y marcharon.
En ese instante las llamas de la fogata rompieron ya por todos
lados, lamiendo los troncos y culebreando hacia arriba. Romero
detuvo su relación para empinar un poco el codo y vaciar algo
del contenido de una botella que iba circulando de mano en
mano.
— Pues bien — continuó el cabo — la estrella se puso andar, a an-
dar, y los reyes magos la seguían al través del desierto, por sobre
cerros enormes, atravesando ríos anchos y correntosos.
Y la estrella seguía andando.
En ese momento, el cabo Romero notó que sus compañeros ron-
caban, y se calló para fijar la vista embelesada en la fogata que ar-
día incansable. Se santiguó después en silencio y se quedó de nue-
vo estático, pensando en su madre, en su hermana, en su novia, en
esas tres mujeres que formaban un círculo dulcísimo en que jiraba
su alma. Las llamas subían y bajaban, moviendo a su lado las som-
bras de los quiscos y difundiendo en torno suyo un resplandor ro-
jizo y misterioso.
Momentos mas tarde, quedaban en ese mismo lugar los tizones
a medio apagar, crujiendo los trozos de carbón al contacto frío de
la noche y sumerjiéndose las últimas chispas en la ceniza. Todos
dormían menos Romero que tenia la vista fija en el recodo en que
bajaba la cuesta, como oyendo un rumor lejano, indeterminado»
que no habría sabido decir de dónde llegaba.
De repente, en la bajada de la cuesta,víó levantarse una claridad
celeste, pero vaga y descolorida. Era como ese resplandor que una
'3'
luz de bengala azul deja en el último círculo de luz a donde llegn
su poder luminoso.
Romero abrió los ojos cuanto pudo, contuvo la respiración y se
puso de rodillas. líl
pecho le latia con
faerza, se le secaba
la garganta y en
vano quedan sus
labios entreabiertos
juntarse de nuevo
para murmurar una
oración.
En medio de la
claridad, surjieron
tres puntos brillan-
tes como tres estre-
llas, en seguida tres
coronas de oro que
brillaban como es-
pejos, después los
rostros majestuosos
(le los tres reyes
magos que llevaban
en sus manos vasos
de metal con pie-
flras preciosas, y
por fin los enormes
camellos sobre que
iban montados, mo-
viéndose con lenti-
tud de aparición,
pero con poderoso
re!ie\'e de cosa real
y verdadera.
Romero remeció
nerviosamen te a su s
compañeros, pero
l\2
los ronquidos seguian inannónicos. rudos, ásperos, como si allí
delante de sus ojos no pasara nada.
Los re\'es fueron alejándose en medio de la atmósfera celeste que
los envolvía, hasta que se perdieron de vista en un recodo de la
cuesta.
El cabo Romero despertó a sus compañeros y con la voz temblo-
rosa les contó lo que habia visto. Todos corrieron al borde de la
quebrada, fijando la vista en el fondo oscuro del valle, y allí, si no
les mintió la vista, vieron la estela celeste que avanzaba, y dentro
de ella, los tres reyes, pequeñitos ya por la distancia, como si hu-
bieran sido juguetes de un nacimiento de cartón.
La fogata se habia apagado.
4* i> 4-
Cuando los arrieros }- los soldados del Pudeto llegaron a Los
Anjeles y contaron a quien les quiso oir que habían visto pasar a
los reyes magos por la cuesta del Loro, todo el mundo torció el
jesto y los tildó de borrachos.
Sin embargo, nadie que conozca al cabo Romero, ignora que
éste es el soldado mas temperante del ejército chileno.
EL ULTimO CUCURUCHO
Tristísima estaba la tarde del miércoles. Encapotado el cielo,
helado el viento, indecisa la última luz del día, la procesión
del Señor Cautivo entraba en el panorama para completar el
melancólico crepúsculo de otoño.
Las heladas rachas del norte, presajio de lluvia, hacian vaci-
lar las Uamitas de los cirios y entrecortar las ave-mar ias rezadas en
alta voz v fervoroso acento. Las andas pasaban llevadas sobre
hombros, levantando un murmullo de rezos que espontáneamente
salia del pecho hasta los labios.
Las dos filas de acompañantes se alargaban culebreando a am-
bos lados de la calle y formando un tajamar de luces a la muche-
aumt>re que llegaba a oleadas. Algunos ojos encendidos por la fé
se ñjaban, brillantes y húmedos, en la doliente figura de Cristo;
otros miraban con el embeleso del que ha perdido la noción de lo
presente y deja tender desenfrenado vuelo a la imajinacion ardo-
rosa; y muchos movian los labios orando en solemne y respetuoso
silencio.
Cerraba la procesión la .Vírjen de los Dolores, con los ojos le-
vantados hacia el cielo y la faz dolorida y pálida, cruzadas las
manos cerca del pecho como para amortiguar el aguijón de las
espadas, y erguida sobre el anda como un emblema santo del dolor
humano.
Y atrás, como rezagado, arrastrando los pies, algo encorvada la
espalda, seguia un cucurucho lentamente, repitiendo con tono
lastimero: «Para el santo entierro de Cristo y soledad de la Vír-
jen.»
Nos pareció en ese instante que el cucurucho forrado de choleta
negra, bajo la cual se ocultaba seguramente un anciano, constituía
una resurrección del espíritu de la vieja y criolla Santiago que oraba
aterrada frente a la torva imájen del Señor de Mayo y ayunaba a
pan y agua desde el alba hasta la noche del Viernes Santo.
El cucurucho avanzaba casi empujado por la muchedumbre,
dejando ver la lustrosa y puntiaguda punta de choleta sobre los
mantos negros y las cabezas descubiertas. / / '// cucurucho! decian a
media voz tocándose los codos, hombres y mujeres y empinándose
para seguirle sus pasos y no perder uno solo de sus movimientos.
Muchos chicos levantados en alto, clavaban un par de enormes
ojos negros sobre el cucurucho y se recojian luego entro los bra-
zos del padre, para no ver aquel fantasma siniestro que seguía
diciendo con plañidera voz: ♦Para el santo entierro de Cristo y
soledad de la Vírjen.»
La tarde oscurecía y enfriaba. Las rachas del norte apagaban
las inquietas llamitas de las velas, y la Virjen de Dolores seguia
erguida como una flor de sangre, con los ojos clavados en el cielo
y las manos dolorosamente cruzadas sobre el pecho.
Las campanitas de San Miguel, mudas, no dejaron oir nota
alguna. Gruesos goterones comenzaron a caer elevando un olor a
tierra húmeda y a pábilo y cera mojada . . y la procesión comenzó
a disolverse.
El cucurucho quedó en el medio de la calle, como desorientado
y perdido. Una nube de muchachos avanzó hacia él en actitud
hostil y un terroncito, lan^^ado con excelente puntefia, fué a desa-
cerse en la choleta engomada.
Del otro lado, un tranvía eléctrico con su irrespetuosa e inscien-
te campanita de bronce, amenazó a su vez con llevarse por delante
al cucunicho.
(Qué hacer? De arriba, la lluvia; de un lado los granujas impla-
cables; del otro lado la desconocida fuerza moderna. Y el cucuru-
cho desapareció.. . .
Cuando pasado ya el
vehículo, haciendo so-
nar abajo los rieles y
arriba el hi-
le
'36
los muchachos avalanzarse sobre él, lo vieron alejándose como
una exhalación sentado en el carrito y destacando su negra silue-
ta de lechuza en la blanca claridad de la luz eléctrica.
Enorme griteria se dejó oir y un clamor unánime salió de aque-
llos provocativos labios.
—¡Se vá el cucurucho! ¡Adiós, cucurucho! ¡Adiós, cucurucho!
Y cuando nosotros vimos pasar el tranvía llevando dentro la
solitaria y triste figura del cucurucho, dijimos también:
— ¡Te vas cucurucho!. . . pero te vas para no volver. , . ¡Gasta lo
que has conseguido para el santo entieiro de Cristo y soledad de
la Vírjen, en tu propia soledad y en tu propio entierro!
Y en esos momentos, deshecha ya la lluvia y oscurecida la
tarde, entraba a San Miguel la Vírjen de Dolores con los ojos
clavados en el cielo y pálida y descolorida la faz. . .
Lñ compñfiíñ
CADA año, cuando el 8 de diciembre termina en los hogares chi-
lenos el mes de Maria y se retiran del improvisado altar los
nardos marchitos, surje como evocado por la majia de la úl-
tima plegaria y por el aroma de los cirios recien apagados, el
recuerdo de aquella trajedia de que fueron testigos presen-
ciales nuestros padres, y lacrimosos oyentes, nuestras madres.
De esta manera, cuando con los ojos húmedos por la tierna emo-
ción, se arrodillan los niños y niñas frente a los altares que hoi
resplandecen llenos de flores, gasas y cirios encendidos, clavan la
pupila en el fondo oscuro del templo con esa vaguedad de embe-
leso y esa inconsciencia indefinida del recuerdo lejano que se agol-
pa a la memoria. En un dia como hoi — dice ese recuerdo pálido }-
borroso — ardió la Compañia, envolviendo en llamas voraces y de-
sapiadadas a la madre, a la hermana, a la tia, a la abuela anciana
que no se resignó a quedarse esa noche en la casa sin ver la célica
figura de María en un fondo de gasa azul tachonado de estrellas y
sobre un pedestal de rosas recien abiertas.
¿Quién no ha oido contar cien veces aquella noche aciaga en que
Santiago se iluminó siniestramente con la hoguera humana que
13«
consufiíió dos mil cadáveres? ¿Quién no ha oido temblar la voz y
ahogársele en la garganta al narrador al describir las sangrientas
escenas que se multiplicaban debajo de cada arco desplomado?
¿Quién no sabe' de memoria las coincidencias que hicieron salir esa
noche de su casa a buscar la muerte, a quienes jamas salian; y que-
darse tranquilos esperando la vuelta délos demás, a quienes habian
ido noche a noche al templo?
Años atrás, cuando se hablaba del incendio de la Compañía y se
hacia círculo al rededor del que habia sido testigo activo de aque-
lla inolvidable y colosal trajedia, hasta las paredes parecían intere-
sarse en ese recuerdo común. . . Estaban allí las silletas de asiento
de totora con racimos de guindas pintados en las tablas del res-
paldo; los mates en leche que circulaban de mano en mano y de
los que parecían salir ecos de antaño; y a la orilla de la puerta, la
china, esperando en cuclillas que sonara la última chupada de la
bombilla para sacar el mate y cebar el otro, entreteniendo el tiem-
po en poner terrones de azúcar sóbrelas brasas y suspirar, pensan-
do en la señora que no volvió esa noche de la iglesia. Pero hoi. . . los
jarrones chinos puestos en el rincón de la sala, deben encojerse de
hombros sin entender una letra del cuento, los bronces fundidos
en París se aburrirán sobre la chimenea de mármol sintiendo la
nostaljia del bouUtmrd, y las doradas tacitas de té que se beben de
un sorbo sobre los platillos cuadrados, no ayudarán a sujerír nada
de esa fatídica reminiscencia de antaño.
Sí; ya se acabó la decoración para el tema del incendio de la
Compañía; pues, ni siquiera queda en el hueco de las ventanas la
clásica matita de congona, desterrada en toda la línea por la begonia
de hojas aterciopeladas o de tisú de plata.
Por eso nuestro cuento de hoi no es fresco, sino de aquellos
tiempos en que nos intrigaba horriblemente la definición de
verbo de la gramática de Bello, figurándonos que era menester
ser ministro de Estado o cosa así para entenderla y aprenderla.
Teníamos una amiga que nos llevaba algunos años, lo que
alejaba todo interés matrimonial de nuestra amistad: ella tenia
ochenta años cumpliditos y nosotros ocho sin cumplir. Sin embar-
go, conjeniábamos de tal manera con la viejecita, que nos ocupaba
muí a menudo en la lectura de un libróte de meditaciones, llamado
'39
Verdades eternas, lectura que salía con un sonsonete verdaderamente
insoportable, pero que a ella la atraía al recojimiento y a la piedad.
Por cierto que no olvidaremos nunca uno de los capítulos que mas
veces me vi obligado a repetir. Era una dama de honor de una
reina, raui entregada a la piedad, que una vez tuvo la gran fortuna
de ver su alma en la forma de una joven muí hermosa, pero con
un sinnúmero de pecas y manchas en el rostro. Alarmada la dama,
fué a consultar a un relijioso, quien la dijo que no temiera, porque
las manchas representaban los pecados veníales. Nuestra amiga
gustaba de este capítulo con la misma fruición con que un wagne-
riano 03'e una parte de Lohengrin o Tannháuser.
Pues bien, para ser absolutamente sinceros, debemos confesar
que lo que mas nos atraía a su casa, no eran por cierto las verda-
des eternas, que, como verdades solían ser amargas, sino un deli-
cioso dulce de guindas guardado en tarros de loza vidriada, en la
alacena del comedor, o una fragante mistela de apio conservada en
botellas de cristal en una raistelera muí sui generis. Sí ya por enton-
ces no nos hubiéramos creído una persona formal, con seguridad
nos habría llamado también poderosamente la atención, un reloj de
los llamados de Cuco, que en vez de campana marcaba con un cú
cú algo lastimero cada hora.
El mobiliario de la sala en que tenían lugar lus lecturas y medi-
taciones y también donde engullíamos las guindas en almíbar o la
olorosa mistela de apio, era escaso pero propio.
Sobre una cómoda con cubierta de mármol, un fanal cubría un
niño Jesús de cera, no respetado ni en gracia de su linda cara de
manzanita madura, de las huellas de las moscas dejadas en alguna
temporada en que permaneció descubierto; encima de la mesa una
gruta de Lourdes de cartón piedra con todos sus menores detalles,
y al lado la botella de agua con su vaso sumido sobre el gollete; va-
rias sillas con tapiz verde, algo desteñido por el sol y el rose de las
ropas; una chimenea sobre la cual descansaba el reloj de cuco al
centro, la mis telera a un lado y la caja con los anteojos al otro; he
ahí el conjunto de esa salita a la que muchas veces nos hemos sen-
tido trasportados con la fantasía, huyendo de la sala de redacción
atestada de folletos, periódicos, grabados y papeles.
!40
Allí se nos contó por primera vez lo que fué el incendio de la
Compañía, y por cierto que no olvidamos un detalle.
Esa noche nos costó mucho juntar los párpados y dormir, por-
que nuestra amiga se habia encontrado en el incendio y lo contaba
todo con un colorido que ponia los pelos de punta.
— ¿Sabes por qué siento yo estos dolores reumáticos? — nos pre-
guntó un dia.
Nos guardamos mui bien de responder que por la edad.
—Bueno, yo te lo voi a contar.
«Terminaba el mes de Maria, y se habia anunciado que la última
noche la iglesia iba a arder en luces.
¡Quién hubiera pensado que iba a arder en llamas!
Yo estaba sola, porque se habia ido todo el mundo a la Compa-
ñía, y me habia puesto a cebar mi mate.
De repente siento el repique con que entraba la función y me
entraron unas ganas de ir yo también . .
¡Cómo estaria de linda la Víxjen con su media luna de luces, las
flores blancas y los miles de velas a los lados! No pude mas, rae
puse el manto, tomé mi alfombra y salí a escape.
Cuando entré, la iglesia era un homo. Hacia un calor insopor-
table y las mujeres se abanicaban con el manto. . . En el fondo
estaba el altar; pero qué altar, niño!
Era aquello un pedazo de cielo, un sueño, una gloria. Millones
de luces se movian con el viento sobre un enorme jardin de flores
blancas, rosas, azucenas, claveles, nardos. I<a Vírjen estaba en el
medio y parecia volar por sobre ese homo de llamaradas. Yo me
hinqué y me puse a rezar una oración, encomendándole a la Seño-
ra a mis hijos, a mi marido, a mis hermanas.
De repente un grito de mujer, pero un grito horrible me hizo
saltar.
Apenas pude ver el altar de donde salian unas llamas mui largas,
pero mui largas, que casi llegaban al techo. No pude mirar mas
porque la jente se habia parado y corria, yo también me paré, pero
se vinieron sobre mí y rodé con otras por el suelo.
¡Cuidado con mi vestidol — gritaba yo acordándome que estaba
con mi basquina de cachemira. Pero ahí nadie oia, era un clamo-
reo, una gritería de demonios.
Yo tenia encima de mí diez o veinte mujeres; pero asi y todo al-
canzaba a ver el resplandor de las llamas.
De repente pude desprenderme y correr hasta un estremo, cre-
yendo encontrar salida. Muchas rezaban a gritos, otras en vez de
correr se echaban al suelo llorando, otras se llamaban por sus
nombres
¡Dios mió, que horror!
Yo llegué en el momento en que la torre se incendiaba y comen-
zaban a caer vigas ardiendo; tuve miedo y me aparté de ese Jado,
cuando se sintió una campanada, una sola campanadn, y después
142
un ruido terrible, seco, de fierro que se quebraba. Era la campana de
la Compañia que habiacaido ala iglesia, aplastando a mucha jente. . .
Mientras mas quería huir, mas me empujaban hasta ese lado,
y tuve que ver las piernas cortadas al lado de la campana. . .
Después del incendio, cuando la levantaron, encontraron a dos
señoras que hablan quedada dentro destrozadas, con los ojos enor-
mes y abiertos, casi vaciados de las cuencas. .
En ese momento sentí que una voz me dijo de atrás: «¡mista
Tránsito!. Yo miré y vi una señora mui linda con la cara ilumina-
da y sonriente con un vestido largo de seda azul, que llevaba déla
mano un niñito.
Comprendí que era la vírjen, y le dije: «aquí estoi, pues, señora,
por venir a verte en tu dia».
Ella entonces se acercó, y me tomó de un brazo y comenzó a sa-
carme.
En la salida dejé la alfombra, el manto, parte del vestido, una
manga, los dos zapatos, y así hecha pedazos me encontré de repen-
te en la calle por donde corrí como una loca.
Dos dias me pasé rezando. Una de mis hermanas habia quedado
en los escombros y no pudo saberse de ella. Cuando logré calmar
mi terror pude conciliar el sueño y dormir.
Una noche se me apareció la misma señora que habia visto en
la Compañia y la cual habia ya olvidado; pero ya no llevaba el niño,
y su vestido era negro.
En la mañana amaren con un dolor en la pierna, que me dura
hasta el dia de hoi >.
Aquella noche no pudimos dormir pensando en esa campana
enrojecida por el fuego, que tocó por última vez un fúnebre doble
a la agonía de tanta jente, y en los ojos redondos, enormes, medio
vaciados de las cuencas de las infelices mujeres que quedaron bajo
de ella.
Y no habríamos dormido en toda la noche, si no hubiera sido
que mientras la señora Tránsito contaba su historia, nosotros me-
nudeábamos las copitas de mistela de apio.. . .
Luego nos cargó el sueño y con ese supino egoísmo del que es-
tá entre las sábanas, nos dijimos para nosotros mismos:
¿Y será cierto todo eso?
'43
Hoi no nos atreveríamos a contar de nuevo aquellas impresio-
nes, porque bastaría la campana de los tranvías eléctricos, para
espantarlas como sombras fujitivas de otros tiempos.
Ya no hablamos con aquella amiga: primero, porque se murió, y
después porque habia roto desde antes nuestras relaciones por ha-
ber sabido que la habíamos llamado señora mayor.
Si la pobre se hubiera visto el alma como aquella dama de honor
de aquel capítulo, se habría notado en la cara ese pequeño lunar, de
pretender ser joven a los ochenta años!
LOS DOS PñTIOS
(Cuadros db la ciudad)
EN una apartada calle de Santiago, de esas que suelen figurar
mas en los partes de policia que en los planos de la ciudad,
existia una especie de conventillo de no mala apariencia,
que constaba de dos patios cuadrados y grandes.
En el primer patio, las piezas eran espaciosas y altas y el
valor del arrendamiento no estaba al alcance del inquilino pobre y
desheredado. Veinte pesos no es cantidad despreciable para un
jornalero, que gana el doble o mui poco mas; pero si lo es para el
cajista honrado que cobra veinte pesos en la semana o para la
costurera activa que alcanza al rededor de diez, en el mismo
tiempo.
El segando patio of recia el aspecto jeneral ele nuestros conven-
tillos. Salido el empedrado no se habia tenido cuidado de renovar-
lo y el pavimento de tierra apretada habia dejado formar charcos
en diversos puntos, que ni olian bien ni presentaban un agradable
aspecto. La acequia corria a tajo abierto por el medio, arrastrando
hojas, desperdicios de cocina, cambuchos de botellas, corchos,
146
papeles y otras materias igualmente putrefactas. Sus bordes tenían
cierta vejetacion musgosa y mezquina, que ni crecia ni se agotaba,
luchando entre las aguas con jabón de las artezas derramadas que
le llevaban la muerte, y los numerosos abonos, portadores de fósfo-
ros y otras materias azoadas que la comunicaban nuevo vigor y
alientos nuevos.
Las piezas del segundo patio se llamaban despreciativamente
«cuartos» y valían entre cinco y siete pesos, según estuvieran mas
cerca o mas lejos del pasadizo que comunicaba con el primero.
Allí se lavaba al aire libre, se injuriaba en voz alta y se hacían
muchísimas otras cosas que no permitían nunca una atmósfera
respirable y limpia.
Con un poquito de paciencia nos podemos orientar mas en los
dos patios, y tomar partido en favor del uno o del otro en la reñi-
dísima lucha civil que los mantuvo divididos por largo tiempa
Entrando al primero, en lo que debiéramos llamar zaguán, si de
una casa particular se tratase, estaban dos hermanas huérfanas, de
veinticinco años una y la otra de edad indefinida que podría
fluctuar muí bien entre los cincuenta y los veinte. Ambas buenas
como el pan, beatitas de buena leí, hacendosas y honradas, habían
sido encargadas por el dueño del conventillo de cobrar los arríen-
dos y reservarse un cinco por ciento de ellos por comisión. Vivían
allí con una tía, señora buena de verdad, que se había encontrado
en el incendio de la Compañía, tomaba indefectiblemente un mate
por la mañana y otro por la tarde, tan puntuales, que servían para
marcar la hora a los vecinos, y rezaba en el resto del dia sin cesar
para que Dios le perdonara los poquísimos e insignificantes peca-
dos que había cometido. Las chicas — llamémoslas así — tenían esas
caras que no son ni feas ni agraciadas, tan comunes en la jente
humilde, que no cuida de ornamentarlas, sino que cuando mucho
las restrega con un jabón barato y el agua potable de la llave.
Seguía por un lado un señor español, carlista furioso y profesor
de bandurria, que se pasaba todo el dia y noche de por medio,
dando clases y acaparando pesos, por consiguiente.
En seguida estaba el cuarto de una señorona de buena cara y
mejor ropa. Mirándola por detras, parecía una fragata acorazada, y
por delante una característica sin contrata. De perfil no estaba
M7
todavía mala para galantearla, y aun de frente, pues el profesor de
bandurria, todas las noches al acostarse se arrimaba a una puerta
que daba al cuarto de su vecina, y le decía con su acento andaluz.
— Vezinita, ¡qué malo es estar solo! El dia que usté quiera mira
a este servior, llamamos ar cura que está aquí cerca, y entonces
economizamos una pieza.
I^a señorona decia entonces con voz delgada y juvenil:
— ¡Qué se alivie, señor Fernandez! ¡Es mejor estar sola que mal
acompañada!
Nuestra amiga tenia un tordo en su correspondiente jaula, col-
gado al lado afuera de la puerta, y ante él agotaba el Diccionario
de los términos amorosos y melifluos, que parecía haber hojeado
mucho en su vida.
¡Ai! — decia muchas veces suspirando, y a media voz — no me
disgusta el señor Fernandez. Lo malo está que él querría infor-
marse de mí, y a mí solo me conviene quien me tome a fardo ce-
rrado.
Frente a la señorona, un colejial provinciano tenia su aposento,
y repasaba en la puerta todas las mañanas su lección de Código.
Abrigó ciertas esperanzas de ser correspondido de su vecina en
cierta época, y al efecto, le envió un ramo de flores con una tarjeta
en que la llamaba «fruta madura», «granada surtida» y «rosa
abierta».
A continuación seguía la perla del primer patío. . ¡Ya nos deci-
dimos por el primer patío! Pero nó; seguimos imparciales y apun-
tamos sólo, como cronistas de verdad. A continuación seguía una
costurera joven y casi, casi bonita. Se daban opiniones: el profesor
de bandurria la encontraba francamente hermosa; pero la señorona
su vecina, decia que era los veinte añítos los que la agraciaban.
En cuanto a las hermanas del zaguán, le reconocían una doble
belleza: la del cuerpo y la del alma.
— Es buena — decían — por eso se ve bonita.
Y sin embargo, ellas eran también buenas y de ninguna manera
bonitas.
La costurera se llamaba lisa y llanamente Juana, como se llaman
tantas otras que ni son costureras, ni buenas ni bonitas. Tenia
pelo negro y ojos negros, como la jeneralidad de las chilenas, una
148
boca sumamente graciosa sin ser pequeña, un cuerpo que, entre-
gado a una corsetera hábil, resultaría ideal, Pero como Juana se
peinaba echándose todo su pelo, abundante y sedoso, hacia atrás,
y se ponia el manto sin arte ninguno, y se calzaba a la vuelta de
la esquina, y no usaba ni siquiera los elementales polvos de arroz
en su tocador, se veia, poco mas o menos, como otras, sin llamar
sobre sí la atención como la hubiera llamado con un peinado
artístico, con im buen manto chino puesto ante un espejo por
mano maestra, o con unos zapatitos de charol de importación casi
europea.
¿Que por qué vivia sola mujer tan acabada? Su madre a quien
acompañaba, tendió un dia el vuelo, dejando a su cordera deshecha
en llanto. Ella le cerró los ojos y le rezó las letanías de la buena
muerte y la amortajó. Su padre, piloto de un buque y tan mal ma-
rido como mal padre y buen piloto, no podia o no quería hacerse
cargo de ella. En cuanto a su hermano Andrés, sarjento del Buin,
allí estaba enteramente absorbido por el cuartel y sin poder nada
para juntar el antiguo hogar con el par de jirones sueltos que que-
daba en el mundo.
— ¿Sola estoi? — se dijo Juana — bueno, entonces a trabajar, a jun-
tar unos reales y a casarse si la suerte. . .
Nó; no decia «si la suerte» Juana, porque era mui buena cristia-
na y porque si algo le pedia a Dios, era que le enviara un novio de
buena estampa, trabajador, honrado y limpio.
Y todavía nos queda otra mujer. Rubia, un tanto desenvuelta,
desabrida de cara, con buena voz, corista del Variedades, sin preo-
cupaciones de ninguna clase y con ochenta y tres pesos de sueldo
mensual por presentarse tres veces cada noche en las tablas a ha-
cer de aldeana, de chula, de valenciana o de aragonesa, a cantar
hoi una jota y mañana un tango, a pescar hoi un aplauso y otro
día un silbido y hasta alguna papa cruda, si venia al caso.
Los demás vivientes del primer patio, eran brevemente y sin re-
trato, un francés peluquero, un ájente de frutos del pais, un ma-
trimonio empleado en una casa de comercio y un repórter de un
diario de la mañana.
M9
Xatiiralmentc el segundo patio andaba nial cu la calidad de los
vivientes. El mas caracterizado e importante de todos era el señor
Vildeter, alemán de oríjen, pero un incansable aventurero que ha-
bla estado en la Finlandia de esquimal, en el Sur del África de boer
y en el Ecuador de revolucionario y de marido, porque allí contra-
jo matrimonio. Era gordo como una tinaja de greda, chato, colora-
dote y corto de vista. Usaba en los dias de sol un sombrerito hon-
go tan chico, tan diminuto, tan insuficiente que parecía una perilla,
y en los de lluvia un sombrero te de tan largas alas que semejaba
una tapa. Profesor de idiomas, escitaba la hilaridad de los alum-
nos, hora con la perilla, ora con la tapa. El señor Vildeter era, ade-
mas de profesor, un sablista incansable y un bebedor de cognac
no menos incansable.
El señor Vildeter estaba unido a casi todos los acontecimientos
sud-americanos. Tenia un colejio en Chorrillos y se lo quemaron
los chilenos el 79: puso un hotel en Rio Janeiro, y cayó el Impe-
rio; estableció otro colejio en Guayaquil y se incendió junto con
un hijo suyo, en el gran incendio que devoró esta ciudad; se vino
a Chile y cayó la conversión y el viejo lloraba bajo su descolorida
tapa porque le devolvieron en billetes un reducido depósito
que el infeliz haba hecho pocos dias antes en relucientes monedas
de oro.
También habia allí un par de lavanderas, que se lo pasaban todo
el dia canta y canta, lava y lava, restriega y restriega. Procaces co-
mo pocas, ponían al señor Vildeter de oro y azul cada vez que un
poco mas bebido que de ordinario, se aventuraba éste a ir a
darles un pellizco en los brazos desnudos llenos de lavaza y de
agua.
Tres costureras pero de mui distinta calidad de la perla del pri-
mer patio, cosían allí ropa militar que iban a buscar al taller de
Justiniano, donde la llevaban después concluida. En el dia daban
vueltas a la máquina Singer y en la moche le daban a la guitarra,
armándose en torno suyo tales zalagardas que ya las hermanas de
la puerta se estaban escamando.
En seguida venia el mas tarde celebérrimo caudillo del segundo
patio, Benjamín Hernández, oficial de carpintería, soltero, menor
de edad, turbulento, enamorado, botarate, tuno y hablador. Se po-
(lia ganar, marchando bien y sin San Lunes, cosa de veinte pesos
en la semana; pero con esa cabeza de chorlito que tenia, si sacaba
dieciseis, se daba a santo, y de puro gusto se bebia la mitad con
sus amigos y la otra mitad con las costureras, sus vecinas, al son
de guitarra. Alto, delgado, de espléndida talla para soldado de caba-
Ueria, ojos vivos y alegres, Benjamín Hernández tenia mas novias,
(jue pesos habia botado en su vida.
Pero, ¿a qué negarlo? Juana, la hermosa Juana, la seria, modesta
y callada costurerita del primer patio, lo trastornaba. La habia co-
nocido con madre cuando él también vivia con su padre, y enton-
ce el viejo le aconsejó mas de una vez que se casara con Juana.
Pero después, andando el tiempo, Benjamín habia cambiado mu-
cho y Juana habia quedado igual. El muchacho reconocía ahora la
superioridad de su antigua amiga, y se complacía en reconocerse
él inferior e indigno de conseguir su amor. Cuando Dios quiso que
se encontraran de nuevo, Benjamín Hernández tenia ya tratada su
pieza en el primer patio; pero al divisar en él a Juana creyó que
debia conservar la altura en que la tenia en su corazón, y sin ave-
riguar mas, fué a ocupar una modesta pieza del segundo.
En cuanto a Juana, tenia puesta su alma en su almario, y a pe-
sar de lo tímida, sensible y apasionada que era, miraba estas cosas
con serenidad y sangre fria. Benjamín habia sido su amigo, y en
vida de su pobre madre, casi su novio. Pero después, el muchacho
])uen mozo y serio de entonces, se habla vuelto un truhán sin res-
peto a nada ni a nadie. Es cierto que allá en lo mas íntimo de su
corazón habia algo que le decia que podia ella con sus solas fuer-
zas volver a Benjamín a su vida de antes. Y es cierto también que
cada vez que en sus sueños pensaba en su matrimonio, única
solución de su vida solitaria, se vela casada con Benjamín y no
con otro.
Hernández habia notado en los primeros dias de su llegada, que
Juana no lo recibía mal. Muchas veces sentado frente a ella cuan-
do cosía en la máquina en la puerta de su pieza, conversaban lar-
gamente sobre el trabajo, sobre los vecinos, sobre el tiempo. . Ja-
mas sobre ellos mismos, porque Juana pasaba como sobre as-
cuas por muchas cosas a que intencionadamente la quería atraer
Benjamín.
151
Pero llegó un dia en que Juana le recibió con visibles muestras
de mal humor. A sus preguntas respondió con monosílabos; a sus
quqjas, se calló sin decir esta boca es mia; y concluyó por mani-
festarle mui cortesmente que la fastidiaba verlo delante de ella.
¿Qué habia pasado? Mui poca cosa; pero al mismo tiempo mu-
cho. Una tarde, Juana volvía de su taller con el paso menudito
que le agraciaba tanto al andar, cuando"* de repente se encontró, al
doblar una esquina, con un viejo que le tendió la mano pidiéndole
limosna. Al instante se detuvo a sacar sus portamonedas; pero
mientras buscaba en ella algo con que aliviar el hambre del limos-
nero, le miró fijamente a la cara }- casi se fué de espaldas. Era el
padre de Benjamin Hernández, el mismo antiguo amigp de su
madre, el exelente viejo que tantas veces la sentó sobre sus rodi-
llas para cantarle el
duérmete, niñita
duérmete, por Dios...
-^iSeñor Andresi — dijo con^5ternada la muchacha — ¿Usted pi-
diendo limosnas?
— Yo, Juanita, yo mismo.
—¿Teniendo un hijo que gana veinte pesoa a la semana?
— ¡Que quieres, niña! No todos son buenos hijos como tú!
Y el viejo suspiró con honda tristeza y apretó la mano que
Juana le alargaba con una moneda. Allí oyó como Andrés habia
perdido su puesto de portero en el Ministerio de Marina, por-
que por sus achaques, no servia ya para maldita la cosa, y como
desde entonces vagaba del hospital a la calle, encontrado mucho
mas felices las horas en que lo tenían postrado en la cama los
dolores reumáticos, que la en que Dios queria dejarlo libre de
ellos, pero entregado a todos los vientos del hambre, de la sed y
del frió.
Al separarse, Juana le dijo con la voz emocionada:
— Señor Andrés: ahí tiene usted esa miseria; todas las tardes
que lo encuentre le daré lo mismo. Pero usted en pago, pídale a
Dios que me dé un buen marido.
152
— Si se lo pediré, ánjel — esclamo el viejo — y mis súplicas seráii
ayudadas en el cielo por tu madre.
¿Podia, después de este incidente, mirar la impresionable Juana,
con ojos tranquilos a Benjamin? Nó; habria sido ella también una
ingrata. . . y no lo i ra, nó.
Desde ese dia Juana compartió con don Andrés su escasísima
comida, y al acabarse ésta, el viejo salia del conventillo y se iba a
dormir en la primera grada que encontrase.
II
La ruptura de Juana con Benjamín terminó con el último lazo
que unia al primero con el segundo patio. Ul seüor Videter ponia
el grito en el cielo contra la avaricia del propietario que no cerraba
la acequia ni empedraba el patio. Las costureras mancomunadas
con las lavanderas, hablaban pestes de las mujeres del primero, de
las que decian que eran unas hipócritas que guardaban la serie¿id
y la honradez para la noche y que por el dia tendían el vuelo
quien sabe a donde. Benjamín, esceptuando a Juana tenía cada dia
un incidente con alguno, citándose con escándalo el caso de que
Hernández había tomado de la nariz al estudiante y remecídolo
en el aire, por un cambio de palabras que había ocurrido entre los
dos.
Las hermanas de la puerta eran buenas, pero no enéijícas. Y
ademas la enerjia les habria costado una pérdida en su comisión
porque habrian permanecido los cuartos largo tiempo desocupados.
No había, pues, que esperar nada de ellas, y constituido el profe-
sor de bandurria con el estudiante y con el ájente de frutos, en
comité de salvación pública, resolvieron unánimemente implantar
la leí marcial y hacerse justicia por sí mismos.
Un dia un chiquitín, hijo de las costureras o de las lavanderas
o de todas juntas, levantó su patita frente a la puerta de Juana.
Le pescó el señor Hernández de un brazo y le dio una tunda de
palmadas, despachándolo en el pasadizo del segundo, con los
calzones aun mal amarrados y chillando como un berraco. A la
mañana siguiente, desapareció la jaula con el tordo de la señorona
153
y ésta pnso el grito en el cielo y derramó mas lágrimas que una
Magdalena.
Ya estaba encendida la lucha civil, y vino a marcar el período
áljido de ésta, la resolución del propietario de poner el pilón de
agua potable en el medio del primer patio, y no en el pasadizo
que comunicaba a éste con el segundo. De esta manera, los revol-
tosos quedaban tributarios del primer patio.
¡Oh! era de oir en esos dias al señor Vildeter, contar a sus alum-
nos su asendereada existencia.
— iQué injusticia! — decia, con su peculiar pronunciación, que
suplirán los lectores; — ¡qué injusticia! Todo va al primer patio y
nada al segundo patio. Los del primer patio respiran aire, los del
segundo respiramos miasmas fétidos. Los del primer patio nadan
en agua; nosotros no tenemos agua ni para beber. Kl dia menos
pensado, morirán los del segundo patio. . .
Kste era siempre el término de las quejas del señor Vildeter: la
muerte en masa de los vivientes del segundo patio.
Bl plan de batalla de Benjamin, era desesperar a los del primero
y hacerlo abandonar las piezas, para que el propietario en-
trara en cuidados y buscara una transacción poniendo el pilón en
el pasadizo.
El lado vulnerable del primer patio era la corista, y el lado
invulnerable, la costurera. Pero la corista tenia a su servicio, no
solo el repertorio de insultos chilenos, que era escojido y abun-
dante, sino también el de insultos españoles, aprendidos entre
bastidores. Una mañana se vestia ésta para salir y con la cortísima
vergüenza que suele quedar después de presentarse a diario en las
tablas, a la jente menuda de teatro menudo, se asomaba a la venta-
na de su pieza un poco mas desnuda qne lo conveniente. Benjamin
charlaba a la orilla de la llave con una de las lavanderas que llena-
ba un balde de latón, cuando acertó a mirar hacia la ventana. Llenó
inmediatamente el tarro que quedaba colgado en la llave para
beber, y con una punteria admirable se lo lanzó a la pequeña Patti
en el escote, mojándola enteramente.
¡No fueron insultos y gritos los que cayeron solamente sobre
Hernández, que reia a carcajadas en el medio del patio!
El profesor de bandurria salió indignado de su pieza y al ente-
1 5-1
rarse del hecho, le disparó a Benjamm la caja de la bandttrría que
tenia en la mano. En mala hora lo hizo, porque aunque de dos sal-
tos corrió a refujiarse en su puerta, no alcantó a cerrarla y Benja-
min lo saco a pescozones del cuarto, lo tumbó debajo del pilón y
después de dos o tres sopapos demasiados fuertes para la con-
testura del profesor, le largó el chorro en la cara. Lá señorona,
entretanto, increpaba a Hernández, llamándolo roto, bandido, ase-
sino, ladrón...
— ¿Ladrón yo?
— Sí, tu,
— ¡Caramba! qué costumbre de tutear tiene usté, madama!
— ¿Dónde está mi tordo?
— ¿Cuál? Porque el grande se lo acabo de remojar debajo del pi-
lón, y el otro, se lo di al gato para que saboreara.
-^¡In;»olenteI — gritó la señorona — ¡Criminal! ¡Ladrón!
Habia llegado la lucha civil a un grado intolerable y el propie-
tario resolvió tomar cartas en el asunto. Avisó a la policía y
acompañado de un comisionado, conminó a los del segirado patio
con las mas enérjicas medidas en caso de que siguieran los desór-
denes.
Por el momento, los ánimos se apaciguaron y Benjanrin, satisfe-
cho de todas las barbaridades cometidas, se tranquilizó.
Era un domingo en la tarde y los dos patios estaban sumerjidos
en la sombra y en el silencio. En el primero, dos voces de mujer
perturbaban este silencio cantando a media voz. Una de ellas era
la voz de las hermanas de la puerta, que ensayaban un «Tan tu ni
ergo Sacramentum», que debia cantarse en la iglesia vecina, <n
una de las noches del Jubileo Circulante, y la otra era de la corista
que tarareaba aquellas coplas de la Revoltosa:
Cuando clava mi moreno
Sus ojazos en los míos
Too el cuerpo se me enciende,
Y me se pierde el sen ti o!
Una de las costureras del segundo patio, pasaba de vuelta del
despacho con una libra de arroz y un frasco de vinagre, cuando
creyó sentir voz de hombre en el cuarto de la Juana. Con una son-
risa diabólica se acercó a la puerta en puntillas y pudo, en efecto,
constatar que allí dentro babia un hombre.
Con eso solo, estaba derrotatlo, miserablemente derrotaao el
primer patío. ¡La perla resultaba íalüa, indignamente falsa!
Voló mas bien que corrió, la costurera a llevar la noticia a líen-
156
jamin, que estaba entretenido con sus compañeras, dándole al pon-
che con bastante entusiasmo.
— Hai un hombre en el cuarto de la Juana.
— ¡Mentira! — gritó Benjamín — saltando de un piso de totora en
que estaba sentado y tirando lejos el vaso en que bebía. — ¡Mentira
y requete mentira!
— ¡Hombre! — dijo riendo la costurera — si te quedan brasas es-
condidas todavía, anda a apagarlas poniendo el oido en la puerta
de la Juana.
Ya habia salido Benjamin, y de dos saltos estaba con el oido
pegado en la puerta.
— ¡Pobre diablo yo! — pensó Benjamín. — Me ha echado la Juana y
se ha reido de mí. Ese será su novio, joven, honrado, bueno, como
ella lo desea y yo seguiré siendo un borracho como soi; pero
¿es propio de la Juana que esté encerrada a estas horas con su
hombre?
Y pálido, tambaleándose como un borracho, llegó al cuarto
de la costurera y, dejándose caer sobre su asiento, dijo con voz
ronca:
— Es cierto.
— Bueno, pues — saltó una de las lavanderas — ha llegado el mo-
mento de vengamos de todas las que nos han hecho.
— Sí, ha llegado — contestó Benjamín.
— Vamos todos al primer patio.
— Vamos.
Y fueron. Aun el señor Vildeter, con su perilla en la cabeza,
se mezcló en la turba y llegaron todos ante el cuarto de In
Juana.
— ¡Aquí está la santa, la hipócrita! — decia en voz alta una de las
mujeres.
— ¡Vengo a ver a la perla! — decia otra.
Y cada uno de esos gritos era coreado por una carcajada. De
repente la llave del cuarto de Juana jiro violentamente, se abrió
la puerta y apareció la costurerita pálida y temerosa en él um-
bral.
— ¿Qué es esto? ¿A qué han venido ustedes? ¿A qué has venido
157
tií, Benjamin, que nos has quitado a todos la tranquilidad? ¿Vienes
a armar otra gorda? ¿La has tomado conmigo?
— Señorita Juana — repuso Benjamin con sorna, buscando fuer-
zas en el ponche que liabia bebido. ¡Señorita Juana! ¿con que tenia
usted novedades? ¿con que se quiere usted con otro y se lo guarda
bajo llave?
—¡Que lo muestre! — gritó una de las lavanderas.
— jVaya con la santa Filomena del primer patio!
Juana, pálida a ratos, rojo a otros, ya queria entrarse, ya se arre-
pentía y se quedaba en el umbral. Estallaron, por fin, las cuchufle-
tas y los insultos; alguno mas fuerte que otro le arrancó dos lá-
grimas; los vivientes del primer patio salian todos de sus piezas, y
la reputación de Juana estaba en ese momento como si hubiera
pasado por la acequia del segundo.
De repente se enrojeció como púrpura, abiió la puerta de un solo
golpe, saltó afuera y, pescando a Benjamin de la blusa, lo empujó
hacia dentro:
— ¿Querías ver? ¡Vé, mal hijo! Ahí está el viejo de tu padre,
muerto de hambre, con quien comparto yo la mitad de mi co-
mida, porque el desalmado de Benjamin Hernández no le da
ni un pan. ¡Ahí está! Hártate de verlo, hambriento, enfermo y mo-
ribundo.
Benjamin estaba desencajado, verde, con la cabeza baja, frente al
viejo que se habia puesto de pié al lado de la mesa eñ que estaba
encendida la lámpara de parafina.
De repente una lágrima asomó a sus ojos.
—Perdón, padre — murmuró — perdón, Juana, yo prometo ser bue-
no, ser honrado como tú .. . pero ¿por qué no nos juntamos los dos
a cuidar a este viejo, para que le cerremos a él sus ojos como tú se
los cerrastes a tu madre?
1900
víf sí?
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►
I
POR UHñ KJFím
LA Araucanita, que apenas se levantaba dos cuartas del suelo,
fué conducida al Convento de las monjas de Temuco, donde
la lavaron y la vistieron de nuevo. Parecia una breva arrebu-
jada en una servilleta, o con la espresion vulgar, una mosca
en leche, cuando salió a reunirse con otras asiladas vestidas
igualmente con un trajecito blanco de percal.
Mucho costó domar a ese animalito de ojos negros, negrísimos,
de espaldas mui anchas, de bracitos fornidos y nervudos; pero
poco a poco fué apareciendo en ella la mujer, y alejándose el indio.
Era pequeñita, pero llevaba en el* cuerpo el futuro desarrollo de la
mujer araucana, ni mas ni menos que esos perros de raza alemana,
de enorme cabeza y patas gruesas, llevan en sus miembros, desde
los primeros meses la promesa de su tamaño futuro.
Criada suelta, al sol y al aire, como un ganso doméstico, era su
delicia tirarse al suelo, revolcarse en compañía de los quiltros y
correr con ellos, trepar las tapias con instinto precoz de ratería y
asociarse a otros rapaces para empresas arriesgadas y peligrosas.
Quedó, pues, como pez fuera del agua, dentro del Asilo de Temu-
co, taitjiada como una perdiz metida en la jaula de mimbres.
t6o
Sin embargo, poco a poco fué despertando a la vida, y ya el
ruido de la campana, la amable voz de las relijiosas, la música del
modesto armonium de la capilla, y la camita blanca con cortinas
de muselina, le fueron acostumbrando al nuevo estado.
Muí pronto tomó sin recelos la cuchara, permitió que le rizaran
las ásperas guedejas de pelo negro, y sonrió, revelación primera
de que su almita esclava comenzaba a sentirse libre.
)lí )lí )lí
La Araucana creció hasta hacerse una mujercita. El pelo reco-
jido fué a prenderse en la nuca, en un mono, sino artístico, por lo
menos cuidado. El vestido de percal blanco con sus vuelos y bu-
llones, cortados y cosidos por ella misma, le daba el aspecto de
una muchacha europea.
El pudor, esa herencia que no ha recibido de sus padres la mu-
jer salvaje, sino mui rudimentariamente, habia rodeado a la asila-
da de una simpática atmósfera de modestia y de dulzura. Habia
aprendido a recatarse, a bajar los ojos, a esquivar la impertinente
mirada de los hombres, a andar con gracia, a moverse con dis-
tinción.
El producto araucano se habia trasformado, acercándose mucho
al tipo criollo de la mujer blanca. Era un cambio moral y físico
que habia hecho de la indiecita una delicada y frájil creatura,
pudorosa, tímida y llena de encantos.
Las monjas de Temuco se atemorizaban ya, ante la idea de que
la chica volviera a la ruca. ¿Cómo arrojar esa flor de pétalos blan-
cos al pudridero de un centro salvaje, donde la embriaguez era el
estado natural de sus moradores? Podria haberse contestado al
reclamo de sus padres que la india habia muerto, porque era ver-
dad que habia muerto la india. Pero luego hubiera conocido el
engaño, y Laurita Colipí hubiera sido arrastrada con violencia.
No era posible evitar la separación, y la chica partió llorando,
desolada, sin ver ese camino largo que recorría al lado de su pa-
dre. Cuando volvió la vista, la torrecita de las monjas se habia
hundido ya en la lejanía.
i6t
Al caer la tarde, la ruca aparece inclinada y medio derruida, a
cien pasos de los caminantes. La madre espera impaciente.
El saludo es breve y frió, porque allí nadie ama a nadie.
Un moceton que aguarda afuera de la ruca, entra y dice lacó-
nicamente:
— Acepto.
El indio sale afuera, observa una vaca, que pacientemente atada
a un poste clava sus grandes ojos impasibles y redondos y dice a
su vez:
—Entonces la vaca es mia. . . y la chica es tuya.
Y el moceton toma a Laurita Colipí de una mano y se la lleva.
¡Si lo supieran, cómo llorarían las monjas de Teuiuco!
<a* <a*
PñlSñlES DE UERRHO
CUANDO encima de la mesa de albísimo mantel, con las copas
de cristal bacarat alineadas junto al plato de dorados recortes,
se vé el fnitero colmado de frutillas y de guindas rojas, la
vista se resiste a ir mas lejos buscando un horizonte de luz y
de sol, para llegar hasta la cuna de esas frutas que estraen de
la t-íerra chilena su azúcar y su savia.
Enredadas las guindas unas con las otras, como si fueran re-
cuerdos de otros tiempos; gotas de sangre que ha encendido y
cristalizado el sol; labios de mujeres que ha convertido en fruto la
madre tierra en su antiguo laboratorio de trasformacion; están allí
sobre el plato blanquísimo, envueltas en una capa de azúcar en
polvo y talvez remojadas con el jeneroso y fragante y líquido de
un jerez mui seco, de un oporto mui asoleado, o de un marrasqui-
no lleno de esencia y de perfume.
Allí están; pero no hablan nada. La cuchara las conduce hasta la
ix)ca, donde, oprimidas, sueltan un jugo fresco, agridulce, sano,
que hace volver la vista a esos lejendarios néctares con que se em-
borrachaban los dioses del Olimpo y bajaban a la tierra haciendo
«« y mas eses.
Allí están; pero nada hablan del guindal lleno de claro-oscuros,
de follajes sombríos, de claros de sol, de aire perfumado, de carca-
i64
jadas alegres, de rincones poéticos; ni tampoco del frutillar tendi-
do al sol que lo hiere a plomo, formando un oleaje de melgas ver-
des e interminables, que allá a lo lejos corta el muro de zarzamora
o la cerca tejida entre los álamos nuevos del deslinde.
El guindal es la poesia tranquila de la sombra; el frutillar la es-
plosion arrebatada del sol. Allá hai contrastes, rumores, movimien-
tos de las hojas, rayos de sol que se cuelan por el follaje, frescura
en el ambiente. Acá hai sol, sol y sol. Todo arde, todo se enciende,
lodo .se volatiliza bajo esos rayos que caen concentrados como al
través de una lente.
lü la 9i
El gnindal está de fiesta. Plantado al capricho, no deja avenidas
largas y anchas sino grupos de árboles y claros caprichosos que
se entrelazan como eslabones de una cadena.
Al través de las hojas cae el sol, formando en el suelo semi-cír-
culos, fajas, cuadrados y rayas, que cuando los cruza alguien le
recorren el cuerpo de pies a cabeza, formándole una atigrada vesti-
dura que se renueva sin cesar.
De allá del fondo vienen ecos de risas, gritos que llaman, silbi-
dos que tararean al descuido un aire chileno y zandunguero, ruido
de ramas que se desgajan y rumores de conversaciones que se lleva
el viento. Podemos llegar hasta allí, siguiendo a un muchacho que
se interna con una canasta sobre la cabeza, al aire la camisa de
percal azul y desnudos hasta el codo los brazos, robustos y ner\ni-
dos. De repente, la sombra lo oculta, y en la incierta lejanía no se
sabe si viene o va; pero después un claro de sol lo rodea con luz y
lo empuja de nuevo a la vaguedad de una penumbra llena de mis-
terios.
Sobre los árboles están trepados los chiquillos, desnudos los
pies, saltones y ajiles como los pájaros; abajo, las canastas se van
llenando de hojas y de racimos de guindas, e inclinadas hacia el
suelo, vagan, recojiendo cuidadosamente las caldas, una docena de
mujeres con guindas metidas en las orejas y en el pelo.
La vista, ávida de luz, se estiende buscando el campo. A lo lejos
se divisa el sembrado de trigo, ajitado por el viento con un oleaje
continuo y reverberando sobre él un sol de fuego.
i65
La tarde va a caer. El guindal se oscurece lleno de misterios y
de sombras. Las mujeres se van riendo, cantando, despertando, a
su paso la algarabía de los zorzales, que ya buscan alojamiento
entre las ramas.
Un muchacho audaz persigue a una de las guinderas y le tiñela
cara con un racimo de guindas maduras. Y el barullo que se for-
ma va rodando de árbol en árbol hasta perderse a lo lejos.
Un instante después comienzan los grillos a ensayar los hélitros,
dando la sinfonía de ese programa nocturno, cuyo número mas im-
portante es el gorgoreo de los sapos, esas masas corales de los
pantanos, esteros y chepicales.
níé ^ na
El frutillar se estiende como una sábana verde, a todo sol, a toda
luz, a todo aire; allí el follaje sirve solamente de marco a las
larguísimas melgas que recorre el viento ajitado en un oleaje ince-
sante.
Las mujeres que recojen bajo las hojas el fruto de intenso rojo,
van con sombreros de paja, para defenderse de esos rayos que que-
man como brasas.
Se alejan en una misma dirección, sin gritos ni algazaras, por-
que la tierra y el aire abrasan como ascuas, encendiendo el rostro
y agolpando la sangre a las mejillas.
Y entre tanto, el corralón de las casas cercanas a Renca y Coli-
na, está lleno de arguenas, que entre capa y capa de hojas verdes
van recibiendo la preciosa y delicada carga que traerán a San-
tiago.
Al caer la tarde, el frutillar queda en silencio; pero resuena el
bullicio en la alameda, por donde van en larga fila los argueneros,
buscando el camino polvoriento y desierto que lleva a la ciudad.
Y pasan sobre el cielo con las alas abiertas, dejándose suspender
con pesada lentitud en el aire, los aguiluchos que rondan el cerro
para buscar su nido a la sombra de algún boldo.
ASmm
Del carra de carga... a la morgue
cA las doce y media del día
de ayer fué atropellado por el
tren de carga número 27, el
palanquero del mismo tren, lla-
mado Juan Idilio.
Según esponen algnnaa per»
sonas que presenciaron el he-
cho, Lillo cayó entre los carros,
cuyas metías le destrozaron el
cuerpo.
El cadáver de Lillo, fué re-
cojido por los empleados del
mismo tren, y conducido a la
Morgue. >
SI alguien pudo ver por primera vez un cinematógrafo, sin
asombrarse, habrá sido, ciertamente, un palanquei o.
¿Qué impresión de novedad ha podido producir el desarro-
llo de la película, bajo la proyección eléctrica, a quien eter-
namente de pié sobre los convoyes, todo se le presenta como
un cinematógrafo inñnito?
De dia, es el sol el que ilumina el panorama de este cinemató-
graio viviente, haciendo saltar el color verde profundo del campo
que se estiende a ambas orillas del camino de hierro, pintando la
linea negra de la alameda que lo corta en diagonal, dando la pin-
1 68
celada chillona de la vida recien brotaba que faldea el cerro, o la
notita pintoresca y resaltante de la casa de campo con su parque
y su arboleda. El cinematógrafo se desarrolla en sentido contrario,
del que devora desbocado el tren. Los álamos corren con furia
loca y parecen tumbarse de punta al pasar; los postes telefónicos
con sus alambres cargados de golondrinas se alejan también en
incansable fuga. Pasa rápido como una exhalación la casita del
cambiador que ajita la bandera verde; los machones de cal y ladri-
llo que limitan la estación; el tren de carga que espera, caldeando
su máquina, la hora de partida; el molino con sus murallones
altos y su turbina sumerjida en el canal; el puente de hierro que
tiembla, la avenida de álamos, las puertas de trancas de un potrero^
los grupos de espino, el estero tendido en el fondo del valle, el
rancho, el maiten, el campanario y la carreta que se aleja lenta-
mente por el camino polvoriento. Todo corre, como si se tratara
de una fuga, de un sálvese quien pueda, de una retirada en de-
sorden.
Pero después llega la noche y el tren avanza por un abismo,
una verdadera boca de lobo. La luz de la luna recorta siluetas
negras, altas y bajas, sombras informes que se alargan y que se
abaten, que de repente se acercan y desaparecen después, como si
fueran visiones, Allá a lo lejos vacila una luz amarilla, asomando
y ocultándose tras de los árboles.
El rumor del convoi que parece ferretería que se desarma, toma
entonaciones diversas y pavorosas. De repente el rumor se apaga
sobre el terraplén, y apenas se oye otra cosa que el ruido de los
topes, el rose de las cadenas y el resoplido de la locomotora; pero
después al atravesar el puente un clamor sordo lo envuelve todo
como si los machones se doblaran al peso que soportan y los arcos
cayeran deshechos sobre el rio. El silbato ag^do y i>enetrante
turba el silencio de los campos, rueda por las quebradas y rebota
en los cerros tomando pavorosas gradaciones. La locomotora
arroja tras de sí una cabellera de chispas encendidas y de humo
negro, que parece un velo de crespón con lentejuelas doradas. Las
chispas se elevan, jiran, saltan, y caen lentamente estinguiéndose
al contacto del aire.
Pero luego viene el cinematógrafo del amanecer. Allá en el ho-
169
rizonte clarea el cielo; un ve. o tenue comienza a subir como un
vapor. Las sombras van bajando y apareciendo sobre ellas 1 :>s
árboles, como si se tratara de una decoración de aparato. Quer'an
jirones de neblina sobre la copa de los álamos, sobre los cenr s y
sobre el rio.
El palanquero vé desfilar este cambio de luces desde lo aJ :o d í
su carro, con las manos sobre la palanca y la vista y el oido aten-
tos al silbato o a la bandera.
De noche el corazón palpita al divisar allá en el fondo del abis-
mo el farol verde o rojo que se ajita a la orilla de la via, deteniendo
la maicLa o alentando as#guirla.
Jinete de un pouo de hierro verdaderamente indómito, el palan-
quero pasa su vida aferrado sobre el carro de carga, volada al
viento su bufanda, y firme los pies sobre el incierto y movible
piso que le sirve de sostei).
¡Quién no los ha vistt , al pasar como una exhalación el tren
misto, parados sobre los carros y haciendo arriba arriesgada^
pruebas de ajllidad y do firmeza! Son hombres de acero, insensi-
Dles al frió, al sol, al viento, al hambre. Se ríen del convoi como
un buen jinete se ríe de su caballo; pero tienen a sus pies nn
r'*3tenar de ruedas que jiran, en tanto que el jinete al caer no
tiene mas peligro que su caida misma.
Juan Lillo, palanquero del tren de carga número 27, debia tenr
como todos los palanqueros, una casita de tabla a la orilla del ca-
mino, con un cerco de colihues, dentro del cual rebalsa un jardií
con pelargonias, cardenales y claveles. Dentro de esa casita h;
una mnjer, que al silbato del tren que se aproxima, sale corrienco
a la puerta para ajítar su pañuelo y saludar al amado que pasa en
su puesto de combate.
El sueño de ese hombre condenado a eterno movimiento, debia
ser talvez, permanecer muchos años tranquilo en ese casuchou de
tablas blancas, cuidando su jardín, y mirando desde allí pasar los
convoyes, llevando sobre los carros a nuevos herederos de ese
puesto de sobresaltos y angustias.
Pero Lillo cayó undia del carro y quedó despedazado entre las
ruedas. Muchos trenes han pasado por fren*^ :! a la casucha del
170
cambiador, y otras tantas veces ha corrido la niux^hacha hasta la
puerta ansiosa de vista y anhelante el pecho.
Y cada vez que suena a lo lejos, en medio de la noche, el silbato
de un tren, salta la infeliz sobre su lecho y pone el oido alerta
porque parece que alguien la hubiera llamado por su noanbie. . .
i
La Cruz de \a misión
/\ ui¿N te ha visto y quien te vé, Totoral de mis recuerdos!
f ■ I Ayer tan solo cada hora una dilijencia bajaba envuelta
1 1 I en polvo,al galope de los postillones, cuesta abajo y hacien-
1 1^ do retemblar la calle, se detenia frente al portón de las Ur-
I ^ bina. Hoi, no bajan de la cuesta sino los aguiluchos que
tienden en la tarde su pesado vuelo, y se remontan lentamente sin
ajitar las alas.
Los rosales blancos han clausurado y sellado la puerta de la
neja posada; y los espinos y quiscos de los cerros vienen bajando
> avanzando hacia la aldea, resueltos a conquistarse el suelo que
les han quitado.
Todo duerme hoi en Totoral. Las viejas Urbina no asoman ja-
mas a la calle como antes, a esperar pasajeros. Las tapias musgo-
sas florecen con los copos amarillos del yuyo, y las florecitas de las
lechuguillas. Duerme la derruida parroquia y al sueño convida su
campanito; duermen los sauces a la orilla del estero, y duermen sus
calles cubiertas de retoños de espino que nadie combate.
¡Quien te ha visto y quien te vé! Eras alegre y risueña como es-
tación de tránsito de los viajeros, que reposaban sus ruidosas ca-
balgatas en tus jardines sombríos. Eras cariñosa y abrigada como
172
un claustro de monjes hospitalarios. Quien cruzaba tu calle ancha,
florida y asoleada como el sendero de un parque, se llevaba tres
inolvidables recuerdos de tus encantos: los claveles rojos del huer-
to de las Urbina, las estriberas talladas del maestro Lorenzo, y la
mirada intensa y maliciosa de la Rita.
Pero un dia el ferrocarril pasó por otra parte, lejos, mui lejos del
Totoral, y como las zanjas hechas en la tierra se llevan la hume-
dad de las vegas, asi se llevó él la vida, el movimiento, la alegría y
el comercio de la vieja aldea.
Hl primer silbato del primer convoi que se oyó a la distancia co-
mo un jemido, fué para Totoral el adiós a la vida.
Hí fi ^
Dos hombres cruzaban todos los dias la calle de la población, 3''
eran los amigos de todos. Uno joven, vigoroso, injénuo, el agua-
dor Damián, que llegaba cargado de barriles silbando alegremente
sobre su manso caballo rabicano.
El otro, maduro, reconcentrado y oseo, era el maestro Lorenzo,
el de las estriberas talladas, que bajaba del monte la leña y no can-
taba jamas.
Ambos se querían como hermanos, y solamente cuando Rita se
interpuso entre ellos comenzó de parte de éste un sordo 5' obstina-
do rencor para aquél.
El cura lo dijo un dia: Damián es como un valle grande donde
si pasa una nube por el cielo, no quita la luz; pero Lorenzo es co-
mo las quebradas hondas donde un sólo nubarrón hace creer que
ha llegado la noche.
Y llegó. Nadie lo supo, sino Rita, y ella se guardó hasta la
muerte su secreto.
Una noche Damián, remontando la tapia del huerto de las Ur-
binas, avanzaba cauteloso por el parrón, y los círculos, fajitas y
semi-círculos de la luna pasando al través de las parras, le recorrían
el cuerpo como una atigrada y movediza vestidura. Del otro estre-
mo, desde el corredor de la casa, bajo, aplastado, donde el gran
cántaro de greda y la piedra de la destiladera dejaban sentir como
un péndulo las gotas isócronas, se acercaba Rita con una mano
hacia adelante medrosa y temblando.
Mientras el eterno dúo a la luz de la luna se desarrollaba dulce-
mente y los dos muchachos se hacian ptomesas de felicidad futura,
Rita sintió un pequeño rumor de ramas aplastadas y vio una som-
bra que se e^curria cerca de la muralla.
¿Quién era? Ella lo suponía: Lorenzo que por una inesplicable
obcecación siempre se habia creido engañado por Rita y espiaba
en todas partes sus encuentros con Damián.
La muchacha calló el descubrimiento para no alterar la aparente
amistad que habia entre los dos hombres. Y esa noche al despe-
dirse, llena de presentimientos siniestros, rezó mucho a la Vírjen
del Perpetuo Socorro alzada en la cabecera de su lecho.
Damián que cada mañana y cada tarde entraba a k calle con sus
barriles llenos de agua, desapareció poco después. ¿Qué fué de él?
Nadie lo sabia.
Desesperado de ese eterno sueño, remontó la cuesta y corrió a
enrolarse como soldado para pelear en la revolución. ¿Fué asesi-
nado en el monte y su cadáver puesto bajo tierra?
El hecho es que no volvió jamas a recorrer el hundido parrón, y
el tiempo, y el silencio y el sueño de esta aldea, envolvieron la de-
saparición del joven aguador en una misteriosa red de conjeturas
y dudas.
Algunos meses después Lorenzo partió en un enganche de re-
clutas para el norte.
Si las lágrimas de la muchacha hubieran tenido el poder májico
(le hacer revivir todo lo muerto, ya seria esa aldea la primera fac-
toría del mundo.
— He huido del Totoral — decia el cura — porque me habia enve-
jecido el alma ese espectáculo de una población siempre dormida
y de una mujer siempre llorando.
Mí tlí »
Durante nueve dias, al caer la tarde, esas tardes de campo, lán-
guidas, llenas de misterio y de tristeza, la campana del fundo
cercano ha llamado a los habitantes del Totoral a la «misión». En
174
\afy cmdades los hombres pueden romper la vida material y ruda
del trabajo para volar un instante al descanso del espíritu en los
teatros, ias iglesias, las lecturas del gabinete. Pero en los campos I
Allí el hombre es un autómata, sale el sol y ya está inclinado
sobre la tierra cultivándola; resbalan los rayos en sus espaldas ar-
dientes y las sombras se alargan y se acortan y vuelven a alargarse
y a invadirlo todo, y el hombre sigue descargando el azadón como
un péndulo que no se cansa nunca de oscilar, y esto, un dia y el
que sigue, y un mes y otro mes, durante años y muchos años.
La misión llega allí reclamando la hora del espíritu, «la hora de
la conciencia », y los hombres salen a la tarde de los ranchos, y
llegan por las alamedas, de todos puntos a las casas del fundo
donde se levanta la torrecita de la capilla entre unos álamos pun-
tiagudos y sombríos.
La capilla es como todas. Ha sido un granero disfrazado a fuer-
za de injenio, de trabajo. Se ven las vigas recortadas, se adivina al
través del flamante blanqueo, las húmedas y tierrosas paredes de
antes. Una Vírjen del Carmen que tiene historia, a la cual se le
prenden velas en las noches de invierno, con vestido de raso azul
orlado con galones de oro y cabellera natural, se alza en el único
altar, allá en el fondo, donde se sientan los patrones. En el otro
estremo está el órgano viejo de manubrio, con sus flautas de latón
abolladas, que chillan a duras penas una salmodia estraña.
Durante nueve dias se han reunido allí los hombres y las muje-
res de los alrededores a oir la voz de los misioneros que les traen
consuelos luminosos y palabras alentadoras, que les recuerdan que
no son solo máquinas de trabajo y les levantan con enerjias inspi-
radas de los vicios de raza.
Tocan a su fin las misiones. Los muros de la capilla han tem-
blado nmchas veces con el rumor desacorde del «^Ven a nuestras
almas» y del «Perdón-; sobre los disparejos y gastados ladrillos
han caido gruesas lágrimas que han brotado de corazones secos 3-
olvidados, de ojos pacientes y sin luz, como los del buei, de rostros
curtidos por el polvo, el sudor del trabajo y el sol inclemente de
los campos. Se ha contado allí la paradoja del hijo pródigo con
ternura inmensa, con elocuencia sencilla y poderosa, con colores
que avasallan y cautivan. Y los últimos dias la oración ha resonado
'75
temblorosa como un clamoreo suplicante que sale de corazones
queresncitan, de espíritus que se despiertan, de intelijencias que
clarean con auroras nuevas.
Los misioneros tienen acomodado ya el equipstje. Se van a
marchar a otros puntos donde los reclaman, y la misión está pró-
xima a su fin. Las mujeres y los hombres han llenado sus almas
de resignación y de consuelos, como llenan los rincones de sus
ranchos de provisiones y leña para el invierno.
¿Qué queda? ¿Qué recuerdo les dejará la misión en medio de los
campos una vez que levantadas las tiendas y los pabellones de sus
armas, los misioneros se alejen talvez para no volver en muchos
años?
^ ^ ii
Queda algo, sencillo, tierno y solemne a la vez; la procesión del
último dia, que colocará la cruz de la misión como un monumento
y un recuerdo.
¿Quién no ha visto esas cruces? Se levantan a la orilla de un
camino, sobre un hoyo de ladrillos, rodeadas con una verja de
madera; siempre hai a su lado huellas de cariño, de afección. Una
mata de cardenales sube un poco sus hojas verde oscuro y sus
flores encamadas sobre el pie; y un farolillo con los vidrios rotos
dá albergue a un candil de sebo que se renueva noche a noche.
Hai en ella algo que entristece talvez porque recuerdan que han
pasado por allí mismo médicos para curar las enfermedades del
alma; y los pobres han vuelto a caer al peso de leyes de raza y de
la eterna frajilidad del hombre. Las cruces de madera, raquíticas,
hechas de dos listones de álamo, resisten allí el sol de muchos
veranos, las lluvias de muchos inviernos y la intemperie de muchos
años!
El sétimo dia, como dia de despedidas es triste: casi siempre
le acompaña el cielo, porque se nubla, y el aire, porque sopla pe-
netrante, frió, como vientos de chubascos de verano. En la torre-
cita de la capilla, flamea una bandera nacional; cerca de su puerta
atravesando el camino, se levanta un arco con ramas verdes de
maiten: es el homenaje del fundo. Después siguen los arcos mas
170
pobres, frente a las posesiones de los inquiliuos, formados con
varillas tiernas de mimbre y canastillos de papel de color. A las
puertas de las viviendas, entre los troncos de los álamos, han
colocado mesitas con todos los santos de la casa y virjenes de
bulto con el rostro gastado como las monedas viejas; imájenes
antiguas pegadas en el fondo de una caja de vidrios con ñores de
cera o de trapo, y crucifijos de madera comprados años atias a un
< falte», que pasó por allí como un ser estraordinario.
En el fondo de la alameda, donde suelen aparecer de tarde en
tarde las grandes carretas *llenas de paja, surje una aparición
nueva que avanza entre los árbol^s con lenta y majestuosa solem-
nidad. Se siente el ruido alternado de las campanillas, el rumor de
los cantos, el roce de las ojotas sobre el suelo. Y adelantan las
dos filas con velas metidas en trozos de cañas y adornadas con
tiritas de papel y cmtas de color.
Las dos filas de luces culebrean debajo de los árboles, los cantos
se entrecortan con el viento; y aquella procesión humilde pero
tierna y piadosa se alarga sobre el suelo húmedo y blando que
comienzan a cubrir las primeras hojas secas de la estación.
Las ráfagas de viento soplan de cuando en cuando heladas y
cortantes, desviando las Uamitas de las velas, ájitando los recortes
de papel de los arcos, los ponchos listados de los huasos.
Dos o tres andas improvisadas van en el medio, llenas de flores,
ramas y luces. Sobre angarillas de tabla blanca se han colocado
las imájenes de bulto de la capilla, tapando la madera con hojas de
yedra y niaiten, y adornando el resto con dalias, azucenas rosadas
y flores blancas.
Todo aquel grupo lleno de piedad y de fé, recorre los largos ca-
minos regados por el sudor del trabajo, sembrados de crucesitas y
farolillos que recuerdan los asesinatos allí cometidos, las barbaries
la embriaguez y las locuras del vicio.
Todo Totoral ha despertado esa tarde, corriendo a juntar sus
jentes a los campesinos que vienen desde lejos, remontando la
cuesta o vadeando el rio. También han corrido los soldados, los
que han vuelto, que son pocos, de la guerra fratricida. Lorenzo,
mas viejo, mas triste, mas apagado, ha sido arrastrado 1 imbieu por
ese movimiento natural. Y el olor de las ramas verdes, del maiten
177
y de la yedra pisoteada, del arrayan y del cedrón, de las azucenas
Y de las congonas, de los cirios ardiendo y del incienso, des-
piertan en sus dormidas conciencias el recuerdo de la juventud 3'a
muerta.
Por fin se ha llegado a una loma árida y amarillenta donde se
levantan las doradas varitas de la teatina, interrumpidas por las
espinas secas y plomizas, inclinadas todas en una misma dirección
como si fueran peregrinos que escalan el cerro aferrándose con las
raices nudosas y las ramas espinudas.
Allí se detienen. Las filas se deshacen, agrupándose todas al re-
dedor de una reja que espera impaciente la cruz que le hará com-
pañía.
Uno de los misioneros se acerca en ademan de hablar. Es la des-
pedida, una despedida llena de consejos tiernos, de ideas tristes, de
consoladores pensamientos. Es una presentación de esa cruz que
quedará allí, en la loma solitaria, para que la vean todos desde el
llano y recuerden la misión.
Mí Mí Mí
La voz del misionero se levanta al principio temblorosa, inse-
gura. Pero cuando tiende la vista sobre el lomaje amarillento, so-
bre las líneas de boldos que parecen inclinarse también relijiosa-
inente, sobre esos hombres y mujeres que abren los ojos llorosos y
se muestran sedientos de verdad, su espíritu de creyente, de ora-
dor y de artista se enciende, sus labios enrojecen, los ojos brillan
con nueva luz, y las palabras salen esta vez candentes y lumino-
sas, ruedan sobre los cerros y van a perderse a lo lejos de montaña
en montaña como un llamado de la vida a la muerte.
¡Qué hermosa tarde! Los cirios arden y chisporrotean. Los in-
censarios se mueven oscilando con lentitud. El olor del arrayan
inunda en oleadas de perfume. Y allá desde el llano sube como
una plegaria la salmodia de los campos, la diana del crepúsculo
combinada por sapos y grillos desde los bordes del estero. Loren-
zo recuerda de un golpe su vida entera, su juventud de trabajo, su
virilidad encendida por el desgraciado amor a Rita, .su vida de sol-
dado, las bataUq<i. las alegrias del campamento, las mujeres, las
T7B
pendencUts, el vicio, Pero en medio de todo esto que baila ante su
%'ista en confusa sarabauda, se destaca Damián, suplicante, arrodi-
llado en el fondo del pozo donde fué llevTido por engaño para bus-
car una mina que habla de enriquecerlo.. .
— Hermanos — grita el sacerdote — aquí va a alzarse la cruz re-
dentora donde espiró Cristo por vosotros. Ella abrirá sus brazos y
presidirá vuestra vida de la no-
^i... a !»«»»..«» '^•^i- mañana
uestras
perdo-
estras
que seahoga.quie-
re apartar esa imájen de sant^ y recliaza con unamano, como a
una invisible sombra que se le acercara. Allí mui cerca, bajo ese
boldo que se mueve con el viento, está sepultado Damián y segu-
ramente sus manos descamadas se habrán inmovilizado crispadas
hada arriba como deteniendo la tierra y los guijarros que él
derrumbara en esa hora sangrienta de odios y de venganza».
— Es una hora solemne — esclamó el misionero— y quisiera que
el sol detuviera su curso antes de sepultarse í» el ocaso, que el
179
viento se parara antes de pasar, que vuestra respiración se contu-
viera y nada en la naturaleza vibrara. Es la hora en que Cristo dejó
caer sobre el pecho la divina cabeza y dijo en un suspiro de dolor
y de angustia: {Todo ha concluido!
Lorenzo dejó escapar una queja ronca y lastimera. £1 no era un
infame, no era un criminal. Fué la rabia, el odio, los celos, fué otro
hombre dentro de sí mismo que esa noche horrible arrastró por
engaño al aguador y le abrió traidora tumba en esa cumbre. ¿Cómo
ha vuelto a llegar hasta allí? Es Dios que ha ordenado sus pasos,
que ha conducido sus misioneros, que ha querido escojer el dia
de sus iras? Lorenzo llegaba del norte, bajaba con otros la cuesta
cargados con el escaso bagaje; sonaba la campana de la capilla; la
procesión pasaba culebreando por el camino y ellos sin saber có-
mo se enrolaban en sus filas. Y allí estaba, al lado, a un paso de
su víctima, que en ese momento debia clamar venganza.
— Arrodillaos .. prorrumpía el inspirado sacerdote — arrodillaos
pecadores y unid vuestro duelo al de la naturaleza El sol se ha ocul-
tado; el dia ha muerto. El sacrificio se ha consumado. Queda sobre
la cruz el cuerpo inanimado del Redentor; a sus pies las santas
mujeres que lloran y mas lejos la muchedumbre indiferente de los
reprobos, de los hipócritas, délos ambiciosos, de los sensuales, de
los pecadores como vosotros.
Lorenzo jime, pero jime débilmente. Un instante ha querido dar-
se golpes de pecho, después, a imitación de otros, ha estendido los
brazos en cruz, ptro luego los ha dejado caer como muertos a lo
largo del cuerpo.
En ese instante la cruz se levanta y el sacerdote avanza hacia el
lugar donde va a ser clavada. Un grito ahogado se siente en me-
dio de los jenerales sollozos. Es Lorenzo que mira con los ojos
desmesuradamente abiertos, cómo ha caido el santo signo sobre la
fosa misma donde está la víctima de su crimen.
— ¡Adiós, santa Cruz! — sigue el misionero — vamos empujados
por el deber a otras tierras. Aquí os dejamos sobre estas monta-
ñas, ^1 medio de estos campos, como un recuerdo de la santa
palabra enseriada, de vuestra sublime doctrina predicada, de
vuestro infinito perdón concedido. ¿Veis? Es Cristo que llega, es
él que afirma los brazos sobre este leño inmóvil. Es él que clava
1 8o
de nuevo sus piernas. Es su cabeza coronada de espinas que se
apoya; es su cuerpo que viene a ocupar el instrumento de su sa-
crificio.
Lorenzo ha avanzado de rodillas, con los labios abiertos; y rese-
cos, la respiración anhelante. Ya los ojos de todos se posan sobre
él, y Rita, con el pañuelo sobre los ojos, solloza amargamente. . .
como siempre. El no vé a Cristo, nó; pero un sopor, una sombra*
algo que no sabe, que no comprende, pero que es algo, sube de la
tierra a lo largo de la cruz y va formando la silueta de un hombre
ensangrentado, que se toma de los brazos de madera como para
escapar del suelo que lo sujeta.
Lorenzo se arrastra aun mas. Ahora la alucinación toma la
exacta precisión de la realidad. Un hombre desnudo, lleno de
sangre, su víctima, se alarga desde la tierra y cuelga sobre uno de
los brazos de madera, su cabeza llena de tierra y de heridas.
Un nuevo grito se alza, y un hombre corre hasta los pies del
misionero.
— ¡Padre! jPadrel Soi yo, Lorenzo Rejres, el asesino de Damián,
el aguador! Soi yol Soi yo! Y un ronco estallido de sollozos y
gritos inarticulados lo hace caer. Y luego de nuevo se oye su voz
que grita: ¡Perdón! ¡Perdón!
Entonces, en medio del recojimiento una sola respiración se
siente, y los roncos clamores de un viejo canto de las misiones
se levantan como una súplica: Perdón, oh Dios mió!
Cuando las últimas notas mueren en las gargantas, el misionero*
se adelanta, y alza a Lorenzo del suelo donde ha caido:
— Hermanos — dice — hal)eis oido la confesión de este hombre.
La justicia divina lo absuelve por las manos del último de sus
siervos; pero la justicia humana no lo ha perdonado aun. Guardad
este secreto como yo, sacerdote del Señor, debo guardarlo. ¡Qué
jamas se hable de este hombre! ¡Qué jamas se vuelva a recordar
este delito!
Y como la cruz ya estaba fija, todo el mundo se puso de pié con
un dedo sobre los labios. La tarde caia, el sol se habia ocultado, y
las notas de la campanita de la iglesia se lanzaron al aire tranquilo
como palomas blancas hacia el horizonte.
Por todos lados, entre las teatinas que rompían las jen tes, hom-
iSi
bres y mujeres, viejos y niños, bajaban en silencio, y la enerjia de
su juramento y de su secreto los hacia llevar todavia un dedo
sobre los labios.
Dos voladores subieron desde la aldea y estallaron en los ai-
res.
fi fi ^
Jamas ha vuelto en el Totoral a hablarse del aguador, y cuando
un niño nombra a Lorenzo o recuerda la tarde de la despedida,
todo el mundo dice:
/ C/tt//
Y se hace un silencio solemne y largo, como si en ese momento
cruzara sobre ellos un ánjel invisible.
\Í7 a7
UILLñRROEL
(Elf JENERAL, DINAMITA)
EN una humilde casa de Santiago, pobre, olvidado, dolorido,
acaba de morir un héroe popular, Arturo Villarroel, a quien
los soldados del 79 y después sus hijos han llamado el «^Je-
neral Dinamita».
Nacido sobre el mar en la bodega de una balandra que
ajilaban las olas; aventurero infatigable, que recoirió todo el
mundo; especie de soñador y de loco, lleno de nobleza y de cora-
zonadas; caballero andante mientras hubo paz; soldado de la
vanguardia sin sujeción a bandera ni a disciplina cuando hubo
guerra; que marchaba tomado del brazo de la muerte como qAq-
K^e caraarada; y cortaba, como dijo Vicuña Mackenna, los alam-
bres de las minas a la vista del enemigo, como el que receje
lechugas para su almuerzo: Arturo Villarroel ha venido a morir, a
solas con sus males, entre cuatro paredes desnudas, donde no
ardia un puñado de carbones para entibiar la helada noche de in-
vierno, prisionero en un lecho menguado, echando de menos hasta
para morir la libertad del desierto, y sintiéndose impotente como
un cóndor que agoniza en la jaula de un jardin zoolójico.
UILLñRROEL
(El* JENERAI, dinamita)
EN una humilde casa de Santiago, pobre, olvidado, dolorido,
acaba de morir un héroe popular, Arturo Villarroel, a quien
los soldados del 79 y después sus hijos han llamado el *Je-
neral Dinamita».
Nacido sobre el mar en la bodega de una balandra que
ajitaban las olas; aventurero infatigable, que recoirió todo el
mundo; especie de soñador y de loco, lleno de nobleza y de cora-
zonadas; caballero andante mientras hubo paz; soldado de la
vanguardia sin sujeción abandera ni a disciplina cuando hubo
guerra; que marchaba tomado del brazo de la muerte como ale-
gre camarada; y cortaba, como elijo Vicuña Mackenna, los alam-
bres de las minas a la vista del enemigo, como el que recoje
lechugas para su almuerzo: Arturo Villarroel ha venido a morir, a
solas con sus males, entre cuatro paredes desnudas, donde no
ardia un puñado de carbones para entibiar la helada noche de in-
vierno, prisionero en un lecho menguado, echando de menos hasta
para morir la libertad del desierto, y sintiéndose impotente como
un cóndor que agoniza en la jaula de un jardin zoolójico.
Hai soldados y héroes oficiales que son los nombrados por
decreto de los Gobiernos; hai otros videntes^ inspirados que pare-
cen mensajeros de la Providencia; otros serenos y frios que obran
con el cerebro y rinden la vida en cumplimiento de un deber; y
hai otros para los cuales se enciende súbitamente el patriotismo
como el amor; y espontáneos, libres e indómitos buscan el peligi'o
tal vez siguiendo aquella leí de la muerte y del amor simbolizada
en el verso de Leopardi:
Un desiderio di morir si senU
O O O
De éstos era Arturo Villarroel, nacido el año 36 sobre el mar,
en un dia de temporal borrascoso, hijo de un maderero de Chiloé
y de una señora Garenzon, descendiente de yankee y de arjentina.
Su madre era cualquera y los principios de su relijion le fueron
infiltrados con la tenacidad de un fanático. Su vida fué mas tarde
prolongación de aquel temporal y de este fanatismo ciego: mezcla
de dos razas, injerto de marino, de soldado, de corsario y de bri-
gante.
Aprendió el ingles y el francés como su idioma patrio, y las
vicisitudes de la revolución del 5 1 lo arrojaron con su padre a Lima.
Allí el muchacho de 12 años fué colocado en un colejio y recorrió
como niño lo que treinta años mas tarde iba a batir como sol-
dado.
Pasado a Guayaquil, fué herido a los trece años por una bomba
sobre la cubierta de una nave de la descabellada espedicion del
jeneral Flores. De allí se dirijió a Cantón, acompañando a un rico
peruano que iba a contratar operarios chinos para sus faenas. Re-
gresó a Estados Unidos, pasó a Europa y volvió nuevamente a
la tierra de su abuelo. Siempre aventurero, viajaba de guerra o de
favor, servia en todas las profesiones, hablaba todos los idiomas
desafiaba todos los peligros. En Vera-Cruz lo batió la fiebre ama-
rilla, fué desembarcado moribundo en Pernambuco. Hastiado del
185
mar, deseaba cotno otro aventurero, dormir bajo un árbol de la
tierra natal un sueño profundo. Llegó a Chile, pero cu espíritu lo
hizo moverse pronto y fué nuevamente al Perú. Allí ce internó
lr.sta la frontera del Brasil, buscando minas de oro que huian a
su paso como una lejana promesa de fortuna.
Kn esta jomada de esplorador, llegó a Tucuman, de donde
comenzó a pasar arreos de ganados a Tarapacá, a Arica y a Are-
quipa.
En 1861 vuelve a Santiago, vive en la calle de San Pablo, se
confunde en el mar de la vulgaridad y del prosaismo, y enseña los
idiomas que aprendió en sus largas correrlas.
En los incendios de la Compañia y del Municipal, se muestra
por primera vez Villarroel como el amigo de la muerte. Salvando
víctimas cae entre las ruinas, y vuelve incansable al peligro.
Mas tarde, su afán de viajes lo lleva por cuarta vez a Estados
Unidos. Alii representa al pais como ájente de la esposicion inter-
nacionaL Siempre sin ganar sueldos, viviendo de aventuras, de
ocurrencias, de injenio.
jPor fín llega la guerra!
Villarroel aparece en los campamentos, como una visión de la
camanchaca — dice Vicuña Mackenna. — No se alista como soldado.
Es mensajero, esplorador, avanzada, tentáculo que llega hasta el
enemigo. Un dia lo toman de un brazo y en medio del humo y de
la batalla, lo hacen capitán de pontoneros. Siempre «ad-honorem»,
siempre por la gloria.
Debió reproducirse el mismo diálogo que tuvo lugar entre el
gran Rei y su soldado:
^ean Bart, je vous ai fait chef d'escadre.
— Sire, vous avez bien fait!
000
Desde ese momento Villarroel comienza su carrera. Hasta en-
tonces ha estado desarrollando sólo sus cualidades.
Al frente de una partida de asiáticos se avanza por los caminos,
consttuye estanques para el agua, hace adelantar las provisiones,
iS6
descubre las minas subterráneas, hace volar las que no logra des-
terrar, y su marcha es un solo estampido glorioso y audaz.
Vuelve a Santiago en la Intendencia Jeneral a cargo de la
sección de fuego y esplosivos: regresa con la dinamita, y aparece
de nuevo en acción en Arica. Allí fué nombrado guia de la primera
división y comenzó la atrevida marcha de Pisco a Lurin. Quién
liabia andado tantas leguas llevado por su impulso ¡cómo andaria
estas cincuenta aguijoneado por el patriotismo!
En Lurin dio cuenta de sus trabajos y fué felicitado por don
José Francisco Vergara, que admiraba este ciudadano-soldado, este
loco -héroe.
Delante de la división Lynch fué cuando Villarroel ganó ante el
inieblo y el Ejército el guerrero título de jeneral Dinamita. El
coronel Lagos recibió de sus manos 435 bombas, tarros y torpedos
que desenterró en el Morro Solar y el Salto del Fraile.
Pero aun faltaba Miraflores, donde las minas no eran automáti-
cas, sino manejadas a distancia por la chispa eléctrica. Y allí se vio
este humilde, abnegado y heroico chileno, fumando serenamente
su cigarrillo, deslizarse por pendientes atrevidas, y en medio de
una granizada de balas cortar con un cor\'o los alambre, como
quien siega en medio del campo las espigas.
Allí fué primero herido en el talón, y después pescado por una
de esas máquinas infernales. Mas tarde persiguiendo su tarea de a
caballo, cayó éste y el jeneral Dinamita perdió una pierna destro-
zada por la esplosion.
000
Cuando en medio de una nube de flores llegaba el Ejército
triunfador entre las filas de los soldados tostados, el pueblo vio
pasar un cojo que hacia resonar sus muletas en medio de las mar-
chas militares. Allí fué aclamado y desde entonces recibió los ga-
lones que nunca tuvo!
Pobre Villarroel. Ha muerto tan solo!
A la.5 dos de la madrugada, cuando el candil st: apagaba y unas
pocas oraciones masculladas en silencio en un rincón de la pieza
se elevaban por su alma, juntó los ojos > descansó.
i87
Caiga sobre su tumba las violetas que son símbolo humilde» de
un humilde guerrero.
Y cuando pase su cortejo sencillo por las calles, que se descubra
y salude esta juventud raquítica de hoi dia, que miente escusas
pueriles para no cumplir la lei, que se avergüenza de la casaca del
soldado y se resiste a ir a los cuarteles, burlándose alegremente de
la patria detras del papel sellado de los tinterillos!
^ M
SOL Y SOmBRñS
EN los dias 26 y 27 de estemes de junio en 1 881, y en losprime»
ros de julio de 1882; ocurrieron en Sangra y en la Concepción,
dos acciones heroicas mui semejantes, en que una guarnición
chilena se batió durante muchas horas con fuerzas enemigas
treinta o cuarenta veces superiores, hasta que el último solda-
do cayó sin vida sobre los escombros humeantes.
Contar una de estas acciones, es contar la otra. Solamente que
de Sangra aun hai voces que pueden hablar: el capitán Araneda
que dirijió sus soldados a ese combate glorioso, sirve hoi en el
Congreso un puesto de edecán y es mudo testigo de la trasforma-
cion de los chilenos que se dejaban matar hace treinta años por la
patria, y que hoi al asaltar con denuedo las arcas fiscales no se de-
jarían cortar un dedo sin hacerse pagar cada gota de sangre con una
libra esterlina.
En cambio sobre el combate de la Concepción reinó un solemne
y grandioso silencio junto con caer el último soldado chileno. Un
viento frío aventólas cenizas del incendio, y en medio de sus remo-
linos, un jirón tricolor llevó al primer campamento amigo la noti-
cia gloriosa del trájico combate.
Nadie quedó que pudiera contar la proeza sublime, y solamente
i9o
de la pupila de los montoneros, dilatada por el. espanto y la admi-
ración, pudo arrancarse la imájen inmortal de esos muchachos que
no movieron un pié de donde el deber los retenia, y en medio de
las llamas, de las lanzas y de los puñales se abrazaron a la bandera
y quedaron tendidos de frente al sol.
»í Mí )lí
La campanita de la iglesia de la Concepción tocó esa tarde el
Ángelus, y las notas se lanzaron como aves al espacio y fueron a
perderse en la lejania.
Pero esta vez no era esa campana símbolo de mñnita paz, ni
anunciaba una noche serena y estrellada, ni pudo siquiera provo-
car la intensa oración del crepúsculo.
Un lejano rumor comenzó a turbar a la guarnición chilena de 75
hombres, que al mando del capitán Carrera Pinto, guardaba la vi-
lla estendiendo el plan de ocupación a todos los valles y encruci-
jadas de los Andes peruanos.
Mas de dos mil montoneros y tropas regulares enemigas, coro-
naban los cerros y envolvian el cacerio en medio de gritos de anti-
cipado júbilo.
Contar las fuerzas, deliberar sobre si habia obligación de comba-
tir o vacilar un sólo instante, habrian sido sentimientos de 1906 o
1907, pero seguramente no lo eran entonces de nadie, y fué con
sangre y carne viva que se firmó sobre la tierra el pacto con la
muerte y con la gloria.
Las tropas salieron a la plaza y esperaron a pié firme la embes-
tida.
Eran pocos, eran jóvenes, llevaban diez enfermos en las filas,
pero se sentian arrastrados por ese sentimiento superior del deber,
que nos llevó a conquistar tantas glorias.
Los montoneros avanzaban, resueltos e intrépidos, estrañados
de ver al frente esa f'ú? de imberbes con el arma a discreción. Sus
tiro" no eran contestados, los gritos salvajes con que se animaban
al asalto, redaban en la soledad de los montes sin eco alguno. Pero
avanzaban siempre hasta acercarse a pocos centenares de metros, y
.abrían ya sus cuadros para lanzarse en violento y desordenado
choque.
191 "' ' '
I
Entonces en el pequeño grupo se sintieron algunas voces de or-
den, frías y pausadas.
Los rifles se echaron a la cara, una descarga resonó con la pre-
cisión de un ejercicio de fuego, y comenzó un tiroteo que durante
20 horas no debia cesar.
Por un lado los enemigos armados que se retiraban y volvían
enfurecidos, por la espalda el pueblo entero que desde los tejados
y azoteas prestaba febril concurso a los asaltantes; la acción se ha.
cia mortífera, implacable.
Cuando Carrera Pinto vio que las fílas raleaban, que cada minu-
to que pasaba era la caida de uno de sus soldados en tierra, ordenó
replegar la compañía hacia el cuartel, llevando en el medio a los
heridos de cara lívida y exangüe, pero que maldecían y juraban co-
mo locos.
Apenas concentrado el grupo dentro del viejo cuartel que iba a
ser tumba de los 75 combatientes, la masa compacta de los monto-
neros se agolpó por todos lados y trató de escalar las puertas y
ventanas.
Pero como cada hombre que se acercaba caia fatalmente, y como
lejos de calmarse la defensa interior arreciaba como una tormenta;
cierto supersticioso espanto produjo la desmoralización de la banda,
y las diferentes partidas envolviéndose en sí mismas fueron reti-
rándose una a una.
En esos momentos en que cada cual puede mirar en torno suyoi
los ofíciales se contaron y contaron sus soldados. Faltaban mu-
chos qué, tendidos al pié de cada ventana, parecían con sus caras
crispadas por la ira, descansar rendidos de una inmensa fatiga
En un rincón oscuro, donde dos o tres mujeres lloraban desola-
das,, nacia en esos momentos una criatura. Era la vida que salla al
encuentro de la muerte.
La retirada del enemigo hizo pensar al capitán Carrera Pinto en
la posible llegada de refuerzos chilenos desde Huancayo, y resuel-
to a terminar pronto con la horrible jomada antes de que el sol se
ocultara en un crepúsculo arrebolado y sangriento, salió del cuar-
tel al frente del ya reducido grupo y se lanzó nuevamente a la
pelea.
Los montoneros no habian huido. Parapetados en todas las ca-
lies, comenzaron a hacer un fuego mortífero sobre el intrépido pu-
ñado de muchachos.
Carrera Pinto, levantando su espada con \-ivo y ardoroso jesto,
renegando y nijiendo, cae en
brazos de los suyos y cubierto
>gresa al cuartel de
e la }'a diezmada
lañia del Chacabu-
o volvería a salir
para la gloria.
tt « «f
;gó la noche y con
che una serie de in-
ites asaltos, en me-
dio de la duda,
de la oscuridad
de la fatiga.
Ardian inmen-
sas fogatas a cu-
yoresplandorco
miau y bebían los
montoneros au-
silíados por el
vecindario, des-
tacándose en las
' fachadas las de-
formes y movi-
bles sombras
proyectadas por
las llamas.
De cuando en
cuando un gru-
po de enemigos
se acercaba cau-
teloso, tresocua-
tro fogonazos
'93
destellaban al través de las ventanas, v algunos aves agudos rom-
pían vibrantes el aire.
Entre tanto, merced a las sombras, una fracción enemiga avan-
zaba abriendo forados al través de las casas, hasta colocarse cerca
de la espalda del cuartel. Al mismo tiempo cargaban nuevamente
los otros por el frente y el costado en medio de horrorosa gritería,
incendiando los techos de paja y allegando por todas partes mate-
rias inflamables y esplosivas.
El capitán Carrera Pinto que ha salido nuevamente arransando
con los enfurecidos montoneros, cae en el umbral del cuartel, esta
vez para siempre!
Al amanecer, el combate recrudece; el incendio avanza, la guar-
nición se agota.
El sub-teniente Montt, rueda herido, vuelve a levantarse y apa-
rece de nuevo en medio de los qee pelean, envuelto en sangre glo-
rioso y fiero como un héroe de leyenda. Pero la muerte lo persi-
}2:ue, y pronto vuelve a caer al lado del qne fué su comandante,
para hacerle compañía, uno al lado del otro, con las manos recoji-
das sobre sus espadas desnudas!
Un momento después el subteniente Pérez Canto se desploma
en medio de los escombros incendiados y cien bayonetas lo acri-
billan.
El cuartel arde ya en todos sus estremos y los heridos envueltos
por las llamas se retuercen de angustia, ya que ni siquiera tienen
derecho a una agonia dolorosa pero serena.
El subteniente Cruz, de i8 años, queda en pié y avanza sobre
una decoración de humo y llamas. A su espalda los lamentos de
las mujeres y de la criatura recien nacida le recuerdan la patria, el
amor, la vida, el hogar, todo lo que hai de tentador y misterioso
para quien aun no ha comenzado a vivir. Hermoso y arrogante
como un dios griego, rodeado de sus últimos cuatro soldados, apa-
rece sobre las murallas y desaparece con su bandera, en el medio
de los montoneros,
El combate ha concluido.
Una columna de humo que se levanta en el aire tranquilo, anun-
cia a los soldados chilenos que vienen desde Huancayo que todo
se ha consumado en la Concepción.
194
Un silencio de muerte y una tarde larga y triste, se estienden
sobre el caserío, mudo de asombro.
^ )^ Mí
Sangra > la Concepción en junio y julio de 1881 y 1882, son dos
acciones de guerra que hacen son as con el antiguo temple moral
de nuestros hombres.
Como aquel loco que se enamoró de su espada y que cada vez
que poseía a la amada manaba sangre, el país consiguió con esa
guerra gloriosa conquistar las salitreras que han estendido la co-
dicia donde antes habitaba la gloria, que han hecho nacer el inte-
rés donde antes lucia la abnegación, que han sustituido la estrella
del estandarte por el signo de 18 peniques, único aspiración de los
hombres del día.
fi^ VÉ 9É
Berlioz compuso para la Domnaiwn de Fausi, la course a Vabime
que imita una lejana cabalgata y sujestiona vivamente la imaji-
nacion.
Las notas se suceden marcando con insistente compás la marcha
de Fausto y Mef istóf eles, hacia el abismo; al mismo tiempo desfilan
en la escena sombras fantásticas, demonios, dragones, caballos ala-
dos, que cruzan las nubes amenazadoras y se pierden a lo lejos. En
el medio del golpe insócromo de la orquesta, se percibe de cuando
en cuando la voz de Fausto que rompe el ruido de la cabalgata v
se levanta lastimera y doliente.
Al presentar en medio de las ajitadas horas de la jomada econó-
mica 3^^ política de 1907, estas epopeyas gloriosas de nuestros sol-
dados, sentimos que la cabalgata al abismo preludia los odiosos
compaces y comienza un doble desfile. Hacia el oriente cruzan un
convoi de siluetas jigantescas, con enormes estandartes desplega-
dos al viento, caballería que carga furiosa, sombras inmortales que
pasan en medio de las bayonetas coronadas de laureles; y mas aba-
jo hacia el occidente, avanza con la precisión de figuras vivas que
todos palpamos y conocemos, el ejército del dia, de políticos, de
195
economistas, de dirijentes y de dirijidos, ciegos a toda esa gloria,
sordos a todo ese majestuoso estruendo, desplegando la bandera
de la ambición, haciendo sentir los gritos de la discordia, y unién-
dose solo con una entusiasta y brutal carrera hacia el oro que brilla
en lontananza botado sobre la inmensa sábana de caliche.
1ÍÉ f^ 9É
Hacia una aurora que clarea, se aleja y se pierde aquella lejion
heroica que amaba a la patria, y hacia un horizonte que oscurece
se acerca este jentio para recojer el botin que los otros bañaron
con su sangre.
UH SIBLO En Unñ HOCHE
^\ uiEN no conoce en Chile ese tipo de hacendado solterón
Til ^^^ P^^ ^^^^ ^^^^ ^^ ^"^ ^" ^^ soledad de las viejas ca-
J I I sas del fundo para sacar a la tierra, en permanente lucha,
j \J el dinero con que siempre sueña fundar un hogar para la
\^ ^ - vejez? Son de esos hombres que no aceptando a la mujer
joven y hermosa como compañera, la quieren legar sus achaques
y dolencias de la edad como a enfermeras.
El señor X a quien no nombramos porque vive y es aun hom-
bre de trabajo, posee cerca de los Andes un regular fundo que es-
plotaba y esplota todavia a la antigua. Desparramar el trigo en
agopto, sfl^T un poco a caballo y esperar la cosecha haciéndose los
pcor^o j;royectos sobre su resultado, en eso consistia hasta hace
poco r^ «abrumador» trabajo del campo como le han llamado con
cierta ./nnia los oficinistas de Santiago que se queman las cejas
alineando numeritos litografiados y haciendo sumas y divisiones a
granel.
n .".eñor X había heredado, como tantos otros, el fundo, y ha-
bía sacado de él al rededor de diez cosechas, lo que quería decir
que no era hombre de escasos recursos. Su padre agricultor de los
viejos, huaso ladino, entendido en las tareas agrícolas, conocía bien
19»
el negocio; y había comprado el fundo a la sucesión de un señor
que habia desaparecido allí de una manera bien misteriosa.
Por eso la casa vieja, metida en un grupo de olmos viejos y de-
rrengados, al final de la consabida alameda y al lado de los lejen-
darlos corrales, tenia historia, o mejor dicho «historias», porque al
decir de los inquilinos, por allí penaba el antiguo patrón.
En los aleros disparejos, húmedos, musgosos, «achiguados^,
anidaban algunas familias de palomas, cuya aristocracia se remon-
taba a muchos años de la fecha y cuyos volidos, aleteos y murmu-
llos turbaban el silencio de aquel vasto patio donde permanecía
muda y solemne la trilladora Ramson, las carretas inclinadas so-
bre los pértigos, y el caballo del patrón ensillado permanente-
mente, y espantándose las moscas con la cola, debajo de un
nogal.
La casa era como todas las de su tiempo: un cañón de piezas al
fondo y dos más haciendo ángulo recto con los estremos de aquél;
las piezas bajas, con ventanas anchas y pesadas, rejas de fierro for-
jado a martUlo, abiertas hacia el frente y el fondo, largos corredo-
res con ladrillos húmedos y desiguales, y pilares de madera re-
dondos sobre bases de piedra blanca.. . .
El mobiliario lo componían los viejos sofaes imperio de caoba y
crin, los sillones de banqueta, y las sillas que hoi persiguen los
anticuarios en todas partes; y en cada rincón un rifle viejo, insti-
tución tradicional de las casas de campo, revelaba allí que también
al señor X se le habia ocurrido que le pudieran asaltar por el fren-
te o el fondo de la casa.
* * *
Aquella noche, noche de invierno algo brumosa y seguramente
bastante fria, estaba el señor X sentado a la mesa, solo, teniendo
por delante un diario del dia anterior, nuevo para él, y engullendo
lentamente unas costillas de cordero que espedían el mas excelen-
te y apetitoso olor. ¡Qué aburridas aquellas horas! Todos los días
lo mismo. Ignacio, el sirviente fiel, un ex-sarjento del Atacama. le
servía los platos, unos tras otros, en un silencio imperturbable: se
bebía después la inevitable tacita de café, se retiraba al escritorio
a recorrer los diarios o arrojándose en un poltrona se entretenía en
soñar, siguiendo el humo de su cigarro, con la linda mujcrcítaque
podría haber tenido a su lado si esas malditas prevenciones contra
el matrimonio, concebidas desde la Universidad, no le hubieran
retraído de casarse.
Aquel dia la comida había demorado mas. Los diarios venían
palpitantes con una ajitacion política; una crisis de esas que traen
cambio de decoración y en que se siente la voz del director de es-
cena y se vé la maqninaria. De manera que la lectura de esos chis-
peantes y candentes editoriales, le habían hecho alargar mas que
nunca la sobremesa.
Un golpecito seco, distinto, seguido de un carraspeo al otro la-
do la ventana, le sacó de la interesante abstracción, para hacerle
dirijir la vista hacía ese punto y decir, como tenía costumbre cuan-
do le golpeaba todas las noches don Simón el administrador, para
pedir órdenes: «¡empuje la puerta!»
Tres pasos firmes, seguros, pero sin sonido de espuelas, como
habrían sido los de don Simón, recorrieron el espacio que separa-
ba la ventana de la puerta, y antes que el señor X e Ignacio hu-
bieran podido fijar en ello la atención, moviéndose suavemente el
cerrojo abrióse una hoja y dio paso a un hombre al cual ninguno
de los dos conocían. Hizo éste una lijera venia, contestó con otra
el caballero, y mientras aquél no hallaba dónde colocar su sombre-
ro de paño negro ni sentarse él mismo, el señor X le preguntó
tranquilamente qué asunto le traía hasta allí.
— Sí no fuera importuno, señor, respondió, j'o le suplicaría
me oyera dos palabras sobre un negocio, enteramente privado. . .
— ¿Le molesta a usted la presencia del mozo? preguntó visible-
mente inquieto el dueño de casa.
— Si usted fuera tan bondadoso que me oyera a solas. . .?
Antes de que una seña de su patrón se lo hubiera a dado a en-
tender, Ignacio habia salido sin hacer ruido, librando así al recién
llegado de un inútil testigo.
— El negocio que me trae aquí y a tales horas, continuó dicíen -
do éste con cierta seguridad en la voz, va a parecer a usted, señor,
a primera vista ridículo. Pero una vez que yo le convenza de lo
200
serio y honrado de mi propósito, no tendrá usted inconveniente en
aceptado. Se trata de un entierro.. . .
— Siéntese usted aquí, interrumpió el señor X pensando ya mas
serenamente que el hombre que tenia por delante podia ser un im-
postor, y acompáñeme con una tacita de café
Y sin esperar contestación, llamó a Ignacio, que apareció llevan-
do una bandeja de madera negra con unos pajarracos chinos dora-
dos a fuego y en ella una cafetera y dos tazas de loza dibujadas
con colores chillones.
De esta manera queria el señor X darse tiempo para reflexionar
y tener mas advertido a Ignacio. Porque. . . ¡qué diablos! Un hom-
bre solo en un caserón abandonado, con fama de rico, podia ser
buena presa para cualquier desalmado.
De un sorbo se bebió la taza de café el advenedizo, dejándose
observar por la mirada rapaz del señor X su físico, desleído, que
no decia nada, ni nada revelaba. Porque si es cierto que hai ros-
tros^delatores y espresivos, no es menos cierto que los hai opacos
y completamente mudos.
Por otra parte, el hombre aquél deseaba continuar su frase inte-
rrumpida, y así apenas vio al señor X encender su cigarro y apo-
yarse en el respaldo de la silla en actitud de oiría siguió, ade-
lante.
— Como le decia, señor, se trata de un entierro. Usted creerá
probablemente en entierros.
— Poquísimo, caballero.
— Es natural; jeneralmente los entierros son pretestos para esta-
fas, burlas y engaños. El entierro de que yo vengo a hablarle es
algo serio, real, exacto, que le probaré hasta la evidencia. Tuve yo
un tio que fué minero, y sin embargo, murió bastante pobre, pos-
trado por una tisis que lo fué acabando lentamente. Habla sido
hombre de negocios y de negocios enredados; no teníamos mucha
fé en su honradez. Pero antes de morir llamó a mi padre y a mí, y
nos dijo que él conocía el sitio seguro, fijo, de un entierro, hecho
entre él y un compañero de negocios. Nos entregó unos planos y
nos dejó el convencimiento de que aquello era una cosa serla y
digna de crédito. Ahora bien ¿estaría usted dispuesto a ayudarme
señor X?. . . Iríamos a partir de utilidades.
20I
— Pero vea usted, señor, ¿dónde están las pruebas? ¿Dónde está
ese entierro? usted no exijirá que le crea bajo su palabra.
— Si yo le mostrara a usted un plano de esta casa, y el sitio
donde debe hallarse el entierro, ¿usted me creerla?
— Talvez, casi, casi con seguridad.
— Bueno. . .
El advenedizo llevó rápidamente la mano al bolsillo interior de
la chaqueta, removió pausadamente algunos papeles, sacó uno algo
ajado y amarillento, lo desdobló, apartando otro que estaba allí
junto, y abriendo el primero lo puso ante los asombrados ojos del
señor X que pudieron ver allí perfectamente clasificadas las pie-
zas, los pasillos, las puertas, toda la casa con sus detalles mas mí-
nimos. . .
— ¿Y dónde está aquí el entieiro? preguntó ya con intensa cu-
riosidad.
— Usted me permitirá, señor, que exija de usted ciertas garan-
tías. . . yo no le conozco. Antes de mostrarle este otro plano, yo
exijo que usted me facilite esta misma noche el acceso a la pieza
señalada, y los dos nos pongamos a la obra.
— ¿Y por qué ha de ser esta misma noche? preguntó con enerjia
el señor X. . .
— Porque habiéndole ya revelado a usted que aquí hai un entie-
rro, usted podria pretender rastrearlo para sí y dejarme a mí a un
lado.
Aquello parecía sincero, razonable. El señor X titubeó un mo-
mento; pero no queria dar muestras de temor, y sin embargo, todo
aquello era raro, estraño, sumamente peligroso.
— ^Venga el otro plano, esclamó de pronto, acepto bajo mi pala-
bra de honor las condiciones, — mientras recordaba con cierta tran-
quilidad, que llevaba el revólver cargado en el bolsillo del panta-
lón. . .
Al instante el hombre repitió su operación de rastreo de papeles
y sacó el otro que habia vuelto a guardar. Era el mismo plano,
pero en una de las piezas fnas apartadas una crucesita roja llevaba
la vista a un letrero con tinta del mismo color, que decia: «aquí
está la tinaja».
Un momento se fijaron sus ojos en esos caracteres rojos, letra
202
fina, cuidada. . . La tinaja! ¿Estarla llena de onzas? ¿Seria aquello
verdad? ¿Qué le liabia metido aceptar aquel loco y aventurado ne-
gocio que podia ser una celada infame? Tuvo miedo, emoción; un
sudor frió le corrió por el cuerpo todo, y cuando levantó la vista
del plano que lo hipnotizaba con el letrerito rojo, vio que los ojos
incoloros del advenedizo le miraban fijos, inmóviles, brillantes
como los del gato.
Era necesario que no le viera dudar, y haciendo de tripas cora-
zón, como se dice vulgarmente, devolvió el papel y contestó con
la mas tranquila entonación:
- Estoi a sus órdenes, caballero.
— Es necesario un chuzo y una pala, y apartar a los criados para
que no se den cuenta de qué se trata.
— Lo mqor será que los vamos a sacar nosotros mismos. Yo
tengo la llave de la bodega.
Tomó el señor X una vela que estaba sobre la mesa y salió del
cuarto, teniendo siempre cuidado echar a su compañero por de-
lante. Llegaron por el corredor a un portón ancho, de dos hojas
cuyo grosero y tosco candado fué quitado sin dificultad, separán-
dose el cerrojo, y abriéndose un lado con el crujido inevitable de
los goznes mohosos. Allí estaba el coche, el coche de la hacienda,
un viejo carruaje de trompa, que inclinaba su techo lustroso como
un lomo de barata; los arneses colgaban de algunos ganchos en la
pared enlucida; y en todos los rincones se amontonaban chuzos de
varios tamaños, palas, azadones, arados, cultivadoras y htchonas
gastadas y mohosas. Era el arsenal de la hacienda donde venian
los peones todas las mañanas a recibir la herramienta necesaria
para trabajar todo el dia bajo el sol abrasador.
El advenedizo se dirijió tranquilamente a un rincón, escojió una
barreta, se acercó al otro estremo donde tomó una pala, cuyo filo
examinó un instante y esperó al señor X que intención almente se
quedaba atrás para tenerlo siempre ante su vista.
Salieron, cerróse de nuevo el candado, y volvieron a tomar el
corredor, entrando por la puerta entreabierta y llena de luz por
donde hablan salido.
—¡Ignacio!— llamó el señor X, afectando la mayor tranquilidad
en la voz; puedes retirarte.
Pero al mismo tiempo le daba una mirada bien significativa, que
quería decir
— Quédate, no te acuestes,
vijila.
El sirviente entendi
tamente que allí pas£
anormal, eatraño en l£
esa casa tranquila, y v
narse en el cañón d
con visible inquietud
tren, coa una vela en u
llevando por delante a
dúo con el chuzo y li
hombro.
¿Dónde irán? ¡Qué
caba eso?
—Aquí es — dijeron
^al llegar a la última i
corredor.
—Y este es el rin-
cón preciso en que
estala tinaja — agre-
gó el desconocido,
d^ando caer el chu-
zo sobre un ladrillo
que se trizó en va-
ria.'i direcciones.
La pieza era gran-
de, húmeda, helada.
Kl pavimentode la-
drillos viejos estaba
mui deteriorado de-'
jando ver en varias
partes las manchas
negruzcas déla hu-
medad. Dos o tres
baratas negras su-
204
bian por los guarda-polvos, con su marcha torpe, indecisa, y una
mosca grande y verde, volaba trasnochada, zumbando de un modo
siniestro alrededor de la vela.
Quedó ésta en el hueco de una ventana; comenzó el desconocido
a sacarse la blusa para poder manejar mejor el chuzo; y el señor
X se inclinó sobre la pared para poder examinar desde allí todos
los movimientos de su compañero.
Sentia un visible malestar; un sentimiento estraño, nuevo, le
llenaba enteramente. Cierto ardor en las sienes y unas punzadas
neuráljicas le comenzaban a molestar. Sus ojos se encontraban a
menudo con los del desconocido, que lucian de una manera estra
ordinaria. Eran exactamente los ojos de un gato, algo vidriosos
iluminados por dentro, centellantes e inquietos. ¿Por qué esos ojos
que un poco antes eran opacos, esmerilados, por decirlo así, habían
tomado ese fulgor? Era que se acercaba el momento de poner en
práctica la celada? ¿Cuál podia ser ésa? ¿Vendrían ya acercándose
los compañeros que debían asesinar a don Simón y a Ignacio? ¿Se
serv/ria ese desconocido del chuzo para matarle?
Y sin darse bien cuenta de lo que hacia, se apretaba contra la
pared para sentir sobre su cintura el contacto del revólver y en-
contrar en ello seguridad.
Entre tanto, el compañero habia dado ya unos cincos golpes
vigorosos que habían hecho saltar los ladrillos en un espacio de
metro cuadrado, mas o menos. Estos, partidos o molidos, quedaron
amontonados en un rincón. Ahora los golpes del chuzo eran sor-
dos, caían sobre una tierra apretada y traposa, que se deshacía en
costras.
¿Por qué el hombre del chuzo le volvía a mirar con esos ojos de
gato? ¿Qué quería hacer? El silencio era inmenso, ese silencio de
las noches do campo; el mujído de una vaca allá lejos, en la sole-
dad de los potreros, ladridos lejanos de los perros de los ínquilinos
y uno que otro jemido agudo del Nerón, el perro de la casa, que
al sentirse amarrado de un tronco, llorada con su aullido prolon-
gado y lastimero.
Los golpes del chuzo seguían, la tierra saltaba, el sudor bañaba
la frente del desconocido. Pero el señor X no se ofreció a seguir
¿í; pensaba que inclinado sobre el suelo, con las manos ocupadas
205
en tomar la herramienta, podía recibir fácilmente una puñalada,
sin tener tiempo para defenderse.
¡Qué horas aquellas! Dejemos hablar al señor X que contaba
después este trance, temblando todavia.
«Los golpes del chuzo caian sobre algo fofo y suelto, y, sin em-
bargo, unido y compacto. Me pareció que evidentemente ese suelo
podía haber sido removido después de enladrillado todo el piso.
Ya no tuve dudas de que en pocos instantes mas vería aparecer
un estremo de la tinaja, empolvada. . . Y entonces un nuevo temor,
una nueva sospecha hizo correr sobre mi cuerpo un calofrío que
me estremeció. La codicia que comenzaba a sentir yo, ¿no la sen-
tiría con mayor fuerza ese hombre que estaba allí, sacando algo
que en realidad le pertenecía? Con un solo golpe podía hacerse
dueño de toda esa tinaja y reparar el error de haber cedido la mi-
tad de su tesoro. Los ojos de mi compañero ya no brillaban, ar-
dían, jiraban dentro de sus órbitas, estaban algo inflamados por ei
insomnio y adquirían por momentos una inquietud siniestra. Los
golpes del chuzo seguían cambiando de sonido y revelaban clara-
mente' la existencia de algún objeto duro ya no distante. . .
«Hubo un momento en que una desesperación neiviosame asal-
tó. La vela se esting^ía ya: la llamita volteaba a todos lados la-
miendo el borde de la palmatoria. Los ojos del hombre me seguían
mirando de cuando en cuando, hasta que ya. la llama de la vela se
apagó por completo. Siguió entonces un momento del mas abso-
luto silencio, el chuzo no golpeaba, no podía ver lo que hacía mi
compañero, pero sí sentía cerca de mí su respiración fatigosa. . .
¿Venia a matarme? Instintivamente eché mano a mí revólver y
esperé cualquier movimiento para tomar una actitud enérjica.
«Aseguro que jamas he tenido sufrimiento moral mas espantoso.
Esperé así, sin respirar.
— Encendamos otra vela, dijo el hombre con voz aparentemente
tranquila.
«Mé acerqué entonces a la ventana y encendí otra vela que ha-
bía traído de repuesto, esperando por momentos que un paso de
mi compañero me revelara que había llegado el momento de la lu-
cha. . .
<Era ya la media noche, y volvió a reinar ese silencio relijioso
206
de la noche: mujidos lejanos, ladridos... El chozo volvió a golpear
con verdadera fíebre la tierra, y ya comenzaba a sentirse duro el
suelo de nue\'o, cuando sorprendí en mi compañero una mirada
diabólica, en que se veía concentrada una gran codicia y un deste-
llo de desconfianza.
«Detuvo los barretazos, me miró fijamente y comenzó a ha-
blar.
— Dígame, señor, la mitad del entierro le pertenece, ¿ah?
— Usted sabrá, amigo. De eso habíamos hablado.
-Y si en vez de dinero hubiera objetos de plata u oro?
- ¿Qué inconveniente habría en dividirlo?
< Volvió el hombre a trabajar, pero menudearon sus miradas;
parecia que ahora espiaba una ocasión en que me viera dis-
traído.
'De repente el barretazo fué aclarando el sonido de su choque
hasta que por último pareció haber tocado en una piedra.
— |La tinaja! — gritamos los dos con una voz sorda.
<rKra la voz de la codicia que salia de las almas; nuestras mira-
das se cruzaron y esa vez las del advenedizo tenia un nuevo des-
tello, el fulgor de la ira.. . .
< Oh! qué fatiga tan grande la de mi alma! Se siguió cavando a
los lados, y la tinaja iba apareciendo en su curva de greda opaca^
algo rosada, llena de polvo. Era evidentemente una de esas gran-
des pipas de barro cocido, que quedan todavia en los graneros y
bodegas viejas y de cuyo fondo que resuena a los ruidos este-
riores parecen salir las voces de los vendimiadores de antaño.
' Sentí entonces un impulso satánico, deseos de arrojarme sobre
mi compañero y matarlo. Y si yo sentía esos deseos, yo que jamas
habia soñado con hacer mal a nadie, ¿qué podría pensar aquél des-
conocido, que tenia ya su tesoro a la vista?*
Cerca del amanecer, cuando la segunda vela parecia apagarse
y por las rendijas de la ventana se filtraba una luz tríste, me-
lancólica, escasa, el compañero soltó la barreta y dijo al se-
ñor X.
— lis menester levantar la tinaja.
Se inclinó éste con mas temor que nunca sobre el borde de la
ao7
escavacion y pensó que quién sabe si ese era el último niomento
de su vida. Recordó su niñez, su vida entera, sus deudas con Dios,
con los hombres, y haciendo un esfuerzo sobrehumano cojió la ti-
naja del borde, hizo un ademan poderoso para levantarla, pero
nada se movió.
La emoción era inmensa, ya imposible de sobrellevar. Esa tinaja
tan pesada ¿estaba llena de oro? ¿Eran ya los dos inmensamente
ricos? ¿Saldrían de allí con dinero o seria uno víctima de la codicia
del otro?
— Una idea! esclamó de pronto el señor X ¿Por qué no se rompe
la tinaja con lá barreta?
Un barretazo formidable cayó sobre un costado de la tinaja, otro
mas fuerte todavía la trizó haciendo un ruido como si fuera la pro-
testa de esos avaros que quisieran esconder ese oro que no podian
tragarse en la tumba,
Un tercer barretazo partió medio a medio el tosco y jigantesco
vaso de greda. Las mitades se desprendieron con la lentitud de
una separación dolorosa y cayeron pesadamente sobre los muros
de la escavacion.
Un grito sordo se les escapó a los dos, medio ahogado, en las
gargantas secas y ardientes.
Dentro habia un cadáver, que todavía conservaba sobre el crá-
neo algunos pelos negros y lacios y sobre las costillas y caderas
algunos jirones ceniciento^. . .
Se miraron mudos, pálidos, aturdidos esos dos hombres. La vela
se apagó y en medio de la sombra los ojos de gato del desconoci-
do lanzaron una mirada indecisa, interrogadora, llena de zozo-
bras.
Y entonces una luz cayó sobre esas dos almas, haciendo desapa-
recer la codicia, la desconfianza; y reconstituj'éndose la escena
pasada allí en años anteriores, creyeron ver a esos dos hombres
que vaciaron el oro de la tinaja y en que el mas fuerte encerró al
mas débil para gozar a solas del dinero.
Y mientras el desconocido pensaba con mortal ansiedad, que su
padre era el único poseedor del secreto, el propietario del fundo re-
cordaba el misterioso desaparecimiento de su antecesor .
2o8
Y las miradas de esos dos hombres que hasta entonces se habían
cruzado como dos hojas de un puñal, se encontraron ahora llenan
de indecible angustia y se perdonaron.
Una larga faja de luz amarillenta, la primera del día, cayó al
fondo de la lóbrega pieza. . .
v^ s^
La muerte de O'Híggíns
HAi en la menguada sala silencio de presbiterio e indecisa cla-
ridad de cripta. La escasa luz que cruza la estrecha ventana
por los cristales empañados y llenos de polvo, deja en la pe-
numbra los estremos de la habitación. Apenas se dibujan en
él los contomos vagos de un viejo catre de madera con co-
lumnas torneadas, de un estante de caoba bruñido por el roce de
cada dia, y de algunas imájenes clavadas en la pared, recuerdo de
afección injénua y leal.
En un sillón de Jacaranda, tallado, de alto respaldo, al estilo es-
pañol del siglo XVIII, tapizado de lanipaz verde desteñido por el
tiempo; se acaba de reclinar moribundo y examine un anciano de
enjuto rostro, afilada nariz, ojos vivos y majestuosa y serena cabe-
za. Una mujer que se le parece en lo físico y una criada indíjena,
lo ayudan a tomar la posición de mayor reposo, y en puntillas se
alejan sin dar vuelta siquiera el rostro para observar con ternura
silenciosa cualquier movimiento del doliente.
En la vecina sala, donde otros viejos muebles que han sido lujo-
sos en su tiempo hablan de un pasado opulento, un rayo, de sol
cae por la puerta entreabierta al través de los naranjos del patio.
A su luz viva, en. cuya faja danzan su zarabanda las moléculas de
2IO
polvo, brilla la caoba y el bronce de los muebles imperio» que, en
el forro manchado y descolorido revelan el uso pertinaz de los
años y son documentos de lo tornadizo de las cosas humanas. Dos
retratos, colgados en los muros y encuadrados en marcos que la
patina del tiempo ha esmaltado con el tranquilo matiz del oro vie-
jo, hacen pensar en la historia americana de los últimos años de
un siglo, y los primeros de otro. ¡Cuánta mudanza! ¡Qué reforma
tan inmensa en tan cortos años! El virrei Ambrosio O'Higgins y
el libertador Bolívar se miran frente a frente; y el mas alto repre-
sentante de la monarquía española y el mas invencible capitán de
la independencia americana, que ejercieron en la ciudad de Lima
el imperio de su enerjia y de su jenlo, revelan en sus sombríos
cuadros una misma altiva y serena confianza bajo su aureola co-
mún de imortalidad.
La mujer y la criada pasan de la oscura y melancólica habitación
del enfermo a esta sala mas risueña y luminosa.
— ¡Doctor Young! querido doctor! — dice la mujer con aire deso-
lado a un hombre que entra desde el patio. Algo me dice al cora-
zón que es la última hora. . .
— Confiemos en Dios, señora Rosa. Poco hai ya que esperar de
nuestras fuerzas. El jeneral ha marchado siempre del brazo con la
muerte; ésta quiere vengar hoi en el pobre viejo los antiguos des-
denes del soldado. ¡Quién lo hubiera dicho cuando faltaban seis
horas para estar a bordo del buque que lo debia llevar a
Chile!
— Su sueño de felicidad, doctor, durante veinte años alimentado
con locuras! Vea usted en esta mesa. Antes de encerrarse en los
últimos dias, acababa de hacer este discurso. Léalo usted. Contes-
ta en él a la Municipalidad de Valparaíso que se figuraba lo ha-
bla de recibir al desembarcai. ¡Pobre viejo! ¡Tanto que ha su-
frido, tanto que ha amado tanta ingratitud que ha maltratado su
corazón!
El doctor recorre emocionado el papel, le tiemblan sus manos y
deja caer dos lágrimas que enjuga precipitadamente. A media voz
lee estas palabras:
«Por preparado que viniese después de veinte años de ausencia
íle mi cara patria, era imposible no ser sorprendido bajo un cielo
211
claro a la vista espléndida de la mas pintoiesca ciudad de las que
he visitado en otras partes del mundo, con la diferencia que todos
los edificios que coronan las alturas de Valparaíso tienen los ver-
daderos colores de frescura y alegría de la juventud, mientras que
los otros del mundo antiguo de que he hablado, dan pruebas evi-
dentes de la decadencia que atiende a las edades.»
— Señora Rosa, no sufra usted con esta separación. Para el je-
neral la muerte es el tránsito a la inmortalidad. Usted no debe
darle un adiós cuando en pocas horas mas lo llame el Creador a
su presencia; porque en ese mismo instante aparecerá de nuevo
entre nosotros en Lima, en Santiago, en Buenos Aires, trasfigura-
do, glorioso en medio de las aclamaciones que enmudecen mien-
tras vive.
La dama sigue llorando silenciosamente. No es hija del virrei
como el jeneral; pero ha nacido de la misma hermosa mujer que
cautivó su corazón. Su amor acrisolado en cuarenta años de vida
fraternal, en la grandeza y el destierro, la ha allegado al hermano
como a la roca que baña al mar se allega a golpes de ola el
caracol.
— No olvidará nunca — prosigue exaltándose el fiel médico — que
he asistido a la agonia del mas valeroso soldado de América. Sien-
to que en este momento llegan en espíritu a esta casa todos los
proceres y héroes muertos en las batallas o en el destierro; mudos
y silenciosos contemplan el último dia del vencedor de Rancagua
de Chacabuco y de Maipo.
Un instante de silencio. Del patio llega un ruido de sandalias.
Un fraile franciscano se asoma a la puerta en actitud de in-
terrogan
— Sigue mal, paJre. La muerte está cerca. ¿Dirá usted la misa
como antes en la habitación del lado? El enfermo espera.
4» «i» +
Entre tanto, el anciano ha entornado los ojos, y aunque pa-
rece dormir, el jesto severo que se estampa en su frente y que
va per momentos suavizándose, revela el desarrollo de su pensa-
miento.
212
¡Chile! ¡Cuanto significa, para él, esta palabra. Para él, que rodeó
el continente por el mas tormentoso mar, en medio de tempesta-
des horribles, en un miserable barco de vela, para llegar a sus
costas donde ya se hablan posado antes sus mas ardientes sueños
de niño como una bandada de blancas gaviotas.
Para él, que conoció a su patria esclavizada, dormida en hondo
sueño, cerrada a la luz y al pensamiento, y que, sin tiempo para
amar ni recojer las flores de la primavera de su vida, tomó la es-
pada para despertarla y romper sus cadenas! ¡Para él, que alcanzó
a verla dando los primeros pasos, vestida de blanco y débil como
una convalesciente que sale a su jardin!
Y los labios del moribundo., secos y ardientes, se mueven para
acariciar la palabra tan amada: ¡Chile! La ausencia, los dolores, el
deseo febril de arribar a sus playas, la presentan vestida con todas
las galas del paraiso de los creyentes.
Los puertos, a la orilla de un mar intensaiñente azul; los campos
verdes, tendidos como una sábana de esmeraldas al pié de la in-
mensa cordillera coronada de nieves; las ciudades, nuev'as y popu-
losas, surjiendo entre las viejas arboledas españolas como castillos
blancos; el cielo, imperturbable en medio de una voluptuosa pri-
mavera que lo envuelve todo en ondas tibias; y sobre este Edén
abierto con el esfuerzo y la sangre de tantos héroes, apóstoles y
mártires, la joven bandera flameante a las brisas de la paz y la
concordia.
Y toda esta aparición luminosa que, con la fiebre de sus pasio-
nes de soldado, ha querido volver a ver un solo momento antes de
morir, se retira de su camino para siempre.
Le parece de pronto que estas últimas palabras las ha dicho una
voz estraña, como una sentencia de muerte, y poniendo el oido
atento pregunta a media voz, rfiara siempre?
De la pieza vecina, apagadas como un rumor de insectos, vienen
las voces de los suyos, de los únicos que acompañan sus horas de
soledad y melancolia.
Hai un momento en que la imajinacion cansada se paraliza. Pa-
rece que flotara en un espacio oscuro donde no llega la luz ni la
voz humana. Las imajenes se han borrado, los recuerdos se han
detenido. De pronto, entre la oscuridad, surje una pequeña iglesia
213
blanca, algo derruida, en medio de una aldea humilde. Sus solda-
dos lo rodean. Un incesante tiroteo resuena en todos lados. Una
bandera cubierta con un crespón negro se ha fijado en las trinche-
las para mostrar al enemigo el pacto con la muerte.
¡Rancagua!
Desde la torre en donde se encuentra en ese instante y cuya
pequeña campana siente ahora sobre su cabeza, divisa un reji-
miento de dragones españoles que avanza desplegado por el campo
lleno de sol. Un corpulento jinete de poncho blanco va al frente.
¿Quién es él? pregunta. La voz de un campesino contesta: Es
Osorio! I/Uego descubre a la división de los Carreras que se preci-
pita a la carga; pero mui pronto los vé dispersos por el campo y
disparando al galope en todas direcciones. La ira, la desesperación
lo ajitan. Junta los ojos y, sobre su frente contraída por dolorosa
tortura, pasa la idea de una traición.
El cañoneo no cesa; el agua ha sido cortada. Los soldados están
negros de morder cartuchos; los tiros revientan antes de allegarles
el lanza-fuego en los cañones caldeados. El parque estalla. La
aldea se incendia. Entonces, el jeneral vé una figura familiar desde
las viejas campañas: es la muerte que lo invita a seguirlo. Pero
monta a caballo, reúne a los suyos. Carrera, Freiré, Molina, As-
torga y otros agrupan los soldados. Y esta lejion de la muerte, en
medio de un alarido salvaje, rompe las trincheras, atraviesa el
enemigo y se lanza en frenética carrera hasta Los Andes.
La Patria Vieja ha muerto!
El anciano ahoga un sollozo y deja caer la cabeza sobre su
pecho.
Por la puerta entreabierta, el jeneral vé levantarse el altar con
flores. La hermana entra en puntillas, se acerca, coloca su mano
suave y tibia sobre la frente ardorosa del moribundo. Young
avanza en puntillas. El jeneral lo vé y le dice en voz baja:
— Ahora sí, doctor, que nos embarcamos.
— ¿Para Chile, jeneral?
— No lo sé. Se me confunden en este momento las playas del
descanso. . . ¿Para mi patria o para olra vida mejor? ¡Quién sabe!
Pero siento que mi barco arriba. . .
Y como en ese momento el sacerdote revestido comenzara las
marcha triunfal, al
través de la Cordi-
llera hasta Chacnbnco; sti carga heroica sohre los flancos de los
cerros, su fatiga después del combate, cuando Soler sobre un cabs-
215
lio blanco, cómo podía ir la vanidad cabalgando sobre la envidia,
le'reprendió su empuje llamándolo indisciplina y él Jadeante como
Una fiera después de la cacería, no replicó una palabra y palideció
como la muerte.
lyos ojos del jeneral, cerrados un instante, vuelven a abrirse;
pero esta vez a la realidad. Ya no es un sueño. Por lo menos la
aparición no es vaga ni mental. Un sacerdote dice la misa frente a
él Es la misa en acción de gracias por la batalla de Maipo! In-
menso rumor de pueblo, de tambores y clarines, de campanas lan-
zadas a vuelo, de petardos y vítores, viene rodando en alas del
viento como un trueno lejano, pero como un trueno de gloria y de
alegría.
Las salvas de los cationes rompen de cuando en cuando este
clamor jigantesco que sube en una marejada tempestuosa. Des-
cargas de fusilería levantan a cada instante un nuevo vocerío que
se mezcla a los repiques de las campanas, y a las dianas de los
cuarteles, como un coro mas grandioso que el de los combates,
porque es el de las victorias.
El director supremo siente acercarse este océano de ejército y
de pueblo sobre ti cual millares de banderas y de ramas verdes se
ajitan en el aire en discordante aclamación. Vestido con su casaca
bordada de oro, rodeado de sus ministros Zenteno, Zañartu y
Echeverría; escoltado por Freiré, Prieto, Benavente, Bulnes y otros
de rostro juvenil, mirada de fuego, figuras altivas y espadas glo-
riosas, penetran al templo, donde al acallarse el himno de los ca-
ñones, campanas y tambores, surje otro de cánticos sagrados,
severo y grave, como los versículos del Te-Deum.
Vé el jeneral- levantarse a su lado las imponentes columnas de
la Catedral de Santiago; llenarse sus naves con una inmensa mu-
chedumbre; avanzar las delegaciones de los rejimientos con las
banderas inclinadas; los frailes cantando con cirios encendidos en
las manos, los monaguillos meciendo los incensarios de plata; y
sintiéndose un rumor de mar ajitado, de cantos, voces, pasos sobre
la piedra del piso, espadas que se chocan, fusiles que se alinean,
¿Qvié cortejo es éste? ¿Quiénes se avanzan hasta a dos pasos de su
dosel de honor? Es San Martin que viene rodeado de los guerreros
2l6
arj entines, de Quintana, Balcarce, Las Heras y cincuenta mas de
altivo continente y fiera apostura.
ALí en el fondy cont'núan lo.í cánticos sagrados y de afuera
entran en oleadas los ecos del clamor de un pueblo entero, que
celebran la victoria, con las salvas que se disparan de minuto a
minuto en los cuatro estremos de la ciudad.
El sol de las victorias cae sobre los vidrios de colores, fonna un
arco -iris que atraviesa la oscura nave y se quiebra sobre la muche-
dumbre inquieta y rumorosa.
Pero los cantos van estinguiéndose, las luces apagándose, las
aclamaciones alejándose. Aquellas figuras palidecen como sombras
éstas s¿ borran como jirones de humo, las columnas se retiran
como los decorados de una escena; todo queda solitario, abando-
nado, silencioso.
¡Qué efímeros son los triunfosl
A lo lejos, desde un rincón, una figura hace señales misteriosas:
es la misma que lo invitó en Rancagua a seguirlo, es la misma
que pocas horas antes ha vuelto a acercársele. Es la muerte que
llega.
La misa ha concluido.
Rosa se acerca y le oprime una mano. El moribundo sonric. La
sala vuelve a quedar un momento en silencio; sombras y amargu-
ras invaden su mente. Son las primeras turbaciones del Gobierno.
Ha acabado la epopeya, comienza la lucha sin laureles y sin
glorias, las estériles batallas contra las ambiciones de los hombres,
las calumnias y las injurias.
Una procesión de víctimas pálidas y desencajadas pasan, con un
hilo de sangre sobre el pecho o en el cuelhj. Xo le acusan, sin
embargo. El viejo cierra los ojos y frota su mano sobre la frente
como para borrar todo aquello que amarga su última hora.
Voung y Rosa están a su lado.
La fiebre ha subido, los ojos tienen estraño brillo. Lo levantan
cuidadosamente y lo acercan al lecho donde la casaca del Director
Supremo que se hizo nií)strar por la mañana cae como un trofeo,
plegada sobre la banda de capitán jeneral que cruzaba su pecho.
Recuerda, al verla, la escena del Consulado, los airados adema-
nes de sus amigos, su inmensa soledad, su abandono de todos, la
i
217
abdicación del mando en un supremo movimiento de heroismo, y
grandeza de alma . "y levanta su cabeza con orgullo.
Un instante después, tendido en el lecho y respirando con difi-
cultad, vé pasar todavía iraájenes antiguas, su viaje a Santiago y
Valparaiso, su arresto, su embarque a bordo de un buque ingles y
su llegada al Callao, ¡para no volver!
T T V
Un incesante mido se siente en el patio: roce de pasos sobre
las lozas, hojas oprimidas en el suelo. Medrosamente, lentamente,
van entrando a la humilde morada, viejos y niños, soldados y mu-
jeres, que se agrupan bajo los naranjos se imponen silencio con
un dedo sobre los labios y esperan.
Ha corrido la noticia de que el capitán jeneral de la República
de Chile, el brigadier del ejército de Buenos Aires y el gran maris-
cal del Perú, está agonizando; y un sentimiento de emoción recorre
plazas y calles^ levantando los recuerdos de la Independencia como
un toque de rebato.
Y mientras en la sala triste en donde las sombras del crepúsculo
comienzan a hacer su nido, sufre agonías de muerte, soldados de
los tres ejércitos que han ido quedando en la ciudad de los virreyes
después de la guerra, llegan de todas partes para ver por última
vez al procer del Roble, de Rancagua y Candía Rayada, al jeneral
de Chacabuco y Maipú, al proscrito de la hacienda de Montalvan,
al primer ciudadano de Chile!
Dos o tres veteranos, que pelearon en Maipo y que poco antes
habían estado en el Perú con Bul n es para conquistar glorias y
heridas en Yungaí, han logrado entrar a la habitación y lloran de
rodillas en un estremo.
Rosa tiene una mano sobre la frente del anciano y con la otra le
oprime la derecha. El aliento del moribundo es entrecortado y
difícil.
Young y el fraile, de rodillas dos pasos mas lejos, murmuran las
Ittanias de la buena muerte que resuenan desgarradoras en el con-
traste de la humana gloria con la humana miseria,
2l8
El jeneral se incorpora súbitamente, mira sonriendo al médico
fiel, talvez mas lejos divisa a los soldados de Chile. Con una mano
aparta la casaca de Director y con la otra atrae hacia si un hábito
de franciscano que ha pedido antes.
— ^\'a a comenzar la batalla — dice — éste es el uniforme que Dios
me manda!
Minutos después cierra los ojos en actitud de descansar.
Un agudo sollozo de Rosa, indica a todos que el último héroe
de la independencia americana ha muerto.
Las puertas son empujadas desde fuera y un incesante desfile de
soldados inválidos, de oficiales, déjente del pueblo, de viejos y de
mujeres, pasa toda aquella noche y al dia siguiente por la habita-
ción de 0*Higgins. . .
¡El proscrito despertaba a la vida de la inmortalidad!
Artículos en Brocda
n don C SILVn VILDÓSOLB
Lñ CñFETERñ RUSñ
DESDH hace mucho tiempo, desde los años de la Universidad,
época en que se propalan los mas absurdos rumores sobre el
matrimonio, he tenido para mí que la felicidad conyugal des-
cansa sobre dos firmes columnas: el buen café después d' :
las comidas y el piano bien tocado en las veladas del
hogar.
Tan arraigadas he tenido estas convicciones y con tanta pasión
las desarrollé ante la que iba a ser mi mujer, que no es de estra-
ñarse que en el primer año de mi matrimonio, nadie bebiera mejor
café en Santiago, y nadie oyera mejor ejecutadas las sonatas de
Beethoven, la polonesa y nocturno de Chopin y numerosas com-
posiciones de Mendelsohn, Rubinstein, Schumman y otros maes-
tros.
Pero como siempre ocurre, el café fué empeorando lentamente, y
la ejecución de las piezas relajándose. Kslo último se esplica con
la presencia de un nuevo habitante en mi casa, que con sus gritos,
caprichos y enfermedades variadas distraia las facultades de la pia-
nista y hacia nacer las de la madre.
Cada día se producía, después de comer, una escena análoga.
222
Mi mujer esperaba que llevara a mis labios la tacita de café para
observar concienzudamente el efecto que éste me producia. En se-
^guida, juzgando por la alteración de mis razgos fisionómicos, lla-
maba a la sirviente:
— ¿Qué café es este?
— El mismo de ayer, señorita
— ¿Lo has tostado mas que otras veces?
— Nó, señorita. Lo mismo que siempre,
— Sin embargo, está peor que nunca.
Yo notaba, a medida que avanzaba el tiempo, una honda deses-
peración en mi casa. El café empeoraba, como el cambio, y nada
podia, como a éste, colocarlo en su antiguo pié. Para no agra-
var la situación, ya grave de suyo, me abstenía de dar jui-
cio alguno, y este silencio exasperaba indudablemente a mi mujer.
— Tú te callas; pero por dentro estás furioso. Te conozco. Con
tus ideas estrafalarias estarás juzgando por el café, que yo te quie-
ro menos y que no me preocupo de tus cosas.
— Estas equivocada. Yo tengo paciencia y creo que han de venir
mejores dias para el café. Pero no te afanes, todo tiene com-
pensación, y si es cierto que el café que me das parece una
solución de tanino, también es verdad que las sopas han mejo-
rado, . .
— Pero, seguramente, tú crees que las sopas no tienen nada que
hacer con la felicidad del matrilnonio. Nunca te has referido sino
al café y al piano.
—Tienes razón. Aunque en mi programa matrimonial no figu-
raban las sopas, pueden, sin embargo, agregarse. . .
— Pero, prométeme, ademas, que no irás nunca a buscar buen
café al Club.
— Te lo prometo, a pesar de que la tendencia natural del hom-
bre es al progreso, a mejorar lo que es susceptible de mejora-
miento. . .
La cuestión se agravaba, y el café iba pasando por trasformacio-
nes sucesivas: aclarándose unas veces hasta parecer tintura de j'O-
do disuelta en mucha agua; ennegreciéndose otras hasta el negro
absoluto; pero siempre sin sus cualidades de aroma y de sabor de
los primeros tiempos.
223
\
\
Una tarde, mientras escribía en mi escritorio para hacer tiempo,
mi mujer entró ruidosamente, y colocó sobre mis papeles una serie
de piezas de latón, algo deterioradas.
— Aquí está — me dijo con una sonrisa de triunfo.
—¿Qué es ésto?
—Aquí está el secreto del café malo. ¿Ves tú este filtro? Está
roto. £1 depósito csí .1 gastado y le da al agua gusto a soldadura de
plomo. Hai que comprar otra cafetera. Me ha costado medio dia
de trabajo.
Aunque no comprendía el por qué de tanto trabajo, ni me espli-
caba que el secreto no hubiera sido develado un año antes, exami-
né las piezas y comprendí que se imponía una nueva cafetera. Pero
como yo sol un hombre reflexivo, detuve la impaciencia de mi mu-
jer, que corría ya a ponerse el sombrero frente a un espejo, y le
dije.
— Es necesario andar con pies de plomo, lo que no quiere decir
que la cafetera deba ser de este metal, por supuesto. Supongo que
en el comercio hai cafeteras de diversos sistemas. Vale la pena sa-
ber qué pais bebe mejor café, y entonces sabremos cuáles son las
mejores cafeteras. . .
—Eso es un disparate — replicó mi mujer — porque donde hai me-
jor café es en Bolivia y en Costa Rica, y nunca he oído hablar de
cafeteras bolivianas o costarricenses.
Comenzamos a eso de las cuatro de la tarde, una larga peregri-
nación al través de las mercerías, de las lamparerías, y hasta de las
librerías, porque siempre tengo como aforismo que en los almace-
nes donde no debe haber un artículo y lo hai, se encuentra éste
mas barato que en otra parte.
Se nos ofrecieron cafeteras Inglesas, americanas y francesas. Las
primeras eran excesivamente sencillas y caras; las segundas eran
de un metal nuevo que no inspiraba mucha confianza, y la tercera
tenia numerosa piezas, y of recia en grandes letras ser económica,
elegante y barata.
Después de muchas vacilaciones, uno de los vendedores abrió
una vitrina y de entre otros objetos heterojéneos estrajo uno, ase-
gurándome que era una cafetera rusa. Me causó esta afirmación el
mismo estupor que si mañana me dijeran que el monumento Montt-
224
Varas estaba destinado a disparar el cañonazo de las doce. Había
visto muchas veces esos aparatos y los creía lámparas de enfemios
o de minas; jamas se me paso por la mente la idea de que fueran
lisa y llanamente cafeteras rusas.
Cargados con la peligrosa novedad, regresamos a casa.
El aparato venia acompañado de un plano en que estaban indi-
cadas las diferentes piezas, con números, desde i hasta 12. Leimos
con ínteres las instrucciones escritas en ingles, francés, portugués
y español. líra esa eterna y engorrosa historia: se pone agua en el
depósito número i, se introduce en su interior el filtro 2, se coloca
el café entre éste y el filtro 3, se ajusta sobre ellos el tubo 4, con
un ajuste a la bayoneta (esta palabra daba cierto aspecto sangriento
a la descripción), se tapa todo con el depósito 5, se atornilla el
mango en la rosca 6, se coloca todo en el soporte 7, se enciende el
anafre 8, teniendo cuidado que el alcohol no se estienda a la base
9. Se estingue el fuego con la tapa 10, cuando salga vapor por la
válvula II, y se invierte la cafetera durante cinco minutos, sirv^ien-
do después las tazas con ayuda del mango 12.
Se puede apreciar la importancia que tiene este escape del va-
por. La primera noche, sin saber cómo, nos sentamos a la mesa mas
temprano. En medio de las copas y de nuestra modesta vajilla, se
ostentaba luminosa la nueva cafetera, porque según disposición de
mi mujer, el café seria confeccionado por nosotros mismos, j-a que
el plano, con las esplícaciones adjuntas en cuatro idiomas, habría
sido inintelijible para la sir\'iente.
Se preparó todo, y se encendió el anafe a la altura de la sopx
Cuando menos lo pensábamos, y en el curso de una interesante
conversación, sentimos un ruido estraño, miramos hacia todos la-
dos, pero sin esplicarnos qué lo produjo, volvimos a distraemos.
De pronto, un vaho caliente humedece mi cara. ¡La cafetera! — gri-
to. — Nuestras cuatro manos se precipitan a invertir el depósito
conforme a las instrucciones, mientras ésta parece sacudida por
convulsiones interiores.
Por fin, después de todo, lo<;ramos servirnos, y un líquido de-
masiado rubio cae a nuestras tazas. Sin embargo, nos vemos obli-
gados a declarar que la bebida estaba excelente.
— — Jamas había probado nada nic^'or — digo yo.
225
— No me figuraba que pudiera hacerse un café mas aromático,
agrega ella.
Trascurrió la noche sin incidentes; pero allá cerca de las doce,
notando a mi mujer preocupada le digo:
— No me ocultes nada, ¿te sientes mal?
— Nó; no siento absolutamente nada.
—No me lo niegues. Estás inquieta, no hablas, díme francamen-
te qué tienes.
— Te diré. Pero no lo tomes a mal. Confiésame que el café ;ísta
ba mui malo.
— Detestable.
—¿No es cierto? Yo no me atreví a decirlo antes, porque te vi
tan entusiasmado con tu cafetera rusa. Pero eso es intolerable. He-
mos perdido el dinero y el tiempo.
Al dia siguiente, volvimos a sentarnos temprano a la mesa, y
cargamos el filtro con mas café. Pero como el vapor salió mui rá-
pidamente, y la cafetera quedó invertida cuando apenas nos servian
la sopa, comenzamos a apurarnos de tal manera en comer, que la
sirviente corria desaforadamente.
— Esta es una esclavitud intolerable — dice mi mujer — ya no po-
dremos comer despacio o lijero, según como nos dé la real gana,
sino como nos obligue esta cafetera endemoniada.
El líquido ha resultado mejor y mas oscuro. Pero siempre hai un
profundo desconsuelo en la sobremesa.
El tercer dia, al encenderse el anafre, el alcohol se desparrama y
se incendia una sixperficie de media vara del mantel. Se arroja so-
bre ella agua, vino, salsa inglesa, pan, y servilletas, hasta eslinguir
el fuego.
Yo grito indignado a la sirxdente:
— Llévese usted ese aparato a la cocina, y que no lo vuelva a
ver en el comedor. Allá se hará el café en adelante, / allá ha debido
hacerse siempre.
Mi mujer aprovecha el momento para decirme con voz mui
suave:
—¿Por qué no renuncias al café?
—Eso nunca.
226
— Hazlo por galantería, por buena educación, ¿con qué objeto
estamos perdiendo la tranquilidad por una tontería?
En ese instante se siente a lo lejos una detonación; luego los
pasos precipitados de la sirviente se acercan; la puerta se abre,
y antes que formulemos una pregunta; ella dice casi sollozando:
— La cafetera ha hecho esplosion.
¡DnminH. uehi
(o 8EA DE CÓMO ME ROBARON MI MALETA)
SIEMPRE había creído sobradamente necios a aquellos viajeros
a quienes roban sus maletas, y solo ahora vengo a creer que
el injenio de los caballeros de industria puede más muchísi-
mo mas, que el injenio con que una persona medianamente
lista cuida su equipaje.
Con absoluta sinceridad contaré cómo me acaban de robar mi
riquísima maleta de cuero de chancho, con que yo he andado ufa-
no durante seis meses. Porque, seamos francos, hai muchas perso-
nas que tienen talento, virtud, coche americano, hijas bonitas,
bonos de la Caja y hasta palco en el Municipal; pero son bien es-
casos los que puedan ostentar una lujosa maleta de cuero de cer-
do, perfectamente curtido y sobajeado.
Todavía conservaba ella (mi maleta, es decir, la que fué mía) su
color de nueva, de recien salida del taller; de acabada de coser y
recortar. Tenia sobre ella, ese aspecto de juventud que en la mu-
chacha de quince años es el vello finísimo que le cubre las meji-
22«
Has; en la fnita recien madura, la pelucilla plomiza que oculta el
lozano color como una gasa finísima; y en la estatua de bronce, el
opaco matiz que le da un noble tono de color oxidado.
Muchos pasajeros se afanan por meter sus maletas bajo los
asientos, mientras que yo la coloco sobre ellos, para que todo el
mundo la mire. Así como el recien casado con mujer bonita, sue-
le acomodar a su cara mitad alguna cinta desprendida en el cuello,
o algún mechoncito de pelo volante en la nuca, para llamar sobre
ella la atención y exitar la envidia de los demás, yo me inclinaba a
menudo durante los viajes para asegurar la cerradura de níquel de
mi maleta, para afianzar sus hermosas correas engarzadas en las
hebillas, y hasta para sacudirle los granitos de carbón colados por
la ventana.
T^a quería, no lo puedo negar. Cerrada se veiamui británica mui
tiesa, mui distinguida. Abierta era una especie de hogar ambulan-
te; naturalmente, el hogar de un soltero. Tenia un gran departa-
mento para las crmiisas planchadas, otro para los trajes, y numero-
sas secciones para las demás prendas de uso inmediato y reser\'a-
do. Habia allí hueco para las escobillas, frascos para el agua de Co-
lonia y para el Elixir Fierre, sección para el papel de cartas y hasta
un tintero au ten. ático, cuya tapa saltaba con una lijera presión:;.
T fP •«•
Tomé un día mi maleta, y a pesar de que supe por personas
fidedignas que mi novia estaba enferma en cama y con 39 grados
te fiebre, me embarque para los Andes a fin de ajustar un intere-
sante negocio sobre fardos de pasto y otras triquiñuelas. Con la
cabeza apoyada en la mano y el codo en la ventanilla, vagando la
mirada al través del cristal, en una llanura estensa sembrada de
espinos y limitada a lo lejos por una cadena de cerros azules, me
puse a pensar en ella, que quizas a esa hora, reclinada en un al-
mohadón de plumas, hacia esfuerzos para mirar si al través de la
ventana me veia pasar como sieini)re por la calle.
Casi me puse triste y comencé a dejar que el espíritu se me es-
capara por la ventanilla para seguir las bandadas de loros quecru-
229
zaban el cielo, haciendo conversiones de frente que ya se las qui-
siera para sí la Escuela Militar.
Por fin, un último silbato me hizo comprender que estaba
cerca de los Andes y tomando con delicadeza y cariño mi maleta,
me negué terminantemente a entregarla a los muchos comedidos
que se ofrecieron para librarme de su peso. Ella no me pesaba.
Hoi, ¿a qué negarlo? me pesa su ausencia, me tortura, me des-
troza.
La sopa del hotel pasó sin que mi criterio gastronómico la ana-
lizara. Cuando ya me habia tragado la última cucharada, llamé al
mozo para preguntarle de qué era. El me dijo que de fideos; aun-
que yo hubiera apostado que de arroz. Pero el hambre por un lado,
la sed por otro, y por otro lo fria que estaba, me obligaron a tra-
garla con una precipitación inconcebible.
En seguida me sirvieron el criollo cocido, puchero, hervido o
como se le quiera llamar; que por tener tantos nombres no parece
sino que fuera plato portugués. Habia allí un pedazo de carne, una
papa, (sib desmentido) un trozo de coliflor, una tajada de zapallo^
un depósito de salsa de tomates y. . . ¿por qué no decirlo? una mues-
tra del cabello de la cocinera.
— i Vaya, vaya! — le dije al mozo — ¿Con que aquí se permiten te-
ner una cocinera rubia?
~¡Ai, señor! — repuso éste sorprendido y hasta ruborizado — ¿y
como lo ha adivinado su merced?
— Pues, por este delicado obsequio que ella me envia. Esprésale
de mi parte que si tuviera en mi cadena un guardapelo, deposita-
ría en él este recuerdo.
Sig^i ) el casero plato, que ya se va marchando de nuestras co-
cinas, pisándole los talones al charquican, un gran plato de lente-
jas. A pesar de que estaban buenas y de que yo estaba con mucho
apetito, me hice cruces de cómo pudo el bárbaro de Esaú vender
por otro igual su mayorazgo, cuando con él podia atrapar una
novia buena moza y rica, y dedicarse después a comer lentejas toda
la vida.
A las lentejas siguieron una presa de pollo asado y una ensaia-
dita de apio. Cuando volví en mí creí que todavía no me habían
servido el plato; tan lamido y tan limpio lo habia dejado.
Después me pusieron por delante una taza de café, circunstancia
que yo aproveché para encender un cigarro puro y dármelas de
millonario, aunque solo fuera en Los Andes. Se fué el humito azul
en espirales y nació en mí esa sana conformidad del que come
bien, bebe bien y fuma bien.
Me encojí de hombros ante la enfermedad de mi novia, cuyo
rostro palidito, de rosa té, divisé mui perdido al través del humo
aromático del habano; pensé un instante en la cabellera rubia de
la cocinera, lamentando que prodigara tanto su pelo en los platos,
porque al fin se iba a quedar calva como pintan a la ocasión; y
finalmente fijé mi imajinacion en los fardos de pasto y en las otras
triquiñuelas que me hablan impulsado a dejar mis comodidades
rutinarias de Santiago.
Una voz agradable, pero decidida, me sacó de estas volteretas
del espíritu:
— ¿Buen apetito, eh? — preguntaba el recien llegado con una son-
risita escudriñadora.
T T T
— Sí, señor, bueno — le dije — no sin rejistrar mis recuerdos a ver
si en alguna pelea de perros o en otros sitios en que se reúna jente
y yo con ella, le habia conocido. Como no lograra averiguarlo,
eché otra chupada al cigarro y prescindí del recien llegado.
— Usted parece ser de Santiago, caballero. . .
— No sé si lo parezco, señor; pero en efecto soi de allá. ¿Y us-
ted?
Esta pregunta mia fué algo acometiva, algo cortante, algo fría
— ¿Yo? de Valparaíso. Vengo por negocios y me gusta la charla.
Hace dos dias que con nadie converso porque no hai nadie aquí
que valga la pena. Por este motivo celebro su venida como la de
un ánjel del cielo.
— Gracias — le dije — y, metiendo mano al bolsillo, saqué otro
cigarro y se lo ofrecí. El se inclinó cortesmente, cortó con los
dientes la punta del cigarro, lo encendió con lentitud, lo chupó
con fruición y arrojó hacia arriba, en una columna compacta, el
humo azulejo.
231
I
Un instante después, con dos copitas de chartreuse falsificado,
por delante, conjeniábamos por completo. Yo conté chistes, chas-
carros y hasta recuerdo con rubor que me atribuí una frase de don
Vicente Grez. El no lo hizo mejor, porque me pasó por cuento
orijinal uno de don Pedro GodoL A poco hablar paramos en las
ánimas. . . mi laA> ñaco.
Yo no temo a la guerra, no temo al tifus, no temo a un rival con
dinero, no temo ni a la tuberculosis, apesar de que la combato con
eficacia en una Liga. Pero sí, me muero de miedo por las ánimas.
Y si no, me bastaría recordar que en un tiempo en que estaba me-
dio incredulUlo, me recé dos rosarios seguidos en la cama, porqué
sentí algo así como si arrastraran cadenas.
— ¿Usted cree en las ánimas? — pregunté a mi ya amigo, bebiendo
el último sorbo de la copita y pidiendo otra.
— De creer, no sabría decir a usted si creo o no. Mire usted; aquí
donde usted me vé, tan campechano, debe saber que son poquísi-
mas las cosas que creo. Sin embargo, las ánimas producen calo-
fríos. Yo le contaré a usted lo que pasó hace dos meses en este
mismo hotel.
Me volví todo ojos y oidos. El comedor estaba ya vacio. El
mozo habia retirado los platos de las mesas, y se sentía como
charlaba en la cocina con la rubia. De cuando en cuando el golpe
de un tenedor caido al sudo, o el choque de dos o mas platos en-
tre sí, me demostraba que allí se acostumbraba lavar el servicio,
cosa que me dejó gratamente sorprendido, por tratarse de un
hotel de cabecera de departamento.
Una lámpara de parafina, colgada en la pared sobre nuestras
cabezas, nos alumbraba de alto a bajo, poniéndonos sombras de
ojeras y alargándonos la naríz con un rasgo oscuro que nos daba
cierto aire de miembros de la familia borbónica.
— Si, señor; se lo contaré apesar de que la cosa es algo espeluz-
nante Estaba aquí alojado don Damián Hinojosa, caballero que
tiene bodega en Valparaíso. . .
— Ya, ya; el casado con aquella dama que fué rectora del Liceo. . .
^' — Justo. Persona cabal, de buen carácter, raui de su casa, tiene
varios hijos.v
— Natural; tan de su casa.
232
— Le suplico, señor, que no me estravie c hilo del pensamiento.
Se habia venido a Los Andes, dejando mui enfermo a un hennano
suyo.
Un calofrió me comenzó a correr la espina dorsal, porque ¡cas-
pita! yo no tenia bodega; pero por lo demás, hr.sta el momento la
historia se me puede aplicar. *
— El hombre estaba preocupado y casi no de nnia esperanao de
un momento a otro malas noticias. Una noche. . .
— . . Una de aquellas — noches que alegran la vida — en que el co-
razón olvida — sus dudas y sus querellas. . .
— Lindos los versos. ¿De quién son?
— De Núñez de Arce.
— [Ah, ya! De el redactor de l\h Mercurio.
— Nó, señor; son de un caballero español. Prosigamos.
— Una noche, el señor Hinojosa, sentado en su cama y con la
vela 'encendida, estaba desvelado.
— ¡Oh! ¡Qué retruécanos! Si tenia una vela ¿cómo estaba des-
velado?
— Caballero, o me deja usted contar o me retiro. El señor Hino-
josa, después de mucho poner el oido a ruidos estraños que le pa-
recía sentir en su nn^ma pieza, apagó de un soplido la vela y se
acostó. En el primer instante le pareció escuchar ruido de pasos,
mui leves y mui apagados, sobre la alf(^mbra. Encendió la vela,
miró hacia todos lados y nada vi(), apagándola de nuevo y conclu-
yendo por dormirse. De repente despierta sobresaltado y escucha
algo como un lamento suave a su lado. En seguida, parece
que una voz mui apagada le gritara desde el fondo de la tierra:
— ¡Damián! ¡Ven!
El señor Hinojosa enciende la luz y con la mano sobre el
corazón trata de sofocar sus latido.-^. Aquello es horrible, de-
sesperante. Reza durante un larti^o rato, apaga la luz y recli-
na de nuevo su cabeza sobre la ídiiiohada. Ivn ese instante le
parece oir que le arrastran la maleta de debajo de la cama. Vuelve
a prender fósforos y ve con estupefacción que su maleta está como
a un nutro de distancia del catre bajo el cual la tenia metida.^Salta
del lecho, enciende luz, se asoma debajo de la cama, busca tras del
sofá, en el ropero, en la ventana, y nada vé ni nada oye. Vuelve a
^33
SU lecho, pálido y desencajado y mete de nuevo la maleta debajo
de él. Un momento después siente que otia vez se arrastra en el
suelo la maleta y que una voz enérjica, clara, la misma de su her-
mano, le dice mui cerca: ¡Damián! ¡Veti! El señor Hinojosa encien-
de luz, y vé, en efecto, la maleta cerca de la puerta. Se viste en el
acto, y se va a la estación, donde, paseándose como un loco, espe-
ra el tren. Llega a Valparaíso y se encuentra con que su hermano
ha muerto, y lo que es mas horrible, que ha muerto a la misma
hora en que, por segunda vez, vio su maleta fuera del lugar en que
la había puesto...
Mi compañero calló; pero yo me quedé con los dos ojos abiertos,
casi con lágrimas y sin poder decir una palabra. Tenia el terror
mas grande que en la vida he sentido.
— ¿Y esto ha ocurrido en este hotel? — pregunté finjiendo un aire
distraído. . .
— Sí, señor; aquí. . .
— ¿Y en qué pieza?
— Creo que en la 9. Me parece.
Di un salto en la silla y casi me fui al suelo desmayado.
— ¿Qué le ocurre a usted?
— Nada, nada; es que estaba mal sentado.
— Bueno, pues; señor. Tengo mucho gusto en conocerlo. . .
— Y yo lo mismo.
— Buenas noches.
—Buenas noches.
4« 4* •!•
Xi José al borde de la cisterna seca en que lo metieron, ni Da-
niel en la cueva de los leones, ni Napoleón III en Sedan, han
sentido un terror mas intenso que el que yo sentí al venne solo en
la pieza número 9, en que por una horrible coincidencia me hablan
metido. Recé todo lo que a mano tuve, incluso el le Deum, Dormí
un rato con la vela encendida, hasta que despertando, cargado de
sueño, resolví apagarla.
Solamente al amanecer, y cuando el sol cayó sobre la cortmita
de choleta azul que tapaba el tragaluz de la ventana, ilumiq^ndo
^34
poéticamente mi pieza, vine a recobrar la absoluta tranquilidad
que ni un instante debí perder. Acaricié mi maleta como a una
gata, de la cual se teme un rasguño, y salí ese dia a tratar mi g^ve
asunto de los fardos de pasto.
Esa tarde, a la hora de comer, me entregaron un telegrama de
mi amigo 'Enrique, a quien habia encargado noticias sobre mi
novia. Decia asi la comunicación: «Fiebre ha subido a cuarenta.
Hai junta médicos. Sin embargo Oyarzun me espresa no hai peli-
gro alguno.»
La cosa no era tranquilizadora. ¡Qué habia de serlo! Mi amigo
me trató de consolar; pero nada logró, porque el alma se me puso
negra como la noche.
jOh! ¡Qué habia de pegar los ojos, teniendo presente ese rostro
pálido, angustiado, hasta cuando tenia que estornudar y con la mi-
rada divagando, por la fiebre! Fué un martirio aquel desvelo. Junté
los ojos y dormité con pesadez y con fatiga, Vagué sin rumbo en
la anaiquia de mis ideas y en la incongruencia de mis pensamien-
tos.
Salté dos veces sobre la cama. . . Pero ¡qué diantres! una de estas
veces oí claramente un suspiro tristíisimo cerca de mí. Me recojí
contra un rincón de la cama, contuve la respiración, abrí los ojos y
los fijé en la oscuridad. Un silencio de muerte se siguió. Allá, mui
lejos, ladraba un perro, seguramente a la luna. Pero, en un mo-
mento creí morirme. No me engañaba mi desvelo, no era sueño, no
era alucinación: mi maleta se arrasrraba por el suelo. Quise gritar
y la voz no me salió de la garganta, quise llorar y no pude, y me
contenté con morder la ropa de la cama y con guardar el resuello-
Así estuve cinco minutos, que me parecieron cinco siglos. . . Después
encendí la luz, y vi, en efecto, que mi maleta estaba como a dos
varas de la cama. Se me erizó el pelo, se me saltaron de las órbitas
los ojos y di diente con diente. La metí de nuevo debajo de la cama
recé un rosario y después lo quise atribuir todo a mis nervios. Nó»
señor — decia — no puede morirse la Sarita; basta que el doctor
Oyarzua diga que no hai peligro. Sí, señor; basta. Pero nó; no bas-
taba eso para mi tranquilidad, porque volví a sentir que la maleta
se arrastraba sobre la alfombra y hasta no sé qué me pareció sentir
com» una voz de mujer que decia: ¡Anjel! Me tapé con toda la
^35
ropa, me sumerji entre las sábanas, me cerré los oidos con dos de-
dos, y así estuve, muriendo, enloqueciéndome. Poco a poco asomé
la cabeza, sentí lejanos cantos de gallos, volví a la i calidad, me reí
de mis temores y me dormí como un trompo.
Llegó el sol a la cortinita azul, el mozo me gritó, al lado afuera
de ]a puerta, que ya estaban lustrados los zapatos, y yo salté al
suelo, riendo de gusto al ver que el arrastre de maletas no debia
ser efectivo, puesto que no estaba allí sobre la alfombra.
Me jaboné la cara y entre manotón y manotón de agua, entoné
el salv€ dimora casta e pura; traté de imitar la voz de la Mantelli en
Carmen y hasta quise recordar unos versos de Musset
Después me sequé, abrí la ventana por la que entró una cascada
de luz, marché a sacar mi maleta para cambiarme cuello y casi me
fui de espaldas. La maleta no estaba allí. Corro afuera, grito, doi de
puñetazos. El mozo sale aturdido, el patrón llega, todos pregun-
tan, yo respondo y en un instante arde Troya.
£1 hecho era que me hablan robado la riquísima maleta de
cuero de chancho, que me hablan guindado, que me hablan hecho
creer en ánimas, y que mi amigo habia desaparecido misteriosa-
mente. . ..
•F T V
Ful Es decir, vine. Mi novia sanó después de quince dias de
fiebre y lo primero que hizo, después de convalesciente, fué darme
unas calabazas estupendas.
Esto no me ha dolido tanto, porque novias hai. . Pero ¿dónde
encontraré yo una maleta de cuero de chancho, como aquella?
EL ñUEniSTñ
(p Ajina de un libro desencuadernado)
EL doctor Belmar era un viejo amigo de mi familia. El ha-
bia presentido antes que nadie y con maravillosa intuición
médica mi venida al mundo; él habia acudido con oportunos
auxilios a mi penosa y lenta dentición; él me habia vacuna-
do; él me habia recetado Jarabe de Rábano Yodado, bacalao,
fierro, quinina, etc., etc.
El doctor afirmaba saberse de memoria mi organismo, y hasta
salvando con un poco de presunción el abismo que separa el cuer-
pa del espíritu, creia adivinar perfectamente el porvenir. Debo sí
declarar que, en esta materia, el doctor Belmar se equivocaba las-
timosamente.
Durante cuatro años sostuvo que yo tenia síntomas de locura, y
que iba a terminar seguramente mis días en un manicomio. Cuan-
do se convenció de que no perderia la razón a dos tirones, dijo
que mi porv^enir estaba en la carrera eclesiástica. Conste que hasta
ahora el facultativo se va equivocando medio a medio.
El tema de la locura era el lado flaco del excelente doctor. En
mala hora le hábian llamado «eminente alienista» en una revista
238
mqicana, porque don Andrés Belmar se dio a cavilar desde enton-
ces en una cantidad de sutilezas cerebrales que lo hacían ver ena-
jenación en todas partes.
Recuerdo que en numerosos paseos que juntos hacíamos por la
Alameda, se entretenia en diagnosticarme al paso de las personas
la enfermedad o tendencia mental que cada una podia tener. Co-
mencé a recelar de los conocimientos alienistas de mi gran amigo,
desde el dia en que a un compañero mió le descubrió que tenia el
cerebro fatigado, cuando el pobre no había tenido que usarlo nun-
ca ni siquiera por broma, y principalmente cuando a una señorita
a quien pretendia yo con toda el alma, le encontró en su mirada
una irresistible tendencia al alcoholismo.
Resolví esplotar en beneficio mió la mania del doctor Belmar, y
le referí, bajo secreto y palabra de caballero, que yo solia perder
la razón; que cuando tomaba un cuchillo me daban ganas de en-
sartar con él a las personas vecinas; que cuando veia entrar a la
estación un tren sentia irresistibles dedeos de arrojarme delante
de la locomotora; y, finalmente, qu . me ocupaba de resolver el
problema de mi suicidio, cavilando sobre si seria mqor cortarme
el hilo de mi existencia comiéndome todos los dias una caja de
fósforos, o llanamente dejándome cqer del balcón a la calle.
Me pesó habeile contado todo esto al pobre Belmar. Se le nubló
la mirada, bajó con tristeza la cabeza y nada dijo. Pero en el resto
del paseo de ese dia, lo sorprendí mirándome con atención y hasta
creo que con profunda pena.
A pesar de que estas confidencias fueron dadas bajo palabra de
caballero, al dia siguiente noté que en casa se hablan desterrado
los cuchillos, y que se espiaban mis mas insignificantes movi-
mientos. ^
. En la noche de aquel dia se me notificó que no debia seguir
asistiendo a las clases de la Universidad, y se me dio una suma de
dinero para que me fuera al teatro «a distraer». Estas fueron las
palabras, j
V V Vtf
Todo se olvida.
A mi tamb'en se me olvidó que habii^ ^n hombre en la tierra,
m
que se habría dejado cortar una mano por asegurar mi enajenación
mental Advierto que entonces ni aun habia incurrido en el vicio
de escribir articulitos jocosos, antecedente con el cual mi faculta-
tivo ya no habria vacilado en mandarme al manicomio.
Digo qne se olvidó todo aquello, a pesar de que en mas de una
ocasión noté que en casa me observaban, como tratando de descu-
brir mi estado mental.
Un dia me pescó un resfriado fuerte, con el cual caí á la cama.
Tras el resfriado vino un tifus bastante violento, en que la tempe-
ratura subió a cuarenta grados, exactamente lo mismo que el
aguardiente rectificado. La convalescencia fué larga, y el doctor
Bdmar aconsejó que se me llevara a Valparaíso, donde el aire del
mar tonificaría mis pulmones debilitados y produciría la natural
reacción de la vida.
Andando. Se hicieron los equipajes, y fué encargada de acompa-
iíanne una tia entrada en años, que me queria entrañablemente y
a quien creía yo que andando el tiempo, heredaría en una su-
mita nada despreciable. Hoí estoi convencido de que me moriré yo
primero.
Quedamos alhojados en un hotel que no tengo para qué nom-
brar, porque en realidad de verdad, fuimos allí tratados con mu-
chísima terquedad, a pesar del pago puntualísimo de la peti-
sion.
Mi tia estaba empapada en las opiniones alienistas del doctor
Belmar y creía a pié puntillas en todos los dislates que el pobre
decía a cada paso. Creía, pues, la pobre y querida vieja, que si yo
no era loco de veras, estaba a un paso de serlo.
Un día, me había quedado en mi aposento sentado en un sillón
con los pies envueltos en un grueso chai de lana, y la frente pega-
da a los cristales del balcón para mirar el movimiento de la calle;
la oia leer, o mejor dicho no la oía leer, la relación del martirio de
San Ildurito, relación que yo me había aprendido casi de me-
moria.
En esta situación, me molestó el cuello de la camisa, y comencé
a mover la cabeza, como se hace cuando las puntas almidonadas
molestan, con el objeto de abrirlas suficientemente v dejarlas flexi-
bles y blandas.
•
La cuidadosa enfermera dejó el libro y miró aterrada. Compren-
dí en ese instante que la sombra de mi locura había pasado rápi-
damente por su cabeza, y con una malignidad de que nunca me
arrepentiré bastante y deseoso de que se dejara de leer el martirio
de San Ildurito, seguí moviendo la cabeza y ooniendo los ojos en
blanco.
Dejó mi tia el libro en una silla y salió corriendo del aposento.
Yo pegué de nuevo la frente a los cristales del balcón y me quedé
tranquilo sin danne por aludido de nada, al regreso de la señora,
que me observó con el rabo del ojo, y retirando un poco mas su
silla siguió tranquilamente con la lectura de San Ildurito.
Todo lo comprendí cuando en el espreso de Santiago llegó apre-
suradamente al hotel el doctor Belmar, clavando sobre mí con cier-
to temor, sus dos ojos oscuros y pensadores. La pobre señora le
habia llamado por telégrafo, diciéndole seguramente que yo habia
tenido un ataque. Comprendí que mi situación era mui delicada,
que habia cometido una niñeria y que me esponia con cualquiera
otra broma a que me dieran un mal rato llevándome quién sabe a
qué sitio.
Usé tal cautela, que mui pronto el mismo Belmar se convenció
de la falsedad de los temores de mi tia, me felicitó por mi excelen-
te estado sanitario y me anunció que se venia a Santiago al dia si-
guiente trayendo a casa tan buenas noticias.
Aquella tarde, a la hora de comer, mi tia y el doctor bajaron al
comedor del hotel, dejándome a mí perfectamente arropado en la
cama.
^ ^ ^
Hojeaba un interesante número del <'Ilustrated London News.»
No me quiero dar tono, haciendo creer que leo en ingles, nó, se-
ñor; lo que me entretenia era el desfile de las láminas, en que re-
cuerdo figuraba mucho Badén Powel el hér^^e británico en el
Transvaal, entonces mui de moda en toda la prensa inglesa.
Hacia mucho rato que mi tia y el doctor se habian marchado a
comer; las dos grandes lengüetas amarillentas del gas flameaban
incesantemente, dejando oir un rumorcito monótono y enervante;
241
hasta mí llegaban los ruidos de la calle y del interior del mismo
hotel, en forma de conversaciones, carcajadas, pasos, saltos de
carruajes, golpes de puertas y choque de platos, copas y cu-
chillos.
De repente, crujió la puerta y comenzó a abrirse lentamente sin
que yo pudiera ver a impulsos de quién. Esperé un instante y creia
que era el viento; pero de súbito alguien tropieza en el umbral, y
alguien entra.
Yo salto en la cama. Lo qne tenia ante mis ojos no era precisa-
mente un hombre era un monstruo. Bajo, mu i bajo, subido de
hombros, la faz pálida, los ojos enormemente saltados, el pelo eri-
zado; el recien llegado se habia detenido, con un dedo sobre los
labios como queriendo decirme: *¡no grite usted! >>
¡Qué habiá de gritar yo, si apenas tenia en esos momentos áni-
mos para mirar! ¿Qué era aquello? ¿Qué significaba la misteriosa
visita de aquel sujeto deforme y horroroso?
Comenzó a andar en puntillas y en dirección a mi cama, mien-
tras yo me retiraba hacia la pared, como tratando de huir de aque-
llo que no sabia si era realidad o aparición o qué.
El hombrecito se acercó al borde de mi lecho, clavó en mí sus
ojos, y acto continuo se metió debajo del catre.
Confieso que si de pié sobre la alfombra, con un dedo sobre
los labios, me parecía aquello una cosa irresistible, debajo de
mi cama y oculto a mi vista me pareció algo todavía muchísimo
peor.
¿Y si era un anarquista que en esos momentos encendía de-
bajo una bomba, para hacerme saltar? ¿Y si era un incendiario? ¿Y
si era?. . .
Pero no alcancé a hacer mas hipótesis, porque en esos momen-
tos entraba el doctor Belmar de vuelta de la comida.
— ¿Eh? ¿Cómo vamos? — alcanzó a preguntar.
—¡Doctor! ¡Doctor! — articulo yo, pálido y desencajado — ¡doctor!
Debajo de mi cama hai un hombre; nó, un monstruo; sáquelo us-
ted de ubi porque me muero.
Pintar la estupefacción que se reveló en el rostro del pobre Bel-
mar es imposible. El terror, la lástima, la desesperación, todo aso-
maba en esa cara pensativa y siempre serena.
242
— Calma, hijo mió — me dijo— calma. Usted está un poco exita-
do. Usted ha leido algo fantástico y se ha puesto nervioso. ¡Calma,
por Dios, porque si no estamos perdidos!
— Doctor, no sea usted inocente — grito yo con cnerjia — asómese
usted debajo de mi cama y saque de ah{ a un hombre pigmeo, jo-
robado, con ojos de loco, que se ha metido ahí.
— Calma, calma — vuelve a decirme — sino, nos perdemos, hi-
jito.
Entonces, comprendí que estaba perdiendo tiempo, e hice rápido
ademan de saltar de la cama al suelo. Pero el doctor se avalanzó
sobre mí, y me mantuvo sentado en el lecho; yo pugné por levan-
tarme Y comenzó una lucha desesperada y tenaz.
— No sea imbécil — gritaba yo — sino quiero otra cosa que me deje
asomarme bajo el catre.
Pero todo era inútil. Resolví cortar por lo mas sano, y soltando
mi mano derecha, se la descargué empuñada en la cara al pobre
Belmar. El gritó en el acto ¡socorro! ¡socorro! pero manteniéndome
siempre fuertemente sujeto sobre el lecho. En un instante llegó mi
tia dando gritos horribles y dos mozos con sus delantales blancos
atados a la cintura. El toctor llamó a los camareros en su ayuda
diciéndoles que yo me habia vuelto loco; yo gritaba, pero ellos gri-
taban mas; daba puñetazos de ciego, pero ellos, con sus manazas
de peón, me tomaban el pescuezo y me tendían sobre los almoha-
dones. Comprendí, por fin, que debia callarme, porque no lograba
otra cosa por el momento sino que me estropearan de una manera
infame. Y me callé.
Me tendieron, por fin, me amarraron las manos con una gran
servilleta enrollada, me rociaron con agua el corazón y los mozos
salieron de la pieza, diciéndole a mi tia que ojalá no quedara loco
para toda la vida.
^ ^ V
Mi tia salió llorando a mares primero y luego la siguió Belmar
visiblemente conmovido. Oí que redactaban en voz alta un telegra-
ma para mi familia que decia: « Anjel ha perdido razón. Vénganse
inmediatamente.» Me dio tal ira, que me puse a gritar como un
desaforado, haciendo ademanes de echarme al suelo. Pero estaba
maniatado y la empresa era imposible. Belmar corrió a sentarse
cerca de mi lecho y me dejó caer su mirada triste, lastimera, como
diciendo: «¡tan joven. . . y ya loco!»
A mí me ocurría un fenómeno singular. Me estaba dando risa lo
que a mi lado pasaba; principalmente el moretón oscuro que yo
habia dejado en la respetable mejilla del pobre médico alienista.
Me miraba con las manos amarradas, sentia en el pescuezo el
dolor que me habían dgado los mozos al apescozarme con sus
manos brutales... y entretanto, debajo de mi cama, habia un
hombre.
Sí, señor, debajo de mi catre era indudable que habia un hom-
bre, porque yo, bueno y sano, yo en mis cinco sentidos, yo que
hojeaba una revista, le habia mirado esconderse.
Pero ¿cómo decirlo sin que esos benditos me creyeran loco?
Hé ahí la escena. Las lenguas del gas, silba que silba; mi
tía, en la pieza vecina, llora que llora; el doctor mirándome con
profunda melancolía; y yo observándolo a él sin poder contener
la risa.
—¿Te ríes, hijo? me dijo el doctor en voz baja,
—Sí, me rio de usted, so alienista. Me rio de usted porque hasta
ahora se le ha ocurrido a usted amarrarme las manos, armar un es-
cándalo, decir que estol loco, telegrafiar a Santiago; pero no se le
ha ocurrido asomarse debajo de esta cama, para ver si es efectivo
o nó que hai un hombre debajo de ella. •
Se s(xiríó el pobre Belmar, se sonrió con pena al verme tan per-
dido. Des lágrimas salieron de sus ojos pensadores, corrieron por
sus mejillas y fueron a descender sobre su chaleco. ¡Me quería el
infeliz facultativo!
De repente, un estornudo, sí, señor; un estornudo sonoro, mui
sonoro, suena debajo de mi catre. Belmar salta de la silla y escu-
cha: otro estornudo se deja oir aun mas sonoro que el primero. Se
echa entonces al suelo, mete la mano debajo del catre y tira de una
pierna, tras de la cual sale un hombrecillo, siempre con su cara de
asustado.
—¿Quién eres tú? ¡Responde? — gri a como una furia Bel-
mar.
244
— Soi Juancho — dice con voz suave el pigmeo.
En ese instante entra el mozo y larga una carcajada.
— ¡Juancho, hombre! ¿Qué estáis haciendo aquí?
En un momento se esplica todo. Juancho es un pobre curcun-
cho, que ha perdido la cabeza y sufre la mania de persecución:
es inofensivo y hermano del mayordomo del hotel; jeneralmente
anda bajo las camas o los sofaes huyendo de un enemigo invi-
sible.
El doctor me abraza llorando; pero ya no puedo corresponderle
sus abrazos porque aun no me sueltan las manos. Mi tia salta como
una chiquilla y aprovecha la primera coyuntura para volv-er con el
martirio de San Ildurito.
— Estábamos — me dice — en que Trajano le exijió al santo que
renunciara su fé. Veamos lo que él le dijo.
En fin, que no estoi loco! Y que si alguien ha tenido una oca-
sión propicia para volverse loco, es el servidor de ustedes.
8^ S^
mi EHFERmeDñü
(memorias íxtimah)
Había gozado siempre de una perfecta salud, j amas una mano
de médico había oprimido mi muñeca, para saber cuántas
pulsaciones por minuto dqaban sentir los golpes de sangre
de mis venas. Nunca habia recibido tampoco esa tímida
cuenta, encabezada con la iónniúa. consabida: por servicios pro-
festónales.
Era lo que se llama un hombro robusto; y ¡ai! todavía recuerdo
con emoción esas gruesas pantorrillas, esos mofletudos cachetes,
esos lagartos poderosos, que eran el mejor ornato de mi cuerpo
sano y fuerte.
Los amigos me daban palmadas en la espalda, diciéndome con
cierta admiración envidiosa:
— Pero, hombre, ¡hasta cuándo engordas! Y yo sonreía con esa
alegre satisfacción del que come bien, vive bien, anda bien y se
siente bien.
Pero un dia, mientras entregado al sueño, habia perdido la con-
ciencia de donde estaba, un gato tuvo el antojo de entrarse a mi
24^
cuarto por una ventana, saltar a mi lecho y sentárseme cómoda-
mente sobre la cara. Al principio soñé que me hablan salido pape-
ras, y que el doctor Carvallo me iba a sajar la cara para sanarme
de ese incomedo peso; después se me ocurrió que alguien, enamo-
rado de mis buenas cualidades, deseaba tener otro ejemplar igual
a mí y me estaba copiando en una prensa, ni mas ni menos como
se copia una carta; pero en seguida, un movimiento del gato,
que debía ser algo sonámbulo, me hizo darme cuenta del asunto, y
resolví despertar, tomarlo con cautela y dejarlo en el patio.
Así lo hice. El cucho era dócil y entendiendo que el sitio que
habia escojido para sentarse, no era el mas a propósito para el ob-
jeto, inclinó la cabeza y se dejó tomar. Al abrir la puerta compren-
dí que habia cometido una imprudencia; una corriente helada me
hizo temblar, y aunque la cerré de golpe, me quedó cierto inquie-
tante dolorcillo en la espalda.
« « «
No sé cuánto tiempo estuve con cuarenta grados de fiebre, y,
por consiguiente, sin darme cuenta de lo que pasaba a mi lado. El
hecho es que abrí los ojos, sentí que en torno mió cuchicheaban y
hasta me pareció ver al doctor Oyarzun que, sentado frente a una
mesita de centro, escribía una receta.
De cuando en cuando, me introducían en la boca cucharadas de
café helado y varias veces en el dia me aplicaron sobre el pecho
unas bolsas de hielo que me hicieron 'delirar sobre la Sibería. Se
me habia puesto entre ceja y ceja, que estaba desterrado por el czar,
porque yo hahia escrito un artículo poniendo sar, así con ese. ¡Va-
mos! se trataba de un simple destierro ortográfico.
Por fin, recobré completamente mis facultades y supe que habia
tenido una fiebre tifoidea de veinticinco dias de duración.
Quedé convalesciente, sentado en una poltrona, y envueltas
las piernas con un enorme chai listado a grandes rayas. Todo el
mundp me contemplaba. Decia, por ejemplo: ¡quiero águaJ.y diez
personas corrían atropellándose a buscar agua, diez botellas 'se ali-
neaban delante de mí y diez vasos se alargaban hasta mis labios
U7
sedientos. ¡Quiero leche! ¡Uf! ¡Cómo coman todos en busca de una
taza, llena del blanco y confortante líquido! Estol seguro que si
hubiera pedido una estrella habrían corrido a pedirle una al se-
ñor Obrecht en el Observatorio Astronómico.
Mejoré completamente, pero sin dejar de sentirme débil y enfer-
mo. Hice, finalmente, mi primera salida a la calle.
# « «
¡Qué brutos son los amigos de uno! El primero que me en-
contró en la calle la cruzó de carrera al verme, abrió los ojos
con espanto, lanzó una esdamacion verdaderamente dramática y
me dijo:
— ¡Hombre, por Dios! ¿Qué te pasa? Pareces un cadáver.
— Casi me he muerto — contesté yo con voz desfallecida.
— Pero tú sigues mui mal.
— Sí; bastante.
— Pero tú te mueres.
— ^Tanto como eso. . .
— Sí, señor; sí, señor; con ese semblante que tienes solo se pue-
de ir a la Morgue. No te descuides, Anjel!
— Nó; yo te lo agradezco mucho. Adiós.
Y me fui con una puñalada en el corazón. ¡Cómo» ¿Era cierto
que yo parecía un cadáver? ¿Era verdad que con ese color y esos
ojos no podia ir sino a la Morgue?
Me dirijí lentamente al club, con la vista baja, para que nadie
fuera a notar en mis ojos la opacidad de la muerte, ysopretestode
lavarme las manos, estuve largo rato frente al espejo de un lavato-
rio, observando la palidez de mis antiguos robustos cachetes, las
negras ojeras que circulaban mis ojos vivarachos de antes, y el
desfallecimiento que se notaba en todo mi ser.
Un abrazo por la espalda me sacó de mi meditación. Era Diego
un excelente amigo mió, compañero de la Universidad, recien ca-
sado ¿on una chiquilla lindísima.
— ¿Tú por aquí? ¿No te hablas muerto?
— Ya lo ves.
—Ven a la luz para mirarte. . . ¡Hijo inio! Tú estas tísico.
—¿Tísico yo? ¡Imbécil!
— No me trates mal. Mia no es la culpa de que estes enfermo.
Yo te digo mi opinión, para que consultes un médico.
Y desde ese dia, todos mis amigos y conocidos parecieron ha-
berse convenido en dirijirme el mismo cruel consejo: ve un me-
dico,
« » «
Lo veré, me dije yo; porque, o me muero definitivamente o sano
de una vez por todas.
El doctor estaba en la casa. Colgué el sombrero en un mueble
con espejo, y, al dejar en él mi bastón, aproveché la oportunidad
para mirarme una vez mas.
Le dije que sentía vahídos de dos a tres de la tarde; que me da-
ban unas puntadas en el tobillo izquierdo los lunes, miércoles y
viernes; que después de comer se me dormía un brazo y después
de almorzar me sentía sin apetito.. . .
— No me diga usted mas! — gritó el doctor. — Réjímen amigo mió,
mucho réjímen. Usted sufre catarro intestinal.
— Lo creo, doctor
— Bien. Leche y zanahorias.
— No entiendo.
— Sí, señor; a comer leche y zanahorias. No hai otro remedio; si
no, apróntese usted para doblar la esquina.
— ¿Y sanaré, doctor?
—Sí, señor. — A la décima...
— ...Zanahoria?
— Nó; a la décima semana estará usted bueno y s^no.
— ¡Señor! Yo le debo a usted mucho!
— Nó; solamente cinco pesos: el valor de la visita.
Me despedí, y ese mismo dia comenzaron a llegar a casa canas-
tos de zanahorias, enviados por varias vecinas cariñosas.
¡Qué injenio desplegaron en casa para disfrazarme de zanaho-
rias! Unas veces me las daban en torrejas y con azúcar, como las
naranjas; otras, me las hacían en budines calientes y verdadera-
' 249
mente artísticos; otras, me daban las zananorias acarameladas y con
almíbar y otras, en fin, me mezclaban las zanahorias con la leche y
la leche con las zanahorias.
¡Oh! Nerón fué un idiota, al no poner en su lista de suplicios el
réjimen de las zanahorias.
£n casa no se veian otra cosa que zanahorias. Cuando salia a la
calle, venían subiendo por la escalera canastos de zanahorias y ba-
jando por la misnia, baldes con cascaras de zanahorias. Si tenia
que dispararle a un sirviente imbécil alguna cosa, era con seguri-
dad una zanahoria el proyectil que quedaba mas cerca.
Creo que subió el precio de las zanahorias en un 25 por ciento, a
causa de mi consumo, y que mas de un chacarero pensó sembrar
una cuadra mas de esta hortaliza para la temporada próxima.
Pero mi enfermedad no declinaba; por el contrario, seguía de
mal en peor, descolorándose aun mas mi rostro, y aunmentando el
cerco violáceo que a modo de ojeras rodeaba mis ojos.
Al grito de: «¡Abajo las zanahorias!» llamé a otro doctor, queme
espresó terminantemente que las dejara y adoptara como legumbre
favorita a los sahifies. Ademas, me aconsejó que me cuidara mucho
del contajio de la tuberculosis, porque, aunque yo no la tenía," es-
taba propenso a tenerla.
— ¡Cuidado con los microbios! — ^fueron las últimas palabras del
doctor.
Al poco tiempo, ya estaba yo devorando centenares de salsifíes al
dia, y espantando a los microbios como podía. En mi dormitorio
le puse a los umbrales de todas las puertas, polvos de persía y ve-
neno para los ratones, para que los microbios que franquearan la en-
tradapor allí, perecieran violentamente. En todas las llaves de agua
potable hice colocar esos canastillos que se usaban antiguamente
de coladores para el té, afianzado en el pico de las teteras. En las
ventanas clavé rejillas de alambre, con el mismo fin, de evitar la
llegada incómoda de estos audaces insectos.
A pesar de tanta precaución, sorprendí, sin embargo, uno cerca
de mi cama, y lo guardé en una cajita de pildoras, para que el doc-
tor me espresara sí era ese uno de los microbios de la tubercu-
losis.
El médico no tardó en llegar, afirmando que, a su juicio, estaba
250
yo echando carnes y buen color, que ya era una maravilla. Sin em-
bargo, alguien me habia dicho que parecía un salsifí animado, un
espárrago de cuerda.
Le consulté mi aislamiento de los microbios, y se rió a carcaja-
das, diciéndome que los microbios eran tan pequeños que cabla un
ejército por cada cuadrito de la reja de alambres. Le mostré el in-
secto que tenia prisionero y, riéndose también, me espresó que era
un inocente cucarachito con cara de buena persona y miembro de
la conocida familia de los coleópteros,
Pero a los pocos dias de esto, aburrido ya de los salsifíes, resolví
cambiar de médico.
« « «
— Lo que usted tiene — me dijo el doctor — es apenaicitis.
— Tradúzcamelo, señor doctor; prefiero estar enfermo en caste-
llano.
— Le recomiendo la hidroterepia; agua, mucha agua. Beba usted
un litro de agua por hora, báñese usted cada dos horas, sumeija la
cabeza en ag^a, si es posible, siete veces al dia, y otras tantas los
pies. Viva usted en el agua.
—Bien. Seré un congrio.
Desde entonces, dejé el elemento terrestre y me pasé al agua.
Metido dentro del baño recibía a mis amigos; dentro de la tina es-
cribía; sumerjido en el agua, almorzaba y comia.
Suspendí el sistema cuando comencé a notar que me sallan ale-
tas de pescado.
Entretanto, enflaquecía de una manera lastimosa, y mis ojos se
iban saliendo de las órbitas hasta el estremo de resolver quedarme
en casa y no salir a asustar a las jentes.
Sin embargo, un dia en que soplaba un fuerte viento, salla a ha-
cer un paseo a la Quinta Normal, cuando me tomó de los pies la
ventolera y me llevó por espacio de siete u ocho cuadras dando
vueltas de camero sobre los adoquines.
Quedé estropeado y visité a un doctor masajista que se compro-
metió a dejarme libre de toda enfermedad en el plazo de un mes.
Me sujeté al masaje. Me tendía primero en una mesa alta, una
especie de: billar, y me daban martillazos en el estómago con un
gran maso de madera forrado en paño verde. En seguida, me en-
rollaban de la misma manera que se enrolla una alfombra y me ha-
cían rodar por el suelo, con la punta del pie. En uno de estos via-
jes, me rompí la cabeza en la pata de un catie y tuve un gran dis-
gusto con el masajista.
Después me introdujeron en una especie de prensa de copiar,
donde se me aprensaba de una manera horrible, hasta hacerme cru-
jir los huesos. Otras veces, se me daba vueltas sobre el suelo apre-
tándome contra él con una tabla de raulL En esta operación perdí
mucha sangre de narices.
Llegó el mes y no habia mejorado; pagué tina barbaridad de
plata; el masajista me devolvió un paquete de htiesos sobrantes
que se me hablan salido en el tratamiento; y me fui como había lle-
gado: pálido, escuálido, vacilante
« # «
—No se desaliente usted — me dijo otro médico. — Esto pasará.
Entre tanto, déjese de verduras y aliméntese todo lo que pueda con
carne y materias suculentas.
No esperé que me reiteraran el consejo. En un solo diame comí
una largosta preparada, cuatro tarros á^ pai/ de fots y grandes tro-
zos de carne asada a la parrilla.
Junto con despertar en la mañana, me comía dos perdices en
escabeche, un pedazo de queso suizo, un plato de jugo y una taza
de chocolate. Antes de almoi zar, y para abrir el apetito, devoraba
media malaya fria y dns docenas de lenguas de erizo. En el al-
muerzo, cazuela de ave, empanadas, costillas de ternera, ríñones
sur canape\ bisteque con huevos, tortilla de verdura, espárragos y
panqueques. A las dos de la tarde, para matar la debilidad, me
comía un pollo asado con papas fritas y ti es docenas de ostras
con vino blanco. A las cinco de la tarde para hacer apetito para la
comida, no dejaba rastros de una mayonesa de salmón. A las siete
sopa de camarones, caviar, hígados, congrio, perdices, paltas, etc.
etc., etc.
A las ocho. . . A las ocho de la noche del segundo dia de este
253
réjimen, cai a la cama con un cólico atroz y me despedí de la
vida.
Sin embargo, merced a las enérjicas medidas del policial del
punto, que fué encargado de apartar los obtáculos, con las medici-
nas que se le vinieran al caletre, conseguí salvar, quedando en el
estado que puede suponerse
Entonces, llamé en torno de mi lecho cuasi-moríbundo, a todos
los médicos que me hablan atendido, y les dije-
— Tenia diez mil pesos ahorrados. Ustedes me han quitado 5
mil, a fuerza de honorarios profesionales; me quedan, por consi-
guiente, solo cinco mil pesos. Pues bien, esos cinco mil pesos son
para ustedes, si logran darme un veneno rápido que acabe conmi-
go en veinticinco minutos.
Los médicos se miraron como unos bobos, se sonrieron y co-
menzaron a discutir mi enfermedad. El mas intelijente de todos o
mejor dicho el menos bruto, me dijo que lo que yo tenia era un
riñon suelto. Me reí; pero como todos ¿c pusieron serios, dejé de
reírme.
— Pues, señor — les dijo — yo no quiero morirme. Si ustedes creen
que lo que a mi me añije es este riñon suelto, estoi dispuesto a
dejar que me lo amarren.
¡Figúrense, ustedes! Andar durante un año con un riñon suelto.
¡Qué diria la jente!
Me cloroformaron, me acuchillaron en todos sentidos y fueron
directamente a amarrar el riñon suelto, con un nudo ciego, para
que no volviera a soltarse.
De resultas de esta operación, mejoré, eché carnes y he vuelto a
ser el hombre de antes.
La historia fíóeóigna
de mí último inuento
Es indudable que yo debí nacer para inventor; pero esos estu-
dios de humanidades me perturbaron mi afición al descubri-
miento de arduos problemas, echándome por el errado cami-
no de la jurisprudencia y del periodismo.
Es evidente que, si en vez de enseñarme como me ensexla-
ron a traducir a Horacio y a Viijilio, m¿ hubieran adiestrado, pon-
go por caso, en la física industrial y en la mecánica, habria yo
figurado en primera línea entre los inventores del último cuarto
de siglo.
Pero ¿qué ha pasado? Que soi capaz de inventar una cosa sin
faltas de ortografia, de darle, ademas, un correctísimo nombre
latino, de describirla, si al caso viene, con cierta vivacidad; pero
llegada al examen científico resulta la barbaridad mas consu-
mada.
De esto se deduce que mis inventos suelen salir literarios, a las
veces filosóficos, de cuando en cuando jocosos; pero jamas, entién-
dase bien, jamas científicos.
¡Y pensar qué gloria habria dado yo a mi pais, descubriendo el
254
telégrafo sin hilo! Porque es evidente que si me enseñan la teoria
del telégrafo con hilo, se me ocurre a mi la del telégrafo sin hilo,
solo por llevarle la contra a la física. ¡Pensar lo que se hubiera
dicho de Chile si yo hubiera descubierto el fonógrafo! Porque es
seguro, como si lo viera, que yo con un poco de aritmética y otro
poco de sentido común, habría hecho el fonógrafo antes que Edi-
son.
Si yo no he descubierto muchas cosas, es porque las han descu-
bierto otros antes que yo, y se comprenderá perfectamente que no
es mía la culpa de haber estado estudiando cinco años cosas anti-
científicas y hasta anti-naturales, como son los códigos y los
derechos, en vez de estar ensayando fórmulas raras y ajustando
ruedecitas con engranaje.
Pero en fin. ¿Quién tiene la culpa de ésto? Yo. Cuando allá en
años que no quiero nombrar para que no se me calcule la edad
que tengo, presenté en el colejio un trabajo literario que se llama-
ba Napoleón en Santa Elena, el profesor debió decirse para sí mismo:
«Este, por bruto debia dedicarse a periodista.» Recuerdo que mi
trabajo terminaba con esta atinada reflexión: «¡Ah! Si Napoleón
no hubiera sido Napoleón, no hubiera ido a terminar sus dias en
Santa Elena.» Esto me valió una mención honrosa en literatura y
hasta se corrió por unos dias que yo iba a ser gran cosa con el
tiempo.
De ahí que nadie pensara en dedicarme a la ciencia. Estudié
durante algún tiempo a dirección de los globos por medio de las
semillas de cardo que sopla el viento a través de los campos como
si fueran lijerísimas mariposas. No resultó nada. Después estuve
calculando la velocidad del andar de las baratas, para deducir de
ellas algunos teoremas de aplicación universal; pero como el reu-
matismo y la cojera se usan en todas las ramas de los insectos
llegué solo a las conclusión de que unas andan mas lijero que
otras. Envié sobre esto una comunicación a don Diego Torres,
decano de la facultad de matemáticas, y hasta el presente no he
recibido contestación.
Seria fatigoso enumerar la larga serie de mis estudios científicos.
Quiero detenerme en el último, cuyos desastrozos resultados me
355
mueven a hacer, pública renuncia de mis inclinaciones a la física y
a la mecánica.
Newton descubrió el péndulo por la lamparilla de una iglesia
que dejó cimbrando el sacristán al sacudirla. Mis inventos se
deben también a la casualidad. Un dia me encontré en la calle a
un amigo, mui pálido, casi verde. Este hombre— me dije yo — o
está anémico o acaba de pasar un susto mayúsculo. Y torcí la
esquina para no toparme con él y no verme obligado a oir el
espeluznante motivo de su palidez. Pero el hombre verde me al-
canzó y me dijo:
— Me he muerto de susto.
— Oye; no está bien que un cadáver hable.
— A un lado las chanzas. Te declaro que me he muerto. . .
—Entonces cómprame un ataúd usado que tengo en venta.
—O me oyes o me muero.
— ¿Otra vez?
— Entré a mi dormitorio, hoi, después de almuerzo con intención
de mudarme calzado. Me senté en la cama, como se hace en estos
casos, e introduje mi mano debajo del catre para alcanzar un za-
pato que podia divisar, inclinándome algo. Lo tomo, tiro de él, y
nada, el zapato no se mueve; por el contrario, se encoje y desapa-
rece. Yo grito; pero antes que pueda hacerme oir, veo salir de
debaje de mi cama a un roto fornido, que se abalanza sobre mí, me
acogota y me tira al suelo. Quedé frió, y cuando volví a darme
cuenta de todo, el ladrón había desaparecido.
Los pelos se me erizaron al oir esta relación y también me que-
dé verde y tan estraña pareja de verdura formaba con mi amigo,
que parecía que hubieran encendido al lado de nuestras caras un
fósforo de Bengala.
Desde ese momento, me puse a pensaren los peligros que ofrece
una cama hueca por debajo. En el primer dia de cavilación, resolví
construir un catre sólido hasta el suelo; pero me detuve ante la
idea de que los ladrones se pondrían a esperarme sobre la cama,
lo que seria aun mucho peor que si me esperaran debajo.
Estudié entonces una injeniosa máquina fundada en la pesantez
de los cuerpos y, mas que todo, en la pesantez de los catres. Mi
hermoso catre de fierro y bronce fué dotado de un manubrio se-
a 56
creto, a cuya vuelta caia ruidosamente al suelo, aplastando al mise-
rable ser que hubiera buscado debajo de él su guarida.
Como yo tenia poca fé en mis inventos, resolví probarlos con
un lindo jarrón de terra-cotta que me habia obsequiado un parien-
te mió, diciéndome con voz emocionada: «Guárdalo durante toda
tu vida; deposita en él tus esperanzas. . . y basta las colillas de los
cigarros cuando no encuentres a mano otro recipiente.»
Puse el jarrón debajo del catre, me subí sobre él y hasta finjí
roncar para darle al ensayo todo el color local y la veracidad posi-
ble. De repente, moví el manubrio y ¡pataplum! el catre quedó a
ñor de tierra, escuchándose sólo la fúnebre sonajera del hermoso
jarrón de terra-cotta. jQué hago ahora yo! — me dije en seguida—
¿Dónde deposito mis esperanzas, mis colillas, etc? ¿Qué le digo a
mi pariente?
No me contesté estas preguntas, porque son de la clase de las
intei rogaciones sin respuestas; pero no tardé en recobrar la tran-
quilidad perdida.
Desde entonces toda clase de fantasías estrañas me visitaban
durante la noche. Despertaba con sobresaltos de muerte, echan-
do manos al manubrio y descargando de golpe contra el suelo,
mi catre, para ver si reventaba a algún desconocido malhechor.
Soñé una noche. . . Voi a contar lisa y llanamente lo que soné
sin ponerle a la historia ribetes fantásticos, porque así no seria
gracia ninguna que impresionara a mis lectores. Soñé que estando
dispuesto ya para dormirme, habia sentido en la alfombra el roce
de una persona que se arrastraba sij liosamente sobre ella, hasta lle-
gar a mi cama y deslizarse debajo. Era llegado el momento de dar
una vuelta al manubrio; lo cojí con mano vacilante, di con él una
impetuosa sacudida y al mismo tiempo se oyó el estruendo de la
caida del catre y un grito de agonía, lanzado por el infeliz aplas-
tado. ¡Habia triunfado! Encendí luz para examinar el funciona-
miento regular de mi maquinaria, cuando vi con angustia y sor-
presa indecibles, una cabeza asomada por debajo de mi cama.
El ladrón habia sido aplastado; pero dejando al lado de afuera
la cabeza y el tronco hacia adentro; uno de los largueros le pa-
saba precisamente por el pescuezo, guillotinándolo de un modo
horrible. Yo veia en sueños que esa cabeza se iba poniendo encama-
^57
da hasta parecer una betarraga. Pero ¿qué hacer en ese trance? Si
saltaba de la cama para evitar el cruel suplicio, el ladrón podia
escapárseme, levantando el catre. Y si permanecía sobre él,
cometía un vil asesinato. Me limité a preguntarle con voz condo-
lida.
— ¿I^ duele?
No me contestó el infeliz; pero me puso unos ojos tan grandes,
tau desmesuradamente abiertos, que me dio miedo. Tomé la vela y
comencé a dejarle caer gotas de esperma sobre las pupilas, hasta
cubrírselas por entero. . .
Desperté aterrorizado; pero no tardé en olvidarme de un sueño
tan macabro.
Una tarde, cuando comenzaba a invadir la oscuridad mi dormi-
torio, me recosté para descansar del trabajo del dia. Estaba aun
despierto y pensando en muchas cosas, cuando un ruido me hizo
volver a mi tema. Esta vez no me engañaba, debajo de la ca-
ma estaba alguien, que fatigado seguramente de su incómoda po-
sición, estiraba las encojidas piernas haciendo estremecerse el
citre.
Di la vuelta consabida al manubrio y la maquinaría se estrelló
ruidosamente contra el suelo; oprimí en seguida el botón de la
campanilla y pedí ayuda al mozo para ver qué habia ocurrido de-
bajo de ella.
Levantamos el pesadísimo bulto, y di vueltas el rostro, para no
ver el cadáver. Pero la curíosidad venció a la compasión. Me acer-
qué y miré. ¡Horror! Colibrí, mi perro perdiguero favorito, el que
decia agú como los niños de pecho y ahullaba como un diputado de
la oposición, estaba allí aplastado miserablemente. Apenas habia
quedado de un centímetro de grueso y de mas de dos metros cua-
drados de estension.
Me sentía también vivamente impelido a plajiarme a mí mismo:
«|Ah! Sí Colibrí no hubiera sido perro, no hubiera acabado sus dias
bajo mi cama.» Pero, en seguida, reaccionando, con el buen senti-
do que me caracteriza, tomé a mi perro, lo sacudí como quien sa-
cude un pedazo de alfombra, y lo coloqué frente al sofá a manera
de piel. Y ademas juré no volver a inventar nada.
El Tránsito del Demonio
CLODOMIRO Pérez, es corista varen del Teatro Municipal, Su
cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y
hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que con-
curre a oir la ópera.
Como prisionero numida en el segundo acto de Aida^ infun-
día pavor al mismo Amonasro. En seguida, se le ascendió por su
fealdad y por su buena conducta a sacerdote ejipcio, y cuando en
el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación
de traidor ala patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de
Clodomiro Pérez, que en esos momentos creia realmente tener en
sus manos la vida de Radames.
En Fausto^ en el coro de las cruces, Mefistófeles, mas que por la
presencia de ese signo odiado para él. temblaba ante la cara que
ponia Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.
Pérez era, indudablemente, el rei de los coristas. Sabia abrir los
ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la
impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos
desmesuradamente, inclinarla cabeza, en fin, dramatizar 2l su manera.
Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un abocastra
tal, que ni siquiera babia conseguido figurar en el coro femenino.
26o
del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho, la
fealdad, la vejez y el no tener oidos.
En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en
cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estre-
no de Mefistófeles^ donde le correspondía el honroso puesto de de-
monio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo
acto, en la escena del infierno.
¡Qué bien se veia Clodomiro, metido bajo su capuchón rojo fue-
go, con las orejas salidas hacia afuera y como mandadas hacer para
servir de receptáculo a tanto golpe de orquesta; los ojos saltados y
redondos como si fueran los de un loro, con la razón estraviada, y
finalmente, la boca abierta, con una espresion idiota de muía fati-
gada!
Era un demonio real y verdadero, y al divisarlo salir del camarín,
una bailarina que no debia andar con la conciencia mui limpia, casi
se cayó desmayada y desapareció como un celaje dándose vueltas
en las puntas de los pies.
Llegó, por fin, el acto del infierno, y Clodomiro Pérez hizo su
aparición en el piño de demonios, saltando sobre los pies y levan-
tando en alto el gran tenedor dorado. Algunos concurrentes de la
platea descubrieron con sus anteojos la adorable figura de Pérez, y
estuvieron contemplándolo en medio de esa atmósfera roja, hasta
que saliendo por un costado, volvia a bajar por la ladera de la mon-
taña del fondo.
Al salir el acto, corrido ya el telón, y cuando todavía no se apa-
gaba el resplandor rojo que bañaba el escenario, un vecino de la
casa de Clodomiro le anunció que su mujer estaba agonizando.
Pérez dio un grito y olvidándose del traje, quizá un tanto im-
propio que llevaba, salió como un loco por la puerta de la calle de
San Antonio y echó a correr en dirección a la Alameda.
O O O
¡Qué solitaria y triste se encuentra la Alameda pasada la media
noche! Los quemadores incandescentes, difunden en tomo suyo
un resplandor pálido que vacilante y confuso, se pierde en la leja-
nía, moviendo las sombras y dándoles una estraña animación.
26 1
De cuando en cuando parece como brotar de un tronco la oscura
silueta de un transeúnte que, a paso de marcha se dirije al domicilio
donde alguien lo espera, o donde nadie lo espera.
Allá, de tarde en tarde, un carruaje muestra a lo lejos sus faroles
rojos como dos pupilas de borrachos, y golpeando ruidosamente el
pavimento se acerca al galope de los caballos.
La ciudad, ajitada y alegre en el dia, se pone medrosa y sombría
a esas altas horas, en que bien podrían salir duendes y penar
ánimas.
Kso decia el guardián que de punto, frente a la calle de San Mar-
tin, casi se moria de miedo en tal soledad. La campanita sonora y
armoniosa del reloj de San Borja, habia dado las doce tres cuartos.
Hl guardián bostezó y naturalmente se santiguó la boca con el pul-
gar, para que por ella no entrara ningún mal espíritu.
De repente fijó la vista a lo lejos, hacia arriba, y creyó divisar un
punto oscuro que corria desaforadamente por el fondo de la Ala-
meda. Muí pronto y a la pasada de un farol divisó que era rojo, y
que llevaba algo en la mano que brillaba a la luz.
¡Cáspita! — dijo — cualquiera creería que eso es el diablo en persona.
Y volvió a santiguarse
Pero el bulto crecia, crecía, hasta dejar ver el gran tenedor dora-
do que llevaba en alto, y el gorro puntiagudo que, rojo como todo
su traje, le cubría la cabeza. El guardián corríó como un loco a
refuji^rse al pié de un farol, sin atinar a llevarse el pito a la boca y
pedir ausilio, y desde allí, con los ojos abiertos, veia acercarse a
grandes saltos ese demonio color de fuego, que llevaba levantado
d tenedor con que indudablemente clavaba a los condenados.
Pérez, olvidado enteramente del traje peculiar que lo cubría, pen-
só en la necesidad de pasar antes a la botica de tumo mas cercana,
para llevar a su mujer un calmante. Se diríjió, pues, al guardián,
haciéndole señas con el tenedor; pero con profundo asombro vio
que éste, dando un gríto, se trepaba por el farol, semejando a la luz
del gas, un murciélago jigantesco que cubría el quemador con sus
alas negras.
— ¿Qué es esto? — se dijo Clodomiro — y como si tal cosa hizo su
pregunta de estilo:
— ^¿Sabe usted dónde está la botica de tumo?
202
Hubo un momento de silencio en que se sentía la respiíacioii
ajitada del guardián.
El reloj de San Boija dio los cuatro cuartos y en seguida una
campanada vibrante y arjentina.
Después con voz apagada, temblorosa, el policial dijo:
— Ver... ver. .. ga. .. ra. .. es... es... es .. qui... qui... na... de...
de .. de... de...
Y nada mas pudo agregar, porque el terror le paralizó la lengua,
y Pérez, aburrido, echó a correr de nuevo, creyendo sencillamente
que se habia encontrado con un guardián ebrio.
O O O
De repente, allá en una esquina divisa la ventanilla alumbrada
de una pequeña botica, tras cuya puerta dormita seguramente el
boticario, reclinado en una silla, después de haber vendido un pa-
pelillo de calomelano para un cólico, y un franquito con jarabe de
hipecacuana para un niño con tos convulsiva.
De súbito, tres golpes suenan en la puerta. El boticario se incor-
pora, corre a la puerta, asoma su cabeza por la ventanilla y dando
un salto atrás, la cierra de golpe y le pone nerviosamente el alda-
bón. Ha visto al demonio, lo puede jurar, rojo, alto, con un tenedor
en la mano.
El pobre hombre se da golpes de pecho y jura devolver la plata
que ha recibido de sus parroquianos, por el calomelano falsificado
que está vendiendo desde hace tres meses.
En ese instante, solamente, Clodomiro Pérez lo comprende todo.
Vestido así, de demonio, no puede entrar a ver a su mujer, es im-
posible, la mataría. Y como le viene el recuerdo de la pobre que se
muere, se acerca a un poste de teléfonos y se pone a llorar amar-
gamente. . .
Un trasnochador que pasa por allí, con el cuello levantado, el
sombrero caido sobre los ojos y las piernas un poco débiles, da un
salto de tres metros al ver ese diablo que solloza; emprende des-
pués una carrera loca y hasta cree sentir olor a azufre.
263
Amanece. Comienza a difundirse sobre la Alameda la luz inde-
cisa del alba, y un vientecillo frío baja de la cordillera haciendo dar
diente con diente a los guardianes de punto.
Un comisaiio encuentra a Clodomiro Pérez, y venciendo el pri-
mer impulso de temor, se lo lleva a la comisaría arríándolo por
delante.
Una cocinera que va al mercado con su canasta de mimbres al
brazo, se queda con la boca abierta, inmóvil sobre la vereda, sin
saber qué significa ese oficial de policía que va empujando con su
caballo a un diablo con cuernos, cola y tenedor en la mano.
El infeliz de Clodomiro Pérez solloza y solloza; y lo sorprende
el sol sentado en la comisaría, sobre un piso de juncos, con la ca-
beza baja y apoyada sobre las dos manos asidas al trídente do-
rado.
Un grupo de muchachos lo rodea a cierta distancia, en silencio,
y hasta con respeto.
Es un cuadro oríjinal y divertido.
Pero entre tanto, nadie hace desistir al policial de la segunda
comisaría, de retirarse del puesto de guardián y perder su sueldo,
a no ser que lo releven para siempre de hacer la guardia en la
noche.
AA
incEnüiñRio
DON Serafín Espinosa tenia su tiendecita de trapos en la calle
de San Diego, centro del pequeño comercio, que, ya que no
puede tentar por el lujo de sus instalaciones ni por el surti-
do de la mercadería, atrae por la baratura inverosímil de sus
artículos. Se llamaba la tienda «La bola de oro», y mostraba
en el pequeño escaparate tiras bordadas, calcetines de algodón, hi-
lo en ovillos y carretillas, broches, orquillas, jabón de olor, polvos,
botines tejidos al crochet, y loros de trapo. Los jéneros se redu-
cían al lienzo común para ropa interior de pobre, al tocuyo
tosco y amarillento, al percal barato y de colores vivos, y a
una que otra variedad de velo de monja para mantos de poco
precio.
Don Serafín era el alma mas candorosa de la tierra. Se arruinaba
lentamente tras del mesón; pero sin perder su encantadora sonrisa,
modales amabilísimos, su jenerosidad innata y su fina cortesía. Si
alguna mujer le pedia la ¡lapa, al meter la tijera en el lienzo, corría
como media vara mas el corte y daba después el vigoroso rasgón
sin importársele un ardite. Si un chico lloraba de aburrido mien-
tras la madre regateaba largamente un corte de ocho varas de per-
cal, corría él a la vidriera y cojiendo un loro de trapo se lo obse-
266
quiaba para calmarle la pena. Si una sirviente volvía desolada a
devolverle tres varas de tocuyo, porque era de otra clase él que
le hablan encargado, recibía el trozo y daba del otro, guardando
el inservible pedazo para algún pobre. Y en fin, lo que menos te-
nia don Serafín, eran cualidades para comerciante.
Muchas veces, al caer la tarde, su vecino de la esquina, un sim-
pático italiano, natural de Parma, dueño del almacén de abarrotes
«La estrella parmesana», se le acercaba en mangas de camisa, des-
peinado, sudoroso, pero aun no cansado de la fatiga del dia > le
charlaba una media hora.
— ¡Buona sera, don Serafine! ¿Cómo va questo? Malo ¿eh? Ma
¿qué quiere usted, signore? Non se puede ser santo e comerchante
a la veche, non. Per ganare la plata se necesita malizia, acortare la
vara, pasare de cuando en cuando una cuarta meno, venderé un
lienzo de mala calitá. . . ¡Sí, don Serafíne! ¿Come quiere usté, santo
varone, prosperare cuando lo dá tutto? Usté sirá del chelo derechi-
to y verá a Dios; pero lo que es el dinero no lo verá, non.
Don Serafín sonreía, porque él mas que nadie estaba convencido
de que habría hecho muchísimo mas de lego recoleto que de due-
ño de «La bola de Oro». Pero, ¿tenia él la culpa de que al frente
se hubiera establecido ese maldito «Bazar Otomano» con tres puer-
tas, dos vidrieras y tantas medías lunas? ¿Tenía él la culpa de que
todos prefírieran a su pobre tenducho con los eternos loros de
trapo en la vidriera, los brillantes escaparates del vecino, con ro-
sarios de concha de perla, collares de vidrio y polvoreras de
cristal?
Nó, ¿y entonces? Y don Serafín seguía sonriendo amable y en-
cantadoramente, obsequiando los loros de trapo y dando llap<is de
media vara.
Pero el negocio iba a menos rápidamente, y los cinco mil sete-
cientos pesos que tenia en mercaderias corrian grave riesgo de fun-
dirse.
Sí yo fuera un pillastre, un hombre sin conciencia— decía don
Serafín — ^le prenderia fuego a «La bola de Oro» y luego la Nacio-
nal me entregaria mis cuatro mil pesos de seguro. Pero como ten-
go temor de Dios, y prefíóro vivir pobre que deshonrado, no haré
jamas tal crimen, y me contentaré con ver resignado cómo se van
267
escurriendo entre los dedos estos cinco mil pesos, fruto de tantos
años de trabajo.
Kn estos únicos momentos de amargura desaparecían de la
cara de don Serafín la sonrisa amable y el jesto candoro-
so y en esos mismos momentos acortaba considerablemente la
üapa.
La idea del incendio, rechazada tantas veces como criminal y
pecaminosa, era, sin embargo, la única solución del negocio. Si yo
le prendo fuego, lo que Dios no permita — pensaba don Serafín —
hago una cosa mala; pero si llega otro, sin que yo lo sepa, y sin
que yo se lo aconseje y me quema «La bola de Oro», entonces
¿qué culpa tengo yo?
Y desde entonces don Serafín se dedicó a hacer rogativas y
mandas, por lograr el completo incendio de &us mercaderías. Cre-
yó conveniente, ya que de fuego se trataba, dirijirse a las ánimas
benditas del purgatorio que tienen las llamas al alcance de su ma-
no, y las llenó de promesas, súplicas y oraciones.
Entonces se le víó a don Serafín Espinosa mas alegre que de
costumbre, agotando los loros de trapo de la vidriera y llegando a
dar de llapa hasta una vara larga de tocuyo.
Por fin, fué oido el constante e incansable tendero, y como la
Nacional, ignorante de todo, no apeló por su parte, a las ánimas
para destruir el efecto de las velas, flores y oraciones de don Sera-
fin, la cosa se inclinó del lado de éste.
« # «
Una noche, la tranquilidad de la calle de San Diego fué turbada
por el repiqueteado toque policial y gritos de ¡incendio! ¡incendio!
Kn un momento se despertó toda la cuadra, hubo voces, llamados,
carreras, y cinco minutos después la ronca y fúnebre campana del
cuartel jeneral de bomberos, sonaba en el silencio de la noche, ha-
ciendo poner en alarma media ciudad.
A patadas fué abierta la puerta de una colchonería, vecina a
«La bola de oro», y una vez caldas las hojas, salió una llamarada
envuelta en humo, que barrió en un instante con su letrero de ma-
dera: «Se llenan colchones.»
268
Uno de los oficiales de policía fué corriendo a avisar a don Se-
rafín que dormia como un bienaventurado en su casa. Saltó éste
de la cama, se impuso de la fausta nueva, se metió un macfarland
y un par de zapatillas y salió a la calle brincando como un loco.
T«a sorpresa del policial que tímidamente estaba llamando a la
ventana: «señor Espinosa; no se alarme usted, pero se le está que-
mando la tienda», subió a un estremo indecible, al ver don Serafín
se le colgaba del cuello, lo estrechaba contra su pecho y hasta le
estampaba un entusiasta beso en la punta de la nariz.
— Señor oficial ¿no se chancea usted? Es verdad que se me que-
ma todo? ¡Qué dicha, Dios mío!
Y corría como uñ desesperado apretándose el macfarland para
que le cubriera el cutis ante las miradas risueñas de los que lo
miraban pasar.
En ese momento ya llegaban las bombas con una algazara de
mil demonios: campana, gritos, galope de caballos, resbalones, in-
sultos, órdenes, arrastre de las mangueras, píteos, en fin, un in-
fierno.
Ya está un grifo listo, ya arde un fogón, ya late furiosamente
una caldera, ya puja el agua ruidosamente en uno délos pitones, ya
sale el chorro y barre a la muchedumbre que se apiña y hace saltar
la bola de latón sobredorado de la tienda de don Serafín, y cae
sobre el techo sofocando un penacho de llamas y de humo.
— Dios quiera que no quede ni un míñaque, ni un ovillo, ni un
loro, ni un calcetín! — esclamaba el feliz tendero, balbuceando a
ratos avemarias y atrayendo muí curiosamente sobre sí la atención
de los vecinos.
El cielo lo oía; pero lo oia también el juez del crimen de tumo,
que daba órdenes inmediatas para arrestar a don Serafín.
Trabajaron tenazmente las bombas; el agua destruyó al par que
el fuego y cuando ya no quedaron sino tres o cuatro murallas y
un montón de escombros, se declaró estinguido el fuego, «se tocó
llamada y se recojió el material
Un piño de curiosos se detenia delante de las'humeantesvigasy
de los húmedos adobes, que despedían un olor acre y pegajoso, y
entre ellos se veían las albas mangas de camisa del dueño de «La
estrella parmesana» que no había alcanzado a sufrir nada.
269
— ^Yo no masusto — decia a su auditorio — per esto se necesita
calma. Asi son las cosas de la vita. Don Serafine se resolvió a ser
comerchante, e non santo. Asi no sirá tan derecho del chelo pero
tendrá en cambio dinero. Questo es la realitá, la realitá pura; el
comercho non vive del oscurantismo.
Entretanto don Serafín estaba sentado en un banco con la trabe-
za sobre el pecho y los brazos cruzados, esperando la hora en que
debia llegar el juez a instruir el sumario. Se encontraba en un
vago estado de incertidumbre. Por un lado, daba gracias al cielo
por el incendio, y por otro, le pedia salir bien librado de la deli-
cada situación en que estaba.
Un guardián lo sacó de la incertidumbre, anunciándole que el
juez lo llamaba. Don Serafín salió del calabozo y apareció con su
cara serena, candorosa, amable ante el juez que esperaba su lle-
gada.
— Señor Espinosa. Parece que el incendio de *%a bola de oro"
ha sido intencional
— No solo lo parece — señor juez — sino que lo es.
—¡Hola!
— Si, señor juez. Como intencional, pocos lo habrán sido más.
— De manera que usted, señor, reconoce haber prendido fuego
a su tienda de la calle de San Diego?
— Perdóneme, su señoría. ¡Eso no, eso nunca, eso, ni loco! Yo
soi honrado ante todo. . . Se lo diré al señor juez. Este incendio es
de lo mas intencional que cabe, pero solo porque yo he puesto
toda la intención posible en que sucediera. Yo no vendía nada,
señor juez. En la última semana, solo he logrado salir de un jabón
de olor, tres varas de huincha blanca y dos carretillas de hilo. Eso
no era vida. En esta situación, le hice una novena a las ánimas
benditas. No se ría — su señoría — porque me han oído. . . Por eso
digo que como intencional lo es ¿a qué lo niego? ¿Pero manchar-
me, señor juez? ¡Eso nunca!
Y el simpático viejo se quedó mirando al juez con su amable
sonrisa de siempre, sintiendo no tener un loro de trapo para de-
járselo sobre la mesa para que aplastara con él tanto papel, y lim-
piara en su pechuga la pluma.
—Quítenme de aquí a este señor — dijo el juez — y déjenle en II-
ayo
bertad. Oiga usted, caballero: usted se ha equivocado, aquí no es
donde debe purgar sus faltas.
— ¿Y dónde sera señor juez?
— En el limbo. . .
Y en medio de una risa espontánea salió don Serafin después
de hacer una venia.
* * *
No habia llegado aun a los humeante restos de «La üola ae
oro», cuando se topó con su amigo el parmesano, que le dijo:
— Amico don Serafine, suomo felice. Usted me debe solamente
tres litros de parafina, que son sesenta centavos.
— Por qué.
— Per le inchendie qui io solo lo ha fato anoche.
—¡Usté!
— Cállese, don Serafine. que pueden oimos. Yo lo he escuchado
que usted que dicheba: « ¡anime dil purgatorio, inchéndiame la bola
de d*oro!» La colchonera dechia pocomeno.Yomaiditto: «nonques-
to non é il camino. L'ánime dil Purgatorio non tienen parafina, io
la tengo e mato dos pacaros d'un tiro: hago un favore a due ami-
chi y vendo parafina». ¿Non e vero?
— ¡Pero esto es un crimen!
— ¡Bah! jSilencho, bárbaro!
Y la férrea mano del simpático parmesano apretaba tan fuerte-
mente el brazo de don Serafin. que éste, vencido y atónito, se bus-
caba en el bolsillo los sesenta centavos. . .
Va a
A ▲ ▲ ▲ ▲
▲ ▲ ▲ A ▲ A ▲ A A A AAAAAAÁAAAAAAAV
cOocQa cOs cOq cQi) eOn clk> KV)
cp^ mi» aijsofpG(pj3fp
▼ ▼ T T
ñRRÉnüñTñRlOS
TENGO para mí, que todas las desgracias del mundo son sopor-
tables, menos una: la de tener casas en arriendo. Cualquier
socialista de esos que se llenan la boca diciendo que la pro-
piedad es un robo, se convenceria al leer estas sinceras y
verídicas líneas, que la propiedad es una carga sumamente
molesta.
Sí, señores. Y si no ¿por qué acabo de echar a patadas al último
arrendatario de mi casa de la calle de las Claras, y jurado no volver
a arrendarla en mi vida a nadie, como no sea al mismo Pierpont
Morgan?
Pues, porque unos no me pagaban, porque otros me faltaban al
respeto, porque los mas me la destruían de una manera alarmante;
y porque todos, sin escepcion alguna me hacian salir mas canas
que pelos tengo en la cabeza.
;Ai! Todavía me tiemblan las carnes de espanto, al pensar en
mis arrendatarios. Estoi resuelto a empobrecerme; estoi resignado
a que la Caja Hipotecaria me lo saque todo a remate; pero juro, ¿lo
oyen ustedes? juro que mis casas no volverán a arrendarse a bicho
alguno, nacido o por nacer.
Venían algunos arrendatarios con sombrero de copa y corbata
273
plastrón y yo decía: Este me parece caballero, debe pagar puntual-
mente. Ademas, tiene cara de aseado, a pesar de que el cuello no'
está mui limpio. . . En fin, trato hecho; ciento veinte pesos mensua-
les, pago anticipado.
Al poco tiempo, el caballero de sombrero de copa, resultaba un
píllete. Entre gallos y media noche, me cargaba las golondrinas,
escapaba hasta con la alfombra de la escalera, y . . . si te he visto, no
me acuerdo.
Otra vez llegaba uno de sombrero de paño sudto, zapatos gran-
des, chaleco algo gastado, nariz larga, boca ancha, espaldas angos-
tas; y yo me decía: Este debe ser un hombre de trabajo. Nada de
apariencias, ni sombrero de copa, m plastrón.,. Parece un individuo
de fondo, modesto, sobrio, económico. Trato hecho.
A los quince días el ymdam escapaba dejándome de recuerdo, y
para garantía del pago, un felpudo, una caja con alfileres, dos
palos de escoba con algunos restos aprovechables, algunas casca-
ras de papa y un Almatiaque Brisioi^ de esos que se reparten gratis
en las boticas.
En fin, del panteón de mis recuerdos escojo un ramillete de
arrendatarios, y lo ofrezco al público que tenga el feo vicio de ad-
quirir propiedades para arrendarlas, a fin de que escarmiente en
ajena cabeza y prefiera el oficio de policial o de alcalde, antes que
el de arrendador.
Hace tres dias que en la puerta de calle se leía este letrero: Se
arrienda esta casa, tratar, etc^ eic. Una mañana aparecía en casa un
matrimonio joven y de aspecto decidido. £1 era alto, ella baja; el
ñaco, ella gorda; él rubio ella morena; los dos vestían bien y pisa-
ban fuerte.
— Ciéntense ustedes. ¿En qué les puedo servir?
— Venimos de ver su casa. Pieciosa, bien ventilada, central, ba-
rata. Ncr: gii^ta. . .
— Pavcr que uctedes me hacen.
— Por el pago no habrá cuestión. ..
— Dios les oirá a ustedes!
^73
— Sí; dada nuestra situación — dijo él — y nuestra fortuna— agre-
gó ella — usted no dudará.
— Evidente. . . Pero a pesar de todo deberán ustedes darme anti-
cipado el primer mes.
— Ah! bien; por fórmula, si, si. Porque si esto fuera una muestra
de desconfianza, no podríamos admitirlo. Nosotros venimos ahora
de ver nuestras minas del norte. . . ¿Ño le interesa a usted el cobre?
¡ Ab! Nosotros estamos realizando en la actualidad, algo así como
' dieciseis mil quinientos a diecisiete mil pesos mensuales.
— Mis felicitaciones.
— Gracias. Ademas, usted sabe que este año las cosechas son
excelentes.
— ¿También es usted agricultor?
— Sí, señor. Tengo un fundo en Cuneó y dos mas pequeños en
Bio-Bio. En total, quince mil fanegas de producción.
— Quedamos entonces, en que la casa corre por cuenta de us-
tedes.
— Conforme. Quedo a las órdenes de usted... y hasta mañana.
—¿Pero no me dá usted el canon?
— ¡Hombre! ¿Se atreve usted a ofender mi ?
— De ninguna manera. Perdone usted. Será otro dia. Con que,
hasta luego.
Los dejé ir, pero algo me decia que esos millonarios se me iban
a marchar el dia menos pensado, debiéndome la casa.
Algunas semanas trascurrieron con calma inalterable. Una ma-
ñana él se apareció en mi oficina a pedirme le hiciera colocar una
mampara en el zaguán de la casa.
Le contesté que no podia, me insistió: reñimos con palabras bas-
tantes duras; me llamó avaro y yo le puse en la calle, cerrándole la
puerta de un golpe.
A la media hora recibí la visita de ella. Me dijo que una persona
de su calidad, relacionada con las mas encumbradas familias del
pais, no podia vivir sin una mampara. Me espresó que no dormía
que sentía frecuentes ataques de nervios, que los pulmones le ha-
cían así (hizo con la boca una especie de resoplido), todo por culpa
de esa mampara que debía estar en toda casa decente. Sus amigas
se podían burlar de ella y mirarla en menos; los negocios de su
^74
marido podian irse al sudo; las minas podían fracasarle de ttn mo-
mento a otro. . . ¡y todo por la mampara!
Indiné la cabeza y a los dos días el maestro Lúeas colocó una
degante mampara en la casa de arriendo.
Otra semana de paz inalterable. Una mañana se abre la puerta
de mi escritorio y entra d:
— Señor Pino: o usted me cambia todos los picaportes de la ca-
sa, o me voL
— ¿Me ha hablado usted de picaportes. . . o le he entendido mal?
— No admito bromas. Los picaportes!
— Pero hombre por Dios! ¿Qué le hacen a usted los pica-
portes?
— Mire usted (inclina la cabeza como un tordo.) ¿Vé usted esas
canas prematuras? Pues, son causada:: por los picaportes. Ni d
peor bodegón del peor barrio de Santiago, tiene iguales picapor-
tes a los de su caso. Negros, mohosos, duros, chuecos, sor. una
verdadera vergüenza. ¡Y pensar que pago a usted ciento veinte
pesos mensuales!
— Dirá usted que me los va a pagar, caballero. Porque hasta Iioi
usted no ha venido a otra cosa a esta oficina, qne a pedir mejoras
y mejoras. Esto cz intolerable.
— Señor, usted no me conoce, yo coi minero; yo gano de dieci-
seis mil quinientos a diecisiete mil pesos mensuales. Yo pago pun-
tualmente pero exijo que se me dé una casa decente, no un depai-
tamento ruinoso. Si usted no me envia mañana mismo los pica-
portes nuevos iiic marcho.
— No, no, caballero, no ze marche usted, tendrá picaportes de
plata oxidada, picaportes de art nouveau, picaportes grabados por
Roty.
Y en efecto, me fui a una joyería de la calle de Huérfanos y ad-
quirí unos picaportes de metal empañado con flores esmaltadas en
rojo y azul, que dabau ganas de prendérsdos en la corbata. En se-
guida los ordene colocar.
Dos semanas absolutamente inalterables. Pero esta vez, la causa
era gravísima. La casa c:i arriendo pemianecia cerrada, hermética-
mente cerrada. ¿Se habrían alcanzado a morirlos arrendatarios, de
vergüenza por los picaportes antiguos?
^7S
La puerta fué descerrajada y rejistrados los departamentos in-
teriores. La soledad mas grande, mas definitiva reinaba en piezas
y corredores.
Naturalmente, los millonarios se hablan llevado también los pi-
caportes, como recu^do de la imbecilidad del propietario.
• • •
Volvió a quedar fijo en la puerta él cartdon de papel con letras
negras: Sg arrienda esta casa^ etc. Una mañana apareció en mi ofici-
na un señor de levita mui abrochada. Pareda una escopeta metida
en su funda.
— ¿Tengo el gusto de hablar. . .?
— Con el doctor Alvarez, especialista en enfermedades infeccio-
sas, hijienista recien llegado de Berlin.
— Lo celebro. Mi casa vale ciento veinticinco pesos mensuales
al contado, sin picaportes.
— No le he oido a usted lo último.
— No importa. La primera mensualidad es anticipada.
El doctor se llevó violentamente la mano al bolsillo y crei un
instante que iba a sacar el revólver para matarme; pero con asom-
bro, con estupefacción de mi parte, vi que el objeto sacado, era una
cartera de cuero gris.
— ^Aquí están los ciento veinticinco pesos — me dijo — arrojándo-
melos con dignidad' sobre la mesa.
Quise estrecharlo contra mi pecho, pero creí prudente disimular
y agregué con un cinismo que jamas olvidaré.
Hasta hoi he tenido mui buena suerte con los arrendatarios. To-
dos me han pagado el canon anticipado. Espero que a usted le
gustará la casa.
Al dia sub-siguiente el doctor hijienista llegó a casa con los dos
ojos casi enteramente saltados de las órbitas, y el sombrero colga-
do en la punta del pelo.
— [Señor! — me dijo con voz pavorosa — ¿cómo puede usted tener
esa casa?
— ¡Hombre! No sé quién me lo pueda prohibir.
276
— No, no; me refiero al deplorable estado profiláctico en que se
encuentra.
— ¡Cáspita! — ¿La ha encontrado usted ruinosa?
— No me comprende usted. Su casa está en sumo estado de de-
saseo. El jérmen de la tuberculosis vaga por todas partes. Hai mi-
crobios hasta en la escalera. . .
— No se alarme usted de eso, porque con el tráfico quedarán
aplastados.
— No, señor, yo exijo que proceda a hacer una completa desin-
fección de la casa, so pena de rescindir el contrato. Hé aquí lo que
yo exijo: i.° Encender en todas las piezas por diez dias y por diez
noches consecutivas, mechas de azufre; 2,^ Lavar los techos y los
entablados con una solución de sublimado al uno por mil; 3.** Em-
papelar de nuevo las habitaciones, usando un engrudo mezclado
con ácido fénico; 4.<> Cubrir todos los umbrales de las piezas con
una mano de alquitrán; 5.^ Cubrir el piso de la cocina con una capa
de carbón de Guyot, y pavimentarla encima con ladrillos someti-
dos a una alta cocción; y 6.° Poner en todos los rincones escupi-
deras anti-tuberculosas, conforme al plano adjunto.
Caí desmayado arrojando espuma por la boca. Cuando volví en
mí, recapacité cinco minutos y resolví avenirme a todo.
—Está bien — repliqué con la voz temblorosa. — ^Todo se hará co-
mo usted lo desea.
Diez operarios con delantales blancos, dirijidos por el doctor y
pagados por mí, procedieron a realizar ese programa de sanea-
miento, con una minuciosidad tal que mi bolsillo se encontró con-
movido hasta sus entrañas.
Por fin, quedó todo terminado. El doctor metido siempre en su
funda o vaina negra, llevó su familia al nuevo domicilio; una fa-
milia igualmente abotonada de pies a cabeza, de manera que pare-
cían todos una colección de lápices dentro de sus cápsulas.
Pasaron treinta dias de serenidad, y uno, quizá el primero del
siguiente mes, me notificó el doctor que se iba por no encontrar
del todo salubre la casa, y después de abonarme una mensualidad
se despidió efusivamente y se marchó.
Yo quedé enfenno. ¡Perder un arrendatario tan hijiénico y tan
puntual; pero sobre todo tan hijiénico!
277
Llegó el momento de abrir la casa, y casi me fui de espaldas. No
pondero: quince carretones de basura, no bastaron a sacar de allí
todas las cascaras, papeles, restos de comida, corchos, cambuchos
de botellas, plumas de gallina, etc., etc„ que la familia del hijienis-
ta habla acumulado, en piezas, galenas y rincones.
Hasta en el salón habia cascaras de naranja, tapones de cerveza,
restos de plátanos y papeles rotos.
a fi ^
Debo cortar mis memorias, pero con el deseo do seguirlas algún
dia. Faltan para completar estas verídicas impresiones, una señora
con hijas y un profesor de baile, que después de los arrendatarios
enumerados, siguieron sucesivamente, amargando mi existencia.
UH ñLmUERZO....
<— Ha sido reducido a prisión el comi-
sionado de esta policía Eleuterio Alvarez,
que fue mandado a dejar un reo a Snn
Femando. Este convidó en Curicó a al-
morzar al guardián, bebiendo varías co-
pas de vino, y resultando al final que el
guardián quedó embriagado y el reo se
higó.»
(Tblegrama db Tai,ca)
isiON delicada, escabrosa y de indudable responsabilidad Ir.
de conducir un bandido a Santiago!
Kl modesto funcionario policial de provincia, llamado
al despacho del comandante, y hecho depositario de mi-
sión tan difícil, se atusa orgullosamente los bigotes ante
sus camaradas en «d cuerpo de guardia y sonrie de gusto.
— Me voi a la capital — compañeros — llevando al Pcjegallo Con
esta prueba de confianza me reconcilio con d comandante y nic
gano él ascenso. ¡Cáspita! No todo ha do acr ruina este año.
Y él comisionado se soba las manos y mira al través de la
ventana la luminosa mañanita de febrero, clara, límpida y traspa-
rente.
Esa noche se come mas alegremente en la casa del comisio-
10
28o
nado y la mujercita abre un tarro do duraznos al jugo, para
celebrar ese viaje que puede ser el principio de cosas buenas y de-
scadas.
-s-¿Lo ves Julia? Ya se acabó el infierno que se nos habia caído
encima. Ya te lo he dicho muchas veces: cuando vienen las cosas
malas vienen en chorrera; pero cuando comienzan las buenas, en-
tonces, nadie las ataja. Se nos fué Garlitos primero, perdí después
mi puesto en el correo, el comandante me recibió con ojeriza, tú te
enfermaste del hígado, perdí cincuenta pesos en las carreras y se
me dió vuelta un frasco de aceite en mi dolman nuevo. Pero de? -
pues principiaron las buenas cosas: se murió tu madre, me aumen-
taron en diez pesos el sueldo, Garcia me pagó los veinticinco pe-
sos que me habia pedido para el dieciocho, y hoi me encargan ir a
Santiago nada menos que a llevar al Pejegallo. . . ¿Sabes lo que me
dijo el comandante?. . . Entré yo, me miró y me dijo: Alvarez: ¿se
atreve usted a llevarme al Pejegallo a Santiago? Yo me quedé mi-
rándolo y después le contesté mui tranquilo: Mande no ma";, mi
comandante, que yo me atrevo a todo.— Bravo — me dijo—tú eres
de mui buena voluntad y harás carrera. .
— ;Así te dijo?
— Así mismo, Julia. Y yo creo que si eso no significa que me as-
cienden, no sé yo castellano ni tengo dos pies.
— ¡Qué g^sto! Mira, yo te voi a confesar una cosa. Si te mandan
con el Pejegallo, es por San Antonio. . .
— ¡Bali! ¡Tienes tú unas cosas!.. ¿Cómo pegas a nuestro padre
San Antonio con el Pcjtgallo?
— ¿Que como? Con siete velas que le he encendidol
—¿Al Peje?
m
—Estúpido. No bromees que te puede castigar Dios. Las siete
se las encendí á San Antonio, por tres cosas: porque se te quite el
vicio del cigarro, porque no te juntes con Garcia y porque te as-
ciendan...
— Bueno. Tú dices que San Antonio se preocupa de estas co-
sas . . Puede. . . Lo cierto es que esto me mejora a ojos vista. ¿Me
arreglas la maleta?
— ¿Qué llevas?
— Una camisa, dos pnres de calcetines.
281
— ¡Derrochador! ¿No te los cambiastes la otra semana no masi
9É 9É Hi
Arreglada ya la maleta, y el comisionado con ella en la p uerts
de la cárcel esperando la entrega del Pejegallo. Por fin, y después
de mucha espera, sale éste encojido, con el sombrero en la mano y
con una cara de mosca muerta, que cualquiera lo creería sacristán ,
antes que bandolero de la high Itfe del bandolerismo.
— ¡Pajarito! — le dice el comisionado, remeciéndolo úe un brazo
—¿le gustan a usted las pildoras?. . . Supongo que nó. Bueno! dos
o tres te voi j'o a meter si tratas de echar el vuelo. ¿Ves esto?
¿Sabes tú cómo se llama? Esto es un esmitihueso lejitimo de cinco
tiros. Con dos bastan para \L
El Pejegallo oye anonadado todo esto, mientras se coloca un ruin
sombrerito plomo en la cabeza y se suspende los pantalones con
las dos manos.
Y los dos, conductor y conducido, echan a andar hacia la esta-
ción y no tardan en ocupar los asientos de segunda clase, uno al
frente del otro. Un escritor diría que allí habia un trozo de hielo
entre ambo?» viajantes; pero nosotros no diremos tal cosa: indife-
rencia habría, pero hielo. . . ¡cá! ojalá, porque se lo hubieran comido
para el calor.
El Pefegallo, hombre de muchísimo mundo, y acostumbrado a
encontrarse en tales trances, iba divertidísimo al ver la gravedad
de primerízo del comisionado.
—¿Fuma usted, señor? — preguntó el bandido alargando amable-
mente una cajetilla de cigarros cycles.
—Gracias. No fumo.
Y el Pejegallo se guardó la cajetilla después de sacar uno, encen-
derlo y echar el humo despreocupadamente
—Fumas, como sí no te pasara nada desagradable! — observó el
comisionado.
— jPhs! ¡Qué le voi a hacer, pues señor! Estoi en la mala y aga-
cho la cabeza! ¿Qué vamos a Santiago? Bueno; no seré yo el que
resista. El que la hace, la paga: yo la he hecho, y la estoi pagando.
—Pareces razonable.
282
— Un algo. Yo soi así. Cuando estol dado, estoi dado. Usted no
me creerá, pero en llegando a Santiago yo le voi a hacer a su mer-
cé entrega de todo lo que tengo. ¿Para qué lo quiero yo? ¿Para qué
me lo roben en la capital? Prefiero que usted lo guarde, y si algu-
na vez salgo, me lo devuelva. . .
— ¿Es mucho?
— ¡Phs! Una miseria. . . trescientos pesos,
— Dame un cigarro.
Un momento de silencio reinó entre ambos. El tren corría des-
bocado. Al través de los vidrios se veia el campo verde, ilimitado,
convidando a la libertad. . . y al Pejegallo se le hacia agua la boca
mientras echaba su chupada a la colilla y soplaba el humo. . .
£1 comisionado, entre tanto, pensaba y pensaba. ¿Tenia algo de
inconveniente ser depositario del dinero de un bandido? Nada! Si
el Pejegallo salia de la cárcel, bueno, allí estaban los trescientos
pesos; y si no salla, también. En cambio ¡qué cantidad de cosas
podian hacerse con trescientos pesos! Pagarle al despachero los
veintidós pesos sesenta, para que no chille; comprarle un vestido
a la Julia y guardarse lo demás para un apuro. Quedaba un punto
oscuro, un verdadero caso de moral. Esos pesos ¿serian robados?
— Oye, Pejegallo, Esos trescientos pesos son robados?
— No me ofenda, patrón. Son mios, y mui mios: dos bueyes y
un caballo ensillado que le vendí en Parral a mi primo Fundador
Reinoso. . .
Y nuevo silencio, y nuevas chupadas, y nuevo sueño. La cara
niefistofélica del Pejegallo sonríe de una manera atroz, pero vuelve
a su natural y filosófica indiferencia cada vez que los ojos del co-
misionado le caen encima.
— Bueno, pues, Pejegallo, A mi no me gustan estas cosas, ¿eh?
Pero me has caido en gracia, y acepto. . .
— ¿Y será usted tan bueno, señor, que me acepte un convite a
almorzar en Curicó?
— ¡Ahí eso es imposible, yo tengo obligación de llevarte a San-
tiago...
— ¿Y? ¿Que no vamos a Santiago? Si es solo un almuercito
Pero, en íin, si usted no quiere. . .
— Bueno; por no desairarte. . .
•tf kM IV
283
V una vez que el tren entró en la estación de Curicó y el freno
lanzó su silbido agudo y moribundo, los dos viajeros descendieron
al anden, no sin que el comisionado fijara sus ojos sobresaltados
en el Pejegaüo. Pero éste iba indiferente como siempre, tranquilo,
silbando...
Por fin quedan delante de la mesa y un mozo corre a colocarles
dos platos con carne fria y rabanitos. Luego la cazuela y una botella
devino blanco pedido por el Pefegallo, a indicación del comisionado.
— Mucho tiento, amigo — dice elcomisionado, al echar el primer
trago — mire que 3*0 estoi haciendo mucho en estar aquí. .
— Deje, señor, que nos alegremos un poco. jVoi a pasar tanto
tiempo a la sombra!
— Tienes razón.
A la cazuela siguieron unas costillas con pebre, con las que
ambos se saborearon, remojándolas con lo poco que ya quedaba en
la botella del vinito blanco.
Pero el comisionado comenzó a yerlo todo mui bonito: el dia
mas claro, la mesonera mas buenamoza, al Pefegallo más simpático.
Y al través de esos cristales vagos y movibles con que se mira
todo a los primeras copas, el funcionario policial se sentia mui
feliz, mui joven, mui dichoso...
— ¿Con que bandidito, eh? Pefegallo travieso?
— No, señor, se hace lo que se puede
— Mira, Pejegalliio, pejegalloncito. . . ja!. . . ja! . . ja! . . Mira ¿te has
divertido mucho en tu vida, ah? cuántos tiritos has apuntado?
— No, señor; no sea bromista. . .
— Anda, pillastron... Pefegallo.
— ¿Señor?
— ¿Se va el tren?
— Xo, señor, no se va: atráquele al cordero que está mui bue-
no ..
— ¡Oye, Pefegallol Una confianza: ¿tú pagas?
— Yo, patrón.
— Entonces pide vino. . .
Y se pidió vino, y el comisionado se sintió furiosamente atacado
de risa con el nombre de Pefegallo.
— ¡Qué gracioso! Es el nombre mas divertido, Mira, cuando tú
284
salgas de la cárcel, vamos a sembrar una chacras en inedias ¿ah?
— Sí, señor. Un maizal. . .
— ¿Un maizal? No, nó y nó. Un tomatal enorme, de diez cuadras
y ademas un sandial. ¿Que te parece?
— Bien, pues señor.
— ¿Has dicho que te parece mal?
—No, señor; que bien, que mui bien.
^ — Me gustas, Pejegallo^ porque eres un hombre dficidido. ¿Tú
crees que a mi me ha hecho algo el vino?
—No...'
— ¡Bah! ¿A mí? jOcurrencias! Estoi fresco cqmo una lechuga
Y el comisionado se balanceaba sobre su silla y miraba ai ban-
dido con tiemísimos ojos,
— Oye, PeJ€gallo\ no sigas esa vida de bandolero, chico. Te lo
digo por tu bien. A mi me da lástima de verte así, preso. . Me dan
ganas de llorar. . .
Y el comisionado larga el llanto y apoya la cabeza sobre sus
brazos...
— ¡Peje! Me siento mal. No te vayas a ir, Peje, Acompáñame. Si
te empeñas sembraremos el maizal.
% % %
— ¿Dónde estoi? — preguntó el comisionado al día siguienlc.
estirando los brazos y desperezándose después de tan largo sueño.
Debo estar en la capitaL
— iNo, señor! — dijo burlonamente un centinela lI través de la
ventanilla — ¿qué ha hecho del Pejegallo?
Ese nombre hace brincar al comisionado. De un golpe se le
viene todo a la imajinacion, y piensa lúgubremente
— Se me heló la chacra!
Después la pena le coje, y larga el llanto, . . pero esta vez de
veras.
c3^ ¿1^
rompuTos
OuiEN no sea de estopa y se dé el incómodo lujo de usar ner-
vios, no debe asistir en dia de elección a los cómputos que
se hacen en las secretarias de los partidos.
Las impresiones mas contradictorias se suceden unas tras
otras, en interminable serie, sin dar tiempo para que el espí-
ritu se reponga y vea claro en medio de tanta anarquía.
Al rededor de una mesa, cuatro o cinco personas inclinan la
cabeza sobre estensos pliegos de papel blanco, rayado en estrechas
columnas, donde van aposentándose números y mas números.
Mas apartados se agrupan otros, estirando el cuello y clavando los
ojos en esas filas de cifras, que van alargándose como cadenetas
de hilo negro, irregularmente tejidas.
De repente, una puerta se abre violentamente y un hombre jo-
ven, bien vestido, con el sombrero algo abollado, apretando ner-
viosamente en la mano un papel, entra de sopetón y dice con voz
estentórea: ¡cuarta comuna!
Todas las cabezas se levantan, todos los ojos se clavan en él, y
encontrándose el recien venido con la importancia necesaria, ¿c
deja caer en un sillón. Después de haber hecho esperar algo la an-
286
siada cifra, se deja oin «trecientos cuarenta, contra cuatrocientos
cuatro.»
Los que hacen los cómputos, colocan las nuevas cifras en lo^
huecos que las esperan > ensayan una suma al márjen, para ver s^
ha alterado el cómputo.
— Caballeros — grita el que ha sumado mas rápidamente — ¡gana-
mos por veinticuatro votos!
La noticia cunde, las puertas se abren, una voz clara dice afuera
al público que pide noticias.
— Señores: un triunfo colosal corona nuestros esfuerzos. Una
mayoria de trescientos votos arrojada por los cómputos, nos per-
mite confíar en la victoria.
Grandes aplausos y gritos. La jente se abalanza a la calle y un
momento mas tarde una poblada viva con entusiasmo loco al can-
didato.
Las caras de los que hacen los cómputos están sonrientes y
satisfechas, y como no llegan nuevas noticias, se encienden los
cigarros y se charla.
Un instante después, la campanilla del teléfono repiquetea fu-
riosamente. Alguien descuelga el fono y habla:
— . .Si. . mal resultado . . ¿cómo?. . .por sesenta y ocho votos?
¡qué barbaridad!. . . un tuiti. . . ^ los comisionados.'
Todos los que están sentados se han puesto de pié aproxi-
mándose al teléfono para ver si se descubre algo de lo que se
dice
— ...pero eso es enorme... ¡quién sabe si todavia se puede
remediar!. . .
— ¿Qué haL' ¿qué ocurre? — preguntan los que rodean, y2i nenio-
sos y pálidos por la emoción.
— Háganme el favor de callarse, caballeros, que no oigo nada.
replica el otro. . . si. . . perfectamente. . . procure ver a López inme-
diatamente. . . está bien. . . no lo felicito. . . adiós.
Junto con colgar el fono, diez preguntas caen sobre el que habla-
ba, y es menester contestarlas todas.
— Una comuna perdida por sesenta y ocho votos. Se nos ha he-
cho un tutti escandaloso. ¿A ver los que llevan los cómputos?
287
Apunten: cuatrocientos sesenta votos contra quinientos treinta y
ocho.
—¡Perdemos por cuarenta y cuatro'
— Es menester ocultar. . .
— Que no se nos conozca en las caras.
Afuera la algarabía crece. La noticia del triunfo ha recorrido
las calles, y enjambre de partidarios pide detalles. El clamoreo se
hace ensordecedor, y hurras y vivas resuenan a cada instante.
Un audaz sale de nuevo, y haciendo de tripas corazón, grita:
— Señores: el triunfo se confirma, la mayoria aumenta; los cóm-
putos ratifican nuestro triunfo. Los enemigos se entregan a las
mas audaces falsifícaciones; pero nosotros sabremos evitarlas con
dignidad y con talento!
Enormes aplausos saludan al orador, que entra de nuevo al
sanctasanctórum y se deja caer en un sofá,
— ¿Pero es cierto que vamos perdiendo por cuarenta y cuatro?
¿no se habrán equivocado en la suma?
— Xo señor.
Y las caras se alargan se alargan de una manera atroz.
Nuevo estrellón en la puerta; un comisionado entra y se acerca
a la mesa con faz airada:
— ¡Nos han partidc en la décima comuna! Perdemos por ciento
cuatro.
— ¡Qué barbaridad! ¡Pero ahí no se ha trabajado!
— ¡Cómo que no se ha trabajado! No, señor. Quien tiene de esto
la culpa es la secretaria. . .
— ¿La secretaria? usted no sabe donde está parado. . . Los comi-
sionados de la undécima faltaron a sus puestos.
— Eja es la injusticia de siempre. Y sacrifiqúese uno para que
no se lo reconozcan!
—¡Caballeros! — dice alguien— todo cargo es ahora estemporáneo.
Todo el mundo ha trabajado como ha podido.
—¡Duodécima comuna! grita otro, penetrando como un ciclón,
cuatrocientos sesenta y cuatro votos, nosotros; ciento cincuentn
ellos.
— iBravo! ¡Eso es trabajar! ganamos otra vez.
288
Y los del cómputo escriben afanados, y suman con vertijinosa
rapidez:
— Hemos pasado por doscientos sesenta.
Gritos aiuera que piden noticias, y oradores que hablan. Todos
los del sanctasanctórum se lanzan de la pieza a dar las buenas noti-
cias. I<a algazara sube de punto y los vivas se hacen mas sonoros
y estruendosos. T^os entusiastas se abrazan y se estrechan las
manos y tres o cuatro centenares de personas salen a la calle vi
vando estrepitosamente.
Los del cómputo han vuelto a sus asientos y miran, con loca
alegría, esa última simpática cifra que ha cubierto con creces si <!(>
ficit que dejaban las anteriores.
De repente el comisionado que habia dado la buena nuev;:,
vuelve azorado, con los ojos abiertos y rojo como una bcU-
rraga:
—Señor, señor ¡si me he equivocado! Yo no sé lo que tengo en
la cabeza. Es al revés: ciento cincuenta votos nosotros y cuatro-
cientos sesenta y cuatro ellos. . .
—¡Qué animal! ¡Pero hombre! ¿Está usted idiota, caramba? ¿Ha-
bráse visto imbécil?
— ¡Qué quieren ustedes! si tengo un dolor de cabeza atroz..
Y los del cómputo borran resignadamente, cambian las cifra.sy
sr.can el resultado al máijen:
—¡Estamos perdidos! ¡quinientos votos de diferencia!
—¡Ya no nos reponemos!
—Imposible!
—Yo no tengo la culpa; me habia equivocado.
—Salga usted de aquí, so tonto, que ha venido a embromamos.
Vuelven afuera los gritos a preguntar detalles. Las puertas se
cierran con llave, para que nadie se aperciba todavía del cambio (':
situación.
De diversos puntos telefonean, pidiendo resultados y es. menes-
ter responder con voz entera que hai buenas noticias, pero qvi:
aun faltan muchas mesas cuyo escrutinio no se conoce;.
El candidato en persona, entra, pálido, desencajado, y se deja
caer en un sillón:
—¿Hai esperanzas?
¿«9
—Pocas. . . pero haL
—¿Faltan muchos resultados?
—Como veintidós.
—Entonces estamos salvados.
Un rayo de esperanza pasa sobre los pliegos de papel, en que la
cadeneta negra se ha alargado en muchas fílas. Algunos cigarros
ae encienden y hasta una que otra risa estalla sofocada.
La noche avanza y con ella van acallándose los ntmores de las
calles, y apagándose los vivas.
Mucho rato trascurre sin que la puerta se abra y entren nuevos
datos. El peso de los quinientos votos es abrumador y mantiene
aplastados y mudos a los circunstantes.
—Yo siento vivas, dice alguien.
—Sí; parece una poblada
—¿Vendrán a atacamos?
—Seria eso tras cuernos palos.
Y, en efecto, se sentia un rumor como el que imita las turbas
que se acercan, en el teatro.
De repente alguien descubre que es el gas el que produce este
ruido, y disminuye los enoUnes abanicos de luz que se escapan
sonoramente de los quemadores. Con esta precaución, las turbas
parecen alejarse.
Pero el decaimiento vuelve. Por fin, después de larga espera, un
galope de caballo suena en los adoquines, y se detiene en la puer-
ta; después un ruido de pasos y espuelas se siente en el pasadizo
y la puerta se abre con estruendo. Un huaso alto, fornido, moreno,
con poncho, botas y espuelas de enormes rodajas, se precipita con
•la sonajera de sus arreos, y alarga un sobre.
—El propio de Colina— dicen varios.
—Apunten ustedes — dice otro rompiendo el sobre y dictando
unas cifras.
El cómputo se mejora; pero las incertidumbres siguen. Un ca-
rruaje a cuatro caballos se detiene a la puerta y tres o cuatro per
senas entran corriendo:
— iBarrancas!
290
Los quinientos votos van bajando] y con ello vuelven a encen-
derse cigarros y a estallar las charlas.
Pero como ya despunta la mañana y hace mucho frió y la ten-
sión del ánimo ha gastado las fuerzas, comienzan a dispersárselos
computadores y con dios, a apagarse las luces.. . .
Volvemos a repetir. Quién se dé el lujo de tener nervios que no
asista a cómputos de ninguna clase.
Jf Jf
en mñRCHñ
PRIOIERñ CLñSE
El* piteo del conductor, el silbato de la locomotora y el tirón de
carros en que suenan las cadenas y chocan los topes, ha
puesto ya en movimiento el largo convoi y quedan solo las
manos que al través de las ventanillas se ajitan y las que
desde el anden contestan como queriendo retener y alargar
ese momento supremo del adiós.
Siempre nos ha parecido el tren que parte y que se aleja, com-
pleto símbolo de la ausencia y del olvido. Los seres que hemos
querido, los deudos que han abandonado la tierra, los recuerdos
gratos al espíritu, los amores tronchados por la ventolera de la
suerte, son rostros pálidos, que asomados a una ventanilla, se van
alejando rápidamente, hasta perderse en las borrosas lejanías del
horizonte azul.
Pero no poetisemos, porque el convoi no se desliza como
una vela blanca sobre la tersa superficie de un verde lago, sino que
salta, brinca, tiembla y culebrea sobre los ríeles de acero, como
una ferretería que se desarma y descuaderna.
Un tren es un completo organismo social. Es un pedazo de ciu-
292
dad que viaja. El problema de las clases no se queda en el andén
de la estación, sino que se cala también el gorro de viaje y se con-
fia a la buena voluntad de los émbolos. La primera, la segunda y
la tercera clase, limitadas perfectamente en la boleteria y absoluta-
mente separadas en los vagones, prueba que aun en marcha hacia
lo desconocido (porque ¿quién duda de que los trenes marchan
ahora a lo desconocido?) debe existir la realización del cuerdo re-
frán español «cada oveja con su pareja» y «tal para cual y Pas-
cuala para Pascual.»"
No hablemos del Pullman, como no hablemos tampoco del carro
fúnebre estraordinario, ni de los palcos cuevas del Municipal,
porque solo son éstos grados superiores dentro de la primera
clase.
Reduciéndonos solo a los trenes, sentamos algunos axiomaii i:i-
discutibles:
En primera, viajan los que tienen antojo o placer de vlnjo:.
En segunda, los que tienen necesidad de viajar.
En tercera, los que han recibido orden, encargo o mandato de
viajar.
Con mas claridad 3' menos palabras: en primera se viaja por ca-
pricho, en segunda por necesidad y en tercera por obediencia. De
donde se deduce— como dicen los profesores de matemáticas — que
en primera clase predomina la satisfacción, en segunda la pacien-
cia y en tercera la resignación.
Comenzamos por la primera clase, porque como no somos socia-
listas, consentimos en admitir los números ordinales y creemos,
por consiguiente, con sinceridad, que uno está antes que dos y
mucho antes que tres.
En primera clase se nota mucho equipaje. Maletas debajo de las
piernas, sacos metidos bajo los asientos, paquetes, bastones y cajas
de sombrero en las redecillas y aun maletines y ramos de flores o
jaulas con canarios sobre las faldas.
A un estremo del carro, una familia numerosa ha ocupado va-
rios asientos. La señora, con una capa de viaje un poco antigua,
capota con violetas de corona fúnebre y velo negro, cabecea acom-
pasadamente mientras un rayo de sol que pasa por la ventanilla,
idealiza un poco su tranquila figura de madre de familia \4rtuosa
393
y fecunda. En el asiento del frente, dos niñas con velo blanco, con
ese sentador velo blanco que convierte a las mas vulgares morenas
en odaliscas ejipcias miran el bienaventurado sueño de la mamá y
se sonríen. En el otro lado, la mayor délas niñas, una morena alt^,
de perfil delicado, tiene en su falda a un chiquitín hermanito suyo
y pierde su vista embelesada en el campo que se estiende intermi-
nable hasta los cerros azules de la cordillera. La sonrisa leve que
vaga en su rostro, la viveza con que los ojos están fijos en la leja-
nía, hacen pensar que no es el mundo esteriorlo que atrae su aten-
ción, sino el mundo interno de recuerdos y esperanzas. Cualquiera
diría que tiene la misma manera de mirar que el joven guardia-
marina que por primera vez se va a lanzar a los azares del océano,
abandonando las costas de la patria. Flota en torno suyo esa dulce
embriaguez del espíritu que idealiza la vida y que hace pensar que
la bellísima morena se va a embarcar para surcar mares descono-
cidos. . . El chico la saca de su abstracción, dándole una palmadita
en la mejilla para espantarle una mosca que había buscado allí te-
rreno firme.
Otro chico se ha asomado por la ventanilla y el viento le ha
arrebatado traidoramente su gorra de marinero que ostentaba or-
gulloso el letrero de (yiltggins, Llorando a mares, el desgraciado
exije imperiosamente que se haga parar el tren. Por fin se logra
convencerle que eso no es posible y él entonces, secándose las lá-
í^imas con la manga, dice sollozando:
— El conductor lo va a hacer parar a la vuelta y se va robar la
gorra para sus chiquillos!
Y otros vastagos de la misma señora, que duerme imperturbable,
se entretienen en ver cómo los árboles parece que caminaran en
sentido contrarío al tren, y como los animales se ven tan chiquitos
que parecen cosa de juguete.
En otro asiento tres caballeros, dos de ellos diputados y el otro
agricultor, conversan en voz baja y accionan vivamente. A pesar"
de que hacen esfuerzos porque no se les oiga la interesante discu-
sión, es fácil pescar palabras sueltas:
— . . .es un hombre preparado. . .
— . . .serio.
—El país necesita una mano de fierro. . .
?9A
— . . .la administración corrompida. . .
— . . .yo lo prefiero a todos. . .
Mas lejos hablan dos señores de la cosecha, de engordas,
del precio de los animales, de la ruina de los árboles frutales. . .
Mas lejos aun, un presbítero reza en su breviario y de cuando en
cuando se distrae mirando hacia el campo.
En un estremo un hombre pálido, desencajado, envuelto en un
sobretodo de invierno, tose incesantemente:
— jDon Anastasio! — esclama otro— ¿cómo está usted?
—Ya lo vé. . . haciendo hora para la tumba. . .
—No diga usted eso, hombre; usted respira salud por todos los
poros. . .
— Es demasiado amable, don Miguel. Yo voi a menos, lo siento
y no puedo evitarlo.
Y un nuevo acceso de tos hace ponerse encamado ese rostro
pálido y cadavérico.
Un matrimonio cierra el vagón: los dos están juntitos y con-
versan tan incesantemente como si nunca se hubieran hablado
nada.
Y ese es el carro de primera, descolorido, estirado, monó-
tono.
5E6UnDñ CLñSE
El carro de segunda clase es el que lleva el cocavL La canasta
tradicional con un pollo fiambre, una botella de vino dulce, pan,
queso, un trozo de longaniza y bizcochuelo. no hace falta nunca
bajo los modestos asientos de segunda.
— A mí todo se me puede olvidar — dice una señora gorda — me-
nos el cocaví para el camino, porque todo es dar el pitazo el tren y
yo sentir un acabamiento de estómago que me desespera. . .
Y en efecto, a poco andar, la señora saca de entre sus vestidos
un trozo de pollo y hace que tire de un estremo su hija tan erape-
friollada como ciir.sL:
—Pero, mamá— dice la muchacha— fíjese que ese joven que
está aquí detras me viene pretendiendo. . .
— Jesiis! No vayas a perder tu puesto de estUutriz porque te ven
comiendo. . . Tira, tonta.
—Pero mamá. . . Me voi a sacar los guantes.
— No seas ordinaria. Comer con guantes es la suprema disl: li-
ción. . . Cómete este encuentro.
La estiiuinz dá una mirada de tortuga agonizante al joven que
la pretende, para significarle que ella no necesita de encuentros
para alimentarse. . . aunque a los dos bien le vendría un encuentro
para hablarse cosas melifluas y amorosas.
El joven que la pretende, ama en ese instante mas que a la joven
al pollo, porque sus recursos solo le permiten almorzar dia de por
medio . .
— Yo le voi a ofrecer longaniza — dice la señora.
—Pero, mamá...
— ;Vé! ¿No va a ser mi hijo polítido el dia menos pensado? ¡Pues
basta de políticas!. . . Oiga, jovencito, arrímese, que aquí traernos
cocaví. . .
El joven se ruboriza, vacila, y concluye por aceptar, estrechando
con una mano la de la institutriz y con la otra la próvida longani-
za que se le alarga. . .
—A mí no me gastan etiquetas. . . A usted le parece bien la
Amelita, a mí me parece bien usted y nohai mas... ¿Quétal la longa-
niza, ah? Muí barata. . . Mire usted, aquí donde usted me vé, yo soi
inui aficionada a las cosas de chancho, y ando en Santiago detras
de las chancherías a ver dónde hacen las longanizas mejores y
mas baratas. . . Lo que es para los chorizos, no hai como la calle
del Puente y para las longanizas, en la plaza misma. . . En cuanto
a las chuletas no las compre usted en ninguna parte . .
— Nó, señora, no las compraré. . .
—No, no las compre, porque tienen unas cosas que llaman tns-
r^/>raj que viene a ser algo como si lloraran los ojos. ¿A usted no le
llora algo?
— Sí, señora, el estómago. . .
— Coma u.sted con confianza, hombre. Usted ha cdido bien en la
familia...
^96
— Sí, señora, gracias; pero temo que la longaniza no caiga bien
en la familia, quiero decir, en mi estómago. . .
— ¡Qué ocurrencMa! Aquí tiene vino dulce. . . Este vino me lo
manda de Cauquenes mi hermano Simón. . . ¡Ai ese bienaventura-
do! Es un hombre de Dios. . . ¿Usted no lo conoce?
— No, señora. . .
— ¡Cómo! ¿Usted no conoce a Simón?
— Si, señora, de nombre muchísimo, y hasta de vista, porque un
día hablé con él por teléfono. . .
— Bueno, pues ahí, donde usted lo vé, tiene una mujer que es
un demonio ..
En fin, doña Úrsula sigue hablando ella sola, mientras el joven
r!evora a la longaniza con la boca y a la institutriz con la mira-
da. ..
— Oiga, Ramón— dice de repente la muchacha — no me gusta
que sea usted tan espresivo cuando ande con los zapatos nueves;
fíjese que me los ensucia. . .
Y hace con la boca un jesto de regalo y de monería, tan esquisi-
tamente cursi, que se echa de menos una máquina fotográfica.
Un suspiro suena mas atrás, un suspiro largo, cadencioso, me-
lancólico. . . ¿Es una garganta de mujer, la que lo ha emitido? No,
señor. ¿Es siquiera la garganta de un cantante afeminado y sin
contrata? No, señor; es un peluquero de largos bigotes encarruja-
dos, de cabeza peinada con arte sin igual y oloroso como una ma-
ta dejazmindel Cabo.
Hai en esas ensortijadas ondas, todos los líquidos de todos lo."^
frascos de un lavatorio de peluquería.
Campea sobre todo la esencia de heliotropos, un resto de agua
de Colonia flota desvanecido, la quinina amortigua un poco al
penetrante vinagre del tocador, el carUopsis del Japón se mezcla
con la esencia de violetas, y el agua del Portugal es un lazo dt
unión tendido entre tanto perfume.
— Debe ser una persona distinguida — dice la señora gorda—
porque huele muí bien.
Al frente del peluquero se sientan dos individuos de manta, pe-
ro con buena ropa. Uno de ellos es un cuadrino que va a buscar
animales gordos a la Requínoa, y elotro un comerciante en frqo-
297
les que los compra en Curicó y los revende en las bodegas de
Santiago. Los dos van mareados con las esencias del vecino y no
tardarán en decirle alguna impertinencia.
En seguida va una dama gruesa, morena que se puede llamar
Irsolina Ahumada o Herminia Tapia, eminencia jinecolojistá lla-
mada con precisión a Chimbarongo. Ella puede oponer una tímida
defensa a los olores vejetales del peluquero, con cierto tufillo de
ácido fénico que irradia hacia todos lados.
Un maestro de escuela ronca con sus gafas en la punta de la
nariz; un alumno de la Escuela de Clases que regresa a su hogar,
sueña mirando al través de los cristales; un estudiante pobre lee
una novela por entregas con adulterios, asesinatos y parricidios;
y un seminarista arrinconado con timidez en un estremo lee un
libro que se llama Ilarmonias entre la Ciencia y la F/.
Al otro lado se vé una muchacha mui pintiparada, con aspecto
de sirvienta de casa grande que va a la suya con permiso y lleva
un baúl con diversos obsequios para la familia. Dentro del baúl va
una tetera de plaqué, la misma que se desapareció en un robo en
la casa de que es sirvienta, y de que se culpó al cochero por una-
nimidad de votos; un par de botas de charol «de la señorita», tam-
bién desaparecidos misteriosamente; un vestido negro de seda,
metido por distracción en su caja, en vez de hacerlo en el ropero
de la señora; y un par de pantalones del caballero, destinados a
cubrirlas formas de su primo, con quien se ama clandestinamente.
Y en la plataforma, fumándose un cigarrillo endemoniado, un
italiano con cabeza de violinista, que seguramente piensa en
Verdi...
TERCERR CLñSE
Jaula, mas que carro, el vagón de tercera clase ni es cómodo,
ni es hijiénico, ni huele bien, ni presenta poesia de ninguna clase.
Tampoco se ven en él maletas ni sacos de ropa, ni maletines,
sino canastos de mimbre con huevos, atados de pollos y gallina
y uno que otro pañuelo listado o a cuadros, con algunas docenas
de brevas curadas. . . o anti alcohólicas.
298
9
Flota en conjunto, cierto olor a persona, nada grato, el perfume
natural de las aves, que tampoco es aristocrático, y el de los
huevos que comienzan ya a sentir en su interior el jérmen
de una vida oculta, o mas claro, el jérmen de un pollo aún invi-
sible.
En primera linea, al alcance de la mano, vá una mujer seca,
arrugada, verdosa y triste. Lleva envuelto con el clásico desaliñe»
de costumbre, el pañuelo de reboso que es al mismo tiempo para
el pobre, abrigo, adorno, traje de fiesta, colcha, frazada y ta|>adera.
Con ese pañuelo se casan, con ese pañuelo viven, con él trabajan,
con él se acuestan, con él amanecen, con él bailan, con él se enfer-
man y con él se mueren. ¡Oh fábricas europeas! Nunca encontra-
reis para probar la buena calidad de vuestros tejidos, otro objeto
mas elocuente y mas irrefutable, que el pañuelo de reboso de nues-
íres del pueblo!
. Nuestra vieja lleva ademas, dos pedazos de jabón bruto pega
dos en cada cien, y según vá de preocupada y mal humorada, no
debe ser mui eficaz el remedio. Una colilla de cigarro humeante
y puesta detras de la oreja, como colocan la lapicera los oficinistas,
nos demuestra que la viajera /i/tf.
A su lado un huaso con manta roja, sombrero de pita, patilla y
bigotes desgreñados, pero con una cara de bobalicón que es un
encanto, bosteza, abriendo tamaña boca y cuidando de santiguár-
sela cada vez para que no se le entren por ella ni las moscas ni los
malos espíritus. Arde en deseos de entrar en conversación con la
vecina, a quien conoce, pero no encuentra la palabra; por fin, hace
un esfuerzo, se rasca la cabeza levantando por un lado el sombre-
ro y habla:
— ¿Y qué es de su vida, comaire?
— Aquí lo estamos pasando, pué; viviendo pá no morirlos.
— ¿Pal pueblo es viaje?
— Sí, porque tengo a la Imacia en el espital, con la tis.
— Y no le ha dado usté comaire, sandilla con vinagre. . .?
— Nó, compaire. Los meicos le recetan otras medecinas impor-
taos, que la alivian mucho. ¡Pobre Irnacia!
— ¿Sortera, comaire?
— Nó, compaire.
— ;Casáa?
«99
•
— ^Tampoco. Comprometía estaba cuando la pilló la tis. Pero er
novio dice que no la espera, porque le apura casarse. ¡Pobre Ir-
nacia!
No lejos de esta pareja vá otra; pero de un mismo sexo. lyOS dos
van de poncho de castilla y sombrero de pita, pero ninguno tiene
la cara de bobalicón que el que acabamos de oir. Debajo del asien-
to vá un cajoncito de tablas de álamo que dice con letras negras:
erfamienias. Si fuera posible poner el cajoncito al alcance de los ra-
yos Roentgen, sufriríamos una sorpresa al ver que en vez de for-
mones, garlopas, serruchos y martillos, contiene cuatro carabinitas
recortadas, convenientemente acuñadas con trapos y papeles. Quien
sabe si por eso han escrito la palabra sin h, dejando la h para las
de carpintería.
Son los dos viajeros, el Zurdo y el Herefe, hombres de decisión y
de empuje, capaces de descalabrar a un policial si se les pone por
delante; que no dan a elejir entre la bolsa y la vida como se hacia
en la antigüedad, sino que piden las dos cosas. Nacidos para el
banquillo, saldrán el dia menos pensado en unos versos de ajusila-
mietno; cada vez que tienen hambre se echan la carabina a la cara
y ipum!; no comen el pan con el sudor de la propia frente, sino
con el sudor y la sangre de los demás. Esos son el Zurdo y el Hereje^
dos abarrajados que acabarán mal.
¡Qué bienaventurado sueño el de un rotito que afirmado contra
la ventanilla, se ha quedado con la boca abierta roncando con apa-
cibilidad de rumiante! Las moscas entran y salen de ella, y se pa-
sean por su rostro y revolotean y juegan y se aman, y las aficiona-
das d. las esploraciones suben hasta la punta de la nariz, y se creen
por eso unos príncipes de los Abruzzos en miniatura.
Morena, ñata, de ojos negros como el carbón, despeinada, pero
buenamozona, una muchacha con vestido rosado de percal, se sien-
ta al lado de su madre. Debe ser sucia como una escoba, pero tie-
ne tinos ojos tan amorosos, una nariz tan arriscada, una barba tan
redonda, y unos crespos tan naturales, que no cabe duda alguna
de que se la disputarán para llevarla al altar y hacerla fecundísima
e incansable madre de párvulos, destinados a morirse de cualquie-
ra cosa. Debajo de ellas aletean algunos pollos sofocados. Y se
comprende.
300
Frente a otra ventanilla, un lego de San Francisco, encargado
de recolectar limosnas en los campos, sonrie apaciblemente, segu-
ro de merecer la aprobación del superior, con un saco de fréjoles y
dos de papas que ha embarcs^do en el carro de equipajes. De cuan-
do en cuando se santigua disimuladamente, ya para desvanecer al-
guna importuna tentación, ya para acabar algún rezo o meditación
en que entretiene él espíritu. Su curva nariz se destaca frente al
límpido paisaje que encuadra la ventanilla y parece un apagador
de cirios amarrado a la caña. La sonrisa que flota en su pelada
cara, es la nota mas elevada da este carro tan escaso en elevacio-
nes y en detalles intelectuales.
Lo demás es plebe dentro de la plebe, maleza dentro de la ma-
leza; un borracho de nariz colorada y ojos picarescos, que recono-
ce él mismo en voz alta encontrarse «algo rascuchin»; un soldado
de fisonomia indiferente; unas dos o tres mujeres enfermas que
van en busca de hospital, de ataúd o de médico; y un gasfiter que
vuelve con todas sus herramientas y el pasaje pagado, de conectar
unas cañerías y soldar un baño de latón.
Y esa es la tercera clase, el estado llano, el pueblo o como se le
quiera llaman mucha incomodidad, muchos olores poca poesía y
poca hijiene.
^^9^^^ ^ft^^^k ^ft^^^k ^^4^^k ^ft^^^k ^fttf^^k ^fttf^^k ^fttf^^k
Sk 532. 92.532. 532. Se. Sk 532.
Laucdator temporis actls
(aiabador de los tiempos pasados)
|amine usted Cañadilla abajo, Cañadilla abajo, y donde vea
un letrero que dice A la gloria de Balmaceda^ se para, entra
a un pasadizo y pregunta por don Floridor Cárcamo; él es
el hombre."
Estas eran las señas dadas por la persona que se intere-
saba en que este señor caido el 91 en desgracia, se colocara en un
puesto para el cual podíamos hacer valer algunas influencias.
Andando. Pasa Ebner con sus chimeneas; la Escuela de Medi-
cina con su fachada medio partenónica (perdón); un sin fin de tien-
decitas chicas, baratillos y bazares; un millón de despachos con
licores finos y muchas hojalaterías con tarros, palanganas, alcuzas,
embudos y regaderas de latón colgadas en la puerta. Pasa todo
eso y mucho mas, y cuando ya queda poca Cañadilla por delante,
un letrerazo verde, color de la esperanza, nos indica que hemos
llegado. Allí está La gloria de Balmaceda, Entramos al pasadizo,
golpeamos y sale un señor de zapatillas, cojeando un poco y pa-
3^^
sándose una mano por una soberbia pera napoleónica de .coronel
retirado.
— El señor Cárcamo?
— Servidor.
Le esplico la causa de mi visita y soi introducido en un salón-
cito, modestísimo, en que una arpa con cintas, puesta en un rin-
cón, me prueba que en la casa hai una niña, y un retrato Francis-
co Bilbao me indica que también hai alguien qne profesa el radi-
calismo primitivo.
— Los pies andan mal, señor?
— Todo anda mal, caballero.
— Pero en especial los pies ¿ah?
— Sí, señor; dolores reumáticos.
— Su situación me dice que es mala: igual cosa me ha dicho
don X.
— Malísima. Calcule usted, estoi aquí de limosna; un correlijio-
nario mió me tiene por amistad y por lástima. Yo que he tenido
una buena posición, no puedo sostenerme así por mas tiempo.
Deseo conseguir cualquier cosa, y trabajar en cualquier puesto por
mezquino que sea.
— Bien. Eso es lo principal. ¿Usted se ha ocupado antes?. .
—Verá usted. Fui el 8o oficial del 2 de línea y llegué a teniente;
dejéel cuerpo y después el ejército para trabajar en el campo. Mas
tarUe fui oficial civil. Después me ocupó el gobierno en las elec-
ciones. . .
— jTate! Entonces no se usaba esto de libertad electoral ¿eh?
— ¡Qué se habia de usar! Entonces habia intelijencia (con per-
dón) y el gobierno estaba para mandar. El presidente de la repú-
blÍ3a tenia el pais de cola y tirantes, y se metia el congreso al
bolsillo. ¿Cree usted que entonces se iba a permitir que cuatro ga-
tos echaran abajo un ministerio? ¡Que se guardaran caballero! (Pu-
ñetazo en la mesa). El que no pensaba con el gobierno, no salia di-
putado ¿no es lojico? sino, dígame usted con la mano en el corazón:
¿El pais, es )»ais o no es pais? Entendámonos caramba! (Puñetazo)
Llega un parlachin que se permite opinar contra el presidente,
que se permite discrepar de los rumbos del gobierno. . . ¡Que dis-
repe en su casa, canastos! (Puñetazo doble, salta al suelo un álbum con
retratos). Pero no vaya al congreso a poner dificultades al gobierno,
a cerrarle el camino con vallas, a armar zancadillas. Sino, ¿quién
gobierna? ¿Para qué se ha nombrado a uno que manden ¿Qué dirá
-el estranjero? Pero nó. Ahora les ha entrado con la tal libertad
electoral que es una pamplina, una gran pamplina, una farsa cana-
lla, caballero. (Triple puñetazo. Cae unjíorerito con rosas). ¿Porqué se
hizo la revolución? Para recortarles las alas al gobierno, para qui-
tarle una pata al sillón presidencial y dejarlo cojo, para que Roca
nos pueda poner el pié encima ¡para eso! Ahora sale el presidente
con que no intervendrá en la elección presidencial. ¿Ha visto us-
ted dislate mayor? ¡Para qué está ese hombre ahí, ¡cáspita! sino
para mandar, para imponer sus rumbos, para hacer pesar su vo-
luntad? ¿Ese es un muñeco? ¿Es un poste? ¿Es un palo blanco?
¿Qué es entonces, que no le importa que le suceda Juan o Pedro?
¡Esto es infame, esto es villano, esto va para abajo! (Puñetazo, y
vap para abajo una fosforera y un cenicero.)
jAh, esos eran otros tiempos. Don Domingo Santa Maria, don
José Manuel Balmaceda (se saca el sombrero), don Pedro Lucio Cua-
dra, don Demetrio Lastarria, don José Francisco Vergara, ¡esos
eran hombres! ¡Los de hoi son insectos! Entonces no se movia
una paja si el Presidente no quería que se moviera. Cuando era
oficial civil me trajeron de Peumo, y el mismo intendente me dijo:
«Cárcamo, fuerte y feo con los opositores.» «Mi intendente — le di-
je yo — ¿fuerte y feo solo? le juro su señoría que no se acerca un
opositor a la mesa, sin que salga con el mate partido.» Fué en la
Cañadilla señor, eso es ganar elecciones; se sableó, se dieron caba-
llazos, hubo muertos y heridos, pero la ganamos. En la mesa en
que me puso a mi el gobierno, lograron votar treinta y dos oposi-
tores; pero el presidente les tarjó los números con una raya azul,
y salió el total por el gobierno. ¿Lo vé usted? Asi sallan los con-
gresos de un pelo, asi se hacia la voluntad de uno, asi progresaba
Chile ¡cáspita! (Puñetazo feroz. Cae de cabeza un Mefistófeles de veso).
El que manda manda, por quien o por la fuerza; sino entienden de
palabras a sablazos entenderán. iFaltaba mas que porque al con-
greso se le antoja, pueda un ministerio venirse al suelo! Eso es
inicuo, señor. ¡Esos eran tiempos! ¿Esos eran congresos! ¡Esa era
patría!
3^4
Y el ganador de elecciones se quedó con los ojos clavados en el
horizonte de esa época. De pronto se interrumpió.
— ¿Quiere usted saber una cosa? Si el presidente Balmaceda le
hubiera dado un par de tiros a cada diputado o senador de oposi-
ción, no habríamos tenido guerra civil. ¡Es que todo anda mal,
señor! Es que hoi el gobierno se deja meter el dedo en la boca.
Que tenga el Presidente su candidato, que lo lleve a las urnas, que
llame a los niños de entonces, y yo seré su servidor y verá usted
si no sacamos la unanimidad en todo el pais.
En ese momento el ganador de elecciones volvió a la realidad,
tosió, se enjugó el sudor con el pañuelo y tendió la vista hacia el
tendal de objetos que su vigorosa mímica habia dejado en el suelo.
Yo aproveché para despedirme pero noté que don Floridor Cár-
camo miraba con aterrados ojos al suelo, donde yacia maltrecho
el Mefistófeles de yeso, con su perilla rota y su mueca irónica tri ■
zada.
— Señor — me dijo con dignidad — si tuviera usted ahí cincuenta
centavos para mandar pagar este mono, se lo agradecería en la
vida. Estoi aquí de limosna, de lástima
SUBmñRIHOS
EN estos momentos en que cada nación del orbe, ensaya su sub-
marino, debemos dedicar brevísimas líneas a esta máquina de
guerra, que será, el dia menos pensado, una asombrosa reali-
dad en las armadas de los pueblos grandes.
Desde luego salta a la vista, por nuestros telegramas de
ayer, que los submarinos europeos se ensayan en pleno océano y
los aijentinos y brasileros en baños de natación.
En esta materia, es menester proceder con mucho tino. Un se-
ñor, que habia estudiado durante muchos años el interior de los
congrios para ver la manera de fabricar un submarino que fuera
im verdadero pescado de acero, comenzó sus ^speriencias haciendo
uno tan pequeño, que podia navegar en una copita de coñac. En
seguida, alentado por el buen éxito, hizo otro mayor, para ensayar-
lo en un aguamanil. Mas tarde estimulado por la prensa y por sus
amigos, construyó un tercero, capaz de navegar en una taza de la-
vatorio. Posteriormente y a impulso de numerosos informes favo-
rable3, se arriesgó a hacer las esperiencias en un baño de tina. Mas
tarde, con la ayuda del gobierno, con numerosas suscriciones po-
pulares, y a los luegos de la familia, lanzó un nuevo modelo a un
baÍ\o de natación.
Hasta este momento todo le sonreía al inventor. El submarino,
desde el agua manil, comenzó a revelar sus condiciones náuticas;
era un verdadero pescadito que se movia a ñor de agua y se su-
merjia empujándolo con el dedo, para volver a salir de nuevo a la
superficie. Mas tarde aun, el submarino fué lanzado a la laguna de
la Quinta, y allí, el inventor se sirvió de una picana larguísimal
para sumeijirlo de tiempo en tiempo.
Llegó el momento de hacer las cosas serias. ¡El océano! El nue-
vo modelo, hecho naturalmente en forma de puro — porque esto de
la forma es lo primero, tratándose de submarinos— fué lanzado al
.mar delante de un escojido concurso.
Pero allí se acabaron las condiciones náuticas vislumbradas en
la copita de cotlac, pronunciadas después en el aguamanil, desarro-
lladas en la taza de lavatorio, acentuadas en el baño de tina, y lle-
gadas a su apojeo en la laguna de la Quinta. El ájil pescado, e
congrio de acero, se quedó allí como una boya, bajando y subiendo
a merced de las olas, hasta que una mui grande lo botó a la playa
como diciendo: A mí no me vengan con bromitas!
Esos famosos submarinos, el Ricaldoni de Buenos Aires y el
Márquez del Brasil, acaban de salir del período del aguamanil y
han entrado al del baño de natación. Cuando lleguen al mar, pedi-
remos al gobierno que trate de adquirirlos en calidad de boyas,
para colocarlas en la bahia de Valparaíso.
Hoi por hoi, van muchos caballeros pobres por la calle, con cara
de visitadores de escuela o de militares retirados, y que son, sin
embargo, inventores de submarinos. Uno a quien, por desgracia,
servimos de consultor para sus trabajos náuticos, compró en un
mesón de la calle de Ahumada una cockteUra de plaqué, y se fué a
ensayarla en el gran pilón cuadrado que se ha hecho últimamente
frente a la calle del Ejército. Para darle fuerza motriz, ideó con
gran injenio ponerle en el interior un ratoncito que servia admira-
blemente de motor.
Alguien interrogó al inventor sobre cuántos caballos de fuerza
necesitaba su submarino, y él replicó:
— Caballos, ninguno. Es un ratoncito solamente.
Nosotros, con el rubor en el rostro, confesaremos que somos
también inventores de un submarino. Se nos ocurrió la idea« co-
30/
miéndonos una trucha en el Club de la Union; y, para observarla
bien, pedimos otra, a la que dimos asimismo pronto fin. Nos pega'
mes una palmada en la frente, que es lo que hacen los inventores
cuando se les ocurre algo. . . o cuando les incomoda demasiado una
mosca; y resolvimos estudiar a fondo el problema de la navega-
ción debajo del agua.
Desde luego, nos entregamos a fumar cigarros puros, para fami-
liarizamos con la forma que debe afectar obligadamente, un sub-
marino serio. Después buscamos una de las cápsulas de acero en
(jue va encerrado el carretel de hilo de las máquinas de coser, y al
través del cual se saca la hebra para meterla en la aguja; y con ella
nos pasábamos las horas muertas al lado de una gran gamela lle-
na de agua.
¡Oh suerte! De repente, descubrimos el submarino. La cápsula
se nos soltó de la mano y con una admirable seguridad, se fué al
fondo. Estaba descubierta la inmersión; faltaba solamente descubrir
la emersión.
Tuvimos un placer tan intenso, al damos cuenta de que había-
mos conseguido descubrir > a la mitad del submarino, es decir, la
función de irse debajo del agua; que pasamos muchas noches de
claro en claro tratando de resolver la otra parte: el que pudiera
volver a la superficie.
Allí nos llevábamos al lado de la gamela, como en otros tiempos
el inmemorable Simón el Bobito, esperando que la cápsula subiera
por sí sola o por diversos procedimientos que ensayábamos sobre
el agua. De repente, una nueva palmada nos damos en la ca-
beza. Estaba descubierta la emersión; nos subimos la manga, y me-
tiendo la mano al fondo de la gamela, sacamos nuestro buquecito
a flote.
Y hé ahí como quedó inventado el submarino Pino, que por ahí
anda con el Hoiland, el Zede', el Morse, el Narval, el Ricaldoni, el
Márquez y el Urzúa Cruzat,
Sin embargo, como no hemos quedado satisfechos completa-
mente con nuestro sistema de emersión, pensamos poner en prác-
tica otro. Para los efectos de sumerjir el buque, todos los tripulan-
tes del submarino se meterán piedras en los bolsillos, y una vez
que se necesite ascender a la superficie, dejarán a un lado las pie-
3o8
dras y entonces, alivianada la tripulación, el buque subirá como
una pluma hasta el aire y la luz. Si se quiere bajar de nuevo, bas-
taría repetir la operación, para lo cual se llevarán dentro de buque
algunos sacos de adoquines de primera clase.
Pensamos proponer la compra de nuestro submarino al supremo
gobierno, y, si no la consguimofs, nos veremos en el caso de ofre-
cerlo a alguna nación enemiga de Chile, como es costumbre en es-
tos trances.
S^ s^
El artículo mas difícil
r^ E encuentra usted capaz de escribir una sección de modas,
I V para las damas, y firmarla con pseudónimo femenino bas-
J ^ tante dulce o bien con un título nobiliario de marquesa o
I ^/ baronesa?
\P — De encontrarme capaz, me encuentro. Yo sol capaz
de todo, menos de pronunciar discursos en la tumba de otro. Con
que, ordene usted.
— Necesito un artículo frivolo, nuii frivolo, mal escrito, con pé-
sima puntuación, y con muchas palabras francesas. Debe tratar de
cintas, plumas, sombreros y vestidos.
—Está bien. Me permito observar que estas cosas no se leen...
— No obstante.
— Me tomo la libertad de creer que no será bien recibida. . .
— Sin embargo de todo.
—Creo. . .
— ¡No crea usted nada! Espero el artículo.
Tomé una hoja de papel rosado, que sumerjí en esencia de helio-
tropos. Busqué, en seguida, un alfiler de sombreros, y me puse a
escí ibir entintándolo en vinagre de toilette.
He aquí lo que salió:
Mí ^ itf
3IO
PARA LAS DAMAS
— ;Qué lindo el sombrerito que acaba de recibir madanie Chapo-
tier! Figuraos un picaflor de alas abiertas; agregad una amapola
roja como fuego; envolvedlo todo con una cinta molaoré; pasad de
lado a lado un alfiler con cabeza dorada; ponedle en fin una pluma
l)lanca, y tendréis una demiere creaiton, que hace sentir la nostaljia
del boultvard.
¿Pensáis el efecto que baria, en vez de la amapola, un copo de
lilas blancas? ;Ah! Las lilas... La^ lilas que sujestionan sentimen-
talmente, amoureusemenf.
La lila es una jentil flor; ñorjoyatse, de la mas fina aristocracia;
si en vez del picaflor, colocáis una mariposa atornasolada, el efecto
será sorprendente y vuestras amigas se morirán de envidia.
¡Ah! Qué lindo triunfo, despertar la envidia de las damas, hacer
volver codiciosamente la cabeza de la íntima y querida prima que
pasa en sentido contrario. ¡Ah! eso es un placer incomparable que
compensa la larga jestacion del sombrerito de primavera.
Sed sencillas y livianas para vuestras concepciones. Flores, mu-
chas flores. Unas tres o cuatro guindas rojas, no vienen mal. No
faltará un pajaro voraz que dé sus vueltas con deseo de darles un
picotón. Podría quizá confundirse y dar en vuestros labios. . . ¡Oh.
pardon, mis queridas amigas! No os ofendáis; no he querido ser in-
tencionada. Agregad siempre la cinta, la cinta audaz, anudada con
vigor pero con sencillez.
La cinta es a la mujer, lo que el canto al ave. Una cinta mal en-
lazada, es un delito; un delito de seda, pero un delito. En cambio
ese lazo charmant, en que la cinta parece una flor, en que los plie-
gues parecen hechos al descuido, en que la rosa semeja un bullón
caprichoso ¡oh I no me habléis, porque desfallezco de admiración!
Cuidad asimismo de las flores; haceos acompañar siempre de un
Iwuquet delicadamente escojido y engarzado al descuido en el seno-
Si vais al teatro, buscad una orquídea para la cabeza, y una sola
rosa para el borde del escote; seréis así el verdadero sueño, la revene
de un hombre artista. ¡Así os quisiera ver, amiguitas, a la salida
del teatro, aunque supongo, (pardofi) que ya habréis dejado caer
3"
quelque (H>uton de rose en un entreacto, para que algún avisado galán
lo recoja y se lo guarde como un soiwenir d'amour.
Viene de Paris la demiere novedad en materia de hiheloU, Se trata
de una mesita, de una mesita de centro, un verdadero chiche. Sobre
su tapa, os haréis pintar por un pintor amigo, un crysantheme, aun
seria preferible una dalia por la novedad. Al abrirla se dejará ver
un servicio de seis tacitas de té, de loza sobre dorada (es la gran
atractionj Allí invitareis a vuestras amigas, dándoles alguna sor-
presa agradable.
¡Oh! no pue4o cerrar esta revue de modes, sin recomendaros la co-
quetería en los abatjour. Iluminad bien la salita de conversación:
gastad en esto vuestro injenio, y triunfareis. El verde nilo, ¡ah! no
me habléis del verde nilo, visto a la trasparencia de una luz blan-
ca. .. Es enloquecedor, amigas mias. Yo os diré. En mi último via-
je, visité eti Paris a Madame la compiesse de Créme Froid, de la mas
alta nobleza Oidme. — Estaba en un saloncito persa color rojo. Ella
llevaba tina bata color bleu con chantilly^ el pelo dividido en dos on-
das, a la Cléo de Merode, dándole en d rostro el reñejo del abat
jour verde nilo ¡Charmante! No he visto nada igual; la di un beso al
saludarla, pero la habria mordido de envidia, os lo juro.
¿Queréis algunos secretos del tocador? Ahí van, mis adorables
lectoras. ¿Deseáis tener el rostro sano, sonrosado como muchachi-
tas provincianas que gozan de cabal salud? Usad la ctéme rouge re-
cien llegada de Paris; es el furor de los centros refinados. ¿Queréis,
por el contrario, la palidez romántica y demodee de las heroínas de
folletín? Bebed todos los dias ácido oxálico y para variar mezcladlo
de cuando en cuando con alcohol absoluto. Os garantizo la pali-
dez. ¿En cambio, ambicionáis el justo medio, el color suave, deli-
cado, de pétalo de rosa? Tomad un poco de creme rouge (os he dicho
que hace furor; creédmelo) j untadlo con leche de almendras y un
poquito de vinagre áetoileUe, En seguida os frotáis el todo con un
trozo de seda y os abanicáis por espacio de cinco minutos. En se-
guida vais a la visita y con seguridad os dirán: — ¡Qué lindo color
traes! Si no te conociera, creeria que te pintabas! — Y os reiréis vo-
sotras, amiguitas, de tal sottisse^ porque lo que os recomiendo no es
artificio ninguno.
Por último tres renglones de cortesía. ¡Oh! I^a cortesía, Madame
11
312
Sevigné dijo: ^^T^a cortesía en la mujer es la revelación de su espí-
ritu; en el hombre es el disimulo del mismo». Joije Sand decia:
«Sed amables, sonreíd, mirad con dulzura; habréis hecho así medio
camino en la vida». La Pompadour dijo en una ocasión: «La cor-
tesía es la juventud» y una inolvidable escritora contemporánea ha
dicho esta admirable frase «¿Queréis ver a la vida el lado plácido
y líjero? Sed corteses». Y vosotras sabéis, amigas mías, la estupen-
da frase de Mettemich: «Lo cortes no quita lo valiente».
Dejaos siempre un rizo del cabello suelto, y así tendréis ocasión
al acomodároslo muchas veces, de lucir vuestras manos. Sed pre-
cavidas, y no acomodéis jamas el peinado de tal modo que no se
descompongan nunca, y no os dé motivo de coquetería.
Y por hoi termino. Os hablaré en mi próxima de los trajes blan-
cos para el veraneo en las playas, de las toilettes de baños y de otras
lindas novedades de París. Au revotr,
ttí »í Mí
Presenté mí artículo al director. Lo tomó éste, lo leyó calmada-
mente y lo arrojó al canasto de los papeles.
—No sirve. . .
— ¿Se podría saber?
—Es poco frivolo, está demasiado bien escrito, tiene buena la
puntuación y trae poquísimas palabras francesas. . .
Abrí los ojos desmesuradamente y caí desmayado sobre un es-
tante jiratorio.
Lñ 6RñH TRIHCHERñ
AUNQUE se alce de su tumba la augusta sombra de Cervantes,
para protestar justamente indignada de nuestra aseveración,
debemos espresar que ha salido ya del terreno de la hipótesis
como cosa averiguada, el hecho de que don Quijote y Sancho
Panza vinieron a América por la época de su descubrimiento.
Parece que el inmortal caballero andante, no pudo tolerar la
horrible pesadez de la muerte, y levantándose de su lecho después
que todos le hablan abandonado, volvió a empuñar la lanza y a
tomar el camino del heroísmo y del sacrificio.
No sabemos si Sancho Panza torció el jesto al ver de nuevo en
pie y como si nunca hubiera agonizado, a su amo, o si el cariño
que le profesaba pudo mas que el miedo a sus peligrosas aventu-
ras.
El hecho es que zarpando por esos dias una carabela con solda-
dos para la conquista de América, don Quijote propuso a Sancho
venir a estos apartados paises, en busca de nunca vistas ni oidas
aventuras.
Y vinieron. Durante algún tiempo amo y escudero, salvo sus
eternas discrepancias de opinión, conservaron las buenas amista-
des, escojiendo como campo de sus locas aventuras la pampa ar-
jentina. Pero llegó un dia en que el delirio caballeresco de don
3^4
Quijote creció tanto, que ya no se le antojaron solo ejércitos, las
manadas de corderos y jigantes los molinos de viento, sino que
pudo en su ansia de heroísmos soñar que la cordillera de los An-
des era la enorme trinchera tras déla cual se parapetaban innúme-
ras lejiones enemigas.
Desde ese instante ya no hubo paz entre el caballero andante y
su sesudo y bonachón escudero.
Mientras el uno aguzaba su lanza para embestir en febril carrera
contra el inmóvil baluarte de granito, el otro aseguraba que la
enorme faja morada que cortaba a lo lejos el horizonte no era
trinchera, sino cadena de cerros, tras la cual volvían a continuar
los campos y sembrados interrumpidos.
Vino la discusión, y a pique estuvo don Quijote de dar una lan-
zada definitiva al ruin y torpe escudero que no tenia vuelos para
alcanzarlo en su heroica carrera.
Es menester que acabara de una vez esa disensión, impropia de
un caballero andante, y propuso don Quijote a su escudero que
traspiasara él la cordillera para comprobar si tras ella habia enemi-
gos o sembrados de alfalfa.
Sancho Panza aprovechó tan honrosa coytmtura para escaparse
del lado de su amo que ya le iba cargando, y pasó una luminosa
mañana de verano por el paso de Uspall^ta, cayendo en el valle
chileno y convenciéndose de que a este lado habia los mismos
valles y sembrados que al otro.
Don Quijote contrajo matrimonio en la pampa arjentina, espe-
rando siempre la vuelta de Sancho, para saber de una vez por todas
si eso que parecía cordillera era solo un parapeto militar de ocultos
y encantados enemigos.
Y Sancho, por su parte, se casó al pié del Santa Lucia, hacién-
dose el olvidadizo de la importante tarea informativa que lo habia
traido a este lado de los Andes.
Los hijos de don Quijote fueron naciendo todos con la misma
enfermedad en la retina que su padre. Y apenas nacidos, sus vasta-
gos miraban hacia los Andes y esgrimían el biberón de cristal»
en la misma forma que si hubiera sido lanza.
Murió a una avanzada edad don Quijote, recomendando siempre
a sus hijos que, mientras no volviera de Chile Sancho Panza, ins-
3^5
pector ocular de los enemigos atrincherados en los Andes, creyeran
apiejuntillas que eso que parecía cordillera, era solo un baluarte
aspilierado, tras del cual se acumulaba un ejército enorme.
En cambio, al morir Sancho, espresó a los suyos que no se
alarmaran mucho de lo que del otro lado de los Andes podia pasar,
porque en su viaje a Chile habia dejado en plena pampa a tm loco
insaciable, que aguzaba su lanza para echarse con ella eikrístrada
contra la cordillera.
De ahí que, mientras todavía se mira del otro lado con faz airada
ah cordillera de los Andes, esperando convencerse de que no es
parapeto sino cadena de cerros; de este lado, echamos todos la
pierna arriba y miramos con irresistible sonrisa a los incansables
sucesores del caballero andante.
Pueden, los que lean esta verídica historia, echarse a reir incré-
dulamente, pero nosotros ofrecemos en comprobante de su veraci-
dad una inmediata y definitiva prueba.
Los aijentinos han puesto el grito en el cielo y la reclamación en
manos de su ministro, porque de este lado hemos construido un
camino carretero en dirección al Neuquen.
Pues bien, los telegramas de Buenos Aires afirman ayer que en
una conferencia entre el jeneral Roca y Ricchieri, se acordó tender
una línea estratéjica al Neuquen. ¿Y de este lado, qué hemos hecho?
Xada; sonreimos, miramos, bostezar.
¿Y esto qué significa? Que es verdad, mui verdad, que en la época
del descubrimiento de América, vinieron don Quijote y Sancho
Panza en busca de aventuras y que, a la vuelta délos años, se esta-
bleció el primero en Arjentina y el segundo en Chile.
^áC:
El oualo de San fTlartín...
SANTIAGO tiene dos centros de opinión: cerrado el uno, como
un templo cjipcio, abierto el otro a los cuatro vientos como el
árbol de Guemica, bajo el cual se celebraban las asambleas po-
pulares en Navarra
El primero es el Club de la Union, sancta sandorum del gran
chisme político, marmita de Papin, donde se echan a cocer las com-
binaciones y los enredos a ver si cuajan, tela de araña tejida en el
centro de la ciudad para pescar a las moscas políticas que vienen
de la Moneda o del Congreso, y taller donde se corta con afiladas
tijeras toda clase de ropa y aun toda clase de pelos.
El otro centro de opinión, es el famoso óvalo de San Martin, re-
sumidero tradicional y lejendario de todas las majaderías políticas,
económicas, sociales y anti-sociales que han venido haciendo insa-
lubre a Santiago, hasta la pavorosa cifra d¿ los dieciocho mil di-
funtos por año.
No hai que confundir el «óvalo de San Martin» con el «óbolo de
la viuda,» de que hablan las escrituras, porque son cosas mui di-
versas y no tienen nada que hacer una con otra.
¿Que la sociedad de Longanimidad Mutua desea hacer una pre-
sentación al gobierno para hacer obligatoria, ademas del servicio
militar y de la instrucción, la conformidad del espíritu en las ad-
versidades de la vida?
3'8
Bien; pues para eso está el óvalo, y allí se dan cita los socios con
sus familias y allí vocifera el secretario contra el suicidio y contra
el uso de los pañuelos de narices para enjugar lágrimas, y de allí
parte una comisión a hablar con el Presidente de la República so-
bre la longaminidad universal.
¿Que un caballero particular tiene algunas ideas sueltas y diver>
sas corazonadas sobre la cuestión económica?
Pues, se cita por la prensa a los desocupados, a los hombres con
paciencia, a los sordo-mudos y a los economistas de afición en je-
neral, y se anuncia, ora el desmoronamiento total de Chile, ora la
ruina lenta, corrosiva y gangrenosa del erario público.
¿Que un hombre, inventor de nacimiento y persona que se trata
con familiaridad con las ciencias naturales, quiere esplicar un sis-
tema de aprovechamiento de los estornudos, de la atracción de los
sexos o de las caldas morales, como fuerza motriz?
Pues se cita al óvalo a todos los creyentes en las ciencias físi-
cas y matemáticas, y se les dá una conferencia sobre la fuerza mo-
triz y su influencia duldficadora de las costunibres populares.^ ,
¿Qué alguien ha inventado un quillai para el cabello, un
desmanchador para la ropa o un refaccionador del cutis deterio-
rado?
Al óvalo.
¿Que la Arjentina nos invade algo?
Al óvalo.
¿Que es menester protejer la industria nacional del dulce ae
membrillo, liberando de derechos de aduana a los cedazos?
Al óvalo.
¿Que es menester dirijir insultos escojidos a las autoridades?
Al óvalo.
¡En mala hora tengo yo un óvalo! se dirá el benemérito padre de
la patria, harto de oir barbaridades de todas clase.
Y, en fin, señores, d óvalo de San Martin es el foro, el verda-
dero foro romano de esta ciudad. Cuando haya alcantarillado,
será otra cosa, porque todo ese excedente intelectual saldrá por
las alcantarillas en estrecho consorcio con los desperdicios de co-
cina, eta
Todo este largo y monótono preámbulo, se nos ha ocurndo a
3^9
propósito de un caballero que acaba de inventar un HSPi«OSOR
Automático y que cita al óvalo de San Martin al pueblo de Santiago
sin distinción de color político para que se convenza (el pueblo, no el
esplosor) de la necesidad urjente de que se ocupe el Gobierno de
esto, es decir de lo automático que es el invento.
El Gobierno, entretanto, yace sumerjido en el sopor que causan
los 33 grados de calor, o apenas se preocupa de uno que otro asun-
to internacional; y el esplosor no logra atraer las miradas oficiales
y se queda solamente en el hogar doméstico del inventor; abriga-
dito con los sueños, cálculos y esperanzas que há forjado.
¿Qué hace una persona bien nacida que anda con un esplosor en
el bolsillo? Pues eso, lo único aceptable: convocar al pueblo ál óva-
lo, mostrarle él esplosor y hacerlo estallar
Y después, que vayan también al óvalo los carros-ambulancias y
recojan los cadáveres.
Señores: protestemos contra el óvalo, porque el dia menos pen-
sado San Martin se nos cansa y se vuelve a su provincia de Cuyo*
Ya sabe bien el camino.
Sí; protestemos contra él.
¿Pero dónde?
En el óvalo, señores, porque no hai otro sitio.
¡Al óvalo!
CñRTñ CERTIFICñDñ
DESíUBIERTñ POR UD CñRRETOnERO ñ ORILLñS
DEL mñPOCHO
-»M-
SANTiAGO, 4 de setiembre.— Querido Juan: Te escribo la pre-
sente con la incertidumbre en el corazón y el mas absoluto
pesimismo en la pluma. Tú sabes, por lo que dijo Becquer,
que los suspiros son aire y van al aire, que las lágrimas son
agua y van al mar, que las mujeres son curiosas y pueden ir
hasta al Club de la Union ¿pero sabes, con toda tu esperiencia de
la vida, a dónde puede ir una carta, confiada al buzón de cobre del
correo? Tú tendrás que cofesarme, querido amigo, que si Dumont
perfecciona en estos momentos en Paris, los aeróstatos dirijibles»
valdria aquí muchísimo la pena que se descubriera la correspon-
dencia dirijible.
£n estos momentos te escribo esta carta, gasto en ella hasta la
pequeña dosis de buen humor que me va quedando en este atolla-
dero de Santiago; pero me aflije la idea de que irá a las orillas de]
rio a servir dejuguete del viento, o de útil y poco honesto soco-
rro, en escenas individuales que hasta media luz vale la pena no
mirar.
Deseas que te hable de muchos asuntos; de si irán o no irán
señoras al Club de la Union: de si vale el trabajo de que te vengas
a Santiago, el programa de las festividades patrias; de si bal chis-
mes sociales de cierto bulto; de cómo se usarán los sombreros de
paja este año; de si el gobierno provisorio será sentido de muchas
personas y de si diviso por estas tierras algún negocio daro en
que poder invertir capitales.
Francamente, se esplica una cargosidad de esta especie, solo en
un agricultor; en uno de esos seres que no tienen mas trabajo que
mirar crecer el trigo, engordar los bueyes y parir las vacas. Eres
feliz, Juan, no lo puedes negar. No tienes ni mujer, ni viña, ni tu-
berculosis; lo que significa que no tienes que entenderte con Ja-
cobsen, ni con la Caja Hipotecaria ni con él Consejo de Hi-
jiene.
En cambio aquí me tienes tú, compartiendo el tiempo entre el
.sueño, la oficina, el pelambre y el teatro. De dia hago correr la
pluma sobre carillas blancas; en la tarde entizo el taco para jugar
carambolas con cuatro amigotes de buen humor, y en la noche me
voi al teatro a lamentar que la Bonisegna no sea mas vieja y Ghi-
lardini mas joven.
¿Es digna de vivirse tal vida?
Yo me digo que sí, porque seria mas indigno dejar de vivirla, y
yo no he nacido ni para contratista fiscal, ni para suicida. Otros
dicen que nó. Nuestro común amigo Andrés, conversando con el
doctor Oyarzun, supo que el café era «un veneno lento», y como
se bebe tres tazas de café al dia, sostiene que se está suicidando
con lentitud. Nosotros hemos comenzado a llamarle «el intoxica-
do.»
Pero dejemos los detalles de esta sonsa existencia, y entremos a
contestar tu interrogatorio.
Mira: tú sabes que es mui complicado el problema internacional
del norte: no ignoras que es eterna y delicadísima la cuestión de
si conviene que los ferrocarriles sean del Estado o de los particula-
res; es notoria la trascendencia de la reforma del poder judicial y
de la inacabable cuestión de la inamovilidad de los jueces; pues bien,
todo esto es una tonteria, una futileza, una miseria, una broma,
una nada, al lado del problema de las señoras ante el Club de la
Union.
Las opiniones son contradictorias. Don Ambrosio, tu pariente,
3^3 -
xne decia anoche indignado en la peluqueria, mientras Pinto le
jabonaba la cara, que si él iba al club era para dejar de ver siquie-
ra un rato a su señora; y que se considerarla el ser mas desgraciado
del pais el dia en que el único albergue masculino, la única forta-
leza del sexo fuerte que hai en Santiago, diera también entrada a
las eternas, a las inevitables faldas.
En cambio, don Ernesto, entre carambola y carambola, dice a
quien quiere oirle, que se trata de levantarle el nivel moral a la
mujer.
Ahí lo ves. La cosa no es para resolverla a dos tirones. Te con-
taré algo muí reservado, sumamente reservado, que me da un ho-
rror pánico solamente pensar que pueda saberlo alguien. Me cons-
ta, por haberlo oido bajo palabra de guardar reserva a cada uno de
los que apoyan la solicitud de la emancipación de las señoras, que
ninguno áe ellos piensa llevar a la suya al club. Todos conñan en
tener por compañeras a las de sus amigos, ¡chit! Que no se te
vaya a salir que me has oido ésto a mi,
¿Mi opinión? Que vayan, si señor, que vayan. Las señoras se
ven perfectamente en todas partes. Ademas, las dos ligas (por fa-
vor no creas que me refiero a las de las señoras) la Liga contra el
Alcoholismo y la Liga contra la Tuberculosis, deberían asociarse
al movimiento feminista del Club de la Union porque se acabaña
la costumbre de las copitas, la de los cigarros baratos y la de es-
pectorar en el sudo.
Ademas, se acabarla aquello de hablar por teléfono con la seño-
ra y decirle «Encanto: me quedo aquí a comer con unos amigos.
Te mando unas paltas para que te las comas en mi nombre» y sa-
lir despue$ a pie o en coche, dejando encargado al telefonista que
si preguntan de la casa por él, diga que está comiendo con mucho
apetito, pero que no puede entrar a llamarlo al comedor porque es-
tá prohibido por los estatutos.
En cuanto a tu interesante consulta sobre si vale o nó la pena
que vengas a pasar el dieciocho a Santiago, te diré. . .¿Tienes allá
en algún árbol vecino a tu casa, algún chincol que cante cada ma-
ñana aquel estribillo: ^-has visio a mi lio Agustin? ¿A la hora del sol
divisas alguna lagartija verdinegra con listas doradas, que levan-
tando la inquieta cabecita, trepa por un tronco o escala una pared?
334
¿Al caer la tarde no hai algún toro celoso que lance al aire su ru-
jido de Otello, o algunos sapos tiernos que ensayen afinadas ma-
sas corales? Si tienes todo eso, no te vengas a Santiago, Juan mió,
porque estarás seguramente mucho mas entretenido en tu fundo
de Palquibudi oyendo y viendo aquello, que asistiendo al progra-
ma que nos ba confeccionado el municipio.
Figúrate tú, como será el programita, cuando te aseguro qne lo
mejor que tendremos en las fiestas del dieciocho, es lo que no figura
en él. Por ejemplo, saldrá por la mañana el sol de setiembre con su
rauda cabellera de los dias de fiesta; varias brisas primaverales re-
correrán las calles de la ciudad: las góndolas eléctricas ajitarán sus
campanillas, y los atropellados por ellas, ajitarán los brazos pidiendo
socorro y camillas; se estrenarán corbatas de colores anárquicos
y hasta dañosos para el hígado, zapatos amarillos y vestidos cursis
habrá apreturas de las cuales saldrán muchas contusionesiy muchos
matrimonios; se agolpará, finalmente, el público en las cantinas. . .
Total: 4.900 ebrios recojidos por la policía; y un número incalcu-
lable de recojidos en el hogar.
Tú habrás visto los Hugonotes de Echegaray, es decir, los quedan
en los teatros de tandas y recordarás aquella escena en que la pia-
dosa mujer pregunta a los misteriosos encapuchados: "¡Pero uste-
des no son frailes de verdad! ¡Pero ustedes no tienen vergüenza!"
Pues bien, lo mismo se pregunta hoi a los rejidores: "Pero ustedes
no son municipales de verdad! ¡Pero ustedes no tienen ni pizca de
vergüenza!» Y ellos responderán humildemente: «Es verdad; ni
somos municipales de verdad ni tenemos vergüenza. . . ni fondos,
que es lo peor».
Quedamos en que no vienes a Santiago, y vamos al punto esca-
broso, que quiero pasar como gato sobre brasas. Me preguntas si
el gobierno provisorio será sentido o no será sentido. En una pa-
labra, deseas saber si irá jen te a su entierro. Pues bien, te diré con
franqueza, que creo que ni cochero se va a encontrar para el carro
fúnebre.
Hai quien dice que el Te-Deum del dieciocho se cantará este año
con dos motivos: i.° como celebración de gracias porque Chile salió
de la esclavitud de la colonia; y 2.° como espresion de júbilo por-
que al fin se acabó el gobierno provisorio. Pueda ser que estas cosas
3^S
no pasen de bromas irrespetuosas. Como me las dicen te las tras-
cribo,
Necio! Hablarme a mi de negocios; a mí, que detesto a la arit-
mética como se detesta al demonio; a mi, que me desespero de qu^
dos y dos tengan forzosamente que ser cuatro, y no diez. Pero en
fin; estoi con buena voluntad y la pluma corre. Vamos al cuento.
Creo que tus capitales pueden tener una inversión provechosa, si
te animas a fundar aquí una sociedad de ahorro, con sorteos y des-
plumes periódicos.
Tengo proyectada una, que, no digo un millón, diez millones va
a valer con é. tiempo, se descuida el senado, y no me la barajan
a tiempo corla moción de don Eduardo Matte.
No se pagarían derechos de emisión, no señor, sino un modesto
servicio de cinco pesos mensuales. A cada tenedor de bonos se le
obsequiara un cartucho de caramelos, para captarse su simpatía.
En el mesón de la oficina pondríamos muchachas buenas mozas,
para p&car mas fácilmente a los imponentes. Los sorteos serian
períódcos y de a mil pesos cada uno; si tú te empeñas los haremos
de cbco mil, que para todo dará el negocio.
¿(Jie dónde están las ganancias? Oye: < Artículo X, Si el imponen-
te tírda veinticuatro horas en pagar sti cuota de cinco pesos, per"
dea el total de la suma impuesta. Si por cualquier motivo no se le
pidiera recibir en la oficina su cuota el mismo dia 31 de cada mes»
}a sea por la apretura, ya por pereza, ya por mala voluntad de la
áeñorita empleada, perderá también la suma impuesta. Si por cual-
quier accidente, incluso el estrellón de una góndola eléctrica, el
imponente tuviera que ir al hospital o a la botica mas cercana, no
llegando así a tiempo para pagar su cuota, perderá también todo
derecho a la suma ya pagada».
Te parece bien? Bueno: ahora va ia última parte de mi proyecto.
Como a pesar de todas estas precauciones, habría muchos que lle-
garían sano y salvos al mesón, pienso que sean socios de mi ins-
titución algunos ajentes de la policia secreta, para que me los
detengan so pretesto de investigar un crímen hasta que pase el dia
31. De esta manera, al cabo de poco tiempo, todos los depósitos
serian nuestros, y le venderíamos la sociedad a Pierpont Morgan
en cinco millones de pesos.
3^6
Naturalmente, volvería a armarse la gorda, y no faltaría nn se-
nador bien inspirado que presentara una nueva modon en contra
de El. Desplume universal, mutuo y colectivo, que así se lla-
maría nuestra sociedad.
También hai por el momento campo vasto para firmar con el
gobierno, contratos beneficiosos. Por ejemplo, la provisión por
quince años (tres administraciones,) del alimento y ropa de todos
los empleados públicos de Chile Pero apúrate, poique si llega el
dieciocho, ya no hai tiempo de hacer nada de esto.
Y pongo punto final, porque hai cierto límite ente la carta y el
libro. Si como me temo, ésta no llegara o tu poder, no reclames
a nadie. Aun no se ha descubierto el medio de qu* las piedras
oigaxL
Las pequeñas contra ríeóaóes
[l número de cartas que hemos recibido aludiendo a un artícu-
lo nuestro que publicamos hace una semana con el título de
«Por qué nos envejecemos tan pronto», nos prueba que al
hablar de las pequeñas contrariedades de la vida diaria, he-
mos acertado con un tema de universal interés.
Entre las pequeñas contrariedades que perturban la vida en San-
tiago, figuran especialmente tres: que nadie cumple fielmente sus
compromisos; que casi nunca es posible reparar una cosa que se
ha perdido o quebrado; y que la servidumbre gasta una constancia
especial para contradecir las órdenes que recibe
£1 capítulo de las reparaciones tiene algo que ver con el comer-
cio y es digno de anticiparse a los otros. ¿Se quiebran algunas co-
pas? Es necesario, o quedarse sin ellas o comprar nuevamente toda
la cristalería, porque la tienda tiene lá curiosa fantasía de cambiar
cada seis meses de surtido. ¿Se estravia en una mudanza la perilla
de un catre? A ningún precio se la puede reponer. O se compra un
catre entero para poder disponer de cuatro perillas de repuesto, lo
que seria caro; o se deja incompleto un catre en el almacén, lo que
es poco menos caro. ¿Se han quebrado unas tazas de té? Hai que
resignarse a conservar otros tantos platillos sobrantes; porque el
almacén ha esperado que le compren la loza con franja color lila
328
para renovar todo el surtido con la misma franja color rojo encen-
dido o verde nilo.
Tienen ustedes una pieza empapelada con flores de lis doradas
en fondo verde. Un operario al meter un ropero se lleva medio
metro de pared. Es necesario reparar la avería y se echa uno a la calle
a recorrer todo el comercio en busca de un rollo de papel. Se ha
concluido. Hai que encargarlo a Alemania. Ahora lo que hai, son
flores de lis rosadas sobre fondo celeste: una indecencia. Las tiendas
de papeles no traen surtido sino para una pieza: el que rompe una
cuarta de papel debe mudarlo todo.
Ustedes desean armonizar una carpeta de mesa con el papel, y
buscan como es natural un paño verde oscuro para ponerle encima
un galón de oro viqo. Pero no hai paño verde ni galones de oro.
Lo único que podría hacerse es una carpeta de paño negro con
galones plateados, con lo que se lograría un catafalco doméstico. . .
Y lo mismo ocurrirá con las cortinas que hai que comprarlas con
un matiz turquesa y la alfombra que no podrá conseguirse sino de
color frutilla, y los globos de la lámpara que saldrán como esas
belas con líquidos de color que ponen en las vidríeras de las bo-
ticas.
No es por mal gusto, sino por esta pobreza del comercio,que los
interíores de las casas chilenas producen dolor de estómago, a fuer-
za de charrerías, disonancias y combinaciones disparatadas.
Don Pedro Godoi, con cuyas anécdotas y frases chispeantes po-
dría ya formarse un libro, comprobó después de una larga y dolo-
rosa esperiencia, que despedir a un 3irviente y llamar a otro en su
lugar, no significaba otra cosa que un cambio de nombres, Y asi
después de un interminable desfile de sirvientes malos, ladrones
unos, flojos otros, enamorados en exceso los mas, y borrachos to-
dos, resolvió poner en práctica un sistema de su invension. Llamó
al mozo a su escritorio y le dijo: — ¿Cómo te llamas? — Manuel Arra-
tia. — Está bien. Tú Arratia eres un bríbon, porque cada vez que
dejo dinero sobre esta mesa te lo robas. Ademas te has puesto a
escríbir tus cartas amorosas sobre mi papel, lo que es una insolen -
Toma esa que está principiada: mi querida china, ¿quién es ésaí
Ademas eres borracho, ahora mismo apestas a aguardiente. Ademas
329
no te lavas ni te bañas jamas; no quiero profundizar este capítulo*
—Ademas eres de una estupidez perfecta, porque el frasco de goma
me lo has dejado boca abajo. Ademas eres sordo, porque ayer te
pedi una tetera y me trajiste una escalera y por no gritar mas me
quedé con la escalera en la pieza. Bien; ahora te vas, es decir, se va
Manuel Arratia, ladrón, insolente, borracho, estúpido y sordo; y
desde hoi te llamarás Matias Delgado, que es como si fuera otra
persona, ¿entiendes? honrado, sumiso, sin vicios, intelijente y de
buen oido. Vamos, Matias, a trabajar!
Y cuenta el jeneral que ese mismo dia le dijo: — ¡Saca eso! seña-
lándole con el dedo una basura, y Matias le tomó el dedo. . .para
sacárselo.
Pues bien, esta clase de jentes son las que contribuyen mas al
envejecimiento prematuro.
— Durante trescientos dias de los trescientos sesenta y cinco del
año — ^nos cuenta un amigo — pierdo veinte minutos, al saltar de la
cama, buscando las zapatillas para salir del dormitorio. Durante
estos veinte minutos, en camisa, me arrastro por el suelo, miro
detras del velador, del catre, de los roperos y de las sillas a ver si
las encuentro, Con los ojos au cerrados, con todo el mal humor
que es posible imajinar, meto un paraguas o un bastón debajo de
cada mueble. Si aparece una de ellas, la otra no se puede conseguir.
Grito, vocifero, hago prometer a la sirviente por la sombra de
su madre que al dia siguiente las zapatillas aparecerán en su sitio,
Pero todos los dias represento la misma escena. ¿Ves estas camas?
Las zapatillas!
— Ah, si tú supieras— dice otro informante — las batallas que he
librado al rededor de las peinetas, paños, escobillas y otros utensi-
lios del lavatorio. He llegado hasta hacer un plano para que el mo-
zo no tenga dudas de donde debe colocarse cada cosa. Pues nada»
Al dia siguiente la peineta está metida junto con el jabón. La es-
ponja destila lentamente agua sobre los paños. La escobilla aparece
metida por el mango en el frasco del elixir. ¿Sientes mi voz ronca?
Son las peroraciones diarias sobre esta cuestión.
—¡Los picaportes!— me dice un tercer informante. — ¡Qué lucha
incesante para que las puertas tengan sus picaportes metidos! Pero
inútil todo esfuerzo. Al abrir una hoja se abre toda la puerta. . .
330
— ¡Los pedestales!— dice otro. — Después de las sacudidas diarias
con el plumero, todos los floreros, estatuas o lo que sea, quedan a
la orilla de los pedestales. £1 otro dia entré a una pieza y habiaun
Napoleón de «terracotta» balanceándose sobre el abismo. Parecía
un péndulo. Le libré de un Waterloo próximo y horroroso.
— ¡Los pelos! — dice una señora — los pelos en la sopa! La coci-
nera resiste el gorro blanco de hilo; dice que son cosas de gringos.
En mi casa mi marido sabe siempre si la cocinera es rubia o mo-
rena, por la sopa. Un dia me dijo: — Has cambiado de cocinera. — Nó;
es la misma. — Entonces se tiñe el pelo, de rubio veneciano. Es la
moda.
— La sal en la mesa — dice otra. — No tendré tranquilidad hasta
que durante diez días seguidos los saleros sean colocados indefec-
tiblemente sobre la mesa.
Y así sucesivamente Las pequeñas contrariedades son inñnitas,
son de cada momento; es una lluvia que cae sobre la cabeza y no
hai paraguas que libren de sus goteras.
Por eso valen pocas de ellas tanto cómo una desgracia inmensa.
La falta de cumplimiento en todos los compromisos será mate-
ria de otro artículo, en otra ocasión.
r
Por qué nos enuejecemos tanto
ÜN viajero norte-americano que visitó a Santiago mas o menos
hace un año, ha escrito en un Magazine cuyo nombre no re-
cordamos, estas lineas.
— ^Sentimos mucho no poder observar la población en un
dia normal, en que todo el mundo se sintiera de buen humor.
Los tres dias que permanecimos en Santiago, pesaba una grave
preocupación sobre la ciudad. Los hombres marchaban con la ca-
beza baja y el ceño duro. Aun la jente joven que saliade los clubs
y bares iba triste y silenciosa. En la puerta de la principal institu-
ción social, Club de la Union, se agrupaban algunas personas que
lo miraban todo con verdadera ira en el rostro. Un hermoso paseo,
el Parque Cousiño, parecía campo de salud para enfermos, tal era
el jesto resignado y severo que se veia en las damas mas hermo-
sas, que seguramente hacian ese paseo por prescripción médica».
Las observaciones de este turista, son exactas ssguramente-
pero, a nuestro juicio, no pesaba entonces ninguna especial preo-
cupación sobre Santiago. Habitualmente en Chile todo el mundo
está de mal humor. En las calles jamas se ve una sonrisa; las hijas
de familia reciben instrucciones de sus madres para ir erguidas
como cisnes y sin jamas reirse/íira qtu no Usjalten al respeto; los es-
tudiantes universitarios no gritan, no juegan, no levantan la voz.
33^
no se sublevan, no les pegan a los profesores; los ebrios mismos o
pronuncian discursos o pelean, o lloran, pero jamas cantan o se
ríen. Una ñesta nacional o tennina a bofetadas y botdlazos o en
un silencio jeneral precursor de tempestad. Jamas un coro, uno
de esos coros entusiastas que todos los países civilizados tienen
para cuando se juntan hombres y están contentos. Aquí se estima
simpleza que un hombre mayor de veinte años cante en voz alta.
Si aun vamos a observar al compañero del hombre — al perro—
que suele tomar algo del carácter de su pais, (y si no ahí está el
bull-dog^ ingles, que es mal ajestado, de mui mal humor, que no
hace amistades fáciles, pero sí duraderas; el caniche francés, que es
lijero y bullanguero, que lo alegra todo, que hace fiestas a todo el
mundo y va siempre satisfecho de sí mismo y sin miedo a nada;
el dogo de Ulm, alemán enorme y grande, que presenta un aspecto
pavoroso, pero es bueno, manso y fiel, que le gustan los vejetales
y acostarse temprano) si observamos — decíamos — al compañero
del hombre, hai que notar que jamas dos perros del pais, finos u
ordinarios, se juntan sin lanzar un mutuo gruñido de mal humor
y hasta de amenaza.
Alguien ha dicho que los países montañosos son tristes. Pero
el mal humor, la irascibilidad ¿cómo se esplicarian?
Cuando vemos hombres de cuarenta años que representan mas
de cincuenta, mujeres de cincuenta que parecen ancianas del hos"
picio; cuando observamos que el que va a Europa vuelve con me-
nos arruga, mas liviano, mejor equilibrado, ¿cómo resistir a la ten-
tación de esplicarse el curioso misterío?
Un médico me lo ha dicho brevemente.
— En Chile la jente se envejece mas luego que en Europa. Todo
cliente que tiene recursos, recibe de mí el consejo invariable de ir
a quitarse años al viejo mundo. Lo que gasta, son las pequeñas
contrariedades, las dificultades microscópicas, los disgustos chicos
de cada instante. Mas agotan' cien contratiempos de un minuto de
de largo cada uno, que una desgracia de un año. Y en un pais
que se constituye, todo detalle, todo elemento pequeño, resulta in-
completo, defectuoso, y por consiguiente, enemigo de la tranquili-
dad y de la paz del hombre.
333
Y es así, no hai duda. Un conocido j érente de Banco me lo ha
dicho un dia:
— Esta afección cardíaca que me persigue, no me ha venido por
la muerte de mi mujer, de mi madre, de mis cinco hijos, de mis
tres hermanos, no señor; me ha venido porque durante seis años
he tenido que gritarle dos veces por dia al portero, porque no me
colocaba los fósforos sobre la mesa.
En el colejio recuerdo que un alumno de historia natural, que
deseaba vengar algo, tuvo la paciencia de romperle todos los dias,
duraqte seis meses, los puntos de la pluma al profesor. Puedo ju-
rar que su palidez primero, sus canas en seguida y su muerte mas
tarde vinieron tan prematuras nada mas que de esta endiablada
•venganza, que envenenó la sangre de la víctima.
Se levanta uno, vé el reloj, no es la hora en que ha encargado
lo despierten. Salta para ir al baño; el agua está cortada sin previo
aviso, porque trabajan en la cañería. El paño de manos tiene olor
a aceite, porque a la lavandera se le dio vueltas sobre la ropa un
frasco de palma-criste. El desayuno está frió, porque la sirviente
se ha levantado tarde. La leche se ha ahumado, porque la cocina
está sucia. El diario no ha llegado, porque se lo está robando el
vecino.
Se llama un coche para ir a la oficina. El coche se está desar-
mando, tiene el fondo inmundo, no se pueden pescar las varillas
de bronce de la ventanilla para escapar los tumbos en la calle,
porque otro pasajero las escupió cuidadosamente. Al bajar, uno se
entierra una pisadera en la rodilla, y es necesario saltar sobre un
tubo del alcantarillado para entrar en la oficina. En ella están ba-
rriendo, apesar de que el aseo debería haberse terminado una hora
antes.
Al abrirse la correspondencia, nuevos disgustos. «Su jiro no me
ha llegado». «Me estraña no haber recibido hasta ahora su res-
puesta». Supongo no deseará hacer usted el negocio, porque su
contestación anunciada por telegramas no se ha visto por ninguna
parte». Se grita, se pide el copiador, se comprueba que todo ha
sido replicado, se reiteran las cartas, se reclama en el correo. . .
Un amigo que no tiene nada que hacer entra al escritorio, se
334
sienta en un sofá y se pone a tararear una romanza. ¿Quieres irte
a cantar al Conservatorio? (Se ha callado) ¡No me muevas esos
papeles, hazme el servicio, porque me los vas a confundir! Pero el
hombre está resuelto a no irse, porque ha tomado mi sombrero y
le vé la marca cuidadosamente. — ¿Cuánto te costó? — Ocho pesos.
— ¿Buqué parte? — Donde Wegener. — ¿Cuántos tienes? — Dos. —
¿No has comprado jipi-japa? Nó. — ¿Piensas comprar? — Nó. —
¿Estás de mal humor?— Sí.
El jefe de la casa está de mal humor también, por circunstan-
cias semejantes, a las que han causado el mió. Me llama, encuen-
tra que yo soi el causante de que el dia esté nublado, de que su
señora vaya a tener un hijo, de que el reloj se haya descompuesto.
Me amonesta severamente.
Llego a mi casa a almorzar, también de mal humor. Mi mujer
me corresponde en igual diapasón. Pero el matrimonio no sufre
en su estabilidad, porque ella ha conocido asi a su padre, a su
madre, a sus hermanos y a sus tios.
Es indudable que no todo está aquí absolutamente malo; pero
sí lo suficiente para abreviamos en cinco o diez años la vida.
Una desgracia o contratiempo grave, se ve venir, y el ánimo se
prepara de tal manera, que cuando llega el golpe ya no duele
tanto.
¡Pero esta lluvia de piedrecillas. . .!
^
un BñUTIZO
A Alejandro Murili«o
UN golpe en la espalda me sacó bruscamente de la honda abs-
tracción en que marchaba sumerjido. Era Andrés uno de esos
amigos que pasan los años sin aparecer en parte alguna y,
sin embargo, son más nuestros amigos que los que diaria-
mente se ven en todas partes.
— Te convido al bautizo de mi último chico — me dijo,
— Entiendo por tus palabras que tienes varios chicos.
-Siete.
— ¡Siete! Tienes mi edad. ¡Cómo has hecho para producir tanto
muchacho!
— Mi vida es mui tranquila. Tengo ocho años de matrimonio.
No salgo de noche.
—¡Ya! ¡Ya!
—Pero aún no me contestas si vienes al bautizo. Tal vez no quie-
ras venir. Tú te rozas solamente con los grandes. Mi casa es mo-
desta.. . .
— Te encuentro socialista, como antes. Iré a tu bautizo, aunque
con franqueza le tengo miedo.
— Temes no comer bien.
336
— Por tratar de ofenderme te has descubierto. ¿Qué tiene que ha-
cer una comida con un bautizo, hijo mió? Hso es precisamente lo
que temo, que la fiesta sea larga.
— Ustedes los aristócratas se bautizan en seco; nosotros los de".
pueblo regamos con abundancia esta ceremonia. No comerás ca-
viar, ni nidos de golondrinas, ni beberás champagne pero creo
que lo has de pasar bien. Te queremos mas en casa que en otras
partes, donde seguramente te pagas mas de los cariños.
— Dale con la diferencia de clases. Toda la vida te has colocado
donde has querido : Nosotros los del pueblo, nosotros los pobres,
entretanto nos hemos criado juntos y tú tienes mas dinero que yo.
Voi a tu bautizo, adiós.
Y Andrés me dio un apretón de mano efusivo, me miró con des-
confianza y se fué diciendo:
— No iráá», no irás. Te conozco. La fiesta es el domingo. Te
espero a las doce del dia en casa, Huemul 724. que es la tuya. Pero
no irás!
« # #
Un bautizo a las doce del dia, pensé yo, no es bautizo; es un al-
muerzo. Será un almuerzo estupendo. En seguida habrá baile y
onces permanentes. 6e comerá tarde, se bailará en seguida. Trata-
ré de escabullirme; será imposible salir. Cenaremos al comenzar el
alba. Y temblaba de pies a cabeza repitiéndome interiormente todo
este pavoroso programa. Cuando resuelto a sacarle el cuerpo a la
fiesta, a pesar de mis promesas, de mi buena amistad por Andrés,
de la susceptibilidad permanente de su carácter, y de mil otras
consideraciones más, escribía una conceptuosa carta de escusa, en-
tró a mi oficina Ovalle, el hombre mas alegre y mas vividor de la
tierra y me dijo que estaba invitado a casa de Andrés y que espe-
raba acompañarse conmigo.
—Será un dia entero perdido.
— No seas loco. Ni será solamente un dia, ni se habrá perdido el
tiempo. Parece que no fueras artista. Hai que observar, hai que
gozar. Tú eres aficionado a la despensa y a la cocina nacional;
pues bien, tendrás vino excelente, pavos gordos, aceitunas estraor-
dinarias, queso sublime, malayas voluptuosas. Eres también admi-
337
rador de la belleza criolla, y puedes tener la seguridad de un
desfile de ojos negros, de bocas frescas, de orejas pacientes, de pies
inmóviles...
« -^ «
Antes de cinco minutos de entrar en casa de Andrés sentimos
una confianza estraordinaria. £1 chico habia sido ya bautizado, de
tal manera que se veia que no era el bautizo lo importante, sino «la
cola».
En un salón espacioso con tres ventanas a la calle y otras tres
al patio lleno de naranjos, con los muebles rigurosamente enfun-
dados con tela blanca y huincha roja al rededor, con los retra-
tos de los antepasados alineados en la pared, hechos unos al bro-
muro, otros al lápiz y casi todos con los pies; con dos enormes es-
pejos en los estreñios y multitud de cachivaches sóbrennos viejos
«boules,» nos fuimos reuniendo los invitados. Habia una media do-
cena de señoras de un mismo modelo, año 65 mas o menos. Todas
ellas eran bajas, regordotas, bien conservadas, con ojos negros, na-
rices anchas, bocas espresivas. Todas ellas llevaban un medallón
al cuello con el retrato de su marido. Todas ellas se balanceaban
un poco al andar, uq con la peculiar cojera de los patos, sino con
el rítmico balanceo de la fragata sobre el mar en calma. Todas
ellas tenian a sus esposos — como los llamaban — no solo en el me-
dallón sino allí cerca, y a todos ellos y ellas tuvimos el honor de
ser presentados: el señor Valen zuela dueño de la Mercería Sud-
Americana; el señor Andonaegui, agrícultor; el señor Jarabran, ex-
mayor del antiguo ejército; el señor Martínez, dueño de unas mi-
nas en Maipo; el señor Andraca, especulador en frutos del pais y
otros dos señores sin nombre que nos fueron señalados con el tí-
tulo de amigos de la casa y nada mas.
Hacia poco rato que estábamos reunidos, cuando regresó la jen -
te que venia de la parroquia. El chico grítaba como un barraco y
entró a la sala llevado en brazos de la ma(lrina,y escoltado por un
enjambre de muchachos y muchachas. Nos hicimos lenguas en
homenaje a la belleza del recien nacido. Declaramos con absoluta
serenidad que tenia ojos verdes, que se parecía a la madre y que
seria abogado.
33»
La madre, a quien se había dejado el tiempo suficiente para le-
vantarse del lecho, apareció pálida, displicente y exangüe, y ocupó
un sillón cerca de una de las ventanas por la que entraban torren-
tes de sol. No le olmos la voz en toda la jomada.
-^¿A quién esperamos?— preguntan con esquisita urbanidad al-
gunos de los seis caballeros— comienza a sentirse hambre!
—Al amigo de Andrés — contestan varias voces.
A pesar de que el hambre arrecia, nuevos atractivos distraen
la vista. Entra a la sala, risueña, pudorosa y lenta, la procesión
de las señoritas invitadas, hijas de los seis caballeros y de las
seis señoras presentes, y sus apellidos Valenzuela, Andonaegui,
Jarabran, Martínez y Andraca, pasan por nuestros oidos acom-
pañados de los mas dulces nombres de pila, Elena, Adriana,
Glafira, Leonor, Sara, Raquel, Leontina, Fany y Aida. Unas lle-
van el vestido hasta el suelo, y el pelo anudado sobre la cabeza,
indicando que están listas para la vida; las demás usan el ves-
tido mas corta, desde dos centímetros hasta media vara del suelo,
y el pelo caido sobre los hombros para indicar que aun no están
preparadas. Sin embargo, sus ojos demuestran que los capítulos
de las cosas conocidas y de las cosas ignoradas, son familiares y
tienen igual estension para todas ellas.
— ¿Qué hai, Andrés? — pregunta impaciente el señor Jarabran. —
No vemos de hambre.
—Un instante. Espero a mi amigo.
—Sí, sí— decian las señoras— hai que esperar al amigo de Andrés.
Ovalle se me acerca y me dice en voz baja:
—Dejando a un lado esos seis mastodontes, de los que pienso
prescindir en absoluto; a la enferma que me parece muda; a todas
esas damas gordas que se me sientan en la boca del estómago; y
a este famoso amigo de Andrés, que no conozco, pero a quien con
el favor de Dios y Maria Santísima he de darle de botetadas hoi
mismo, la cosa me parece bien simpática y agradable. ¿Has visto
muchachas mas livianas de sangre? ¿Ves esa morena de ojos verdes
que se rie con un tono gangoso de patito nuevo? ¿Has visto nada
mas alegre que esta otra de azul, con los labios en forma de
trompa?
339
La descripción fué interrumpida por un solo grito:
—¡El amigo de Andrés!
# # «
Nunca cuatro palabras han producido mayor efecto. Los masto-
dontes avanzaron en una ala desplegada, las fragatas se pusieron
de pie. Andrés recibió al recien llegado y lo condujo en triunfo
hasta él sillón de la enferma la cual pronunció dos palabras y
cayó desfallecida:
— ;Cuánto gusto!
£1 amigo de Andrés era un estranjero, a juzgar por su aspecto, de
raza sajona, mas bien anglo-sajona, de cara rojiza, ojos azules pe-
queños, bigote color de zanahoria, abultado de abdomen, con la
cabeza erguida con injustificada soberbia. Fué saludando a todos
con un apretón de mano, pe: o cuando el apretón le tocaba a un
Qombre lo acompañaba con un jesto de desprecio. Debo declarar
que la antipatía de este señor se me comunicó con la rapidez de
un pistoletazo.
Andrés aprovechó el tumulto de la pasada al comedor para
decirme
—Mira a mi amigo con simpatia; no es aristocrático pero tlen^
una cabeza estraordinaría para los negocios.
—¡Se gasta sus modales!
—Son jenialidades. Se le puede permitir todo porque es un indi-
viduo superior.
El aspecto del comedor, me cortó la palabra, y me embargó por
entero. Lo primero que llamaba la atención era una larga mesa en
una sala mucho mas larga. Sobre ella estaban alineados tres
grandes castillos de dulces, en cuya cima, un anjelito de azúcar
soDre un alambre en espiral se movia lijeramente. En torno de
estos castillos que marcaban la espina dorsal de la mesa, se acu-
mulaban en desorden jamones planchados y azucarados; jelatinas
temblorosas con violetas dentro de cada figura; pavos asados
wOn sus patas encojidas y con una ramita de perejil en el pico,
aceitunas aliñadas con torrejas de naranjas agrias; naranjas dulces;
íimas, plátanos, pastelillos auesos de varias clases; botellas de
-xii
tndx% la» marcas imajínables y ixi*a p^ofü^áoc de fiares verdadera-
njfrr.te anir^^'jíca.
Kl ami^o de Andrés, que fué sestado a la derecha de la nraJre
dijo con U/no sentencioso, apenas calmado ¿ b-zZicsoc
— Xom^tie be visto en Londres, nn cesa ca.- bocha!
Sino hoíñera sido porque ocupaba d asiento a la izquierda de
la señora, habría preguntado al amigo de Andrés:
^;E1 señor ha estado en Londres alguna vez?
La concurrencia exasperada por la larga hora de espera en el
salón, se dedicó a los pavos, jelatinas y jamones con verdadero
rencon E! silencio que se hizo bruscamente era interrumpido solo
por el ruido de Ic^ cuchillos y tenedores y por las c ai i aas de do^^
roímstas y cha5Kronas muchachas que atendían la mesa. 0\ alie.
colíjcado en medio de la juventud femenina, había logrado captar-
Me rápidamente su simpatía, y según pude ver y oír, comenzaba a
organizar una formidable coalición en contra dd amigo Andrés.
Kf»te era el aspecto que a la una y medía del dia presentaba la
casa de mi amigo y sus diversos invitados.
• • •
No conocía el suplicio de un almuerzo iniciado a la una del dia
y terininado después de la cinco de la tarde. A la cazuela de ave
de caldo suculento, matizado con vetas rojas de puro ají, siguieron
numerosos platos entre los cuales se destacaban gloriosamente las
empanadas de horno, una mala3'a con fréjoles, unos tallerínes, unos
pejerre/es, los inevitables ríñones, las ensaladas de diversas clases,
las costillas, las jaivas, la calveza de ternera y, finalmente, la torti-
lla de erízos. A la larga lista de guisos, siguió una larga lista de
postres, tortas, jelatinas, alfajores, dulces en almíbar y frutas.
Kl amigo de Andrés devoró cada plato como si fuera el único
que se le ofrecía después de un largo ayuno, dijo y juró que jamas
en Londres se podría dar un almuerzo mas rejio y diríjió a cada
persona una impertinencia.
Me tocó ser el primer blanco del amigo de Andrés.
— ¿B\ señor es periodista? — preguntó.
- -Sí, señor,— le replicaron.
341
— Encargado quizás de recojer novedades en la calle, ¿eh?
— Nó, nó; — interrumpió galantemente Andrés,— es uno de nues-
tros mejores periodistas, un redactor lleno de injenio.
—En Inglaterra se ocupan de este asunto los que no sirven
para otra cosa. Antes de ir un hombre a la cárcel, se le mete aden-
tro de un diario.
Andrés tendió suplicante una mano en dirección mia diciéndome:
—Déjalo, déjalo. El no es aristocrático, pero tiene buena in-
tención.
Pero Ovalle, que babia averiguado que el amigo de Andrés tra-
bajaba en una bodega y acababa de hacer una especulación en co-
chayuyo que le habia dado algunos pesos, dijo desde su estremo:
—En Chile no pasa lo mismo, señor mió. Aquí, cuando alguien no
sin^e para nada se le dedica a comerciar en frutos del pais. Yo he
visto condenar a un criminal a prisión perpetua o a especular en
cochayu3'os.
El amigo de Andrés enrojeció, todos los demás disimularon, es-
cepto el mayor Jarabran, que con temeraria imprudencia se frotó
las manos, y también las muchachas que se sonrieron y bajaron los
ojos hipócritamente. .
El señor Andonaegui, preguntando por Andrés sobre sus nego-
cios de la mercería, contesta que el fierro galvanizado se vende en
mayor cantidad que antes, lo que le hace esperar buen éxito para
el año.
—No lo crea usted — dice el amigo de Andrés. — Usted tendrá que
cerrar su ferretería dentro de poco, porque sus empleados no en-
tienden de vender, y maltratan al público.
A Jarabran, que habla de la batalla de Tacna, le dice:
—¡No ha sido tanto este batallo, hombre!
—¡Cómo! — ruje el ex-mayor. — Usted un estranjero se atreve a
hablar así de una de las mas grandes pajinas nacionales!
—Calma, — calma, — dice Andrés de un lado.
—¡Bravo! — grita Ovalle.
Yo hago también vigorosos jestos de asentimiento.
—¡Era mui fácil ganarle al Perú, hombre! — insiste el bárbaro.
—¿Y no era mas fácil ganar a los boers? — replica lívido de ira;
Jarabran.
34a
Uno de los señores Innominados que está cerca, me dice a me-
dia voz:
— Poco le importará a éste lo que dice el maj'or, porque es tan
ingles como yo.
— ¡Cómo!
— Sí, señor; ha nacido en Iquique: es ciudadano peruano y no
ha estado jamas en Inglaterra.
Andrés habla calmando la natural irritación que han causado to-
das las torpezas de su amigo, y logra ganar algunos minutos de si-
lencio. El au-e está insoportable, los guisos han concluido; pero los
postres no parecen conduu: en todo el dia. Cuando se cree que ya
ha terminado todo, entran bandqas con biscochos y hojaldres en
almíbar. Después de tres o cuatro platos mas, aun se ofrecen plá-
tanos, uvas, «huevo molle», miel de palma.
Todos están encendidos, hinchados, hablan en voz alta, en me-
dio de un entusiasmo desproporcionado con lo que dice. Por fin,
después de una prudente esplicadon mia, se levanta, el almuerzo
y podemos salir al patio.
« « «
¡Al fin! La artificial distribución de los asientos toma aquí un
mismo nivel, como las aguas en los vasos comunicantes. Soi arras-
trado violentamente por Ovalle al grupo de las chicas donde dice
él que se me llama.
— Usted es demasiado serio — me dice una de ellas — y es menes-
ter que se alegre.
— Bueno. Estoi alegre: basta mirarles los ojos a ustedes para sen-
tir buen humor.
— Entonces lo aprovechamos, usted escribe en A7 Mercurio ¿ah?
— Si, señorita.
— Bueno. Dígame cómo acaba la novela que están publicando
ahora en la tarde, que estamos con tanta curiosidad.
— Apúnteme lo último que usted haleido.
— Bueno. El barón de Cantilano está enamorado de la marquesa
Luisa de Flejury y le acaba de declarar su amor. Ahí vamos. ¿Se
casan o no se casan?
— Se casan.
ili
v^
— ;Aí qué gusto! Pero entonces sale bastante pavo.
— Es decir, se casan, pero se mueren los dos,
— ¡Cómo! ¿Oyes Glafira? Dice el señor que se mueren el barón y
la marquesa.
El amigo de Andrés tiende su sombra funesta sobre el grupo.
— Señorita, ¿puede usred bailar conmigo? — pregunta a la mas
jentil de las chicas.
— Nó, señor; yo no bailo todavía.
— Sí, pero en cambio ya estar leyendo usted novelas.
— Sí, señor; no veo que tenga que hacer una cosa con otra. Se
baila con los pies y se lee con los ojos.
La salida es celebrada con hostilidad para el hombre de las im-
pertinencias.
Apenas se retira, estallan las invectivas de todo jénero. Una de
las chicas, aludiendo a la famosa especulación en cochayuyos, pro-
pone que en adelante se le llame «Mr. Cochayuyo».
Dd agradable grupo me estrae con solemne jesto el señor An-
draca:
—Venga usted acá, periodista, que tenemos que echar un párrafo
con los amigos sobre política.
Caigo en medio del grupo formado por los seis señores, inclu-
sos los sin nombres, y comienza una serie de preguntas, respues-
tas y objeciones sobre la cuestión económica, sobre el Consejo de
Instrucción Pública, sobre la esterilidad de la labor parlamentaria
y otros problemas no menos graves.
El señor Andonaegui es partidario de una revolución; el señor
Andraca insinúa diversas ideas para resolver la crisis económica y
me aconseja defenderlas editorialmen te. Una de ellas es un em-
préstito de quince millones de libras para prestarlas a todas las
sociedades anónimas a diez años de plazo y con seis por ciento de
interés:
— Así la prosperidad del pais no sufre; los papeles se entonan y
todo revive!
Uno de los caballeros innominados se muestra partidario del
papel moneda, y el ojtro dá argumentos en contra de la inmigra
cion creyendo darlos a favor de ella.
Ovalle y Jarabran me buscan para que vea al^o interesante.
11'
344
— Oye — ^me dice aquel — ven a ver a Mr. Cochayuyo.
Y llevándome a una ventana del comedor, me hacen ver el cs-
traordinario espectáculo del amigo de Andrés. .. comiéndose un
sandwich! El salvaje habia quedado con hambre.
» « «
Durante dos horas, hasta que se enciende la luz en el salón la
concurrencia se reparte entre una danza frenética, incesante y la
atención al ponche y otras bebidas que se sirven en el comedor y
a domicilio.
Noto que la atmósfera se hace candente, que todo el mundo se ha
puesto cariñoso y espresivo. La chica locuaz que se interesaba por
saber en qué hablan parado el barón con la marquesa, me pone en
apuros preguntándome si se besan bastante antes del matrimonio.
Una de las fragatas me hace confidencias literarias, mientras depo>
sita sobre mí dos ojos húmedos de corvina. Ella lee bastante y pre-
fiere la lectura amorosa de 40° a la sombra. Desea escribir una no-
vela y durante media hora me narra el argumento. Se lo encuentro
cursi e indecente; pero la estimulo al trabajo, prometiéndoli* bajo
palabra de honor que figurará en la historia literaria, y que te pu-
blicaré en el diario como folletín el primer tomo.
El mayor Jarabran se ríe solo en un rincón. ¿Por qué seretxá?
En vano trato durante mucho tiempo de bailar con alguna com-
pañera simpática, porque Mr. Cocha5aiyo desaparece como una
exhalación con cada una. Ovalle no lo hace mal.
Con Andrés me empeño infructuosamente en que me permita
retirarme. Tengo un compromiso para la comida, y después debo
ir al teatro. Todo es inútil. La puerta de calle está cerrada.
Jarabran se rie siempre.
Una corta interrupción del baile deja ocasión a otra de las fra-
gatas para acercarse al piano y cantar una romanza « vorrei morir»,
que enternece al señor Andraca sobre manera. Tras ella canta un
joven, y en medio de una nota alta enronquece súbitamente. Jara-
bran se vé obligado a espresarle todo avergonzado que le perdone,
que no se rie de él, sino de algo mui diverso.
Un nuevo baile se inicia y Mr. Cochayuyo brinca en el medio,
345
atropellaiido a todo el mundo, llenando todo él salón, rompiéndola
el vestido a su compañera, pisándole los pies a los espectadores y
enjugándose con un pañuelo sobre el rostro la mas copiosa traspi-
ración que he visto en mi vida. Al concluir la polka, se me acerca
con el cuello convertido en acordeón y me dice
— Mi no baila per baila; mi baila per suda.
Ovalle lo mira con indignación. Jarabran continúa sonriéndose.
De pronto, Mr. Cocha3ruyo palidece, se lleva las dos manos al
estómago, se deja caer en una silla y comienza a lanzar quejidos
sofocados en el primer momento y desgarradores mas tarde.
—¿Qué üai? — ^preguntan todos. — Tin dolor de estómago. ¡Que
le den bicaitx>nato! [Que lo acuesteol \Ohl ¡qué desgracia!
Pero el hombre está realmente aíiljido.
Se lo llevan a un dormitorio, Andrés corre de un lado a otro,
y, por fin, resuelve hacer llamar un coche y acompañar al infeliz
a su casa que está situada a pocas cuadras.
Con la ausencia del pobre hombre, se produce un jeneral alivio.
Durante media hora el baile queda suspendido y cada cual dá di-
ferentes esplicaciones del suceso. ¡Si comió tanto! ¡Si bebió tanto!
¡Si es una esponja! ;Si es tan pesado de sangre!
Por fin, una nueva polka suena en el piano y todo el mundo se
lanza en un febril movmiiento. £1 mayor Jarabran se me acerca,
me lleva a un ricon y me dice:
—¿Qué le parece el dolorazo del gringo?
— Lo siento.
— Yo no señor. Tenia que pagar lo que dijo de la batalla de
Tacna. ¿Sabe usted de qué le ha venido el dolor?
— No caigo.
—Fué de esto!
Y me mostró un papelillo, que hoi, no sabría reconocer. Me con-
tó cómo Ovalle habia salido a comprarlo a la botica, y cómo él se
lo habia dado revuelto en el ponche.
—Tiene para gritar toda la noche — me agregó con absoluta
tranquilidad.
Desde ese momento las horas se precipitaron en la mas horrible
algazara. Andrés no dejaba irse a nadie. Dos veces fui sorpren-
dido cerca de la puerta de calle y depositado nuevamente en e|
346
salón. Hl ponche habia hecho sus víctimas y cada vez que se can-
taba el *'vorrei morir" el señor Andraca lloraba a mares. La chica
del folletin me hizo nuevas preguntas indiscretas y la señora lite-
rata modificó, el último capitulo del primer tomo en homenaje a
mí, haciéndolo bastante mas colorado de lo que parecía posible.
Poco a poco desaparecieron todas las chicas y algunas de las
señoras, fatigadas por el baile y la dura jomada. Pero el piano
siguió marcando valses, mazurkas y polkas que encontraron siem-
pre entusiastas parejas.
Por fin, rendido caí en una silla. Andrés se me acercó en el
acto:
— Hai que ser hombre, Anjel! Déjate de historias. Todavia es
temprano.
— Déjame irme.
—Estás despreciando mi fiesta.
—Si no te desprecio nada, hijo mió. Es que son mas de las tres
de la mañana y me caigo de sueño.
' Nó, señor) hai que divertirse.
Y aun tuve que bailar, beber, conversar y hasta opinar sobre di-
versos asuntos.
Cuando apareció un primer débil rayo del alba, rozando las co-
pas de los naranjos, quise disparar y salí con mi sombrero.
Andrés me tomó de un brazo, me llevó hasta cerca del pasadizo
que conducía al fondo de la casa y con la mirada resplandeciente
me dijo:
—¡Escucha!
Se sentía un ruido sordo, como el de una piedra cayendo sobre
una superficie blanda:
—Están machucando el charqui para el valdiviano. ¡No te
vayas!
Debí morir en ese instante. Pero Ovalle y Jarabran que venían
de la calle hablando ruidosamente me llevaron a un aparte
—Hemos dado una carrera hasta la casa del gringo. Todavía
está gritando. Se siente en li calle. Ahora ¡vamos al valdiviano!
Fantasía óe Pascua
PARIS-SAXTIAGO
Soñamos que regresábamos de París (hai sueños disparatados,
eh? y que abríamos nuestras maletas dejando sobre mesas,
sofaes, sillas y chimeneas, esa infinidad de cachivaches que
se compran en una esposicion.
Entre ellos venían algunos objetos de térra -cotia, otros de
bronce, de níquel y hasta de plata oxidada. Modelos del llamado
arte nuevo, figuras de mujer alargadas y vaporosas, perfiles de me-
dalla, hojas de trébol, lirios de esmalte morado en fondo negro,
cobre verde, etc Todo ese pequeño museo, comprado en la reali-
zación de una joyería ambulante, fué colocado cuidadosamente so-
bre una mesa, en el medio de la cual se destacaba una Cleo de Me-
rode de plata oxidada, con las manos cruzadas tras de la nuca y
con una maliciosa sonrisa, símbolo del París de las revistas ilus-
tradas.
Aquello quedó allí mientras no instalábamos de una manera defi-
nitiva nuestro escritorio, encontrando albergue a tanta monería.
Llegó la Pascua (es sueño ;ah?) y naturalmente, como recien lle-
gados, nos fuimos a dar una vuelta por las fondas para apreciar si
348
Chile había progresado o nó en nuestra ausencia. Con el hábito del
turista que se complace en comprar objetos pequeños y llenarse
de ellos los bolsillos, adquirimos una colección de oUitas de las
monjas, de esas que huelen a incienso y lucen sus vivos colores y
sus esmaltes dorados.
Tarde ya, rendidos por la caminata, pusimos sobre la mesa las
oUitas de las monjas, que ocuparon modestamente los huecos dga-
dos por los cachivaches de Paris, y no tardamos en sumerj irnos en
el mas profundo sueño.
Vino el no ser— como dicen los poetas — y abrimos los ijjos aese
otro mundo en que todo se vé indeciso, notante, vaga
La mesa se nos acercó al lecho. Los recuerdos de París, del bou-
levard, de la esposicion, de Sada Yacco, la actriz japonesa, de la
Réjane, la artista parisiense, se nos revolvían con la horchata con
malicia, con los claveles y albahacas y con las oUitas de las mon-
A3. • • •
Cleo de Merode, la estatuita de plata oxidada, con sus manos
cruzadas detras de la nuca, había bostezado. ¿Aburrida de Santia-
go? ¿Con nostaljia de París? ¡Eso le íbamos a preguntar cuando
¿lia habló:.
— ¿Dónde estoi? Me habia quedado dormida No veo sino una
oscuridad muí profunda. Una vez que me acostumbre veré mas
claro. . ..sí, pero ¿qué es esto? ¡AL' ¿Qué c'est ce petit monstre?
Indudablemente se refería á mi colección de ollitas de las mon-
jas y con especialidad al huaso de a caballo que se levantaba er-
guido al lado de una monjita, vecino a un «brasero» y entre una
infinidad de jarritos y ollas.
— ¡Jesús! — dijo la monjita, santiguándose— esa gabacha no huele
bien. I Y qué lijera de ropas! ¡Y qué ojos. Y se dio vueltas como un
trompo, dándole las espaldas a Cleo de Merode, que se quedó mi-
rándola con ojos tamaños.
. . ¡Oh! Cette dame de chanté est vraíment terrible!
Leí conversación siguió entonces entre la monja y el bracero de
esta manera:
— Creo que hemos caído entre jente mala — dijo la monja— bus-
cando calor al lado de aquel bracero destinado a darlo.
— Sí; todo está malo ahora. Ya no son esos tiempos en que yo
349
tostaba azúcar para el mate, y estaba siempre al medio del salón.. . .
—Y ahora fíjese usted qué manera de vestir la de esta francesa
que tengo detrás de mí. . .
— ¡Uy! Qué economía de ropa. ¿Cómo se llamará?
— Cleo de Merode — interrumpió con una vocesita arjentina el
«bibelot» parisiense,
— ¡Cleo! ¡Dios santo! Si ni siquiera tiene nombre cristiano. ¿Qué
es esto de Cleo?
— Como no ha de ser cristiano, maire— interrumpió el huaso, el
«petit monstre» a que se había referido la bailarina de plata oxi-
dada — cuando así principio yo mis rezos: « Cleo en Dios paire!»
— Ah! sL. . .
— ^Ah! si— corearon los dos — mientras Cleo miraba con una cara
llena de risa a su pésimo defensor.
Pero Cleo de Merode hacia mucho tiempo que no estiraba las
piernas y quiso ensayar su arte. Destrenzó las manos de detras de
la nuca y se desperezó. Y un momento después se descolgaba del
pedestal de un saltito y quedaba a mui poca distancia de la mon-
jita de greda, cada vez mas indignada.
— Qué maneras de esta mujer — decia — y qué modo de mirar y
de reirse. No, no; esta no es persona buena.
— Oh, mi querida señora — esclanió Cleo — permítame usted que
la bese — y antes que la monjita hubiera podido cubrirse la cara con
sus dea manos ya le había estampado en un ojo un beso ruidoso,
estupendo.
Hl escándalo que se produjo fué enorme. El brasero lanzó un ru-
jido, varias ollas se enrojecieron de indignación.
Pero ya era tarde. Cleo no oia ni veia a nadie; bailaba. Lamonji-
ta no solo cerró los ojos, sino que aun se puso las manos encima
de los párpados: el brasero se puso patas arribas, y varias ollas ro-
daron por la mesa. Poco a poco, el baile aumentaba 3' se hacia mas
desenfrenado, hasta que la monjita, insegura de sí misma, se lanzó
de un salto al suelo haciéndose trizas en él. La siguieron un mo-
mento después, el bracero, y una por una todas las ollas con uso
de razón.
Quedó sólo, aislado, sereno, el huaso, ese mamarracho de greda
que le había merecido a Cleo el nombre de monstruo.
.'5"
— Mira «petit monstre > — dijo Cleo tú eres el líiiico tolerante,
tú la única cara amiga que diviso, y aunque no la tienes mu i lava-
da, no importa.
Y dando un salto quedó montada en ancas y se aferró convulsa-
mente a la cirtura del huaso.
— Austin, Austin— esclamó éste — ¿Donde te habis visto en otra?
Pero su alegria quedó cortada de repente y siguió:
— Ai, patroncita; si esto hubiera pasado en vida jcómo habríamos
galopiao! Habríamos ido a topiar en la vara, a tomíir tin chacolí
superior, «un cauceo»...Pero nada puedo hacer ahora, patroncita,
porque soi de greda.. . .
— ;De greda! ¡De greda! — gritó Cleo con voz histérica — ¡Ai, qué
amarga realidad! ¡Austin, Austin! de buena te has escapado. Si hu-
biera estado viva, ¡cómo nos habríamos divertido! Habría cantado,
reido, bebido. Te habría contado cuentos.. . Pero soi de plat?» oxi-
dada!
—¿De plata.. . .? luitíSnces está emparentáa con mis espuelas, pa-
tnmcita, que son de plata.. . .
— ¿También están oxidadas?.. . .
— No, señorita: están empeñáas....
lui ese momento se desvaneció el sueño. Entró la luz del alba
por la ventana, y junto con ella el mozo con los zapatos lustrados.
—Ai, señor, — me dijo — cómo se han caído estas cosas déla mesa!
Mejor seria acomodarlas en otra parte, porque ya no caben. ¿Dón-
de pongo esta virjencita? — y me mostraba a Cleo de Merode que
estaba con tina carita de mosca muerta.
.Y así terminó la fantasía parisiense-santiaguina de Noche
Buena.
S^ t^
nimacen óe Conciencias
Las conciencias se venden. — La AV-
fornui.
A nadie le remuerde su conciencia.
- 'La ünion^
iQué cosas mas estranas se encuentran en una ciudad grande, a
la caída de la noche! Es la hora en qtte el oficinista, cansado de la
tarea del dia, regresa a su casa o al Club con paso desnia^-ado y
voluntad inerte. Es la hora en que todo destella con una última
luz, como lámparas próximas a apagarse.
Es, en fin, la hora en que el transeúnte se deja tomar por el pri-
mer recien llegado y vaga a merced del ajeno deseo.
Tyos vagos siempre se preguntan: ¿qué se hace en este pais a tal
hora? Para ellos deberla fabricarse un reloj en cuya esfera se gra-
bara esta pregunta tanta veces como horas hai. Y sin embargo creo
que hai una hora difícil de emplearla en algo útil, yes la última de
la tarde, o la primera de la noche.
Vagábamos hace una semana en este momento de indecisión y
demedia sombra. En una de las muchas vidrieras, apagadas unas,
a poca luz otras, entre una paqueteria y im almacén de provisio-
nes, un botón eléctrico golpeaba contra el cristal llamando la aten-
352
don del transeúnte hacia cierta tienda estraña que lucia una plancha
con letras doradas: «Almacén espiritual».
' Tratamos de investigar, mirando atentamente la vidriera qué
podia significar ese letrero. Nada mas que un ventilador eléctrico
ajitando incesantemente sus aspas con el rumor de un inmenso
moscardón, se veia en la gran ventana. La puerta, por otra parte
no tenia indicación alguna y dos cristales esmerilados impedían la
vista hacia el interior.
Naturalmente, nos provocó esta especie de indiferencia por el
público, y empujando la mampara nos encontramos en una sala
estensa, desnuda en tres de sus murallas y con un pequeño armario
en la cuarta donde una serie de frascos envueltos se alineaban
ordenadamente.
Un dependiente avanzó con una amable venia, aunque no sin
cierta ironia en los labios:
— ¿El señor se ha equivocado?
' — No creo— respondí, algo confuso. — He visto que éste es un
almacén espiritual, y deseo saber qué pueden venderme en este
ramo.
— No es la costumbre de la casa, — me dijo con tranquilidad, —
tomar clientes nuevos. Nuestro ramo es restrínjido y no aspira
absolutamente a difundirse en las clases bajas. . .—No me coloque
usted tan sencillamente en las clases bajas. SI este es un almacén
espiritual y yo estoi dotado de espíritu, creo que podria ser un
cliente.
El homore pareció convencerse, y tomando de una mesa un plie-
go de papel que parecia un prospecto, me lo alargó en silencio.
He aquí su contenido:
«Gran almacén de conciencias, por mayor y menor; de las mejo-
res marcas conocidas; y de todas clases y modelos. Hechas y sobre
medida. Conciencias anchas y angostas, de madera, de cartón-pie-
dra, de fierro con porcelana y de papel».
Lo miré asombrado; pero él no titubeó.
— Las hai a todo precios — me agregó en voz baja,
— Yo^necesitaria una; pero no mui angosta.
— Son las mas cómodas. Peimitame que le tome la medida.
Durante un largo cuarto de hora el hombre me aplicó un compás
353
pequeño en todo el cuerpo, y en seguida tomaba notas sobre la
mesa en un papel. A ratos me sentí tentado a la risa, porque no
veia qué relación podía tener, la dimensión tal o cual de algunos
de mis miembros con la clase de conciencia que podia necesitar.
— Permítame usted— me dijo al terminar — no quiero ser indis-
creto; pero usted debe ser diputado . . Necesita una conciencia tan
desmensuramente ancha que no fabricamos de ese número.
— Nó, señor; no soi diputado. . . pero soi periodista.
— ¡Oh, la, la! Dá casi lo mismo. Son números mui altos. Aqui
quedaba una conciencia de sistema algo anticuado, sumamente an-
cha y se la llevó hace poco un Ministro déla Corte. Yo le observé
respetuosamente que tanto valia no usarla, tratándose de algo tan
ancho; pero me dijo que su puesto le obligaba a llevar una cual-
quiera, por holgada que le quedara.
—¿Se interesa alguien por las angostas?
—Casi nadie. Cada dia se venden menos. Uno que otro clérigo,
uno que otro vejestorio, algún comerciante que pierde la cabeza,
alguien que ha consultado al médico y le ha dicho éste que sufre
de arterio -clorosis.
El empleado parecia hablar con gusto; seguramente a causa de
su habitual silencio en una tienda tan solitaria. Mientras yo revi-
saba algunas marcas nuevas de conciencias, me decia éste:
— Hai jentes que jamas, ni por curiosidad han venido aquí a
preguntar los precios siquiera de nuestro artículo: los corredores
de comercio, por ejemplo. En cambio los tutores, curadores, repre-
sentantes de menores y otros piden siempre «la conciencia tam-
bor»...
—¿Qué es eso?
—Una especialidad de la casa. Es una conciencia sonora, es
decir, que mete bulla, que llama la atención. Con ella uno logra
fama de honrado, aunque no lo sea. Antes que llegara este sistema
se usaba solamente la conciencia de bolsillo que, en la misma for-
ma que los guantes y el pañuelo, podia llevarse consigo o dejarse
en la casa. Este sistema era el preferido por todos.
—¿Tiene usted alguna conciencia silenciosa, que no se sienta ni
sienta, que palpite, que no remuerda?
[ — Precisamente nos han llegado de Estados Unidos, algunas que
nosotros llamamos con sordina. Estas sirven mucho para jueces,
comerciantes, tesoreros fiscales y abogados.
Me esplicó el dependiente el variado surtido que dentro de poco
se pondría a la venta. Desde luego me llamó la atención, y pensé
que podría escribirse algo para la vida social, al oir que llegarían
algunas conciencias para señoras, con diferentes perfumes en el
interíor.
—Son mui curiosas, me agregó. vSe les da cuerda como a un re-
loj, para seis u ocho dias. . .
— Pero supongo que las señoras las andarán llevando como sus
relojes: jeneralmente parados.
—No lo crea usted; de esto se encargan los mandos. Pueden
ellos no llevar conciencia, pero se cuidarán mui bien de darle cuer-
da a la de la mujer.
—Dígame usled— pregunté de pronto- me estraña no vtr los gu-
sanos.
—¿Qué gusanos?
— El gusano de la conciencia:
De la conciencia el velador gusano
les roe inexorante el corazón...
— ¡Ah! Sí, sí. Esas son antiguallas. Hoi dia se suprime el gusano
También se ha dulsificado mucho el papel de la conciencia. Casi
podría decirse que ésta ha pasado a ser artículo de pastelelería. Hoi
nos reimos de aquello:
Conciencia nunca dormida
mudo y i)ertinaz tentigo
que no dejan nin cantigo
ningún crimen en la vida.
Me interesé profundamente en el almacén espiritual, y pregunté
si no seria posible desarrollarlo en algún otro departamento, como
por ejemplo, la venta de talento y de sentido común.
—Se ha estudiado el ramo — nio dijo— pero tiene muchas dificul-
tades. Desde luego el talento es imposible fabricarlo. Se han hecho
verdaderos aparatos de joyería, pero luego se descomponen. Noso-
^55
tros importamos de Holanda dos talentos marca btiena estrella,'p2X2i
la política; pero a los pocos años de uso fallaron, y los clientes
quedaron en descubierto. Asi puede desprestijiarse la casa. En
cuanto a los aparatos de sentido común, aun no he visto nada com-
pleto.
Cuando me iba ya a retirar me dijo:
—Tenemos también im pequeño artículo que se llama: «Laener-
jia al alcance de todos»; yo la llamada mejor «la efervescencia al
alcance de todos»; porque consiste en una carga de ácido carbónico
que se aplica a las personas. Es necesario, si, renovarla a menudo.
Hai hoi dia cinco diputados que vienen aquí cada semana a car-
garse de gas. El otro dia se nos pasó la mano en uno, y se destapó
ruidosamente.
Aun oia hablar al dependiente, cuando de nuevo me encontré en
la calle. La tienda parecía haberse oscurecido por completo. La
oscuridad de la calle me hizo marchar a tropezones. De repente
alguien me tomó del brazo. Al dar vuelta la cara me encontré con
el dependiente que al pasarme una caja me decia:
—Llévese usted esta conciencia para políticos. Llévela gratis,
porque su valor es tan insignificante que las estamos relagando.
OiUi
Ho SEñs municiPñL
CARTA DE UN PADRE A SU HIJO
Mi queribo Juax:
He recibido \fx carta y aun no vuelvo de la sorpresa que ella me
ha producido. Me pides, como si nada me pidieras, la auto-
rización para presentar en Rancagua tu candidatura a muni-
cipal, en el puesto vacante que dejó el señor Marín.
Créeme que he llorado de pena, al ver como se ha maleado
tu buen criterio y relajado tu estricta conciencia. Pareces creer que
el oficio de municipal es un oficio honesto, y que puede desempe-
ñar un hombre digno con la frente levantada. Mira; este punto no
lo discutiremos. Tengo para mí que es mas honroso ser en ésta tu
ciudad natal, canastero o sacristán, que allá miembro del Muni-
cipio.
Te diré que en nuestra familia tenemos una mancha. Tu abuelo
cometió un asesinato y estuvo diez años en la Peniteciaría. Alguien
me dijo^ cuando tú naciste, que el aiavismo era una verdadera lei, y
que debía temer fundadamente que tú salieras con la herencia del
homicidio. Inútil fué que yo te educara con los escrúpulos con que
35»
lo he hecho, buscando una defensa contra esa mancha hereditaria.
¿Pero qué he sacado? Ya lo ves; la mania homicida ha brotado por
todos tus poros: quieres ser municipal; quieres tener, por consi-
guiente, en tus manos la vida délos habitantes de Rancagua,^' de-
jarla abandonada a las continjencias de los conventillos ruinosos y
de las cloacas abiertas.
Mira, Juan. Si quieres ser malo, sé falsificador de estampillas,
profanador de tumbas y escalador de conventos; pero, por favor,
por la memoria de tu madre, por mi, por tí, no seas municipal.
. La familia está ya decaida, sin nombre, sin prestijio. ¿A qué se-
guir deshonrándola? Si fueras mujer, no te dejaría, por ningún
motivo, ser conductora; no te éstrañes, pues, que siendo hombre,
te impida, con enerjia irresistible, ser municipal.
Si te dá por los oficios humildes, tienes a tu vista la profesión
de campanero. Subirte a una torre, repicar, doblar a muerto, ser un
verdadero heraldo de las cosas tristes y de las nuevas alegres, do-
minar la ciudad entera, vivir a la altura en que vuelan los pájaros;
en fin, ahí tienes tú un oficio pobre, sencillo, modesto, pero que no
nos humillarla. Tiene, es cierto, la profesión de campanero, el in-
conveniente que no se puede repicar y andar en la procesión; pero
¡qué quieres! nada hai sin dificultades. En cambio, seguirás estan-
do siempre en materia de fondos «a tres dobles y un repique.» Tam-
bién podrías ser policial del punto, guardián del orden público,
firme sosten de la tranquilidad de las calles. Es verdad que es un
oficio frió y sumamente propenso a catarros; pero también es hon-
roso poderse llamar a si mismo: colaborador de la paz social. Po-
drías en este terreno de los oficios humildes, ser palanquero de
ferrocarril, arreador de pavos, vendedor de sustancia de aves o
faltes.
Si te dá por los oficios honoríficos, puedes fundar una sociedad
cualquiera y hacerte presidente de ella. Seria escelente idea una
liga permanente en pro de los damnificados de Guayaquil, para
pasarles una pensión mensual a las viudas ecuatorianas o una dote
a las jóvenes solteras de buena cara, que están dudosas entre ca-
sarse o abrazar el estado relijioso.
Si te da por los oficios audaces, puedes hacerte diputado, inven-
tor, andarín.. . o tenor Sotorra. Si eres lo último, aborda el O para^
359
dito sin temor alguno, que lo mas que puede pasar es que el públi
co se tape les oídos.
En fin, busca, elije, adopta cualquier oficio, menos el de muni-
cipal. Sé bailarina, si quieres; pero no seas edil.
No es menester que pura hacer fortuna e&plotes un sillón muni-
cipal; puedes esplotar una viuda rica, con mas éxito y menos des-
honra.
No sabes cuánto me ha aflijido la idea de que tú quieres ocupar
d puesto vacante que hai en el municipio de Rancagua. Este es un
mal de familia: tu hermanita quiso ser a todo trance cantinera del
Buin; tu hermano mayor queria ser tesorero fiscal; y tu tío Ramón,
taquero, o, mejor dicho, limpiador de acequias. No sigas tú ese ca-
mino errado y pernicioso, Juan mió; y, si algún mal consejero te
sopla tales picardías, y tu espíritu desfallece, y vas a las urnas, y
los ciudadanos te elijen; entonces, o dejas de llamarte como te lla-
mas, o te olvidas de este viejo que te dio el sc'r^ sin sospechar que
te iba a dar el ser municipal.
Vente a Linares, donde se respira buen aire, se l^ebe leche pura
y no hai microbios. Esa ciudad de Rancagua es un charco donde no
se puede vivir.
Te guardaré secreto de lo que has querido hacer, para que las
¡entes honradas de aquí no comiencen a mirarte en menos.
Debo, sí, advertirte que no publiques esta carta, porque, como
me he espresado algo mal de ese municipio, es capaz de tomar al-
guna medida en contra mía, como hacerme pagar patente de vehí-
culo con cuatro caballos, por salir a la calle. Tu afectísimo padre.
A A A Á. A Á. Á.
▲ A ▲ ▲ A
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RELIQUIñS...
DB cuando en cuando la crónica de los diarios anuncia el descu-
brimiento, casi arqueolójico, de algún veterano que le ensi'
liaba el caballo al jeneral San Martin y se encontró en Can'
cha Rayada y en Rancagua. El veterano pasa, naturalmente
de cien años de edad y se acuerda, como si fuera ayer, de los
gloriosos hechos de armas de la independencia nacional, que mira-
mos ya como pajinas históricas consagradas por un siglo.
Pues bien, es necesario que nuestros lectores no crean absoluta-
mente en esas reliquias históricas. Los veteranos de cien años para
arriba, no tienen de soldados sino los sucios pantalones azules
con rodilleras y manchas antiquísimas. Andan con los pies juntos,
se mué ven temblorosos como si fueran jelatinas ambulantes, no
ven ni conocen a nadie, abren la boca como espantandos de la luz,
del ruido, del movimiento y se marean con aquel torbellino que'
se desenvuelve en tomo suyo sin respeto ninguno a la reliquia
Un diario de hoi se refiere a un anciano Narváez que ha llega-
do a Valparaíso, de no sabemos dónde. Tiene 105 años, yes seguro
que también le ofreció un cigarrillo de hoja al jeneral O'Higgins y
conversó una vez con Freiré y le dio otra vez la mano a Búlnes.
En ñn, se trata de otra reliquia histórica.
El viejito se mueve por las calles de Valparaíso, con su figura de
362
chincol entumecido, tratando de despertar sas recuerdos y evocar
algo que siente cerca de su corazón apagado ya. Ha tenido una
mujer y una hija; viven allí mirando ese mismo mar que él divisa,
cerca de esos mismos cerros que tienen al alcance de su mano;
pero ¿en qué calle?
A Narváez debe pasarle algo de lo que le ocurre al enfermo que
quiere hablar pero que siente apagársele la voz en la garganta, y
se contenta con lanzar un suspiro. Kl espera que el recuerdo bata
sus largas alas de seda y se acerque. Cree ya que posa la tibia ves-
tidura al lado de su p>echo, se lleva la mano al corazón, pone el oido
atento al ruido que lo cerca... pero nada, absolutamente nada.
Todo ha muerto, todo ha pasado. £1 está sobreviviendo a su cora-
zón, sobreviviendo a su cabeza, sobreviviendo a su espíritu. . .
Por eso le llaman el sobreinviente. Es algo asi como un buque que
ha desarbolado la tempestad y ha deshabitado la muerte y se aleja
brincando, de ola en ola, sin mas rumbo que el azar.
Hace mas de tres años, estuvieron de moda los veteranos de la
independencia, los sobrevivientes de Chacabuco y Maipo. Salieron
muchos de sus modestas casitas, vestidos dentro de los informes
casacones de otra épc»ca. Mr. Spencer los enfocó un dia y nos dio
un abanico de rostros arrugados, miradas opacas, de un color de
tierra amarillenta y plomiza. Los cronistas se pusieron literatos
todos, entintaron sus plumas nuevas en la mejor tinta del mercado,
y liablaron con absoluto candor de las reliquias sagradas, de esos
lazos de unión entre cuatro jeneraciones, de esos narradores verba-
les de la epopeya de 1810.
La curiosidad nos arrastró, y una linda mañana pasábamos el
puente de la Recoleta, y nos presentábamos al pequeño hogar de
uno de ellos. Estaba sentado al sol frente a un jardincito con
pelargonias y verbenas, en un sillón de cuero, los pies envueltos
en un pañuelo de mujer, y metida la colilla de un cigarro tras de
la oreja. Parecia una perdiz disecada con naftalina y puesta al sol
para que se murieran las polillas.
Nos acercamos con veneración sagrada.
— ¿Hablamos con un sobreviviente de la epopeya de 1810?
Por los ojillos de pájaro del veterano no pasó nada. Nos miró
363
con cnríosidad, e hizo un movimiento de narices parecido al del
conejo cuando huele una ramita de alfalfa.
— ¿Podria contarnos usted la carga de O'Higgins en Chacabuco.
los sentimientos patrióticos que animaban su pecho, el júbilo de la
victoria, el entusiasmo de los soldados?
El veterano nos volvió a mirar, ajitó de nuevo su nariz y dijo,
moviendo la cabeza:
— Sí; sí, O'Higgins era godo.
Quedamos estupefactos. La reliquia histórica descendió en nues-
tro concepto hasta parecer un pajarraco momificado, indigno de
seguir viviendo para decir atrocidades tales.
Cuando un hombre, por mui reliquia que sea, llega a un estado
tal, debe ser retirado compasivamente de la circulación, y alberga-
do en un asilo. Las reliquias se encierran en un estuche; no se
deja que les caiga la lluvia encuna, ni las hiera el sol.
La relación de la vagancia de ese pobre Narváez nos ha llegado
al fondo del alma. Ese hombre ni es reliquia, ni es lazo que une
jeneraciones, ni siquiera es persona. Montón de huesos que toda-
vía no caen desarmados al suelo; organismo cuya desgregacion ha
retardado la vitalidad asombrosa de los soldados de antaño; cadá-
ver que se cree todavía pertenecer al gremio de los vivos.
Si los asilos para ancianos no sirven para retirar de la interperie
esos despojos respetables por mas de un titulo, para nada sirven.
S3^ gJ^
^^^^^ ^^^^^ ^k^^^ ^kálk^ ^kíÉ^^ ^^lÉ^^ ^klt^^ ^hlÉ^^
no uERñneo
en uiniE
NO veraneo. Como hombre de principios fijos, inamovibles y
sujetos ya a larga esperiencia, declaro que no veraneo.
Recibí una prolija lección objetiva de lo que es un vera-
neo a pleno campo. Prefiero, por cierto, desde entonces, un
veraneo a pleno infierno.
Mi amigo Antonio Puentes decidió llevarme el año pasado a su
fundo JS¿ Atolladero, distante pocas leguas — así decia él — de una es-
tación de ferrocarril. Inútil fué que le demostrara que la época en
que Santiago se muestra menos aborrecible, es de enero a marzo.
Las legumbres bajan, y un atado de espárragos llega a valer
menos que una pina al jugo. Bajan también las aves y cuesta me-
nos un pollo qne una langosta de Juan Fernandez. Desaparecen
de Santiago los diputados, los acreedores, los jueces > los aboga-
dos. Kn fin, es casi un crimen emigrar de una ciudad durante los
dos meses en que se hace habitable, hijiénica y hasta simpática.
Pero ¡qué hermoso cuadro me trazó Fuentes con su tropical ima-
jinacion de miembro del Ateneo y dueño de ciento cuarenta vacas
de apellido Durham!
366
— ^Vén— me decia — te levantarás apenas asome el sol sobre las
crestas del arrayan. Nos bañaremos en un recodo del estero, fresco
y cristalino. Beberetíios uña leche gorda como crema, blanca como
nieve, fresca y suave como miel. Iremos a la quebrada de los Bol-
dos a buscar heléchos, a cazar perdices, a gozar de la mas encan-
tadora vista del mundo. Almorzaremos las mas ricas cazuelas, los
bisteques mas blandos, los corderos mas gordos, las lechugas mas
tiernas, las longanizas mas picantes, las empanadas mas jugosas y
las malayas mas zazonadas. Dormiremos la siesta bajo el sauce
llorón. Pasaremos el dia leyendo versos de Musset bajo los na-
ranjos en ñor. Al llegar la tarde oiremos a caballo el canto de los
pidenes y ese silencioso recojimiento de la oración. Comeremos
temprano. Mi mujer te tocará en el piano, un rico Steinway, la «So-
nata pasionata» que es tu delirio. . .y nos dormiremos en el mas
suave de los sueños.
Cautivado, como los navegantes con el canto de la sirena, touié
un dia el tren y llegué a El Atolladero,
i» i» i«
Eran las ocho cuando un pitazo del tren anunció el fin de mi
viaje, — Mi break te espera, me habia dicho Fuentes. No tienes sino
que llamar. Gritas jMarcelino! y tendrás un fornido mozo a tus
órdenes
Único pasajero, bajé del tren, cargado con dos maletas, un rollo
con bastón y- paraguas, y un cesto de mimbres con algunos obse-
quios a la esposa de Fuentes, y esperé que el convoi partiera para
gritar conforme a las instrucciones, el nombre del leal servidor.
Mis clamores se perdieron en la silenciosa y profunda oscuri-
dad de la estación. £1 ahuUido cercano de un perro, fué la única
réplica que pude percibir.
— ¡Marcelino! — volví a gritar.
Nuevo silencio, nuevos ladridos, luego larga y prolongada in-
certidumbre. Ni una luz en el vasto cercado de la estación; ni un
palanquero dormido sobre los vagones que apenas alcanzaba a co-
lumbrar a lo lejos; ni siquiera uno de esos farolillos rojos o verdes
que anuncian la proximidad de un cambiador.
367
Fuera de la diferencia de donnir en tina cama blanda y tibia a
pernoctar bajo ese galpón abierto a todos los vientos, la cosa no
habría sido grave, a no ser porque los ladridos del perro se iban
acercando con insistente gradación. Nuevos gritos a Marcelino,
con el mismo desesperado resultado. Esta vez el perro avanzó co-
rriendo y sin dqar de ladrar. A tientas encontré un banco donde
me trepé ájilmente sin soltar el rollo del bastón, paraguas y otros
útiles, y me apronté a una larga y silenciosa lucha con los elemen-
tos: la fatalidad y el perro. ¿Qué podia haber ocurrido para segar
al nacer las hermosos esperanzas que Fuentes me haí)ia hecho abri-
gar sobre su hospitalidad? ¿Marcelino habria sido asesinado en el
camino por algunos forajidos?
Entretanto, el perro se acercaba, deseando seguramente entrar
conmigo en un desigual combate. Era un enorme dogo de Ulm,
absolutamente fuera de sí. Habria sido inútil hacerlo escojer un te-
rreno conveniente para ambos. Su actitud resuelta no admitia lugar
a dudas. Como diera dos o tres saltos para trepar al banco, me vi
obligado a repelerlo con mi bastón; con lo cual las hostilidades
quedaron declaradas.
Pero de pronto se operó en el dogo una favorable evolución.
Husmeó en tomo de mis mí^letas y con ttn buen criterio, de que
no lo hubiera creido capaz, elijió la canasta para hacer en ella un
examen de vista de Aduana.
Con el mas profundo dolor adiviné que el perro escojia para co-
menzar su cena, una hermosa longaniza que iba a ofrecer en ren-
dido homenaje a la señora de mi amigo. Crujieron sus dientes y
llegó hasta mis narices el picante olor de salchicha.
Inútil habria sido disputar con el perrazo lo que quedaba en el
canasto. Entregárselo a su avidez era pagar una prima de seguro
sobre vida Pero como el hambre apretaba también para mí y tenia
la risueña espectativa de una noche en ayunas y en vela, resolví
retirar del canasto algunos víveres con toda la diplomacia posible.
, Avancé mi bastón: rujido sordo. Engarfié la oreja del canasto y
lo atraje hacia mi: salto furioso del mastín, y colocación estratéjica
entre el cesto y el banco.
Todo era inútil. Resolví esperar qtie la salchicha hiciera su efecto
368
sobre el organismo del animal, para salir de mi sitio cuando la di-
jestion lo llamara a mas benévola actitud.
Terminada la suculenta parte, el dogo de Ulm, introdujo su hoci-
co en otros paquetes, y a juzgar por el ruido de huesos quebrados
y la agradable fragancia despedida, fueron cuatro perdices en esca-
beche las que tomaron el tumo.
Un momento después el insaciable can estraiaunjamon, un ver-
dadero jamón de Valdivia. Pero dudando de tener tranquilidad
suficiente para acabarlo en paz, lo arrastró hacia si y se sumió en
la laboriosa tarea, mascando suavemente la grasa azucarada y plan-
chada. Aproveché ese momento para intentar bajar a tierra: pero
un oportuno rujido me contuvo.
Lancé un nuevo grito a Marcelino, y la nada, el vacio, la oscu-
ridaJ por todas partes, me respondieron. Entretanto las horas vo-
laban y a la luz de un fósforo vi en el reloj las once de la noche.
Tres horas mortales hablan pasado.
El perro entietanto parecia satisfecho, se acercó a mi maleta, a
mi gran maleta, husmeó y luego ¡horror! quiero ahorrarme la
angustia de repetirlo y a mis lectores el bochorno de oirlo.
Resolví salir de la inacción; salté a tierra y ajité el bastón. Hl
dogo era práctico, demasiado práctico, porque sin siquiera un la-
drido desapareció a escape y se perdió en las sombras.
Me lancé entonces a dar desesperados golpes sobre todas las
puertas de la estación.
— Esto es una vergüenza — gritaba— esto es an salvajismoe yo
tengo derecho al sueño. Yo necesito un hombre Esta estacicm
está a cargo de perros. Yo se lo contaré todo a Darío Zañarto.
Infames! ; Dormilones!
Una puerta se abrió. Una plácida cara de jefe de estación con
sueño, apareció alumbrado débilmente por una linterna.
— ¿Quien grita?
—¿Qué quién grita? Un ser humano tratado como presidiario
Un hombre que se ha depositado en una estación como un fardo
de pasto. Una victima de la pereza de los jefes de estación y del
hambre de los perros. ¿Quién me devuelve ahora mi sceeño per-
dido, mi comunicación con seres civilizados, mis salchichas, mi
perdices, mi maleta.^
3^
^¿Salchichas, gerros, perdices?— balbuceaba espantado el hom-
bre—Pero qué diablos tiene usted? ¿Quiere usted dejarme en paz?
No hubo un instante de vacilación. Me lancé sobre el hombre.
—O rae atiende usted como a una persona—le gritaba— o le es-
trangulo como a un gusano.
El jefe entró en esplicaciones. El despachó el tren de ocho; pero
no vio pasajero alguno. Como no pasaba otro tren hasta la media
noche, habia aprovechado para dormir, dejando arreglado su des-
pertador para no atrasarse. Sentia de cuando en cuando cierto
grito que parecía decir ¡Marcelino! pero como él se llamaba Andresi
no le dio mayor importancia al incidente.
Se ponia, por otra parte, incondicionalmente a mis órdenes. El
break de Antonio Fuentes no habia estado en la estación. Segura-
mente un olvido, la pérdida de la correspondencia . . Podía darme
un guia para que memovilazara a pié. Dos leguas de buen camino
podían salvarse fácilmente.
Veinte minutos mas tarde me ponia en marcha precedido del
compañero sumamente esperto en las cavernosas oscuridades que
se estendian delante de mi.
—Las casas están cercarme decia para consuelo. Hai que andar
fírme dos legñitas.
Y andábamos a largos pasos, llevando él delante mis dos male-
letas, siguiéndolo yo cuatro o cinco pasos mas atrás, sin ver ni
mis propias manos, tal era la profunda negrura de esa boca de
lobo.
El hombre me iba contando una eterna historia de cierto salteo
ocurrido en El Atolladero, Oia atentamente las largas peripecias de
la narración, cuando de pronto su vot pareció alejarse. Como de
detras de un grueso muro salían sus palabras, esta vez mui angus-
tiosas:
— Cuidado, cuidado, que es mui hondo!
No tuve tiempo de dar un paso: Caí sobre una cosa blanda, mo-
vible y entendí por los gritos que era mi guia que en ese instante
me servia de colchón en el fondo de un pozo.
— (Estamos lucidos! dijo mi acompañante. Hai que aguardar
el alba.
370
Y allí me quedé samidi a cnatro metros bcgo tierra, cuerpo^a
cueipo con mi suerte y con mi guia, maldiciendo de Marcelino, del
break, del campo, del veraneo, del dogo de ülm y de Antonio Fuen-
tes, el embustero, el truhán que me habló de su Atolladero como de
un Edén.
un compnnERo oinni
Con las primeras luces dd alb^, sentimos, después de un largo
diálogo de gallos que duró como dos horas, el canturreo Iqano de
un hombre y los chillidos de una carreta que seguramente avan-
zaba lentamente hacia nosotros.
Era tiempo ya de salir de ese hoyo infecto donde todos los olo-
res tenían su sitio respectivo. A nuestros gritos desolados el
hombre detuvo su carreta, se acercó cautelosamente al pozo, en-
cendió luz y reconociendo en el guia a un antiguo amigo suyo,
volvió de prisa por un cordel. Por fin, después de mucho esfuerzo
fui estraido, y ayudé poderosamente al salvamento del acompañan-
te, que no quiso soltar las maletas. ¡En qué estado las vi Dios
mió!
Pensé volver a la estación por el mismo camino quehabia hecho»
para no presentarme forrado en esa inmunda paja y en ese barro
mal oliente, a la casa de mi amigo. Pero resolví después ser un
acusador mudo de su desidia, de su olvido, de su falta de conside-
ración. Y emprendimos la marcha. Acosados por los perros de los
inquilinos, seguidos por sus gansos y hasta acometidos por un gran
chivato overo, llegamos a la casa de Fuentes. ¡Qué gritos, qué es-
clamaciones, qué jes tos! La carta no habia llegado; y para consuelo
la señora decia en medio de esclamaciones regalonas:
— ¡Si aquí no llega nunca una carta!
Fui empujado hasta una pieza donde me desvestí mas muerto
que vivo. El agua en que tuve que lavarme era poco mas clara que
el barro que me envolvia.
— Agua de campo, hijo, me decia alegremente mi amigo. — Al to-
mar un sucio paño de manos para enjugarme la cara: — ¡Cosas de
campo! Al alarganue una vieja levita que me hizo ponerme mien-
tras se secaban mis trajes: — ¡Ropa de canipol
371
La mañana pasó rápidamente. £1 cuento de mi llegada, mi no-
mérica lucha con el perro, el viaje al través de las sombras, mi esta-
día en el fondo del pozo, todo esto regocijó a la familia Fuentes
hasta la hora de almuerzo.
Desde el corredor donde estábamos reunidos, sentia yo los gritos
de la gallina destinada a la cazuela, que era perseguida a piedra y
garrote a lo largo del huerto.
—¡Cómo estará de blando el animálito! pensaba, cuando lo van a
matar un cuarto de hora antes de sei virio.
Cuando llegó el momento solemne y rodeado de la prole áe
Fuentes, entré al comedor, una pieza baja, algo oscura, en que zum-
baba un enjambre de moscas, y en que daba vueltas lentamente uno
de esos viejos negros abanicos hechos para espantarlas; pero que
no las espantan.
—[Almuerzo de campo! me decia jovialmente mi amigo. Y yo
temblaba, no por el almuerzo, sino por lo de campo.
Se sirvió la cazuela. Un gran plato lleno de un caldo en que flo-
taban todos los vejetales conocíaos, y algunos no rejistrados toda-
via; un choclo de dimensiones estraordinarias, y un ají entero abier-
to en varias partes, para que su sustancia penetrara en el caldo y
el caldo en él. Habia ademas granos de pimienta, hojas de perejil,
trocitcs de cebolla, torrejas de zanahorias y también arroz papas y
tomates. Me olvidaba decir que ademas divisé dos moscas y hasta
lili pequeño cucarachito que no se sentia bien en el hirvi ente caldo.
Cada cucharada de esa infusión me parecía plomo derretido. El
ají me ahogaba. Gruesas lágrimas saltaban de mis ojos. Dejé a un
lado un grano de pimienta creyéndolo un insecto y me tragué el
pequeño caleóptero tomándolo por pimienta.
—¡Animo! me gritaba Fuentes. ¡Cazuela de campo!
De pronto, uno de los niños,, con la cara embarrada, que pugna-
ba denodadamente por clavar su choclo^ lo hizo saltar disparado
hasta mi plato. El tenedoi maternal de la señora entró en mi caldo
como si fuera d suyo y pescó el prófugo pedazo. En cambio el ni-
ño dijo lleno de jentileza:
—No me lo como, porque se cayó en el plato de ese caballero.
—¡Niños de campol me dijo Fuentes, sonriendo paternalmente.
373
Se sirvió después sobre una fuente una verdadera pieza de mu-
seo. Era un gran cráneo perforado en distintas partes. Cabeza de
ternera según supe
— Papá — gritó uno de los chicos — ¿ésta es la ternera que murió
ayer de fiebre?
—No te asustes — ^me dijo Puentes — realmente murió ayer, ptrro
no de fiebre, ni de picada. Es inofensiva
— Talvez era tuberculosa, interrumpió la señora.
— Pero no tengas miedo decia Fuente, ¡es carne de campo!
— Sírvanle un ojo, recomendó alguien.
— Y la lengua, agregó otro.
— Los sesos que son tan buenos.
— Los hocicos que son mejores.
Era una escena de antropófagos. Pero hube de comer bajo li mi-
rada fiscalizadora de la familia. Uno de los chicos, Julito, m# dgo
caer un ojo de ternera sobre mi plato, agregando con un gtidoso
jesto:
— Tengo las manos limpias. No crea!
La cabeza fué primero aserruchada en la mesa, golpeada en se-
guida con un martillo y después operada con una maestría de ci-
rujano. A cada instante una nueva pregunta:
— ¿Quiere otro pedazo de labio? ¿Por qué no se sirVi este otro
bocado de nariz?
Por fin acabó el suplicio de la cabeza, y una nueva lliente entró.
Eran fréjoles. Después otra con picarones y otra con bisteques su-
culentos, por último una torta en que habian entrado 300 huevos,
unas sandias descomunales, espolvoreadas con haHfta tostada; té
en seguida y biscochuelo hecho en la casa y manjar blanco del mb-
mo oríjen.
Salimos cerca de las tres de la tarde al viejo pafi'on de un huer-
to pintoresco. Alegre sitio; ¡pero qué lleno de peligros! Cada paso
mió era acompañado alternativamente por Puentes o por su mujer,
con estas o parecidas frases:
— jTen cuidado con esos tábanos! Hacen unál ronchas mui en-
conosas.
— No ande por el pasto Jaramillo. A esta hOfa hai muchas cule-
bras y se suben por las piernas.
— No te espaate ese abejorro, t^érbaro, porque es mucho peor.
— No vaya a tocar esa yerba Jaramiüo porque engranuja las
manos.
— Alerta c<»[ esos castaños, pofque ahí está el colmenar; y hai
que acercarse con máscaras.
— ¡Uf! No pises ahí.
— ; Ai! no pises acá.
Pero ya habia |Msado. ¡Horror! [Cosas de campo.
— Qué agradable el aire ¿eh? — pregunta Fuentes!
— Muí agradable.
— ¡Qué melancólica esta hora!-<-dice la señora.
— Muí melancólica.
— ¡Qué aroma tan suave!
— Muí suave— contesto, mirándome desolado los zapatos.
La tarde pasó larga y aburrid^ Un piño de ovejas lo oscureció
todo de tierra, y la melancolía y f¡L aroma se cambiaron en estor-
nudos.
Poco antes de llamársenos a oonier, apareció un invitado. Un
hombre gordo, colorado, con un pjo y dos narices: es decir, con un
ojo aprovechable y una nariz.
partida pqf gala en dos
como dijo el poeta, comparando con un rubí los labios de una
dama.
Este señor se llamaba don IJtrmóienes, era alcalde de [la muni-
cipalidad y gran ájente electoral, que venia a conferenciar con Fuen-
tes y a pasar una noche bajo su techo.
El hombre se colocó la servilleta amarrada al rededor del cuelgo,
como para afeitarse, se arremangó como para boxear, y comenzó
la para él importantísima tarefi de comer. Lo hizo como un rinoce-
ronte, y bebió como una tierrn jamas regada. Tomando una pechu-
ga de gallina a dos manos y optre las furiosas acometidas que le
daba, decia horrores contra el gobernador, y contra un don Mauro
que no supe nunca quién er^.
Por fin llegó la hora de dqrmir. Todos estaban molidos y se fue-
ron pronto a sus piezas. Me tocó hacerlo en compañía de don Her-
mójenes.
374
Cuando comenzábamos a desvestimos y mi compañero me ex-
plicaba prolijamente cómo don Mattro le habia robado cinco cua-
dras de tierras a un don José Maria, de la localidad, yel goberna-
dor no habia pagado unas deudas de juego a no sé quién, entró
Fuentes con dos fusiles al hombro.
Mi emoción habría sido intensa, si no fuera por sus inmediatas
esplicaciones:
—Es una precaución conveniente, me dijo. — No te diré que aquí
salteen seguido; pero puede suceder . .
Salido Puentes prosiguió la historia de las cuadras. De pronto
el narrador se iniemimpió dirijiéndose decididamente hacia el la-
vatorio. Ajitó el jarro cómo para apreciar su. contenido, asomó su
ojo al interior, y levantándolo después con aire triunfal esclamó:
— ¡Qué linda ponchera compañero de mi alma! De aquí sale mas
de un litro. Y salió disparado dejándome en la estupefacción mas
completa.
Un momento después, y mientras hacia esfuerzos para dormir-
me, pude oir un diálogo en que se alternaban voces de hombre 3'
de mujer.
— No te apures tanto hombre, decia la voz del alcalde, si he ve-
nido a buscar una botellita de pisco y dos de vino blanco para ha-
cerme un ponchecito de verano.
— Si no me apuro por eso. . Tú bien sabes. Pero es que no tolero
que vengas aquí con pellizcos a mis sirvientes. . .
— Pero tú vez Antonio, interrumpió la señora, que a este hombre
hai que vijilarlo a toda hora. Si no hubiera estado allí...
—Bueno, ya no habrá mas historias, Julia.
— Así lo espero.
—Buenas noches.
— Buenas.
Y don Hermójenes hizo irrupción a mi pieza con las tres bo-
tellas.
— Cáspita, amigo Jaramillo. He hecho una plancha mayúscula-
Entré al comedor. Sentí bulla en un estrenio, y por no perder la
costumbre di un pellizco.
—¿Al aire?
— Xo, pues, a un bulto que quería escabullirse. Un bofetón me
dejó ciego de un lado. £1 bulto desapareció, y al salir del comedor
me encontré con Fuentes y la señora. . .Yo creo que fué ella la del
pellizco.
Qué chasco!
Y mientras el hombre comenzaba a fabricar su ponche en el ja-
rro del lavatorio, yo hacia esfuerzos por conciliar el sueño para
reponerme de las fatigas de la jomada.
—Me hace falta un limón, murmuraba entre dientes él alcalde, o
mejor un duraznito. Si tuviéramos un amargo, no andaría mal la
cosa.
Y salió en puntillas.
Entre sueños lo sentí entrar poco después.
— ;Diablos!-^eciar-esta Julia es un policiaL Me ha seguido aho-
ra hasta la cocina Y es claro, no he conseguido dar un solo pelliz-
co. En fin, el ponche está listo compañero.
Yo ñnji roncar, resuelto a no probar ese líquido de dormitorio
que contrariaba tanto mis hábitos.
—¡Compañero! ¡Arriba! ¡Llegó el Buin! ¡Arza!
Tuve que despertar, desperezándome.
— Xo señor, yo no bebo. Y menos en la escobillera. ¿Cómo cree
usted...?
—No sea dengoso hombre. Cuando no hai vasos se bebe en la
mano si es necesario. Arriba.
Y me alargó la escobillera rebalsando de un líquido detestable
que bebí, dejándome caer de nuevo, como después de un purgan-
te matinal
La oscuridad se hizo al fin. Algunos resoplidos de don Hermó-
jenes iniciaron una serie de robustos ronquidos y después no supe
mas...
Habian pasado dos largas horas cuando desperté sobresaltado.
-•¿Quién va?
Una sombra se acercaba a mi cama sin responder.
—¿Quién es? grité nuevamente.
—No hai que asustarse, me decía don Hermójenes! Abra la boca,
que aquí traigo lleno el cachito.
La escob* llera se acercó a mis labios, ahogando mis inútiles
orotestas.
u
37»
HERñCLlTñ y DEmOCRITñ
Don Hermójenes desapareció como un demonio: dejando olor a
azufre.
La señora Julia me ha encargado galantemente que me haga
cargo de sus tres hijitos, y los acompañe a andar por el campo.
Las tres delicadas criaturas revelan en sus caras de chimpancés de
tierna edad, las mas perversas inclinaciones.
— Confio en usted, Jaramillo. Que no corran mucho, que no les
dé el sol, que no se mojen los pies y que no coman frutal
— ¡Ahí es nada!
Los tres pequeños cerdos echan a correr delante de mí. Uno
vuelve a los cinco minutos con un pajarillo que según parece es el
que pregunta todas las mañanas: ¿Has visto a mi tio Austin?
—Caballero— me dice el desfachatado— ¿quiere ver lo que hai
adentro del pájaro?
— Nó; no quiero ver eso.
—Es que se puede ver. Yo he dado vueltas varios chineóles al
revés para verlos por dentro.
—¿Quién te ha enseñado eso, coleóptero? ¿Y si te diera yo vuelta
a tí por el revés?
Pero no era tiempo de impedirlo. A3nidado por otro de sus tier-
nos hermanitos, y tomando cada uno del pico, abrieron el pájaro
departe a parte. La anjelical criatura me puso los pelos de punta.
Hubiera querido deshacerlo en el suelo como a una araña vene-
nosa.
Un momento después pierdo de vista a los inocentes bichos y
me lanzo en su busca.
— ¡Manuelito, Julito, Duardito!
Dos de ellos vuelven, con las fisonomías impasibles y me dicen
con mucha calma:
— Duardito se está ahogando.
—¿Dónde?
—En el estanque de los patos.
Corrí desolado y en cuatro saltos estuve al lado de un charco
fétido en que el chico lloraba tendido de bruces.
379
— ^Quién te ha metido aquí?
— Manuelito.
— No es cierto, embustero, fué Julio.
— Nó; fuimos los dos.
— Vamos a ver. Contármelo todo, porque si no los voi a arreglar.
— Yo dije: el que quiera ser sapo que diga ¡Yo! Duardito dijo Yo
Yo le volví a decir ¿quieres ser sapo? Y él volvió a decir que sí. En-
tonces lo tomamos con Julito y lo metimos al pozo. Entonces
éste que no sabe hacer sapos, se comenzó a ahogar.
— Mentira, yo se hacer sapos; pero no en el agua.
—Pero no llores tonto; los sapos no lloran.
Una hermosa perspectiva se me ofrecía por delante: manejar esos
monstruitos durante medio dia! Resolví dejar que la suerte, la jus-
ticia divina y el sol obraran sobre ellos en cualquiera forma; y
echándome a la sombra de un castaño abrí un libro y me puse
a leer.
Por suerte para los chimpancés, y para mí, llegó Fuentes poco
después y me llevó a hacer una rápida escursion a caballo que
duró tres mortales horas.
I^a conversación era, por supuesto, para mí sumamente agrada-
ble. Me enseñó a apreciar en qué se conoce que una vaca es buena
lechera y qué es necesario hacer para que los quesos no salgan
duros. Me hizo pronunciarme con calor en favor de una clase de
cameros y en contra de otros. Me discutió que la galega se debia
estraer con azadón y no con la pala. Para dar base a la discusión,
supuso él mismo que yo era partidario de la pala, y me decia a
grandes voces:
— Tú crees como todos los de la Sociedad Nacional de Agricul-
tura que basta la pala. . .
— Te aseguro. . .
— Me vas a decir que la pala sirve para es traer la correhuela.
Pero ¡qué absurdo, Jaramillo! ¡Yo no te creia capaz de tal contra-
sentido! ¿Qué idea tienes entonces del azadón?
Iba a contestarle que no habia oido antes hablar de este aparato,
a no ser en las cuentas del Gran Capitán: «palas, picos y azado-
nes». Pero me callé para que triunfara luego la pala, y Fuentes
ine dejara en paz.
3^
Hice lo posible para daniie a conocer como hombre entendido
en trabajos agrícolas. Creí que era cuestión de urbanidad. Natu-
ralmente, mi escasa preparación me hacia dar traspiés inolvidables
Recuerdo que pasando un dia por su sementera de trigo me dijo:
—¿Creerás que aquí ha entrado el polvillo^
— ¿Y esto te trac perjuicio?
— Mas de 50*^/0 de pérdida.
— ;Pero hombre! ¿Y te quedas mano sobre mano?
—¿Y qué quieres que haga?
—Sacudirlo .. Poner cien hombres con plumeros.,. Y acabar
con él!
Fuentes lanzó unos bramidos horrorosos que después compren-
dí que eran de risa. Se tomaba el estómago entre las manos y de-
cía entre estallidos de hilaridad.
— ¡Sacudir el polvillo negro con plumeros! ¡Qué gracioso este
Jaramillo!
Traté de enmendar este yerro en lo que fuera posible. Un mo-
mento después se quejó de la dificultad de cosechar la avena, el
nabo y otras semillas pequeñas, que la trilladora dejaba escapar.
— ¿Por qué no usas una draga? — le dije.
— jUna draga!. . . ¡Pero hombre! ¡Qué cosa mas estupenda!
—Una draga aplicable a la agricultura.
—¡No seas bruto, Jaramillo! ¿Por qué no hablas de un violin
aplicable a la agricultura?
A pesar de mi ignorancia reconocida, cada vez que Fuentes de-
seaba discutir un tema agrícola, me suponía a mí la opinión con-
traria. Por desgracia yo no he aprovechado nunca mis amistades
agrícolas, y así es la materia en que sé menos. Durante mucho
tiempo creía que la galega era una nueva raza de ovejas. Hasta
hace poco estaba en la convicción de que el trigo y la cebada se
daban en una misma mata, como las brevas y los higos en un mis-
mo árbol. Esto depende de que mi amigo Eduardo Guzman, secre-
tario de la Sociedad Nacional de Agricultura, no me hablaba nunca
sino de la falta de brazos y de la fotografía artística.
Entre éstas y otras amenas divagaciones, — que Fuentes cree me
entretienen sobremanera, por la espresion de carnero intelijente
que pongo al oirías,— sobre el carbunclo, la tela de arañas y el cardo
38i
negro, llegó la noche. Dos mil sapos y otros tantos grillos entona-
ron su melodía crepuscular. Nada hai que me produzca mas tris-
teza que esta salmodia de los campos. . .
La familia Fuentes deseaba distraerme a todo trance. Se me
ofrece desde luego una de esas encantadoras, veladas de que me
hablaba mi amigo, y se envia a un fundo vecino en busca de dos
señoritas Gamboa, Fanny y Lucy, respectivamente. Ignoro por qué
llevaban sus nombres en ingles, porque ellas estaban evidentemente
en castellano corriente.
Para que ambas señoritas desarrollaran toda su productividad
artística, se invitó también a dos jóvenes del pueblo: Cid y Ruiz,
tan cortos de apellidos como de jenio y de palabras. Se les podía
llamar los galantes monosilábicos.
Antes de comenzar la velada, me advirtió Fuentes que no era
tarea fácil agradar y parecer bien a las señoritas Gamboa. La seño-
rita Fanny es de temperamento triste y melancólico; en cambio
Lucy es de una alegría sin límites. A la primera, todo lo que sea
desgarrador, lastimero, le viene bien. A la segunda le complacen
los juegos de palabras, los dicharachos, las aventuras. La pri-
mera es la Morgue, la segunda el Circo Bravo.
Cuando fui presentado a Fanny, me dijo en el acto:
— No le digo que tengo mucho gusto en conocerlo, como se dice
jeneralmente, porque no sé si lo volveré a ver.
— Se vá usted...
— ¡Quiensabe! Uno no puede decir si se vá o se queda. Líi muerte
viene sin sentirse. •
—Sí; pero a su edad.
—A mi edad, como a cualquiera otra. . . ¿Le gusta a usted el
arte?
—Así, así. ¿Y a usted?
—A mí el arte triste, el arte con lágrimas. Me gusta ver cuadros
impresionantes, leer lamentaciones en prosa y verso, y en el teatro
solamente tolero «Las dos Huérfanas», ¿Sabe usted versos bo-
nitos?
—Si Fanny; pero solamente versos tristes:
Lloro en áspera Uannra
y sobre espinas suspiro,
soi espectro de amargura
soi cadáver que aun respiro!
— Qué sentidos son. Yo también soi un cadáver!
— Permítame que lo dude.
Cinco minutos mas tarde se me acercó lyucy que se puso a reir
como una loca.
— Usted es periodista. Los periodistas me encantan, porque son
alegres y se están riendo siempre. . .
— Usted nos confunde con los clowns, señorita.
— Nó, caballero. La alegria es natural en un periodista. Ademas
ustedes saben cosas alegres. Dígame usted algunos versos que
hagan reir.
— Paco Peco, chico rico
insultaba como un loco
a su tio Federico.
Y él le dijo: — Poco a poco
Paco Peco, ¡poco pico!
— ¡Ai! qué lindo! Yo voi a apuntarlo.
— El piano — me dice la señora Fuentes — es de primer orden;
pero tiene algunas inovaciones.
-i !
— Cuando lo mandamos al fundo, la carreta se dio vueltas, se cayó
el piano al rio y naturalmente se quebró en varias partes. Costó
mucho sacarlo, y los peones lo arrastraron a lazo como siete cua-
dras. Una parte del piano §e la llevó el agua por supuesto .
— ¿Podria saberse cuál?
— La mitad del teclado, algunas cuerdas y los pedales. Pero hai
aquí un maestro López que es una maravilla, un verdadero jenio. . .
Es el que hace los yugos, el que arregla los alambrados de los
potreros, y el que le compone a la trilladora cualquiera pieza que
se quiebre. El le ha puesto al piano lo que le faltaba.' Las teclas
las ha hecho de huesos, admirablemente. Las cuerdas las ha su-
plido con alambres. . .
383
—¿No habrá puesto alambres de púas para las notas agudas?
— No s^ pero suenan admirablemente. Los pedales los sacó de
un pedazo de 3aigo. ¡Son espléndidos!
— De manera que este ya no es un piano Steinway, sino un pia-
no López.
—Precisamente. ¡Pero ya verá usted qué sonidos tiene! Lo mas
curioso es que cuando lo tocamos la primera vez, hubo que sa-
carle varios pejerreyes que se hablan cazado en la encordadura^
cuando estuvo en el rio.
La señorita Panny se me acerca y me dirije un mirada llena de
amargura:
—¿Le gusta a usted la música?
— Sí, señorita; me agrada mucho el De Profundis.
— Y los ayes ¿no le gustan?
—¡Ai! También me gustan.
—Usted es un espíritu mui selecto.
— Sí, y mui triste.
— Dígame otros versos tristes.
— En el carro de los muertos
ha pasado por aquí
Uevaba una mano fuera,
por eUa la conocí!
Fanny se alejó enjugando una lágrima. Los jóvenes Cid y Ruiz
escojen en silencio, piezas musicales para el piano del maestro
López. Yo tiemblo. Lucy me asalta de pronto.
— ¡Qué risa me da mirarlo!
—Señorita. Greo que yo no he dado motivo. . .
— Nó; no es por eso; pero es que yo me rio de todo.
— En eso nos diferenciamos de los animales, Lucy. En la risa.
—De veras. Los animales no se ríen.
^En jeneral, pero ahí tiene usted una escepcion. Los señores
Cid y Ruiz están riéndose.
—¡Ai! Pero esos no son dos animales. Son dos jóvenes.
— Sí; pueden ser dos jóvenes animales.
— No murmure, Jaramillo. Dígame mejor otros versitos alegres
5^4
— Cuántas jen tes por el mundo,
andan mostrando las piernas:
unas por faltas de medios,
y otras por faltas de medias.
— ¿Qué se toca? — pregunta Fuentes.
— cl^as lamentaciones de una joven» — esclama Cid, pretendiente
dolorido de Fanny.
— «La primera risa del Bebé» — dice Ruiz, jubiloso pretendiente
de Lucy.
— «La muerte del poeta» — solloza Fanny desolada.
— «Jente alegre» — grita Lucy, a carcajadas. Nadie se entiende.
— ¡Que decida Jaramillo!
— Temo no saber armonizar ios sentimientos tristes y alegres de
las señoritas Gamboa. Propongo un valse de Lucero, que no se
sabe si es tristre o alegre, ni siquiera se sabe si es valse o si es de
Lucero. Se llama «Mírame y no me toques».
— iQue se toque!
Y comenzó a tocarse. Naturalmente, toda la parte fabricada por
el maestro López no suena, o suena a medias. La parte Steinway
se hace oir como avergonzada. Es una verdadera lucha de la marca
López con la marca Steinway. Cuando la sección López da un gran
bramido, la sección Steinway se apaga hasta enmudecer. Algunas
veces, mientras las teclas Steinway suenan, comienzan simultánea-
mente a tocar las teclas López. En la parte mas estúpida del valse
y cuando todos oian con silencio, una de éstas últimas se despren-
dió estrellándose en la cara de Fuentes. Fué necesario traer un
martillo para ponerla.
— ¿Qué tal el piano? — pregunta orgullosamente la señora.
— Magnífico. Las notas altas suben bastante, y las bajas casi
están al nivel del sudo.
Cid y Ruiz asienten gravemente. Fanny enjuga una^lágrima, y
Lucy sofoca una risa. Fuentes se dedica a cazar tres o^ cuatro in-
sectos que se dan de cabezazos sobre la pantalla de la lámpara.
Cuando las señoritas Gamboa se retiran, pregunto a Fuentes:
— ^¿Cómo se las aviene la señora madre de estas jóvenes para lle-
rarlas al teatro, y evitar que una desespere?
385
— Solamente hai una piaza a la que pueden ir juntas. tVida ale-
gre y muerte triste» de Echegaray.
Pero el dia se ha acabado al fin. Nos decimos todos buenas
noches, y cada mochuelo a su olivo.
• « •
Kstoi encerrado en mi habitacian, donde la cama de don Hermó-
jenes me recuerda la abominable noche del dia anterior. Hai que
reconocer, sin embargo, que en medio de ese silencio, de esa oscu-
ridad absoluta y con el recuerdo del asalto en las Máquinas, habría
preferido la compañía del bebedor incansable a la soledad amena-
zante en que me encontraba.
Rejistré una vez mas j;no de los enormes fusiles que Fuentes
habia tenido la precaución de dejar al lado de las camas y comencé
a desvestirme. Cuando abría la ropa para introducirme entre las
sábanas, algo, blando me topa. Al estender la mano, logro cazar un
pequeño sapo, luego otro y otro. Es una injeniosa y delicada broma
con que los chimpancés de mi amigo, quieren recordarme su exce-
lente educación a toda hora.
Arrojados los batracios poruña ventana, y cambiadas las sábanas
por un instintivo movimiento de repulsión, logro tenderme al fin
y entregarme a ese gratp descanso en que no se duerme, pero tam-
poco se está despierto.
Ruidos estraños me vienen desde afuera. De pronto parecen
pisadas cautelosas sobre el corredor, luego un perro se abalanza,
después un silencio largo se hace en todas partes. Reconozco que
un gran miedo me domina. Esa soledad, ese campo inseguro
Luego, no es todo tener un fusila hai que manejarlo bien. Los la-
drones ademas no vienen armados de guatapiques japoneses. ..•
Las pisadas se repiten. ¡Cáspita! se acercan... mi ventana cruje
Un formidable golpe la abre de par en par. Sudor frió me recorre
la cara, y no puedo dar un salto. . . Un hombre se aferra en los pos-
tigos, asoma una pierna, y cae al interíor.
— Compañero — grita la voz de don Hermójenes — me he atrasado
dos horas. Debia estar aqui a las once.
— Tiene usted tmos modos encantadores de llegar...
386
— Sí, ¿lo cree usted? Vi que la puerta estaba cerrada, y resolví
saltar.
— ¿No contaba usted con un disparo a quema ropa?
— Nó, porque sé que esos fusiles no disparan.
— ¡Hombre! Supongo que este es un secreto de la casa. . . Porque
si los ladrones se enteran. . .
Vi con irritación que mi compañero se ocupaba en abrir un pa-
quete y estraia de él un par de robustos chorizos. Resolví ser enér-
jico antes de esponerme a un ofrecimiento.
— ^Vea usted don Hermójenes — le dije — Usted puede comer y
beber todo lo que quiera. (Siento haber tirado por la ventana unos
sapos que habrían podido servirle). Pero le prohibo terminante-
mente que me ofrezca usted nada.
— Está bien. Me gustan los hombres claros — me dijo.
—¿Todo el mundo duerme don Hermójenes?
—Todo el mundo, menos esa chica Gamboa que le dá con los
muertos. La vi en el jardin parada como un poste. Parecía un
ciprés...
— Buenas noches.
— Buenas.
BñlO LOS PEumos
El recuerdo de las azañas de los niños, de las repentinas apari-
ciones de don Hermójenes, de la velada musical, de las señoritas
Gamboa, de las conferencias sobre agricultura, me hizo pasar una
mala noche. Resolví al amanecer despedirme cordialmente de mis
amigos y regresar a Santiago.
Fuentes al saber mi resolución puso el grito en el cíelo.
--No te puedes ir así. Comienza el veraneo agradable y liviano.
Hai para esta semana un programa delicioso, te divertirás bastan-
te: tenemos un paseo en perspectiva.
— ¿Paseo? ¿Paseo campestre? ¡Me vuelvo a Santiago! Te lo rue-
go por lo que mas quieras. Déjame en paz sentado en esta mece-
dora. Olvídate de mí. Yo no vengo a pasear sino a dormir una
siesta debajo de un sauce o de un nogal.
— Es imposible. Van al paseo las Gamboa. . .
_1?7_
— No me importa
— Las Loj)ez.
—Me tienen sin cuidado.
— Las Garcia.
— Menos. Aunque vaya la bella Otero y la Cleo de Mérode, por
favor, te lo ruego, déjame tenderme de espaldas sobre el pasto, sin
tener que guardar buenos modales, ni galantear, ni decir tonte"
rias.
— Es inútil. Ademas irán las Flick, ese par de gringuitas deste-
ñidas, menudas, ajiles, que parecen dos polillas de ojos azu-
les.
—Renuncio al paseo.
— ¡Pero, hombre! ¿Qué tienes tú? Si ademas van las Silva. ¿Re-
nuncias sabiendo que van las Silva?
— ;Por favor! déjame aquí.
— ¡ Ah! Me olvidaba, Jaramillo. Me olvidaba de lo mejor. . .Aquí
te rindes. Van las dos Vallejos, las dos ¿oyes? la de ojos ne-
gros como carbón y la de pardos y dormidos ojos como ci-
ruela. Las Vallejos de cuerpo jentil como bambúes que se ajitan al
viento...
— ¡Hoi estás de remate! ¿Quieres entender que ni las Gamboa, ni
las López, ni las Garcia, ni las Flick, ni las Silva, ni las Vallejos,
me importan un pepino? Yo vengo a descansar.
— Descansarás. . .
—¡Gracias!
—Sí; descansarás en el paseo campestre.
— ¡Dale con la tontería! Ahí no descansaré. Tendré que celebrar
los ojos de las Vallejos, el cuerpo de las Flick, oir las tristezas de
Fanny y las sonserias alegres de Lucy; lo estol viendo. Si no hago
esto, me tildarán de mal educado. ¡Maldito paseo!
La esposa de mi amigo llegó luego a reforzarme. Me dijo que la
fiesta tendría lugar bajo unos peumos al borde de una vertiente;
que se tocaría, se cantaría y se bailarla con absoluta independen-
cia; que se mataría una ternera y diversas aves de corral; que las
Vallejos eran un prodijio de belleza y que seguramente me encan-
tarían.
— Voi— dije con resolución — voi, en primer lugar para comer la
388
ternera y después para irme a acostar detras de un peumo y echar
una siesta sin que nadie me incomode.
— Convenido.
V V V
A las siete de la mañana, mi amigo entró ruidosamente a mi pie-
za, haciéndome saltar sobre la cama.
— ¡Ya es hora!
— ¿De qué?
— Del paseo, poltrón, perezoso, estúpido.
Me vestí lo mejor que pude. Suprimí el chaleco, poniéndome en
su lugar una camisa de color bastante decente, y me lancé a la
puerta de calle donde, según sentí la algazara, debia esperar la ca-
balgata lista para partir.
Junto con asomarme en la puerta, una ovación burlona y provo-
cativa me dejó de una pieza:— ¡Viva Jaramillo! ¡Viva el madruga-
dor! ¡Hurra!
— Estamos de bromitas me dije yo — ¡malo!
Después de montar a caballo, fui presentado a una serie de se-
ñoritas y de jóvenes, porque lo que en estos casos se llama el
«estado mayor», es decir, los casados, se dirijian a los peumos en
carruajes y carretas.
Quedé al lado de una de las mentadas señoritas Vallejos. Lleva-
ba un ropón a?iul nada mal cortado, y una pechera encamada que le
venia a las mil maravillas. Dos ojazos negros, rodeados de pesta-
ñas también negras, eran manejados con maestría. La señorita Va^
Uejos estaba lejos, mui lejos, de ser bonita; pero tenia derecho de
figurar en primera línea entre la categoría de las llamadas interesan-
tes. Lo era: es decir, interesaba.
En un sitio de veraneo, no se puede uno acercar a una señorita,
sin decirle a boca de jarro un galanteo de esos que son suficientes
para que si lo oye el hermano o el padre, le rompan a uno cual-
quiera cosa, de una paliza. Nosotros que siempre hemos pecado de
tímidos con el bello sexo, dejamos a un lado la timidez, so pena de
pasar por estúpidos.
— Mucho me hablan hablado, señorita Vallejos de su belleza;
3^9
muchisimo. Pero, créame usted, que la idea qne de su cara me ha-
bía formado, queda pálida al lado de la realidad.
— Es favor que usted me hace — replicó ella con voz temblorosa,
y bajando los ojos como turbada ante el peso de mi impertinencia.
Me aturdí, comprendí que merecía ser un cuadrúpedo cualquiera,
y arrepentido de mi falta de educación, le hablé a la señorita Va-
llejos del buen clima que se sentía allí, de los hennosos árboles
plantados a la orilla del camino y de otros temas igualmente nue-
vos e interesantes. De repente la señorita Vallejos levantó sus ojos
negros, los pasó en mí con suavidad, como se puede pasar una
pluma que vaga en el aire, sobre un objeto cualquiera, y me dijo:
— ¿Pero la verdad que me encuentra usted buena moza?
Me sujeté a la cabecilla de la montura para no caerme, y vuelto
de la sorpresa, me resolví a no quedar corto.
— Señorita; no le miento a usted. Hasta ahora no había visto
jamas unos ojos mas encantadores que sus ojos.
— ¡Mire lo que son las cosas! No hai gustos iguales. Usted me
encuentra bonitos los ojos: pero hai otros que dicen que lo mejor
que tengo es la boca.
— ; Ah! Pero el que yo le encuentre a usted demasiado lindos sus
ojos, señorita Vallejos, no quiere decir que no me parezca su boca
una dé las obras mas perfectas de la naturaleza.
—Es usted muí galante.
— Nó, señorita; se lo aseguro a usted. Jamas le he dicho a una
mujer que es hermosa. . .
¡No me habia topado con usted todavía!
— Como se conoce que es periodista. Casi no le creo. .
— Créame usted. Soi verídico.
— Así le dirá usted a otras.
— Ñó; jamas.
Un rato de silencio. La cabalgadura se mueve en medio de una
nube de tierra, con indescriptible algazara. Las dos Flick pasan a
mi lado con ropones de brin crema. Son, en efecto, dos mariposi-
tas ajiles, livianas como semillas de cardo, insignificantes en su
pequenez. Las Silva, las Pérez, las García, nos adelantan tam-
bién, cada una con su c^da uno. Fanny, que marcha sola, me di-
rije una mirada desgarradora.
390
En este intervalo, la Vallejos me da una lenta y húmeda ojeada
y suspira. Yo le doi otra y suspiro. En seguida, notando que nos
hemos quedado rezagados, galopamos un trecho y volvemos a
ocupar un lugar en primera fila.
Oigo a un señor gordiñon, que va sobre el caballo como puede
ir un saco de lana abandonado sueltamente al compás del galope,
que dice a la pasada:
— El periodista se quema las alas.
— ¡Imbécil! — pensé para mí, lleno de la mas horrible indignación.
— ¿No puedo ir al lado de la señorita Vallejos enumerándole sus
bellezas físicas por orden alfabético, sin quemarme absolutamente
nada?
Por fin, se divisa a lo lejos un grupo de arboles, frondosos y
apretados, y el galope aumenta. Son los peumos: el centro social
de aquel bendito pueblo en que las señoritas le preguntan al que
llega si las encuentra hermosas, con la misma sencillez con que
aquí se les pregunta como está la salud y si va a quedarse algunos
dias en la ciudad. ¡Los peumos! Teatro de la mas esquisita y pro-
vinciana sociedad que hemos conocido; centro de idilios cursis con
olor a aguaflorida\ sitio de horribles cólicos misereres a consecuen-
cia de los almuerzos y onces al aire libre; nido de sueños, ilusio-
nes, esperanzas y desengaños de amor.
Muí pronto toda la cabalgata echó pie a tierra y las parejas se
distribuyeron entre el follaje, separándose como el agua del aceite
el elemento viejo de la bullanguera y animosa juventud.
Muchas horas trascurrieron de alegre espansion para unos y de
mortal aburrimiento para mí. A poco rato, la señorita Vallejos me
pareció la mas empalagosa criatura; pura miel de abejas. Sus ojos
razgados, bajándose siempre con una mentida muestra de turba-
ción, sus mejillas infladitas y llenas de una pelusita de durazno
maduro, sus labios colorados como guindas; todo en fin, me iba
cargando horriblemente en esa pequeña morenita que no me ha-
bria atrevido a calificar de desenvuelta, pero sí de cursL
Por fin, llegó el almuerzo y a pesar de los esfuerzos desespera-
dos que hice por alejarme de la señorita Vallejos, fui a quedar a
su lado.
39 <.
— ¡Usted estará ya mui aburrido conmigo!— me dijo de pronto.
— ¡Qué ocurrencias! Hstoi en la gloria.
¡Qué incansable desfile de comestibles de toda clase! Cazuela de
ave, empanadas, salpicón, aceitunas; jamón y frutas, todo servido
con una abundancia desesperante y obligado a la repetición mas
fatigosa. Allí se comía de una manera salvaje, primitiva, absurda.
Don Hermójenes mascaba y tragaba con el ruido con que masca y
traga una chancadora las piedras que se le arrojan. Varias damas
entradas en años apelaban a las manos y esgrimían sendos encuen-
tros de gallinas que dejaban mui luego reducidos a su mas simple
espresion.
Allí luí víctima obligada de las mas atroces observaciones. La
madre de las señoritas Vallejos, una señora algo nerviosa que ha-
cia a cada instante con boca y nariz el mismo jesto que hacen los
conejos cuando se les acerca una ramita de alfalfa, me dijo de pronto
— Lo felicito, Jaramillo, por el folletín que usted está publicando.
Gracias, señora. Se hace lo que se puede.
— ¡Pero qué incansable es usted! Mire, diga aquí con toda fran-
queza cuánto se demoró usted en hacer "La Ultima Pasión" que
está publicando £/ Mercurio. Confiéselo.
— Nó; yo le diré a usted, señora, que allí metió mano un señor
Uchard.
— ¡Ah! Algo le ayudarían, es claro; pero ahí estaba patente su
mano. Luego ¡miren que es gracia estar haciendo novelas cuando
se tiene que escribir los telegramas, la crónica y los avisos ¿no es
cierto?
Un señor colorado y con cara de zorro me mira a cada instante
sorriéndose maliciosamente, y hasta se permite hacerme algunas
señales con la cabeza. En el primer momento creí que se trataba
de que mi corbata estaba chueca y la enderecé; mas tarde se me
ocurrió que todas esas miradas y señales podian advertirme que
mi prendedor se salia de su sitio y lo afirmé con sumo cuidado; y
por último, como las señas y miradas irónicas continuaban, se me
ocurrió que podria estárseme pasando la mano, en las 1 ibaciones y
comencé a echarle agua, mucha agua, a cada copa de chacolí que
me servían. Sin embargo, el caballero con cara de zorro seguia
39^
observándome con el rabo del ojo y sonriéndose en seguida, como
diciendo: ¡ah, pillo!
Una señora comenzó á decir en voz alta que me compadecía pro-
fundamente por ser periodista.
— A los periodistas— decia con una voz gangosa y desafinada —
les pegan casi todos los dias. ¿Dan la noticia de un matrimonio?
Pues unas veces los padres de los novios, otras veces los rivales
del que se casa, y jeneralmente el novio mismo, van donde ellos y
los hacen pedazos a bofetadas. ¿Publican la noticia de que se ha
llevado el cadáver de una persona a la Morgue y resulta que la per-
sona no ha muerto? Pues va el cadáver a la imprenta y les pega.
¿Escriben un nuevo folletín? Pues saltan las personas que salen en
el folletín y por cada vez que las nombran, le dan una bofetada.
— ¡Pero, señora! — dije yo con acento convencido — a ese paso ya
no estaríamos vivos. Usted exajera mucho.
— Nó, uó, caballero. A ustedes les pegan por lo menos dia de por
medio, no me contradiga usted, porque lo sé.
Junto con acabarse el almuerzo, el caballero con cara de zorro
se vino hacia mí, abriéndose paso entre todo el mundo. Lo esperé
ansioso de saber el motivo de su irónica sonrisa. Se puso al frente,
me miró con fijeza y en seguida me dio una palmada en la cara,
diciéndome al mismo tiempo:
— ¡Ah, pillo! ¡Buenas piezas son ustedes los periodistas! ¿Con
que, por allá en Santiago ustedes son los arbitros de la situa-
ción, eh?
— No le entiendo a usted,
— No se me haga el de las monjas, hombre! ¡Yo me esplico!
(Otra palmada).. Esos bastidores, esos camarines, esas tiples jjá! ^á!
jal ¡Ah, pillo! Cuente usted, hombre, cuéntelo usted todo, venga
usted aqui al pie de este peumo y conversaremos largo. ¡Já!
já! Já!
— Usted me perdonará, caballero. No cultivo el ramo de basti-
dcres. Yo no sé lo que allí ocurre.
Pero el señor colorado, animado muchísimo por el chacolí, me
instaba vivamente a que lo recreara con detalles que él estimaba
pintorescos y deliciosos. Mucho trabajo me costó convencerlo de
que ser periodista no era precisamente ser petimetre.
393
Entretanto, se habia susarrado entre los comensales que mis
asuntos con la señorita Vallejos marchaban viento en popa. Aun
llegó a mis oidos, por conducto de mi amigo, que la señora de
Vallejos, poniéndose ya en el caso de un matrimonio posible, ha-
bía dicho:
— T.a lástima es que este hombre se llame Jaramillo. No puede
ser de la high-li/e. Yo conozco unos Jaramillos del Romeral y esa
es jente de tres al cuarto.
Kn ñn, aquél paseo campestre se estiraba de un modo lamenta*
ble. Pero yo desesperado de la señorita Vallejos que como un mos-
cardón me rondaba, monté a caballo y emprendí algo así como la
retirada de los diez mil diez mil veces mas pequeña.
gi§^
FRE60LI...5
Viene Frégoli. ¿Y quién es Frégoli? Una celebridad. Celebridad
universal porque le disputa la atención de la prensa a la Re-
jane, a Rostand, al cardenal Parocchi, al jeneral Kitchener, a
la bella Otero y a Waldeck Rousseau. Celebridad universal
porque si para unos no hubo Pirineos, para él no liai ni Atlán-
tico ni Pacífico, ni distancias apreciables. Tan luego está en los sa-
lones del «Fígaro» como en Méjico. A lo mejor aparece en Iquique-
A Buenos Aires llegará en dos meses mas, disfrazado de Mr. Hol-
dich, y se lo comerán a abrazos y le ofrecerán banquetes colosales
y cuando se haya devorado el último, a la hora del «champagne»
que es la de las confidencias, se quitará la careta y dirá:
— Soi Frégoli No vengo en nombre del arbitro. Pero no habéis
perdido los banquetes, porque si alguna vez tenéis con Chile liti-
jio de límites intelectuales, el arte me mandará a mí de perito para
demarcarlos.
Bien. ¿Pero cuál es el motivo de la celebridad de Frégoli? ¿Qué
hace Frégoli? ¡Mudar de caras! Cuántos chilenos dirán al oir esto:
— ¡Quién hubiera sabido que podia llegarse a la gloria mudando
de caras! ¡Nosotros que no hemos hecho otra cosa en la vida!
Y la verdad. Frégoli es transformista de profesión; pero los hai
en abundancia que se dedican al transformismo por afición, por
placer y por necesidad. Si existe el disimulo y la hipocresía, debe
39^
existir espontáneamente el arte de transformar el rostro. Basta pen-
sar que la cara reñeja lo que pensamos y sentimos, para creer que
en muchas ocasiones es indispensable poder finjir el rostro.
Un candidato a diputado va a su departamento poco antes de la
elección. Encuentra a todos sus electores, poco cultos, escasamen-
te educados, antipáticos y hasta repulsivos. Pero necesita sonreír
y sonríe; necesita iluminar los ojos con un destello simpático 7 los
ilumina; necesita hablar con voz insinuante y pone en ella el acen-
to mas amable. Ha sido sin quererlo un Frégoli espontáneo.
Pasa la elección. Se vuelve a Santiago con los poderes en el bol-
sillo, la satisfacción en el espíritu y el contento en el rostro. Ha
hecho muchas promesas, pero a las promesas se las lleva el viento
como a las semillas de cardo. I<os electores, que también tienen
piernas, llegan a Santiago y cobran las promesas. Kl candidato
hiela en los labios una sonrisa seca: pone tiesa como un riel la es-
pina dorsal; no saca las manos de los bolsillos para no verse obli-
gado a estrechar otras; no mira jamas hacia el lado donde listos
para saludar, pacientes para aguardar, ansiosos por pedir, están los
antiguos electores recordando la música de las antiguas promesas.
Ha vuelto a ser un Frég«li hecho y derecho.
Y así es la vida. Nadie puede tener una cara. Lo malo es cuando
una persona tiene de un mil de caras, para arriba.
La transformación puede estudiarse en análisis. Se escoje una
persona «del montón *, es decir, del común de las jentes y a ella se
le presenta un señor cualquiera:
—Le present© a usted al señor Castro. . .
Se aguarda un instante para ver el efecto que la presentación
produce en su fisonomía. Es nula: una venia indiferente, una son-
risa fría, un apretón de manos casi imperceptible. Nada. Pero en-
tonces se continúa:
— . . Encargado de negocios de. . .
La fisonomía se ilumina. Los ojos destellan simpatía, ctuiosi-
dad, casi respeto. Sigamos:
— Nicaragua.
La fisonomía se vuelve a poner fria. Es poca cosa. Pero ade-
lante:
397
—El señor es un millonario de su pais, que viene mas bien en
viaje de placer, que por carrera diplomática,
La fisonomía se alumbra como si sobf e ella hubiera caido un re-
flector de luz eléctrica. Los ojos se abren, rodean al presentado de
una oleada cariñosa, respetuosa y solemne. Entonces, el apretón de
mano que ha empezado frió, suelto, mezquino, termina violento y
nervioso acompañado con un elocuente:
—Mucho placer de conocerlo. Estoi a sus órdenes.
FrégoD espontáneo.
Descompongamos ahora la transformación. Presentamos al señor
Garcia, modesto agrimensor, natural de San Femando, que va bien
vestido, fuma un buen cigarro abano y usa bastón con cacha de
plata, de arte nuevo,
— Le presento a usted al señor Garcia.
El sujeto que nos sirve para el esperimento ha oido decir que
viene de Iquique un salitrero Garcia que tiene cosa de cuatro mi-
llones de pesos y una hija soltera. Confunde en un instante las
cosas^ y apreta la mano al agrimensor creyendo apretarla al sali-
trero.
— ¡Cuánto gusto!
Su rostro sonrie, jesticula, se hace especialmente insinuante. Por
fin pregunta:
— ¿Su familia de usted está buena?
— No la tengo, señor; soi soltero.
¡Hum! El sujeto comprende que hai un error; pero la apostura
del señor Garcia, su bastón, su cigarro, lo confirman en la idea de
que se trata de un hombre mui rico.
— ¿Vamos a comer juntos al Club? Me seria mui agradable que
usted aceptara esta modesta invitación.
A media comida, él invitante pregunta:
—Y los rendimientos del salitre, como andan?
— No lo sé, señor; me interesa poco el norte. Yo me preocupo
mas del sur. De salitres no entiendo nada.
La fisonomía del festejante se ha nublado. La risa ha desapae-r
cido de los labios, como un grano de sal de la superficie del agua
don^^e cae. Los ojos se han puesto sombríos.
398
— Su profesión de usted es. . .
— Sí, señor, la de agrimensor. El trabajo da para poco. Hai me-
ses en que saco doscientos pesos; pero otros ni ochenta.
El rostro se ha irritado. Los ojos demuestran despecho.
Al terminar la comida, el señor Garcia aprovecha la ocasión para
decirle
— Si usted pudiera hacer algo por mí, se lo agradecería mucho.
Alguna colocación, por modesta que fuera me vendría bien.
El festejante cree morirse. Está pálido, molesto, aburridísimo.
Busca un pretesto para levantarse y huir.
Antes de separarse, el agrimensor le dice en voz baja:
— ¿Podría facilitarme usted diez pesos, y se los devolveré ma-
ñana?
Frégoli viene con sus grandes cajas de personajes. Ha logrado
reducir al menor espacio posible, a cada uno de esos jigantes de
la gloria. Napoleón que conquistó la Europa porque no cabía en
Francia, viene metido en una caja de corlees; Bismarck, que tam-
poco cabia en Alemania, cabe en una sombrerera, en compañía de
Pío IX y de Sara Bemhardt Cuando el señor alcalde se muera—
que ojalá no suceda nunca — cabrá también en una cajíta de pape-
lillos, después de no haber cabido ni en la sala de la alcaldía.
^0^^ ^É^^^ ^É^^^ ^É^^^ ^É^^^ ^É^^^ ^É^^^ ^Él^^^
GE LOS ñRREPEnriDOS...
ÜN modesto guardián, Jara, de la policía de Chillan, se escapó
llevándose una carabina y un tiro, con el ánimo de hacer la
gran cabriola y desaparecer de la faz de la tierra. Escribió en
seguida las acostumbradas cartas de adioses a su esposa, a sus
acreedores y a sus amigos: "Te escribo estas líneas al borde
de la tumba. Tú calculas que esta es una mesa incómoda y que se
puede por ello disculpar la ortografía. Pongo fin a mis dias, por-
que soi desgraciado. Compadéceme y no te cases con otro.— /ara".
En seguida el guardián se alejó a un sitio oscuro, lleno de som-
bras. Allí se sentó sobre el pasto y se puso a oir ese jadeo fatigoso
del silencio. En medio de aquellos encontrados rumores, de aque-
llas palpitaciones vagas, de esos estraños secretos de la noche,
creyó sentir a su alma que le decia:
— Jara, no seas tonto, no te mates. Si te vas a la eternidad, tu
puesto de guardián se lo darán a otro. . .
Jara dio un salto, y volvió a oir.
— Tu mujer se casará con otro . .
Otro salto.
— Tu caballo mulato será de otro.
— Eso no lo tolero — grita Jara. — Mi caballo es mió.
—Pero si te matas simplón, dejará de ser tuyo.
— Entonces no me mato.
400
Y Jara volvió del monte con la carabina al hombro, resuelto a no
abandonar la vida en dos tirones.
Llegó a su casa y golpeó a la puerta. Su mujer salió a abrirle
— ¿Eres tu Jara?
— Sí yo sol
— ¿Pero, no me escribes diciéndome que has puesto fin a tus
dids?
— Sí, te he escrito pero me arrepentí.
— ¡Vaya! No me gusta a mi que me engañen. Yo no te he po-
dido nunca que te mates; pero ya que lo habias resuelto, debiste
hacerlo.
Y Jara se presenta al día siguiente donde el intendente a devol
ver su carabina y a pedirle perdón. He aquí lo que decia nuestro
telegrama:
"El guardián Jara que habia desaparecido llevándose una cara-
bina y un tiro a bala con el ánimo de suicidarse, según una carta
que habia dejado a su esposa al partir, ha vuelto rogando al inten-
dente le perdone su falta".
El suicida arrepentido, no se puede negar que es un ser profun-
damente ridículo. Sus amigos le golpearán la espalda en la calle,
diciéndole familiarmente.
— Hola! Hola! ¿Con que te querías despachar de este mundo?
¿Qué es lo que te pasa? ¿Pierdes dinero? ¿Tu mujer . .? ¿La caja de
fondos. . .? ¿Amores contrariados?
En materia de suicidios no caben paños tibios. Un hombre o se
mata; o no se mata. Pero no debe escribir cartas, y despedirse de
la vida, y después quedarse tranquilamente en su casa.
vff 1^
Uíljoen y Mapoleon
OS. telegramas de hoi anuncian que el jefe boer Viljóen ha lle-
gado a Santa Elena junto con otros prisioneros boers. Viljoen
no ha podido, seguramente, librarse de una fuerte emoción ai
recordar al primer jigantesco prisionero que llegó a Santa
Elena.
Al caer la tarde de su primer dia de prisión, Viljoen ha salido a
caminar por el campo, con las manos atrás y la cabeza inclinada
sobre el pecho, que es como andan los boers después que les quitan
el rifle Mauser. De lepente, como quien dice a la vuelta de una
esquina, aparece una sombra.
— ¿Qué veo? — pregunta Viljoen.
— Seguramente ves algo — replica la sombra— ¿no me reconoces?
— ;Hum! — dice para sí, el jefe boer— yo he visto en alpina re-
vista ilustrada esta silueta: un hombre bajo, un sombrero de dos
picos enorme sobre la cabeza, y una mano metida en la abotona-
dura del largo gabán. ¡Cáspita! Este no puede ser otro que Napo-
león I!
—Exacto.
—¡Cómo! ' ¿Tú eres el gran Napoleón?
— Sí, hombre, ¿tiene esto algo de particular? Sin embargo, ha-
blando en plata, debo decirte que soi solamente la sombra de Na-
poleón.
402
— ^Vea usted lo que son las cosas. Creí que un hombre tan gran-
de, debia tener también una gran sombra.
—En primer lugar no me confunda usted con un quitasoL
Después, bien sabrá usted amigo Viljoen, que los cuerpos no echan
casi sombra cuando tienen él sol encima. . .
—Me permito advertirle que hoi el sol ya se ha ocultado.
— Nó, señor; el sol que Napoleón tiene encima no se oculta
jamas.
— Es un sol permamente como las boticas de tumo. ¿Ah?
—Sí; es el sol de la gloria.
— ¡Cáspita! Le quedan a usted los modales.
—Es lo que no he perdido. Usted recordará aquello de las pirá-
mides, cuando dije a mis soldados que cuarenta siglos los contem-
plaban desde la cima. .
— Lo recuerdo.
—Pues, se me pasó la mano en los siglos. Can la esperiencia que
hoi tengo habría hablado solo de veinte siglos a lo sumo.
— Bueno. ¿Y qué le parece a usted esta guerra en que estamos
empeñados?
— Interesante.
—¿Nada mas?
—Conmovedora.
— ¿Nada mas?
-Inútil
— jCómo inútil!
— Sí, señor Viljoen. Créame usted a mí, que en materias de gue-
rra tengo bastante esperiencia. Inútil.
—No comprendo.
—Comprendo
—No comprendo.
—Digo que comprendo que usted no comprenda. Pero óigame
usted. En principiojeneral no se debe pelear con Inglaterra. Créame
usted a m¿
— Waterloo ¿eh?
—Hombre no me toque usted ese punto. Ese fué un cuadrillazo
miserable. No lo recordemos.
403
Y lá sombra de Napoleón se desvaneció, mientras Viljoen se que-
daba pensando.
— En principio no se debe pelear con Inglaterra. ¡Pero eso no
es el principio! Es la consecuencia. El principio deberla ser que
Inglaterra no debe pelear con los demás.
c3^ c3^
Historia de un piano
TODA mi ambición habia sido siempre ser piano de cola] sin em-
bargo me hicieron sin cola; es decir: salí coleado en mis pre-
tensiones.
Sin embargo me consolé de ser piano parado, porque recien
llegué a Chile y acabado de desencajonar, un alemán me pro-
bó el teclado y dijo en voz alta:
— Rico piano, parece de cola.
—Es claro, dije yo para mis cuerdas, si no soi de cola, merezco
serlo.
Y tuve tanto gusto, que quedé silbando interiormente como me-
dia hora, y todos decian:
— ¡Qué piano tan sonoro!
El alemán me compró y me llevó a su casa, donde quedé en me-
dio de un salón cerca del busto de Bismark y de un cuadro de la
Loreley, en ropas menores.
Siempre me tocaba a oscuras, y solo trozos de Tanhausery Lohen-
grin. Yo sufria mucho, porque mi dueño era un pianista de mucha
ejecución, y no hai cosa que nos machuque mas a los pianos sen-
sibles, que la ejecución.
Lo mismo les pasa a los bombos. De la misma fábrica en que yo
nací, salió un bombo que maldecia a VVagner por tradición y por
instinto.
4o6
Un dia se reunieron también a oscnras varíes alemanes, mbios,
patilludos y con gafas, para tocar algo de Beethoven.
Quise probar que era todo lo de cola posible, y me porté tan
bien, que los alemanes se fueron levantando de sus asientos, des-
pués poniéndose en puntillas, después subiéndose sobre las sillas;
y uno se arrebató tanto, que cuando terminé, resultó que estaba
trepado sobre el coronamiento de la cortina:
Pero nada es durable en este mundo. El alemán resolvió irse a
Europa y don Ramón Eyzaguirre me sacó a remate.
Debí salir en los diarios, porque fué mucha jente a verme y oí
los juicios mas curiosos.
— Tiene buenos sonidos — dijo una señora.
— Es demasiado caro — decian otros.
— Buena marca. .
El único que hablaba de mi cualidad de parecerme a los de cola,
era don Ramón, por lo cual le guardo gratitud eterna.
Por fin me compró una familia y fui conducido a un gran salón»
lujoso pero de mal gusto.
Primera estrañeza: encima de mí, sobre mi tapa, que tanto había
respetado mi primer dueño, colocaron unos jarrones que me pare-
cieron antipáticos desde el primer momento.
Segunda estrañeza: una niña bonita y con unos dedos suavísi-
mos toco sobre mí, algo que no entendí. Solo sé decir que le agra-
decí que no tuviera ejecución. Después supe que lo que habia
tocado era una charanga de un tal Puccini que han dado en llamar
Boheme y que debia llamarse Sirop o Sucre o Mermelade.
Confieso que como instrumento musical eché de menos a Lo-
hengrin; pero que como piano frájil e inclinado a la comodidad,
pieferí el repertorio y la manera de tocar de mi remonísima dueña.
Vuelvo a decir que todo termina en esta vida; y que un piano
;iene vida demasiado larga y vé muchas cosas.
Comencé a notar que cuando mi dueña tocaba, le daba vueltas
as hojas a la música un joven larguirucho y sumamente pesado de
>angre. Comprendí que estaban de novios y lo lamenté por ella
Cuánto mejor que se casara conmigo! pensaba, porque si un piano
ís mui pesado de cuerpo, ese señor es mui pesado de alma.
4o7
V se casaron. Y como nadie mas tocaba en ta casa, me entrega-
ron a otro martiliero para que me rematara.
Otra vez las visitas, otra vez las pruebas. Por los elojios conocí
que yo iba a menos; nadie nombró la cola para nada i en cuanto a
los sonidos dijeron que eran regulares. ¡Oh tremenda desgracia!
Caí como piano de estudio y tuve que soportar el método Le-
moine.
Escalas y ejercicios todo el dia, con una constancia atroz.
Dia por medio una señora lea y de mal humor, que hacia la clase
de piano i le daba pellizcos a las chiquillas, me hacia sonar. . .
De ahí viene la frase hacer sonar a una persona, por tratarla
mal.
Resolví no tocar, sino sonar, y a veces rujia y chillaba, basta que
un dia entró un afinador, me desatornilló y me rejistró enteramente,
se robó las cuerdas y me puso unas mas viejas, y se fué.
«Cómo protestar de esa infamia? ¿Con qué derecho me robaban
la juventud?
Después de eso caí en una postración de ánimo mui grande, y
dijeron que tenia los sonidos apagados, y volví a la casa de marti-
llo para ser rematado de nuevo.
Temblando de mi suerte, fui adquirido por una familia honrada;
pero que vivia en la calle de Eleuterio Ramírez.
En el salón, habia un retrato del jeneral Canto y otro de don
Jorje Montt, y una litografía de un cuadro de Mocci.
Encima de mi tapa, pusieron unos canastillos de paja con cintas
de color, traídos de Linares o de no sé dónde.
Este detalle me hizo temer por el repertorio musical de mis nue-
vos dueños. Habia en la casa dos niñas, una aficionada a la mú-
sica clásica y otra a la música lijera ¡ai de mí! y las dos aficio-
nadas al matrimonio ¡ai de ellos! de los novios.
La ma>or, la clásica, tocaba algo de Hugonotes, un poco de Chopin
y trozos de Africana, La menor, la lijera, tocaba Málaga, Jlambur-*
go, Jente Alegre, Los Zuavos, Dolores.
Y la mamá— el recuerdo me espanta — Estrella Confidente,
¡Me encanallé!
Habia tertulias en la noche, y yo sonaba con cualquiera mazur-
14
4o8
ca. . . Una noche soné con una polka alemana nacional, No mas mo^
raiorias, y me desafiné enteramente.
Asi desafinado y sin que nadie lo notara, seguí prestando mis
servicios. Un dia cuando la menor tocaba ^^/^ Alegre o Los Zuavos,
su novio que le daba vueltas a las pajinas de la pieza, y que toca-
ba con mucho romadizo, dejó caer una gota en la mano déla niña.
Ella creyó que lloraba emocionado, se ablandó, y le concedió la
mano.
Seguí con la clásica y con Estrella Confidente^ hasta que resolvie-
ron en un apuro pecuniario, sacarme a remate.
Y aquí estoi escribiendo estas verdaderas líneas, entre un cíitre
que perteneció a un tísico, una mesa escritorio, y un aparador ba-
rato.
Al frente tengo un retrato del Arzobispo Valdivieso, y al lado»
uno de Francisco Bilbao con ataque de epilepsia.
Sobre mi tapa hai un busto de Pió IX y una ponchera trizada
y debajo de mí, tiestos pocos decentes que me afrentan y me hu-
millan.
Nadie me toca, y tengo tal afán de sonar, que gustoso repetiría
aun No mas moratoria.
Me han venido a ver personas de mala apariencia, i como soi un
instrumento de buenas costumbres, me desespera la idea de ir a
parar a mala parte.
Tengo para mí que un piano, cuando llega a cierto precio al
alcance de todos, debe hacerse pedazos antes que seguir viviendo.
He oido decir que en la guerra del Peni, los pianos les servian
a los chilenos para hacer cazuelas.
Envidio esos pianos.
He escrito estas líneas para que ningún piano bien nacido se
envanezca.
Se las dedico especialmente a los de las casas de Kirsinger y
Becker, que están mui orgullosos con su virjinidad.
Yo casi era un piano de cola •
Ahora soi una //¿///a.
He sentido el cambio de sexo.
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ISCeLANCñ
A don JULIO BOZO
(Moustachb)
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It.Ak <* <k4l4l 4| It 4.
La entrada al gran país
El, viqo Athos despedía a su hijo, que partía para el mundo
elegante caballero en el mas brioso y bien nacido potro de la
comarca. La tarde estaba pálida, triste y como enmohecida
por el velo tenue y húmedo de la neblina de la tarde. Allá, a
lo lejos, como una promesa de ventura y de dichas no cono-
cidas, se perfilaban las cadenas de cerros azules tras los cuales co-
menzaba el bullicio de un país comercial, próspero y opulento.
El joven abandonaba el apartado asilo de ese hogar silencioso y
sereno, para ir a buscar horizontes nuevos. Su guia era un viajero
que traficaba a menudo por aquellos contornos, ofreciendo merca-
derías en cambio de ganados.
—Ya es la hora de partir— dijo éste — subiendo a su caballo y ha-
ciendo ademan de lanzarse por la llanura.
El viejo estrechó la mano de su hijo, y le alargó un saco que
contenia dinero.
— Esta es la ofrenda — dijo el viejo — que desde tiempo tradicional
se áa al que parte. Pero yo quiero darte algo mas, ya que tú no
partes para un punto cualquiera sino para el mundo. Aquí tienes
este otro saco, el cual deberás abrir muchas veces; contiene él
«prudencia». Este otro que pesa mucho, pero que luego se hace
liviano, contiene '^virtud k Jvste otro, hijo mío, está lleno de algo
412
que necesitarás muchas veces: «talento». Y, finalmente^ este otro
encierra un depósito sagrado, que debe acompañar a todo hombre:
«valor». Aquí los tienes: acomódalos sobre el aderezo de tu silla. . .
Y ¡adiós!
Los viajeros tomaron galope, sintiendo en el rostro la humedad
de la neblina. Poco a poco se borró en la lejanía la columnita de
humo que subia de la chimenea del hogar, y los cerros azules per-
filáronse, sombríos como una muralla de carbón.
A las dos horas de camino, el guia comprendió que era difícil
marchar por la oscuridad. Una multitud de barrancos y quebradas
cortaban el sendeio y se hacia menester muchísima cautela para no
rodar por las pendientes. ¡Animo y adelante!— dijo a su joven com-
pañero — aquí es necesario mucha audacia y mucha lijereza.
— Sí; lo comprendo — replicó éste — pero encuentro mui pesado
mi caballo y siento algo así como si me sujetara una mano invi-
sible.
— Es que llevas mucho peso. Bota uno de los sacos que te dio
tu padre.
— ¿Cuál debe ser?
— El mas inservible, el de la prudencia.
Y el saco rodó por la quebrada, haciendo un estraño ruido, que
mui pronto fué devorado por el silencio de esa noche.
Y la marcha continuó al través de mil precipicios, como borde-
ando el abismo y persiguiendo a la muerte.
El silencio de los campos era enorme, la incertidumbre del ca-
mino que llevaban, matadora. De repente, allá en el fondo del
abismo, clareó un resplandor como de luces agrupadas, como de
fogatas encendidas. Hasta los viajeros llegaba, entrecortado por el
viento, el rumor de cantos en que claramente se percibían voces de
mujer y clamoreo de orjia.
— Allí está la posada de la Sirena — dijo el guia — buen albergue
para los viajeros. Será menester pasar allí la noche, en compañía
de mui alegres y hermosas camaradas.
No creo alcanzar hasta allá — replicó el joven— siento de nuevo
algo secreto que me detiene: tengo temor de avanzar.
— Alijera tu caballo. Bota otro saco.
—¿Cuál?
413
—El que menos valga y el que mas pese; el de la virtud, por
ejemplo.
Y el saco rodó por el abismo, arrastrando a su paso los guijarros
sueltos y formando el ruido sordo de un trueno lejano.
V los viajeros emprendieron de nuevo el galope hacia el punto
luminoso, que fué surjiendo como una aparición. Mui pronto llega-
ron a sus oídos las canciones, y el chocar de vasos y botellas.
Al amanecer, los caballos volvieron a quedar listos para la mar-
cha que debia ser pesada y fatigosa. El guia llamó a un esperimen-
tado mercader que hacia muchas veces en el año esa misma travesía,
con el fin de que alijerara en lo posible el caballo de su joven pro-
tejido y no volviera a presentarse en el camino obstáculo alguno.
— ¿Qué llevas en este saco tan grande? — preguntó el mercader.
—Valor.
—¿Valor? ¡Oh! ya han pasado los tiempos en que era menester
llevar de un lado a otro tan incómoda carga. Deberás arrojarla al
suelo, y poner en su lugar el que lleva tu compañero, lo que suple
el valor, lo que lo hace enteramente inútil
—¿Y qué es ello?
—Este rifle. Con él apuntarás a la distancia sin que nadie te vea.
Puedes estar temblando de miedo y arrojando al suelo mortalmen-
te heridos a tus enemigos. Pueder tener deseos de huir, y, sin em-
bargo, infundirás el mismo deseo en ellos. Ya el valor es solo
mercadería para museos, anticuarios e insensatos.
Y los caminantes partieron, confortados con el sol de una her-
mosa mañana. Volvieron a divisar en el horizonte, dibujadas con
audaces líneas y tomando ya un relieve considerable, las montañas
azules del gran pais a donde iban; y ya perdieron para siempre el
último picacho de la última sierra del pais natal que abandonaba
el joven.
Por fin, después de una larga y penosa marcha, comenzaron a
atravesar las que, a lo lejos, parecían azules montañas, y llegaron
a las puertas del gran pais. Un guardia avanzó hasta los caminan-
tes, les detuvo y comenzó a examinar el bagaje de cada cual.
—Joven — dijo — diviso entre tus sacos uno que debe quedar fuera
de esta puerta. La leí coloca aquí entre las sustancias esplosivas
al talento. Entrégame el saco que lo contiene y lo destruiremos
para que no sea una amenaza para nadie.
Y el joven entregó al guardia su saco y se quedó con el único
que, ajuicio de todos, debia servirle en el grcn pais a que entraba:
el dinero.
Y como la mañana estaba luminosa, serena, apacible, el guia
entonó un cantar alegre, mientras a su lado vibraban, ajitados por
el viento, los alambres de cobre que unian las ciudades.
Estaban ya en el centro del gran pais.
El Sello de 6uatemala
LuisiTo había escrito desde el colejio y mui apresuradamente
a su madre, esa mañana, un papel que decía con la peculiar
gramática de los nueve años; "Mamasíta mándeme el albun
de sellos lo mas luego que pueda porque tengo que pegar
muchos hoi supe las lecciones no crea que estoi enfermo*'.
Luisíto era el priniojénito de un matrimonio joven. Y esa «ma-
masíta» era la mas encantadora morena que ha formado la sangre
española desde la dominación romana hasta nuestros días. Luisíto
era, pues, el regalón, el que ocuj)aba todo ese corazón bueno, jene-
roso, formado solo para el amor y animado también por el amor .
No titubeó, pues, un momento al leer el papel ito escrito con la
tinta de anilina morada del colejio de los jesuítas, y envió con ei
sirviente el álbum de sellos, no sin quedar preocupada de ese "no
crea qué estoi enfermo", que revelaba tan inocentemente el deseo
del chico de ocultar algún dolor o molestia.
Y efectivamente, Luisito habia amanecido ese dia con el color
de la cara algo encendido, los ojos mas inquietos y luminosos que
de costumbre, y con poquísimas ganas de jugar.
Rehusó tomar parte en una «barra ínglesa^>, reñida y sumamente
interesante, en un partido de pelotas v en una «troya», en que tenía
muchas probabilidades de ganar.
4i6
Apenas recibió el álbum, lo abrió precipitadamente, y sus ojitos
negros y saltones se fijaron con viveza singular en un hueco ro-
deado de numerosas estampillas de Guatemala. Ese hueco era el
sitio en que tenia reunida todas sus ambiciones y todos sus sueños.
Era nn sello azul, — «azulito», como decia él—con una cabeza en el
medio, que habla visto un dia en la vidriera de una cigarrería de
la calle de Bandera, y costaba tres pesos.
¡Tres pesos! Una fortuna, una verdadera fortuna, siete veces su
semanal de cuarenta centavos que le daba su mamá al salir del
colejio! ¿Qué hacer? ¿Cómo podría seguir ese hueco blanco, solo,
en medio de toda una pajina de sellos?
Luisito acudió a un compañero que también tenia colección y le
espuso el horrible estado de la suya. "Yo telo conseguiré— le con-
testó el otro chico — «mira» te lo voi a conseguir de un tio mió que
escríbe en un diárío, y recibe cartas de todo el mundo y, ademas
de la China».
Luisito estaba visiblemente ajitado, sentia la cabeza abombada,
y un calorcillo fastidioso le hacia latir las sienes constantemente
Un inspector se acercó a él, lo miró un instante, le tocó la frente
con la mano, y no pudo menos de alarmarse.
— ¿Qué tiene usted, Luis? — le preguntó.
El chico le mostró su álbum, apuntando tristemente el hueco
blanco.
—¡Me falta un sello de Guatemala!
Pero momentos después, el niño era conducido a la cama y exa-
minado por el doctor. . . cuarenta grados de fiebre. . . podia ser ti-
fus . . podia no serlo. . . tal vez una infección. . . en fin, las dudas y
las incertidumbres de siempre.
Se acordó que no se avisaría a la casa hasta el dia siguiente, por
si la fiebre bajaba con algunas cápsulas convenientemente dis-
tribuidas de tres en tres horas.
Cuando Luisito quedó solo, tendido en su blanca camita de cole-
jial, y miró toda la sala, al travez de las cortinillas, solitario, sin un
solo compañero, sintió miedo. Pero mui luego el sello «azulito»,
el sello de Guatemala, llenó enteramente su afiebrada cabecita y
volvió a abrir el álbum para mirar ese hueco desesperante.
¡Tres pesosl ¿Seria muí difícil ganar tres pesos? ¿Tendrán tres
417
pesos en casa? ¡No haber nacido en Guatemala! ¡SI -hal niños en
Guatemala, deben ser mui felices con el sello azul, y tendrán mu-
chos sellos a tres pesos cada uno!
La fiebre apretaba, apretaba, y el colejial habia echado atrás la
cabeza y fijaba los ojos en el techo, viendo reproducirse millones
de-veces d sello azul.
Llegó la noche, y con la noche los colejiales, que ocuparon sus
camas, tosieron, dejaron caer los zapatos sobre el entablado y des-
pués se durmieron profundamente.
Uno solo velaba. Luisito no separaba los ojos del techo, delei-
tándose en esa loca abundancia de sellos azules. ¡Cómo tomar al-
guno!
Entraron al dormitorio el médico y un jesuita, y apartaron el
álbum de las manos del chico. El termómetro marcó cuarenta y un
grados. El doctor salió moviendo la cabeza^ remate obligado de
tantas curaciones!
Luisito deliraba. Con los ojos fijos en el techo, hablaba a media
voz con los ánjeles que revoloteaban al rededor de su cama.
Ellos lo llamaban desde lejos, haciéndole señales misteriosas, y
él les preguntaba si en el cielo hacian colecciones de sellos «di-
fíciles».
De repente, Luisito hizo un esfuerzo convulsivo y se incorporó
de un salto en la cama, alcanzó con la mano su blusa azul, colgada
de un perilla del catre, buscó en los bolsillos y sacó un lápiz. Apo-
yó el álbum sobre el mármol del lavatorio, pegado a la cama y
comenzó a escribir con el pulso tembloroso:
«Mamá cómpreme un sello de Guatemala en la cigarrería, cues-
ta tres pesos, yo se los pagaré cuando esté grande como mi papá
sino me lo compra me voi al cielo porque un ánjel me ha dicho
que allí no cuesta nada». .
De repente, Luisito fijó de nuevo los ojos en el techo, se le ilu-
minó la cara de risa y se dejó caer sobre la almohada.
Habia muerto el colejial, y a la mañana siguiente lloraba como
una loca, sobre la blanca camita, la señora Fernandez, que habia
adivinado la enfermedad de Luis en esa frase " no crea que estol
enfermo".
La primera salida de la viuda a la calle, lacrimosa aun y roja de
4iB
llorar, fué para comprar el sello azul y pegarlo en ese hueco, últi-
mo delirio del colejial.
Y cuando soñaba la morena, porque también era buena como su
hijo, y veia ánjeles, divisaba entre todos ellos a uno i^al a Luis,
con dos sellos azules en vez de las alas de plumas de los otros.
giS^
Un recuerdo a los ausentes
Ai«BGRBS y risueños están los días de la patria; brillante el bol,
fresca la brisa, azul el firmamento y abierto el horizonte. La
bandera flamea sobre las ciudades, como una querida enseña
^ de gloria, de recuerdos, de paz, de dicha y de tranquilidad. Al
amanecer, tos bronces tocan una diana vibrante y arrebata-
tadora que parece la voz de Kxcelsior de una juventud vigorosa que
se educa en los cuarteles; y al caer la tarde retumba el estampido
del cañón, como un trueno lejano de tempestades pasadas y de
homéricas borrascas.
La patria esta con nosotros, y nosotros dentro de su corazón.
Bajo su bandera desplegada al viento, nos estrechamos las manos,
todos los que hemos nacido en el mismo suelo, y nos reconoce-
mos hermanos y nos perdonamos las distancias y nos amamos con
altruista y jenerosa afección.
Pero hai un recuerdo que atraviesa ese firmamento azulado y
llega a posarse sobre el alero de nuestro hogar, como una golon-
drina huérfana que busca calor. Hai un recuerdo que parece un
suspiro lejano, venido con alas de seda desde mui remotas tierras,
para que se mezcle aquí con esta brisa fresca que hace flamear las
banderas» remecerse los copos blancos y morado? de las lilas y
despeinar los rizos de pelo de las muchachas que van a las fiestas.
Es el recuerdo de los chilenos ausentes, de los que no pueden
sentarse a nuestra mesa y acercar a sus labios la copa de vino, de
43 o
los que no pueden, como nosotros, derramarse por las calles, riendo
a carcajadas y lanzando vivas enérjicos y sonoros a la patria.
Hai muchos que han partido buscando*unos la fortuna, otros el
nombre, y los mas el pan de cada dia. Desterrados voluntarios
náufragos de la vida, galeotos amarrados al duro banco del trabajo;
han salido a bordo de un buque, ajitando hasta mui lejos sus pa-
ñuelos para enviar el último adiós a la patria.
¿Y después? Una noche, el viento estranjero que es inhospita-
lario y no habla nada al oido, ha arrancado una hoja del calendario
dejando esta leyenda: i8 dk setiembre.
¡Qué de recuerdos agolpados en un instante! ¡Qué cúmulo de
sensaciones fuertes y de estremecimientos del espíritul De un salto
queda a un lado el lecho revuelto por la fiebre, y la ventana se
abre de par en par. Allí está delante la nebulosa y ajitada Londres,
o el bullicioso infierno de Paris, coliseo en que se sigue arrojando
a los mártires del escándalo para que se los devoren las fieras de
la publicidad, anárquica confusión de elementos contradictorios
en que cada cual es indiferente y desconocido para el que vive a
su lado.
Allí está todo ese mundo que jira sobre su eje de siempre, sin
preocuparse un ardite de que apoyado en una ventana, haya un
viajero que llore de nostaljia y suspire de pena; allí está ese remo-
lino de vertijinosa marcha, que no puede oir lamentarse a los que
sufren, ni reir a los que se alegran.
Abierta esa ventana, entran otras brisas, que no son las que aquí
sentimos, pero en sus alas parecen ir los jérmenes de una reminis-
cencia de la patria. El ausente abre los ojos y dilatada y húmeda
la pupila, la fija en el espacio donde cree ver surjir su hogar, la
silla vacia que él ocupaba apegada a la mesa, y los seres queridos
dirijiendo hacia ella, de cuando en cuando, esa mirada que es un
recuerdo, un llamado, un deseo, casi una conversación.
Pensemos también en los compatriotas que van en la tripulación
de un buque mercante, bajo bandera inglesa, navegando en alta
mar. Apoyados en la borda, fija la vista sobre la estela blanca que
dqa el barco, creerán sentir entre el rumor del océano y los golpes
de la máquina, algo así como los acordes de una guitarra y el
acompasado tamboreo con que se preludut la oueca. Quizás, verán
4^1
surjir como una aparición ideal, la figura de la muchacha que ama-
ron, cuya mirada perseguian en el baile y cuyas veloces vueltas no
podian preveer.
Y pensemos finalmente, en el aventurero y nómade gañan que
ha partido a pie, con el saco al hombro, para buscar trabajo y riñas
en otras tierras. Pendenciero, provocador y soberbio, rodeado de
enemigos que lo odian porque lo temen, se emborrachará una vez
mas en nombre de la patria y caerá a la vuelta de una esquina in-
sultando al peruano al arjentino o al boliviano que le tocó el pun-
to flaco de su patria.
Esos son los ausentes, buenos unos, malos otros; pero chilenos
todos, y por ende hermanos nuestros. A todos ellos llegue un eco
de estas salvas, una racha de estas alegres brisas, un jirón tricolor
de estas altivas banderas, un destello de esos ojos que van por las
calles como luminarias encendidas.
Y por último, salgamos del Parpue Cousiño, donde en un dia
mas va a resonar la algazara de todo un pueblo que se divierte, y
corriendo apenas dos cuadras lleguemos hasta los muros rojos
custodiados por centinelas, qu^ guardan a los infortunados hijos
del crimen.
I/as pupilas dilatadas otras veces por el odio, están ahora vela-
das por las lágrimas; es el ansia de libertad que les llega con el vien-
to, la promesa de vida que les cae con el sol, la esperanza de per-
don que les revive con el estampido de esas salvas que anuncian
el gran dia de la patria.
Allí, al lado, apenas a un paso, están los antiguos amigos bai-
lando sobre la alfombra verde que la naturaleza les brinda. Allí
están ellas ..!
Recordemos a todos los chilenos que lejos de la patria o lejos de
la sociedad, se unen con todo su espíritu al júbilo de estos grandes
dias. Formemos al rededor del mundo una corriente magnética, y
así brillará mas el sol, se verán mas soberbias y altivas las bande-
ras y se deshielará con mas solemne pompa la diadema blanca de
los Andes.
¡Que no falte en la mesa mas modesta y humilde, en las fondas
mas apartadas, un recuerdo para los compatriotas ausentes!
lUüO UERHE
Lñ ñ60niñ
OuiEN haya sido niño alguna vez — que ya van siendo pocos —
y leido a Julio Verne, y soñado sobre las láminas de sus
libros y seguido con el corazón palpitante y el alma en un
hilo, los arriesgados viajes a los polos, al centro de la tierra,
a la luna y al fondo del mar, se habrá sentido conmovido al
leer la noticia de sus últimos momentos.
Naturalmente la imajinacion tiende a representarse en estos ins-
tantes al amigo de los muchachos de todo el orbe, emprendiendo
un último viaje mas arriesgado que los que ha descrito en sus li-
bros, y del cual no podremos tener láminas porque ya sus retinas
muertas y opacas no reflejarán nada del mundo esterior, cerrán-
dose para ver solo lo mucho que comienza a ajitarse y a bullir en
el mundo interno.
Nos lo figuramos en el «Nautilus», el largo cigarro de acero
que navegó veinte mil leguas debajo del mar. Revestido bajo la
estraña figura del capitán Nemo, apoyada en la mano su barba
blanca, y fijos los ojos a través de los gruesos cristales del subma-
rino, verá Verne en vez de las exóticas revelaciones del fondo del
mar, el paisaje ceniciento y frió de una agonia sin dolores pero con
angustias dd espíritu.
434
£1 buque avanza con velocidad silenciosa, en medio de rejiones
desconocidas. Hai también como en aquel misterioso viaje, el va-
por de las sombras, la atracción de lo ignoto, el silencio de la muer-
te. Quizá alcance a ver la moribunda vista de Veme, almas suspen-
didas en la atmósfera fria; errantes figuras de palidez cadavérica
buscando un sitio en que descansar de su larga fatiga; estrellas de
brillo confuso, alborando a lo lejos como tina sublime promesa
Aquellas veinte mil leguas que recorrió el «Nautilus», abrién-
dose paso entre jigantescas algas, y rosando con su bruñida super-
ficie de acero las escamas de los monstruos marinos, fueron eter-
namente largas, en medio del silencio^ de la oscuridad y del hielo
del mar. Pero este último viaje, que ya no con la fantasía sino con
sus potencias todas, emprende el anciano escritor, tiene su término
inmediato en un paraje lleno de luz, que ya no es sm Isla Misteriosa^
sino el conocido fin de las jornadas de la vida.
La muerte de Cánovas del Castillo conmovió a los estadistas, la de
Humberto, a todos los hombres de orden de la tierra; pero la de
Julio Verne tendrá profunda resonancia en la jeneracion de quince
años de todo el mundo.
¡Ai de los que no han sido niños! dijo un filósofo, ;Ai de los que
no han leído a Julio Verne, de los que no han soñado sobre sus
láminas, de los que no han vivido con sus personajes y de los que
no se han propuesto una sola vez en su vida hacer un viaje de es-
ploracion al centro del África!
Traducidos a todos los idiomas del mundo, incluso al chino y
aljapones, Julio Verne ha sido el iniciador de millares de inteli-
jencias jóvenes en los misterios déla ciencia. jCuántos hombres
de cuarenta años, apoyados en la baranda de la cubierta de un bu-
que, o balanceándose sobre la canastilla de un globo, o saltando
al áspero paso de un camello, enviados por un gobierno a espedi-
cionar o impulsados por el propio espíritu a conocer rejiones
nuevas, habrán tendido la vista al través de los años al libro de
Julio Verne, que por primera vez los hizo ambicionar la gloria de
esploradores!
Lñ CE6UERñ
Nuestros telegramas de ayer decian lo siguiente:
«^Paris, octubre 19 de 1901. — El eminente y popular novelista
425
Julio Verae ha quedado completamente ciego, de resultas de su anti-
gua afección a la vista.
Ksta noticia ha producido la mayor impresión en £uropa. Kn
esta capital, Londres y otras ciudades, se organizan suscriciones
en favor del ilustre literato, cuya situación es en estremo preca-
ria.»
No ha sido soberano^ ni estadista, ni jeneral; no ha sido cantan-
te famoso, ni eximio campeón de esgrima, ni inventor, ni sabio. Ni
siquiera ha sido uno de esos literatos, audaces innovadores, que
rompen el viejo molde, y vacian el metal fundido de su jenio, en
un marco de forma exótica y sin embargo bella.
No ha sido nada de eso Julio Verne, y, sin embargo, no hai una
sola ciudad del mundo, en que su nombre no sea querido de los
niños y recordado por los viejos con la grata fruición de los re-
cuerdos.
Verne ha sido un campeón de la fantasia, que ha atravesado los
espacios sin mas alas que las de un espíritu jovial y vivaz, y que se
ha internado en el fondo de la tierra, sin mas ariete que el de una
estraña potencia creadora de visiones científicas.
Verne no ha sido poeta, ni colorista, ni sicólogo. Para llegar
hasta la luna no ha subido por un rayo de luz plateada, anudado
en las nubes como una cinta de seda, encontrando a su paso ban-
dadas de ánjeles y oyendo coros celestiales. Nó: Verne va a la luna
dentro de una enorme bala, disparada por un cañón monstruoso, y
queda por fin su proyectil, jirando alrededor del astro de la no-
che, como envuelto por ese eterno movimiento de rotación y de
traslación.
Antes de que el Narval hubiera realmente bajado al fondo del
mar en Tolón, realizando así la soñada concepción del submarino,
Julio Verne habia recorrido veinte mil leguas de un maravilloso
viaje bajo las aguas del océano, en medio del silencio profundo de
esas honduras llenas de sombra y de misterio. Era el Nauiilus^ ese
buque constniído en los astilleros de la imajinacion, y el capitán
Ncmo su estraño piloto. Al través de los movibles cristales de las
aguas, se perfilaban sombras estrañas, siluetas fantásticas, tentá-
culos blandos y carnosos, algas y plantas marinas agrupadas en
bosques oscuros y silenciosos.
426
El cable nos comunica ahora la triste nueva de que Julio Veme
se ha cegado. Trabajo grande cuesta alaimajinacion. bajaralaudaz
esplorador del aire, tierra y mar, desde esas rejiones en que no
hai lazos, trabas ni ligaduras para la fantasia hasta la vereda de
su ciudad natal, donde, llevado por un lazarillo, irá encorbado,
triste y enfermo.
Pero, entretanto, al cerrar Julio Verne sus ojos al mundo esterior,
ha quedado a solas con su alma, y otro inmenso mundo se le ha
revelado por primera vez. Ha conocido él, cuando tenia ojos para
la luz, para el color y para los cuerpos, los viajes al través de la
atmósfera inconsútil, de las montañas escarpadas y del mar sin lí-
mites; comenzará hoi a conocer la peregmnacion de las almas por
los senderos estrechísimos de la dicha y por los anchos caminos
del dolor.
¡Cuántas almitas se sentirán conmovidas hoi por la ceguera de
ese maestro que las conducia velozmente de sueño en sueño y de
ilusión en ilusión!
Y pueda ser que así, como en la superficie de una laguna, una
piedra arrojada va formando ondas y círculos que llegan hasta la
orilla, llegue con estas líneas hasta el pobre ciego un estremeci-
miento cariñoso de tantos espíritus a quienes ha hecho calmar su
sed de sueños y de aveturas.
r>Qn eOn
oOo cOr> cQ>> cQo cOn cOn cOn eOn
T T T
Ueróí y su lecho óe muerte
LOS pueblos tienen su corazoncito, y a veces su corazonazo. . .
Hai pueblos que sienten el dolor y no lloran: Inglaterra al
lado del féretro de su reina es un simbolo pálido, sombrío, de
ojos desmesuradamente abiertos, pero mudo. Italia al lado
del lecho de Verdi es una mujer enlutada que llora a mares
con sus hermosos ojos negros y entrelaza sus manos con desespe-
rado dolor. . . Y sin embargo, cada uno de estos pueblos asiste ala
muerte de un trozo de su alma. Victoria encamaba para los ingle-
ses la sobriedad, la fuerza y la virtud de la raza; Verdi simboliza
para los italianos el arte, el amor y la luz del alma italiana.
El pueblo consternado, la reina Margarita condolida, una mu-
chedumbre que se agolpa a la puerta de la morada de su gran
músico, son elocuente testimonio de que con Verdi agoniza una
fibra del corazón italiano y se corta una cuerda sensible de su
alma.
Ya nos olvidábamos que Veidi era un hombre; al través de los
ojos de la fantasía, le veíamos ya idealizado por la gloria, tañendo
en una harpa de cuerdas de plata y rodeado de ese ambiente azul
con que se sueña el paraíso.
Forma ideal, purísima,
De la belleza eterna,
le veíamos desligado ya de las terrestres ligaduras, y vuelto de
nuevo A la juventud del espíritu y del cuerpo. Cuesta ahora volver
los ojos al lecho en que está recostada su blanquísima cabeza, y en
42»
que las manos inquietas por la fiebre, buscan un invisible tedadó
para dejar escrito en el pentagrama el último jeraido de su agonia.
Rotas en un rincón las cuerdas de su harpa, solitario y lleno de
polvo en otro, el órgano en que ha ensayado sus coros de peregri-
nos; mudas las trompetas de plata al travez de las cuales ha emi-
tido las sonoras armonías de sus marchas, y abierto el piano sobre
cuyas teclas de marfil han corrido sus manos en busca de delicio-
sas melodias, el maestro lucha con la muerte y defiende con todas
las fuerzas de su alma ese cuerpo que era una caja de música y ese
corazón que era una fuente inagotable de inspiraciones.
A cada instante se levanta un estremo de la cortina, y una ca-
beza de artista se asoma descubierta y clava los ojos en la mori-
bunda mirada del maestro. Ahí está él, el que ha iniciado en el
arte multitud de almas sedientas de armonia, el que bajo su batuta
ha hecho jemir los violines, estallar la orquesta en una esplosion
de alegría, o erizarse el cabello ante el grito de dolor de una mori-
bunda. ¡Ahí está Verdi! Y las cabezas de sus discípulos inclinadas
por el estupor, inmóviles por la pena, parecen querer escuchar lá
última nota y la última cadencia de esa arpa eólica, que solo el
viento italiano hacia vibrar.
Verdi llegará al cielo después de haber llegado allá sus himnos.
Y quizá cuando en el umbral espere el momento de traspasarlo,
reconozca en los coros anjélicos algunos de los suyos, y sienta
alas en sus espaldas y vuele a ponerse frente de ellos y a dirijirlos
trasformado en inconsúltil y celeste aparición.
Aquí ha llegado un hombre — dirán — que pasó por la tierra can-
tando y elevando a las almas a lo alto. Como las golondrinas ha
volado sin tocar el suelo, y sin rozar sus alas.
Y ocupará su trono vicino al sol como canta en lírico arrebatado
Radamés y pasará a ser símbolo del arte, forma ideal del senti-
miento, nota musical cristalizada en la gloria.
Italia elevará a Verdi un monumento análogo al que hizo en
bronce España, para Gayarre: un ánjel con una ala desplegada im-
pone silencio con su diestra, mientras aplica el oido al féretro a
ver si se escapa una última armonia de su espíritu.
r2S r2S
U - HUHS - CññH6
Li - Hung - Chang se muere.
Asi lo dicen los telegramas de hoi, evocando con ese solo
nombre, toda la historia del complicado drama de la China
Tendido en un lecho bajo sobrecama de seda amarilla y
grandes pájaros de un azul intenso, está el viejo chino, con
stis párpados alargados velando las pupilas vidriosas y moribun-
das. Sueña. Enervado por esa embriaguez agónica de los últimos
momentos, no siente los pasos de sus fieles servidores que se arras-
tran silenciosamente con sus zapatillas de lana, y parecen en torno
del lecho, con los rostros flacos, alargados, estupidos, grandes la-
g^artos que han salido de sus cuevas a tomar el sol.
Li-Hung-Chang vuela en su imajinacion asiática, abultada por
el opio, hacia las rej iones donde los misioneros cristianos le han
dicho, muchas veces, que está el descanso eterno.
Vé mucha luz en torno suyo, una luz intensa, azulada, maravi-
llosamente azulada. Desaparece mui lejos el amarillento paisaje de
su tierra, con su pálido color de acuarela sucia; se vé como línea
de tinta china, disipada con la distancia esa gran muralla qne ha
altado d mundo; y se hunde en la sombra de esa noche eterna el
rumor de ese ejército internacional, que ha profanado a la sagrada
China, desgarrándole el corazón y dejando esfumarse en el aire su
^píritu.
430
En seguida, el moribundo vé que la luz azul, se hace mas inten-
sa, hasta obligarle a cerrar sus ojos. Alguien murmura a su oido
que es. la rejion de que han hablado los misioneros cristianos, y
Li-Hung-Chang pretende entrar. Pero una espada de acero que
brilla a la luz como una ascua encendida, se le atraviesa a su paso.
— Yo soi la Europa — le dice una voz plateada — yo soi la Europa
que te persigue hasta después de la muerte. Al cielo solo llegan
las potencias de primer orden. . .
— ¿Y yo dónde me voi?
— Al seno de Ahraham.
Y Li-Hung-Chang se estremece de ira, sobre su lecho de muerte
bajo el baldaquín con grandes cortinajes, entre los cuales asoman
las cabezas de lagarto de sus servidores anonadados.
La Europa! El la conoce, la ha estudiado, la ha observado con
la felonía silenciosa de un buen chino. Es mala, injusta, corrom-
pida, mezquina, viciosa, hipócrita, mercantil y ruin. Ha clavado
sus zarpas en la China, como las dava un buitre, en la débil presa
cojida en un palomar. Ha esperado la ocasión de las discusiones
intestinas, ha mirado todo lo que pasaba dentro del palacio impe-
rial por las cerraduras de las puertas, como observan los lacayos,
y ha descargado, en fin, sus masas de ejército, juntando cinco
naciones para vencer una sola.
Y Li-Hung-Chang, lanza un jemido débil. Las cortmas del bal-
daquin se abren, y las cabezas de lagarto de sus ssryidores se
acercan en actitud interrogativa. Alguien le deja escurrir en sus
labios un liquido, una viejísima droga, conservada durante tres si-
glos en una ampolleta de porcelana blanca, con signos y dibujos
dorados.
Pero de nuevo se siente lanzado en un vuelo loco, a ese espacio
inconmensurable, donde nota la fantasía calenturienta de los mo-
ribundos. Hasta allí llega, apagado como una lejana armonía, el
rumor del viento que azota en su jardin las campanillas de plata,
arrancando una melodía quejumbrosa y vaga. Allí ve dibujarse en
el espacio, jigantesca, enorme, colosal, la figura pálida de la Gran
China.
jLa China! Nadie la conoce como él. Es una gran araña, que
durante muchos años ha bordado una tela con hilos finísimos, re-
_Í2Í_
cojiéndose después en el centro de ella para vivir de su pasado
envuelta en una atmósfera de opio que hace soñar con imájenes
pálidas. Ella ha descubierto la pólvora para que después los euro-
peos la destrozaran con ella y la hicieran empaparse en sangre,
Ella ha descubierto la imprenta, para que después la Europa predi-
cara en ella la cruzada que ha capitaneado Waldersee. Ella ha ela-.
horado la seda, la porcelana, el marfil, para que la Europa sintiera
despertarse su insaciable codicia; y resolviera devorarla. Durante
muchos años logró ocultar la Gran China, envolviéndose en el
misterio que era un trono devorado por la carcoma de los siglos,
hasta que el tacón brutal de los ingleses, hizo saltar un pedazo de
corteza, tras del cual saltaron otros y otros.
Y el moribundo da un nuevo salto sobre su lecho, y se arrebuja
con la sobrecama de seda amarilla, ornada con pájaros de un azul
intenso, porque siente frió, un horrible frío.
Quiere pedir a sus fieles servidores que llenen la estancia con el
humo ceniciento del opio, para morir como debe morir un buen
chino: soñando imájenes dulces y placeres livianos.
Pero no puede hablar, porque ya los labios no obedecen. Y levan-
tando entonces su cabeza para mirar todo aquello que deja para
siempre, vuelve a dejarla caer con la pesadez del sueño eterno.
Las pesadas cortinas de seda del baldaquín, se juntan silencio-
samente. Y una voz fúnebre recorre las estancias*
— Li-Hung-Chang, el último chino, se muere.
No de otra manera murió Boabdil, el último moro.
s^s^
UICTORIñ
HACIA muchos años que el cable no trasmitía por el mundo,
noticia mas sensacional que la enfermedad y agonía de Vic-
toria, la reina de Inglaterra, Sesenta años del mas glorioso
reinado del siglo, sesenta años del mas firme y esplendoroso
poderío, forman a la reina Victoria un altísimo trono que casi
tiene nubes por dosel.
Sobre la frente de la augusta soberana irradian las glorias ¿e la
vieja Inglaterra; vela echado a sus pies el león británico, llegan
hasta su trono los vítores de triunfo lanzados desde los confines
de la tierra, y una música celestial se difunde en torno suyo con las
majestuosas y graves notas del God save the queen.
Mas que virtuosa y augusta soberana de im gran pueblo, Victo-
ria es el alma de Inglaterra encamada en el cuerpo de su reina;
son las glorias de una nación, simbolizadas en un espíritu; son las
conquistas de un siglo colocadas bajo la éjida de una mujer.
Y superior a la humana frajilidad, superior a la contextura débil
de sexo, ha sido durante sesenta años, conductora de los mas gran-
des destinos de su pueblo, lumbrera de una raza y reina de un
siglo.
Jamas testa alguna coronada ha sentado su trono en mas firmes
cimientos y ha levantado su cetro a mas soberana altura. Un pue-
blo laborioso, un aguerrido ejército, una invencible escuadra, una
434
nobleza leal; he ahí los puntos de apoyo del primer trono de la
Europa, he ahí también las fuentes de gloria de la primera poten-
cia del mundo.
¿Habrá rincón del globo donde no se hp.ya visto ñamear al vien-
to la bandera de Inglaterra, y oido lanzar al espacio un viva a su
reina?
En medio del brillante apojeo de la gran nación, e^i medio de su
cielo de gloria, azulado y sereno, algunas nubes han venido a en-
toldar el horizonte. Victoria de pie sobre la cubierta de su nave,
ha palidecido mirando a lo lejos desencadenarse la tormenta. . ..Ha
visto llena de mortales inquietudes partir a sus ejércitos, ha sopor-
tado con dolorosa entereza las traiciones de la suerte y ha llorado
como mujer y como reina sobre la tumba de sus soldados Las
lágrimas de la anciana y augusta reina, han pesado en la misterio-
sa balanza que rije los destinos de los pueblos, y el pabellón de In-
glaterra ha vuelto a erguirse sobre el suelo africano, chorreando
sangre, pero orgulloso siempre.
En la noche de la guerra, noche oscura en que no luce en el es-
pacio ni una estrella, la reina de Inglaterra ha velado ansiosa en la
cubierta de su nave, escuchando a lo lejos el apagado rumor de las
batallas y orando a Dios por los destinos de su pueblo. De repente
ha visto suijir del mar las gloriosas naves hundidas en Trafalgar,
y Nelson, el héroe del siglo ha surjido envuelto en el pabellón
británico y ha hecho misteriosas señales a la augusta soberana. Y
Victoria ha comprendido que se acercaba su fin y en medio del
relijioso silencio de su pueblo ha inclinado la nevada cabeza sobre el
pecho.
El mundo entero ha suspendido un momento su marcha, para
ser mudo y respetuoso testigo de la agohia de la reina de Ingla-
terra y un estremecimiento eléctrico, ha llevado por el cable a todos
los confines del mundo su nombre glorioso.
Mas que tristeza, ha sido estupor y asombro el que ha conmo-
vido a los pueblos. Sesenta años de reinado hablan hecho creer in-
mortal a Victoria, y casi habia desaparecido la mujer para quedar
el símbolo inmaterial del cetro de Inglaterra.
La reina no pasará ahora a la Historia, habia pasado ya con el
siglo que acaba de cerrarse.
435
En estos solemnes momentos en que Inglaterra está llena de
nerviosa ansiedad, rodeando el lecho de muerte de su soberana,
los estandartes ensangrentados del ejército del Transvaal se han
abatido hasta tocar el suelo con sus astas, las naves de la China se
han estremecido bajo el pabellón británico, las tropas de la India
han descubierto al sol sus rostros tostados, los cañones de Jibral-
tar han tronado al caer la tarde, el pueblo del Canadá ha corrido
ner\áosamente a las puertas del palacio de gobierno y en todos los
puertos del mundo ha habido alguna bandera melancólicamente
abatida sobre el trinquete de una nave.
Ya no son serenas voces, que llenas de felicidad saludan a su
reina, las que cantan con apagado clamor de plegaria el God save
THK QUEEN. Es la súplica de un gran puelo que quiere retener so-
bre su trono a una gran reina.
LUCHñS GECLñSES
ALCANFORES Y CRISANTEMOS
NO vamos a trazar uno de esos cuadros otoñales con matices
descoloridos de japonerias traducidas del francés, a que tan
aficionados se ponen nuestros literatos delante de los hermo-
sos y elegantes alcanfores cultivados con el mas refinado
artificio de los jardineros modernos. Nó; no caeremos noso-
tros en esas mezclas híbridas en que se injertan orquídeas en copi-
hues, crisantemos en cardenales y camelias en coliflores. Sabemos
que de ellas no resulta, como pudiera creerse, una flor nueva,
hermosa, orijinal, mitad japonesa, mitad chilena; sino la inevitable
semilla del cardo que vuela sin rumbo fijo y va mas lejos a sem-
brar en buen terreno la yerba mala.
No sabemos ni cómo ni cuándo vino del Japón, modestamente,
sin resonancias, sin crónicas de Lemaitre, ni de Houssaye, ni de
Fran9ois de Nion, la forma natural, sencilla y casi anónima dd hoi
bullicioso crisantemo.
Llegó y supo aclimatarse bajo nuestro cielo, siguiendo segura-
mente con la inconsciencia de una flor, el refrán español que en-
cierra como en un evanjelio pequeño y vulgar el gran principio de
tolerancia social: en la tierra a que fueres, haz lo que vieres.
438
Miró a su lado el primer crisantemo y vio a los cardenales redu-
cidos a una forma modesta y limitada, a las rosas encerradas con
todo su aroma y lozania en un vaso de pétalos relativamente pe-
queño, y aun a las mujeres bellas, graciosas, intelijentes, con una
estatura diminuta y moderada, y resolvió entonces contener las
fuerzas de su savia y amoldarse a esa lei fundamental de la flora
chilena: ñores pequeñas; pero abundantes.
Y entonces el crisantemo japones enorme como una erizada
cabeza de bacante, se deshizo en cien flores pequeñas, livianas, ale-
gres, que florecieron bajo el sol chileno y se multiplicaron dentro
de las cercas de coligues de los pequeños jardines, bajo el nombre
de alcanfores.
El crisantemo traia la teoría francesa de la familia; un solo hijo;
pero al llegar a Chile se vio obligado a adoptar la teoría chilena:
todos los que Dios mande. Mui pronto pudo convencerse la flor
japonesa de que en Chile, el sol, la luz y el aire, ni se tasan, ni tie-
nen límite alguno: miéxjtras mas flores mejor.
I^a lucha de clases, tan cruda y ardiente en la sociedad de los
hombres, ni existe ni puede existir en la de la flores. Si una mano
de artista reúne en un solo ramo, flores de trébol, de yuyo, de aca-
cia, de rábano y de cedrón, modestas y humildísimas flores criadas
a todo sol y a todo viento, ningún ojo habituado a descubrir la
belleza al través del mas tosco vaso, dejará de reconocer que es
bello el ramillete y de sentir, al aspirar su perfume, una grata emo-
ción. Pero si alguien osa mezclar esas sencillas flores en un ramo
de rosas, jazmines, azahares y lilas, la mano mas delicada, mas
sensible y mas piadosa, se verá obligada a arrojarlas lejos al esta-
blecer la cruel comparación entre los pétalos brillantes y aterciope-
lados de las unas, y las sutiles y delicadas hojitas de las otras.
Si las mujeres hermosas que han nacido pobres 3' humildes se
juntaran entre sí, se agruparan entre sí y no buscaran mas altas
ramas para colgar su nido; no tendrían tarde o temprano que sen-
tir en su pecho esa ansia venenosa de envolverse con sedas y ador-
narse con joyas. Sin la comparación, no existe la lucha de clases;
y como nadie, tratándose de flores, se atreve a revolver las senci-
llas del campo con las artificiosas de los jardines, aun no ha naci-
do el socialismo en la jardinería.
439
wSin embargo, hemos creído ver en la ufanía con que los nuevos
crisantemos se alzan solitarios sobre una sola vara, cierto despre-
cio nial disimulado hacia los fecundos y desparramados alcanfores
chilenos. El crisantemo japones, cultivado con el egoísmo de una
sola flor, es un símbolo artístico llamado para la orla y el cartel de
ndamr, pero el alcanfor de abundantes y pequeñas flores, es el me-
jor ornato para las canastillas de alambre o para las estendidas
piezas de cristal y bronce.
Harán los crisantemos su paseo triunfal por los jardines, con-
quistando adepto.% y recorriendo un camino bordado con los ribe-
tes de oro y nácar de una literatura enfermiza \' amarillenta. Pero
hiego la moda que adoró las orquídeas para olvidarlas pronto,
echará también a un lado las enormes corolas amarillas, asalmona-
das y blancas.
Y nadie, entre tanto, dejara de seguir encontrando bellos los
pequeños alcanfores que son lejítiniu y espontáneo fruto de una
tierra joven.
víf vi?
1.".
\
iü^s^ll^
/
mmpoñmoR
EN los tiempos pasados, existían los filósofos. Eran hombres
adustos, graves, que se creian llamados a grandes destinos,
que amargaban la vida de los demás con sus sentencias y
que terminaban sus dias bebiendo un vaso de cicuta por or-
den superior.
Hoi que lo trascendental va desapareciendo, y que flota como una
niebla azuleja que lo envuelve todo, un vago escepticismo, una
embriaguez del alma y im cansancio del espíritu, los filósofos vis-
ten frac y guante blanco, se deslizan entre las parejas que danzan y
.apenas se les conoce la filosofía en cierta irónica sonrisa que llevan
estereotipada entre los labios.
Si los propagandistas y misioneros han necesitado revestir de
modernísimas y tentadoras formas, las austeras palabras de la fé;
si la ciencia para llegar al pueblo ha tenido que salir de los gabi-
netes y ataviarse con deslumbradora poesía; si la farmacia ha nece-
sitado de los comprimidos y de las tabletas para no hacer odiosas
sus fórmulas; la filosofía llamó en el siglo que acaba de pasar, a
Cámpoamor para que la condensara en sus doloras > la hiciera
entender hasta de las almas femeninas.
Y Cámpoamor surjió en un pueblo en que el espíritu tiende a los
estremos, ennegreciendo ya la vida con criterio fatalista, o ya can-
tándola con inspirado y lírico acento, y sentándose en el fiel de la
balanza ypulsardo uní* lira de finísimas cuerdas, anunció su ¡le-
grada con esa frase que pudo ser bandera de su vitis y programa
de su jenio:
En este mundo traidor
nada es verdad o mentira;
todo se vé del color
del cristal con que se mira.
Y enseñó Canipoamor una risueña, real y despreocupada filoso-
fia; y la eiicer.ó en el frájil vaso de sus doloras, como se encierra
la esencia de rosa, para que el aire no la desvanezca.
El escepticismo de Campoamor es vago, lánguido, sonriente casi-
no cierra horizontes, no ennegrece espíritus, no anubla las con-
ciencias, no per\nerte los corazones; deshoja las rosas como Ofelia
y se rie como Hámlet.
Allí está aquella dolora que comienza:
Queriendo un rci discutir
Las creencias, llama jente
De Ocaso, Sur, Norte, Oriente.
Tanto, que puedo decir
Que está allí el mundo presente.
Pasan ante Ir. vista del rei, la belleza la gloria, la justicia, la vir-
tud y la relijion y termina así:
Calló, y a una cortesia
que hÍ7,o al pueblo el rei, de pié;
todo el concurso aquel dia
creyendo lo que creia,
por donde hc vino se fué.
Y allí está el alma de Campoamor, constituida especialmente
para el contraste, para el examen, para el desfile, para el desequi-
libro desesperante de la vida, para la movilidad de las opiniones,
para la filosofía de la humanidad en una palabra. Allí está el es-
píritu que convierte en una imájen de Maria, la abandonada efijie
de una Venus, el mismo que oye las opiniones de la multitud
443
viendo el paso del féretro de una niña, y el mismo que burlona-
mente pone a Heráclito frente a Demócrito y con un a leve ironia
escucha el llanto del uno y la risa del otro.
Campoamor que era ya mas un recuerdo que una realidad, no
pudo mantener su sonrisa escéptica ante los males de su patria, e
impotente para encerrar en una última y suprema dolora las angus-
tias de España, se alejó de una tierra en que ya las heridas eran
tan grandes que toda la fisolofia del mundo habria sido poca para
contemplarlas sin tortura.
Por lo demás Campoamor habia esperado la muerte a pié firme,
como el soldado veterano que no pierde el paso, sonriéndose ya
desde antes y encojiendo sus hombros sobre el dia en que le toca-
rá el último viaje:
Piensa con ojos serenos
Cómo y cuándo morirás;
Que siendo el morir lo mas,
El cómo y cuándo es lo menos.
A Campoamor debia erijírsile un monumento análogo al que se
levantó en París a Guy de Maupassant; su estatua arriba, y a sus
pies una mujer hermosa y elegante que ha dejado caer el libro de
las doloras sobre su falda y ha entornado los ojos para pensar . .
Ha muerto un poeta y un prosista; se ha cortado también un
vinculo intelectual entre España y América.
lOHn pnBER
NuRBMBBRG i6.— Hoi falle-
ció en esta ciudad el famoso
industrial Mr. John Faber, fa-
bricante de lápices.
Difícilmente habrá muerte alguna de estadista, sabio, literato o
soldado, que tenga mayor resonancia que la que indudable-
mente puede tener la de Faber. La plombagina de cincuenta
mil millones de lápices esparcidos por todo el mundo, se ha
estremecido ante la infausta noticia. Los lápices Faber nú-
mero I, que son los mas sensibles, han teñido en el papel mas ne-
gro que nunca, trazando veidederas orlas fúnebres.
¿Quién no se ha detenido muchas veces pensativo, con el lápiz
entre los labios, en el momento de escribir, acudiendo a leer por
centéciraa vez la marca John Faber núm, 2, y encariñándose con
esos signos dorados impresos en el estremo?
¡Los lápices! Los primeros que se toman en la vida, son los lla-
mados «de piedra», para trazar sobre la pizarra las cantidades y
aprenderlas a leen unidad, decena, centena, unidad de mil, decena
de mil, centena de mil, unidad de millón. . .;Y pensar que después,
a medida que se crece, se van olvidando las unidades de millón y
borrándose las decenas de mil, y quedando en la memoria en el
44^
bolsillo las simples unidades y decenas, y solo allá por los días de
pago, las centenas!
Desde el diplomático que traza el borrador de un protocolo en
que salen las partes contratantes^ basta el mas modesto cabo de escua-
dra que encabeza su misiva con la acostumbrada fórmula: «negra
de mi alma«, todo el mundo necesita del lápiz: el rico para sumar
lo que tiene, el pobre para sumar lo que necesita tener.
Se pide un lápiz como se pide un fósforo, un cigarro, un cara-
melo. Está perfectamente admitido por el uso, que el que no tiene
un lápiz, lo pueda pedir prestado y después hacerse el distraído y
metérselo en el propio bolsillo.
Faber dedicó su vida a fabricar lápices, así como otros se dedi-
can a comer, a pronunciar discursos, a ser ministros o a tener fa-
milia. A fuerza de colocar su nombre en cada lápiz, en cada pa-
quete, en cada caja, habrá muchos que ignoren quien fué Gladstone
pero mu i pocos ignorarán quien fué Fiber, Lo que prueba que mu-
chísimas personalidades que andan por ahí, no se fundan en
propios méritos, sino en la debilidad de los tímpanos ajenos.
A fueza de leer en las crónicas de los diarios: el señor X., distin-
guido publicista; el señor J, hijienista estraordinarío; el señor N.,
representante europeo, llega un momento en que los tímpanos ya
no separan a X. ni a J. ni a N. de sus respectivos epítetos, y todo
es que le digan a uno: «¿conoce usted a N.?» para que se responda
al instante: ¡quién no lo conoce! lis una reputación europea».
Faber es un rei de la industria, como lo es Rodgers, el de los cu-
chillos, Amstrong, el de los cañones y Scott, el de la emulsión. Indi-
viduos humildes que no han podido perforar esa costra de la indi-
ferencia, por el lado de la ciencia, -de la política o de la sangre, han
trepado por sus chimeneas y han mirado desde allí hacia abajo las
cúpulas de los palacios y los monumentos de los héroes. Y así co-
mo el carbón de piedra que encienden en sus hornos, se va una
parte en humo, y deja otra en fuego y calor; así estos soberanos de
la industrja gastan sus fuerzas y sus enerjias en el molejón del tra-
bajo, pero dejan el residuo de esas fuerzas, en reluciente oro que
se amontona á sus pies.
Faber hal)ia ideado no solo el lápiz plebeyo, sino ademas el lápiz
artístico. Ya era una llave que, merced a un tornillo alargaba la
447
punta de plombagina, ya era un revólver para escribir con el cual ha-
bía que apretar un gatillo, ya era una jeringuilla liipodérmica, ya
una bala, ya un tirabuzón.
Es indudable que en su testamento ha dejado establecido que el
ataúd que debe contener sus restos, será una caja cilindrica que
imite un lápiz jigantesco. En el estremo llevará esta inscripción:
Faber núm, /, para distinguirlo de sus tres hijos, que son Faber 2,
374-
Si el fabricante de lápices no fué creyente, pudo trazarse con su
ataud-lápiz, antes de meterlo en el nicho, una gran interrogación
que signifique lo que se pregunta Becquer
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿V^uela el alma al cielo?
¿Todo es vil materia
Podredumbre y cieno?
síP vÍ7
Un drama del mar
perpetuaóo en un reloj
SIMPÁTICO y siempre elocuente obsequio, es el de un reloj. Co-
locado sobre la mesa de escritorio, parece un ser vivo que
repite en cada tic-tac el recuerdo cariñoso de la persona que
lo ofrendó. Acompañando hora a hora y dia a dia en el peque-
ño bolsillo del chaleco, es un compañero que marca el tiempo
limita el trabajo y encauza la esperanza.
Quien espera, desespera— dice el refrán — pero quien al esperar
mira, correr sobre la esfera de porcelana los punteros, no perma-
nece indeciso sin saber si lo que pasa son minutos que parecen
sfglos o siglos que parecen minutos.
Todo esto hemos pensado al leer un corto párrafo de la prensa
de Punta Arenas.
Don José Leoni^ capitán del vapor Elenas de la matrícula de ese
puerto, ha recibido en medio de su ruda labor de marinero, un
lindísimo reloj de oro, encerrado en un estuche postal con estam-
pillas de un lejano pais.
El reloj, a fuerza de venir viajando, tenia inmovilizada la cuer-
da y no señalaba hora alguna. Era, al parecer, un reloj mudo, casi
un mensajero como aquellos esclavos negros que ni oian ni habla-
ban y que las Cleopatras de otros tiempos solian mandar en busca
de aventuras estrañas.
1.° DEnOUIEfnBRE
DURANTE trescientos sesenta y cinco dias nos ocupamos de la
vida; vale, pues la pena que dediquemos uno solo a los
muertos. Ellos nos piden en el primer dia de noviembre, un
recuerdo que puede cristalizarse en una plegaria, en una co-
rona de rosas o en una visita a la calada reja de sus tumbas.
En medio de este incesante cinematógrafo de la vida que se desa-
rrolla con la rapidez de relámpagos consecutivos, asoman hoi los
rostros pálidos y desencajados de los deudos ausentes que parecen
pedimos algo al través de sus labios inmóviles y descoloridos.
Es menester detenerse en la jornada, volver hacia atrás la vista
y contar el número de los que han desertado en silencio. No han
sido paladines que se han marchado como en los tiempos antiguos,
con la espada en la mano y ondeando sobre el casco la alba pluma;
han sido oscuros soldados de esta batalla silenciosa, peregrinos de
los estrechos senderos del dolor, errantes esploradores de la vida.
Han partido como se va la hoja seca llevada por el viento; y al
dar vueltas la cabeza, ya no hemos visto de ellos sino la huella de
su paso, y el último eco de su voz.
Necesitamos, pues, poner atento oido a las voces misteriosas que
454
hoi cruzan el aire con invisibles alas, y contestar a sus súplicas
con un recuerdo, con una plegaria, con una corona de rosa^
blancas
T '«• TI*
En todas las casas de los barrios apartados donde la baratura
del terreno permite tener jardines y huertos; en las quintas veci-
nas a Santiago, donde florecen los rosales a ambos lados del pa-
rrón de desnudos sarmientos; en las fincas y chacras que a todos
los lados de esta ciudad, van encadenándose entre alamedas y cer-
cas de espino; se nota un movimiento inusitado que ajtta las pun-
zantes ramas de las rosas, destroza los cardenales y arrastra des-
piadadamente con los juncos.
Es que ha llegado el dia en que los vivos se acuerdan de lo^
muertos; y las rosas blancas caen en menuda lluvia de pétalos ti-
bios y delicados, sobre la reja de hierro o la lápida de mármol.
Todavía no se desprenden las últimas flores rosadas del durazno,
ni desaparece el sello malancólico que deja sobre los huertos el
otoño. Kn cambio un hálito de vida, se derrama por la alfombra
verde, trepa por las tapias v prende él rosetón de musgo hasta en
el tronco seco destinado a la fogata.
Toda la exuberancia de botones que estalla en el rosal, está des-
tinada a formar la guirnalda, las cruces, los corazones y los rami-
lletes, que simbolizando recuerdos o esperanzas van a caer sobre
las tumbas.
También se vé en esta ofrenda, la lucha de las clases, la diferen-
cia de las fortunas; de la corona de flores dobles y perfumadas, a
la pequeña guirnalda de papel encarrujado, va mas di.stancia que
desde el templete ejipcio, griego o indio, de bronce y mármol, hasta
la simple cruz de álamo plantada sobre el suelo.
4. .§. 4.
Todos los años, cuando la ciudad entera se levanta con bulli-
ciosa algazara a llevar flores a los muertos, nos acordamos de ese
enorme cementerio del mar.
455
En las noches calladas, han descendido por la borda de los bu-
ques, deslizados con una cuerda y envueltos en su bandera, los
tripulantes, los viajeros y los esploradores, que han muerto a mi-
liares de lejj^uas de su patria.
¿Quién podria fijar el sitio en que reposan hoi sus restos? ¿Quién
podría plantar una cruz sobre esas ondas enteramente movidas?
Los náufragos no tienen el consuelo de las coronas, de las cru-
ces, ni de los epitafios. Cuando llega la noche del i.° de noviembre,
>ale la luna y deja caer sobre las olas una corona plateada que pro-
yecta hasta el fondo del mar su tibia y azulada claridgd. Talvez
entonces, allá en lo mas profundo de esa soledad tenebrosa, se es-
ireniecerán los huesos y entreverán a lo lejos u la esperanza celeste
y divma.
El acorazado de carne
"Vale la pena de rendir este homenaje a una verdad que
debia ser familiar y que representa para la arjentina mas
que una escuadra en el mar, mis que un arsenal y un ejér-
cito en tierra: el soldado chileno es un ser moral e inielfc-
iualmente inferior lo forma el roto, producto^ étnico de
baja estraccion, dejenerado por la consanguinidad en la
especie y por el abuso de toaos lo vicios. El roto es inven-
cthlemente un ebrio consuetudinario antes de llegar a los
veinte años
Kl soldado inconsiente puede ir con bravura a la refrie-
ga; pero si espera morder en blando y siente que hai . ries-
go de dejar los dientes, se acobarda con igual facilidad
De allí saldrán, sin duda, hordas mas o menos jermani-
zadas; pero no lejiones de hombres movidos por la con-
ciencia del deber, que es invencible, por ideas de abnega-
ción, por ambiciones altas. — (De El Diario de Buenos
Airtrs).
EN la enorme polvareda levantada poi la prensa bonaerense,
han sobresalido los chispazos de El Diario, chispazos que
brotan del pedernal de la vanidad arjentina, herida por el
acero de unos dcstroyers que no son suyos. Chispas que nada
duran ni nada encienden; que ni siquiera levantan ampollas
sobre la piel, que se las lleva el viento y las apaga carbonizándo-
las; pero que, en fin, son chispas arrojadas por ese soberano des-
precio que finje para nosotros el epíritu bonaerense.
No vamos a gastar calor porque se diga que el soldado chileno
es un ser moral e intelectualmente inferior. Esta esuna declaración
45^
escrita; y bien sabido es que no se pniebael nivel moral de un
soldado, con derramamientos de tinta Stephen, sino de sangre roja.
No son tampoco los puntos de la pluma de acero los que pueden
ir a probar el empuje de los pechos, el ardor de los espíritus y la
fuerza de los brazos. Hai otros puntos mhs fuertes, mas agudos,
mas vigorosos, mas cortantes, que pueden barrer con trincheras de
carne, detener avalanchas humanas, ensartar las coronas de triunfo
y brillar al sol como diamantes de oro.
Es verdad que representaría para la Arjentina mas que una es
cuadra, saber que ese roto, * producto étnico de baja estraccion», no
era el fiero y valeroso guardador del suelo chileno, que fecunda
con su sudor la tierra y vela incansable por la paz.
Es verdad. . . Pero inútil será que se le' rebaje de nivel en las ca-
rillas de un periodista que no le conoce; porque volverá a subir él,
en las carillas del historiador que le juzga.
No es un desconocido para nadie. Tiene su lej^enda larga, f|ue
brilla como una patena al sol, su larga tradición que es un himno
de trabajo, su epopeya triunfal que está recamada con la .seda de
los estandartes enemigos, hollinada con el humo de las batallas,
teñida en sangre, empapada en sudor, escrita en hojas de acero.
Decir del roto que es ebrio, es como juzgar a Napoleón I. di-
ciendo que no era aficionado a la nuisica.
Conocerán probablemente los redactores de El Díovíq una pe-
queña zarzuela representada en los teatros por secciones de Bue-
nos Aires, y últimamente en Santiago por una tiple recien ligada
Se llama El Tio de Alcalá, En ella figura una nuichacha sola en el
mundo, que habita un piso alto, cose para ganarse la vida y vela
incansable por su honra inmaculada.
Hai muchos antropófagos de veinte años que la cercan, que osan
hablarla y que suelen asomar de pronto su cabeza por la puerta
entreabierta. I^a muchacha ha desconfiado de sus fuerzas, y resuel-
lo buscarse una defensa, Un tio suyo, que ha estado a verla hace
tiempo, dej() olvidado tras de una puerta un enorme garrote, que
usaba como bastón, y un sombrerazo, que abandonó por viejo. La
chica cuelga estas prendas en una percha, y cuando entra im galán
lleno de frases ardorosas en los labios, se pone ella los dedos so-
bre los suyos y le dice:
459
— Chitl... No despierte usted a mi tio que duerme al otro lado
de la cortina.
Y asi va pasando la vida, colgado siempre el bastón, durmiendo
siempre el tio y bajando en puntillas los galanes.
Hace tiempo que fuimos nosotros en compañía del roto a librar
unas batallas de que puede dar testimonio fidedigno don Roque
Saenz Peña. Las ganamos y nos volvimos. Temerosos de que al-
guien nos molestara sabiendo que el roto tenia que marcharse a su
trabajo, dgamos colgado en una percha el corvo.
Y asi ha ido pasando el tiempo, colgado siempre el corvo, tra-
bajando siempre el roto y descendiendo en puntillas los vecinos.
¿Creen los redactores de El Diario que los pretendientes de la
muchacha aquélla le tendrían rabia al tio de Alcalá?
Pues, tomen nota en este caso, de que nosotros nos esplicamos
perfectamente su mala voluntad al roto.
En cambio, ¿quién es él? Valeroso, fuerte, dócil, paciente, hábil,
no cuenta el tiempo para el trabajo, ni mide las dificultades para
el combate. Sale el sol y está inclinado sobre la tierra; su espalda
humea bajo el fuego del dia; su rostro se enciende por el sudor
que arde sobre la piel tostada; se hinchan los brazos con el esfuer-
zo de la barreta; y el pecho late como el caldero de una máquina
que se fuerza hasta estallar.
Cruza las distancias como incansable aventurero. El rifle no le
pesa sobre el hombro, y el cansancio no le cierra los labios con el
mntismo del aniquilamiento. Habla y canta, insulta y amenaza;
pero no es fanfarrón... ¡Bien sabe el Morro de Arica que no es
fanfarrón!
Si es máquina de trabajo es también máquina de guerra. No ne-
cesitamos ir a comprarle en los astilleros de Armstrong: el roto es
acorazado, que se hace solo en Chile. La carne de su pecho es
acero que mana sangre, hierro que siente, coraza que palpita.
Para ponerlo de pié no necesitamos tocar \o% fondos de la con-
versión. Cuando mucho es necesario que en las puertas de los
cuarteles se toque zafarrancho.
Bien sabe El Diario que el roto no provoca, lis paciente, es
retraido, es silencioso. Tiene que entusiasmarlo la esplosion de
luz, de brillo y de sol de la trilla, para arrancarle el chiste de los
46o
labios. Tiene que exitarlo la voz del combate para arrancarle del
pecho el clamor del insulto.
Entretanto, no hai mas que mirar lo ouepasaaqui y lo que ocu-
rre allá, Andes de por medio.
Aquí todo el mundo trabaja, calla y hace su camino. Allá se en-
ciende un reguero de pólvora, y se alza un clamoreo de ciclopes
que fabrican rayos, bajo la dirección de un Vulcano de opereta.
Vale la pena que desde el otro lado fijen la vista en este poiten-
toso equilibrio de los humores de un pueblo que parece hecho de
troncos de espinos.
Y los troncos de espinos bien están como troncos...
No como mazas.
c3^ c3^
üummoT
YA se ha conquistado la tierra y el mar; es menester que tam-
bién se pueda conquistar el aire.
Cayó cautiva la tierra desde el momento en que el hombre
puso sus plantas sobre ella. Desde entonces ha sido madre
" fecunda, compañera fiel y guardadora eterna. El surco abier-
to ha compensado los sudores con la espiga lozana; la llanura ili-
mitada ha prometido estensiones para la ambición, riquezas para
la codicia, y base firme para la edificación del hogar; y sus entra-
ñas trasformadoras han sido tumba para los muertos, y eterno la-
boratorio para la naturaleza.
El mar se resistió durante mucho tiempo a esta imposición de
la fuerza humana, y los primeros poetas cantaban la libertad del
mar, como la suprema libertad. Hoi dia, subyugado a todas las ca-
denas, se doblega también ante el éxito de los combates, pasa de
un poder a otro como botin de guerra, y hasta entra como muía de
noria a llevar fuerza motriz a la maquinaria injeniosa.
Quedaba el aire, el aire solo; porque el fuego habia sido servil
desde su cuna. Quedaba el aire, libre de todo yugo, de toda inva-
sión, de todo límite; y los poetas al cantar la libertad han esclama-
do cien veces: «;Solo el aire es libre!»
Desde que Montgolf ier lanzó al espacio el primer globo de papel
Lo que hablan dos bocas
SI vemos algo lejano, imposible, quimérico, es la realización de
la paz universal. Así como no eremos posible que la ciencia
descubra un dia la fórmula de la dicha, no pensamos en la
posibilidad de que se equilibren los humores terrestres y quede
la guerra proscrita para siempre.
Si hubiera hecho la distribución jeográfica de los pueblos en la
misma forma en que los boticarios hacen la de las cápsulas de qui-
nina, igual contenido para igual continente; ya habría una base
sobre la cual fundar esperanzas menos locas sobre un próximo
advenimiento de la paz. En seguida, la igualdad de los productos,
la similitud de las aspiraciones, la identidad de raza y aun la co-
munidad de lenguaje, vendrían a pasar sobre todo el mundo una
plana niveladora y a hacer creer entonces en una posible paz uni-
versal.
Hace pocos dias, una mujer distinguida entona un himno en
honor de la paz y fulmina maldiciones elocuentísimas en contra
de la guerra. Y, sin embargo, de la elocuencia de sus frases, de la
nobleza de sus sentimientos, de la sentimental pasión de la madre
y de la esposa, habia algo de retórico y de académico en su dis-
curso. ¿Por qué? Porque la guerra descansa por el momento en la
naturaleza humana, en lá organización de los pueblos, en las dife-
rencias de sus espíritus. Si la marcha de las naciones fuera para-
466
lela, como una apuesta de carruajes, la paz estaría impuesta sin
necesidad de predicarla; pero, como no hai nadie que tuerza d
rumbo de los unos y enderece el de los otros y restablezca la pa-
ralela en los destinos de cada cual, es inútil aconsejarla.
¿Quién no estará convencido de que la paz es conveniente? Quién
seria tan insensible, tan loco, que deseara la guerra por la guerra?
Nadie, absolutamente nadie. .Pero la guerra existe y continúa cer-
niendo sus alas ensangrentadas sobre la tierra.
Hemos oido hablara una elocuente predicadora de la paz. . . Una
boca de bronce, lanza ahora desde Europa, un «hurra» alaguen a.
Un nuevo cañón de larguísimo alcance — por consiguiente de mas
alcance que la frájil voz de una mujer virtuosa — recien salido de^
molde, limpio y brillante como un bruñido espejo de oro, ha lanza*
do su mensaje bélico con un sonoro y entusiasta estampido de
triunfo.
¿Quién convence mas? ¿La madre que habla dulcemente al co-
razón, aconsejando y persuadiendo, o el cañón de bronce que al-
canza una milla mas de distancia? Perdónenos la ilustrada confe-
rencista de la paz, señora de Laperriére; perdónenos si creemos que
hal)la con mas elocuencia el nuevo cañón inventado en Inglaterra.
La voz que predica la paz, es una voz que conmueve, indivi-
dual. El nuevo cañón que mata mas hombres en menos tiempo, es
una voz que conmueve gubernativamente.
Una cátedra mas que se levanta enseñando el odio a la guerra,
es un acontecimiento literario que puede afectar mas o menos los
espíritus. Pero un cañón de mas alcance y rapidez que los conoci-
dos, es una voz que encuentra eco en todas las oficinas militares
del globo, que tiene resonancia en las cancillerías, que mueve el
dinero para encargos secretos, que ajita a los adictos militares, y
que prueba que lo único real, existente, humano, es la guerra, y lo
único retórico, académico, utópico, la paz.
Desaparecerá el cuadro de horrores que con majestad de artista,
nos ha trazado Mme. de Laperriére, a medida que estos cañones
crezcan en el alcance y progresen en velocidad. Desaparecerá el
estampido de la pólvora, elemento decorativo que con las llamas
>' el humo sirve para pintar el fatídico campo de batalla; se acalla-
rán los gritos inarmónicos y fieros de la carga; se estinguirán las
467
maldiciones y jeniidos de los moribundos. La guerra llegará a ha-
cerse en el silencio de un gabinete quirúrjico en que se use el clo-
roformo. La artillería matará silenciosa y traidoramente, trazando
en las líneas enemigas un abanico mortal que se abre paso y deja
el suelo sembrado de cadáveres. Y con esto la conferencista de la
paz perderá el brillante calor de sus inspirados discursos, y tendrá
<iue reconocer que merece maldición la guerra salvaje, pero que
debemos dejar tranquila a la guerra civilizada que nace y que pro-
gresa.
jAli! los países sin héroes, sin glorias militares, sin soldados!
Seria establecer en el mundo la burguesía de los pueblos!
SiS^
La resurrección óe luóít
LA esposa de Botha visita a dos ministros», dice sencillamente
el epígrafe de un cablegrama de liendres, publicado ayer en
la sección estranjera de este diario. Y seguidamente, con el
tono narrativo y sobrio del cable, se cuenta algo que tiene que
conmover profundamente y que obliga a pensar un poco mas
que de costumbre sobre la escueta noticia que viene cada dia de
Europa.
«La esposa del jeneralísimo boer visitó al ministro de la guerra
Mr. John Brodrick; al de las colonias, Joseph Chamberlain; y al
gobernador de la Colonia del Vaal, lord Milner. Parece indudable
que a todos ellos presentó las bases de paz de que es portadora y
sobre cuyas condiciones nada se ha traslucido»
No sabemos si a todos habrá causado la simple lectura de este
cablegrama el profundo sentimiento de simpatía y respeto que
inspira esa mujer, que abandona valerosamente la tierra del ene-
migo llevando en su corazón el anhelo de la paz, y en sus manos
las instrucciones escritas con sangre por su marido y sus hijos.
Nos parece que hai algo en ella, que la acerca a la bíblica figura
de Judit, saliendo de la ciudad sitiada hacia el campamento de
Holofemes.
470
Sil patria arde en el incendio de una guerra espantosa. La vasta
llanura del Transvaal está cortada por trincheras, batidas unas, in-
domables las otras, Kl sol africano no alcanza a consumir sóbrela
tierra caldeada la sangre de los héroes, sin que vuelva a hume<le-
cerla la de los que caen tocándolas con sus labios entreabiertos.
Hacia todos lados el horizonte violáceo con tintes de sangre y
celajes de humareda, cierra la vista con un marco que parece el
cerco de una enorme tumba. Rodeados como por un torlxíllino
que se fuga, dando vueltas sobre la tierra y levantando mangas de
polvo, pasan rápidos los comandos al galope desesperados de sus ca-
ballos hambrientos. Alli está la guerra en la tierra que se pisa, en el
aire que se respira, en la luz que alumbra y en el sol que quema.
En esta situación, no es posible <iue salga un solo hombre para
ir a pedir paz, porque es un rifle que se va y iira brecha que se
abre. Hai un hogar, en que el jefe de la familia y los hijos se han
ido a la guerra, para defender sus umbrales hasta la muerte. Y en
ese hogar ha quedado solo una mujer, que mira siempre a lo lejos
para ver si se abre el horizonte, se despeja el color de sangre de
las nubes y aparece la luz de la aurora.
Esa mujer, es la esposa del jeneralísimo Botha. A ella le toca
partir, y parte. Y de allí, que el enviado del pueblo mas viril de la
tierra, sea una mujer.
La nueva Judith no lleva oculta una daga para castigaren Cham-
berlain el error de que tal vez nadie tiene la culpa. Va a Inglaterra
a implorar paz, y solamente paz, y al subir las gradas del palacio
de gobierno, enlutada como una viuda, se ha estremecido al ver en
las bayonetas de los guardias, las mismas con que ha visto en su
tierra atravesados los pechos de los héroes.
¡Estos son! — se habrá dicho, llena de infinita amargura — ¡son
ellosl Y mientras allá se están acabando los hombres y las muje-
res, aquí quedan todavia, hasta para montar guardia de honor a los
ministros!
Los marimachos feministas, los seres estraviados que creen que
la mujer para cumplir destinos altos debe dejar de ser mujer, no
deberían dejar pasar esta pasional embajada de la esposa de Botha,
sin medir la profunda y melancólica belleza que lleva envuelta en
sus pliegues.
47t
Grande es la figura de la mujer que pide perdón para un des-
graciado, indulto para un criminal y piedad para una víctima. Pero
es sublime la de la embajadora que cruza medio mundo, para im-
plorar paz para su pueblo.
La esposa de Botha habrá hablado ante la estirada y correctí-
sima figura de Chamberlain, con lágrimas en los ojos y sollozos
en el pecho. Habrá dicho allí, sin jactancias de que no es capaz
una mujer, que solamente cuando muera el último boer, podrá fla-
mear en paz la bandera británica.
Y Mr. Chamberlain la habrá oido, sin dejar de pensar un solo
instante^ que vale mas que muera el último boer, para que pueda
flamear en paz esa bandera.
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Batallas silenciosas
HABÉIS oido hablar de la poesía de 1^ guerra?
Seguramente; por mas que las naturalezas sensibles no
puedan encontrar poesía en la matanza, en la desolación y
en el incendio,
Y sin embargo esos ejércitos que avanzan con cautela,
que alargan por el caminó solitario, por el faldeo quebrado, por el
monte casi impenetrable, sus tentáculos de esploracion, y de repen-
te se encojen con la sensibilidad del caracol que se siente tocado,
o de pronto se lanzan como un torrente a la batalla, lleno de humo
y de fragor, forman indudablemente un poema grandioso al que
presta alas el amor de la patria y dá poderoso nervio el coraje de
los héroes.
Alguien ha dicho que las batallas antiguas ganaban en poesía a
las modernas. Eran aquellas mas bulliciosas, éstas mas mecánicas,
lylegaban los soldados de entonces como se llega a un torneo: re-
luciendo al sol las corazas bruñidas, y ondeando las plumas sobre
el casco, rompiendo el aire los cuernos de guerra y piafando los
inquietos corceles llenos de jaeces y aiinaduras. Hoi dia, una fila
de humitos blancos que parecen copos de algodón, revienta a lo
lejos. Es la infantería que pelea tendida. Otra fila mas lejana esta-
lla en nueva línea de humos en el faldeo de los cerros. Es la artí-
474_
Hería que toma posiciones. Y las ondulaciones del estampido que
marcan las peripecias del combate, semejan un trueno lejano que
se aleja o acerca en dia de tormenta.
Pues bien: la guerra va a hacerse de un momento a otro en un
silencio de tumbas.
€ El coronel Humbert— dicen nuestros telegramas — ha inventado
un aparato, mediante el cual quedan suprimidos el fogonazo, el
humo y la detonación de todas las armas de fuego.
Este aparato puede también adaptarse a los glandes cañones.
Será el campo de batalla un verdadero gabinete de cirujia. Los
soldados andarán en puntillas, los jefes se pondrán un dedo
sobre los labios las filas se irán raleando en un silencio sepulcral
El caminante distraído que a lomo de muía llegue por un sen-
dero hasta esta pantomima, preguntará asombrado: ¿Aquí se está
ensayando El Tambor de Granaderos}
— Nó, señor, le replicarán— aquí se decide la suerte de Europa.
Y así como se juega una partida de ajedrez a largas distancias,
y desde el sosegado silencio de una mesa de trabajo, así se des-
cuartizaran los ejércitos: en puntillas.
No tardarán en hacerse las batallas en el laboratorio de un quí-
mico. Ese matraz — dirá el sabio — con un líquido rojo, es el ejér-
cito enemigo de cien mil hombres, que esta muriendo. Esa olla que
hierve al fuego, es el equilibrio europeo, sujeto a una cocción espan-
tosa. Este frasco contiene un ácido que borra las naciones del mapa.
Basta usarlo con una esponja, en una disolución al uno por ciento!
Y entretanto, la poesía de las batallas se vá' Vemos alejarse los
trenes de artillería al galope de sus troncos de caballos. Vemos
huir en carrera desenfrenada los rejiraientos de húsares, dragones y
cosacos. Es la guerra que se aleja, con toda esa decoración que la
hacia disimular sus horrores. Queda hoi solamente el rio de san-
gre que corre por el campo, el tendal de cadáveres que queda inse-
pulto, el silencio de la muerte.
Y dicen todos, héroes y pusilánimes, que vale mas la pena mo-
rir con bulla!
rf^ik^^^^^ ^Mh^^^Mk d^^k^^^Mk
LOS PñRñOUñyOS
UNA orden de su gobierno obliga a partir, para su patria, a tres
de los distinguidos oficiales paraguayos que se educan mili-
tarmente en nuestro ejército.
Nos daba ayer la noticia un pundonoroso oficial del Buin
y nos agregaba con acento de tristeza:
— Le aseguro a usted que siento a los tres paraguayos como a
tres camaradas de la infancia. Al despedirlos, me parece que asisto
a su entierro y debo llevar franja negra al brazo.
Los horticultores no se equivocan jamas en el para los legos
dificilísimo arte de injertar un árbol en otro. Se necesita, para que
el injerto entre en la ajena sustancia, similitud de tejidos y de sa-
via. Entonces las células se confunden, se identifican y tarda la
primavera en hacer subir la yema precursora del brote verde.
Los paraguayos vinieron a Chile, y no tardamos en comprender,
ellos y nosotros, que la composición de nuestra sangre era una
misma y conocida fórmula: 33 por ciento de resistencia, 33 por
ciento de valor y 33 por ciento de nobleza. Fórmula ensayada en
los laboratorios de las batallas, fórmula sin mezcla de algo que
tienen otros pueblos vecinos, fanfarronería; fórmula en fin, cuya
eficacia ha sido recomendada por esos grandes químicos que mez*
476
dan sangre, pólvora y humo para conseguir la aleación de la vic-
toria.
Los paraguayos llegaron.a Chile y creyeron que llegaban al Pa-
raguaL Eraun curioso efecto de óptica internacional, que les hizo
encontrar aquí a la vuelta de cada esquina, conocidos y amigos
con los que creian haber conversado antes muchas veces,
Y era que bajo la tierra fértil de Chile, palpitaba también un
gran poema guerrero como el Paraguai; y era que en el rótulo de
la calle, en la vitrina de la tienda, en el cuarto de banderas del
cuartel, en el museo, en la galería de pinturas, en todas partes, ha-
bía una reliquia de las guerras pasadas, con una rotura abierta a
bala y una mancha gris de sangre seca.
Vimos a los paraguayos recien incorporados a los cuerpos. Ha-
bían caído en elfos, como cae una gota' de agua en otras gotas.
Permaneciendo en el casino de oficiales, viendo circular el alemán
vaso de plaquet lleno de cerveza Pilsener, oyendo las animadas
militares, era difícil averiguar cuáles eran los huéspedes y cuáles
los de la casa.
Pocas veces, productos de este revuelto suelo amencano en que
todo se dá, desde la palma jigan te hasta el cardo negro, desde el
estadista de vuelo hasta el mandatario ladrón, hablan podido en-
contrarse hermanos al travez de muchas leguas y de una altísima
cordillera que a veces parece un abismo insalvable.
Kl Buin y los Cazadores abren sus casinos, los iluminan con es-
plendidez; destapan el «champagne» guardado en sus bodegas, y
beben una copa, en la que fácilmente podría mezclarse ima lágri-
ma, por aquello de que hai quienes prefieren el espumante líquido
con una gota de « amargo j».
Es una despedida, y una despedida larga. Los que se van, vol-
verán muchas veces con el pensamiento, no con el cuerpo. La pa-
tria los ha llamado y han debido partir. ¡Que partan! Pero que
cuando lleguen al Paraguai y vayan a formar en las filas de su
ejército, enseñen en ellos que este es un pueblo pacífico, laborioso y
sano; que un hombre honrado y un americano de corazón no debe
creer la calumnia internacional que se nos lanza de ciertas forta-
lezas en que flotó un tiempo nuestra bandera; y que aquí hai en
477
las filas de los batallones, huecos que podrían ocuparse con mu-
chachos paraguayos de espíritu y de valor.
¡Que al levantar en los casinos de su tierra la copa de cerveza»
vean al través de los cristales del fondo, el cielo azul de Chile, los
ojos negros de sus mujeres, las manos francas y abiertas de sus
hombres!
¡Que sientan nostalüa de Chile!
FRIEDEnTHHL
NO se ausente nadie; que no se trata del relato técnico de su
último concierto, ni siquiera de una íntima semblanza suya,
en que figura el número de cigarrillos que se fuma al dia y
otras prolijas nimiedades de que se hace gala en este jénero
periodístico.
Por otra parte, muchísimo menos bulla ha causado la llegada de
Friedenthal, que la del andarín Soreilk. Es cuestión de gustos. No
se crea que vayamos por esto a aprovechar esta ocasión para in-
crepar a la sociedad de Santiago porque no acude a oirle al eximio
pianista sus maravillas musicales.
¡Quiá! El público tiene sus veleidades y sus cosas. La romería
que incesantemente desfila frente a la jaula de los monos en la
Quinta Normal, bastaría para enriqíecer en una sola noche a Frie-
denthal. ¿Y qué?
El público no se da siempre cuenta exacta de las cosas. Un jo-
ven bastante culto nos decia la otra noche, al leer en el programa
del concierto Friedenthal La cabalgata de las Walktrias: Yo, de buena
gana iria, si supiera que con el viento se les iba a levantar un poco
el ropón...
Ya lo hemos dicho: todo es cuestión de gusto y como sober
4So
gusto no hai nada escrito, seria sencillamente torpe que quisiéra-
mos imponer el nuestro.
T T "l*
El viernes en la noche hacia frió en todo Santiago; pero, en nin-
guna parte tanto como en tomo del pobre Friedenthal, que
desarrolló maravillas delante de una escasa concurreneia.
El teclado que recorre el distinguido pianista, es como todos. Y
allí mismo donde una señorita cursi podría arrancamos lágrimas
con Un suspiro en tu ausencia^ Friedenthal nos arrebata en el Navio
Fantasma, nos cautiva en la Rapsodia húngara de Lizt, y nos arranca
aplausos en las filigramas de la Gavota de Corelli.
Esta Gavotte antigüe, es un tejido de sartares de perlas. Es mas
que eso; es un enrejado de oro, sobre el cual se hubiera engastado
un millón de brillantes. Friedenthal lo desenrolla, y como un buen
comerciante, lo ajita a la luz para venderlo. Es conjunto de deste-
llos azules, opalinos, rojos, verdes, blancos y morados; ciega, em-
briaga, enerva; y si la materia se sobrepone, y los ojos tratan de
ver al través de ese relampagueo musical, se siente la sorpresa de
dos prosaicas manos que golpean febrilmente el teclado de un
piano de cola.
La Gavotte antique no es trabajo de músico; es labor de joyero.
A ratos uno encuentra en las notas la dureza y frialdad de un
mosaico de mármol; en seguida la trama musical aparece como
una sencilla filigrana de plata; de repente, salta la pedreria, como
si se estuvieran deshaciendo collares de piedras; y en seguida todo
este conjunto se revuelve, se entremezcla y se confunde.
Sin embargo, la Gavota de Corelli no hace pensar como la Sota-
na appasionata de Beethoven. Allí hai un espíritu grande y filosófi-
co, que se envuelve como con una capa luminosa y algo etérea.
Es el jenio musical que pasa de incógnito. . . Nos descubrimos
El Navio Fantasma es la imajinacion wagneriana, condensada por
Friedenthal en un tema corto, casi estamos por decir rápido. Un
loco queria trasladar el océano Pacífico al Atlántico, por medio de
una cucharita de té. Friedenthal ha logrado este inmenso absurdo,
condensando a Wagner en una fantasía nebulosa, antigua, quetie-
481
ne sin embargo colores frescos, y que dura inedia hora en desarro-
llarse y morir.
El tema «...j^ (uiormece*^ es lo mas admirablemente sujestivo que
hemos oido. J^a música no moria, no se acababa, no cesaba; se
deshilaba Uno veia cómo se iban escapando las notas, y cómo al
fin vibraba una, una sola, huérfana, solitaria, sin punto de apoyo. . .
£n seguida, las manos de Priedenthal hablan dejado de moverse;
pero el alma seguia la nota escapada, y la seguia mui lejos por una
peregrinación silenciosa y como agonizante
* T V
Un soñador que se sentaba á nuestro lado, pocos momentos
antes nos trazaba el cuadro de lo que él deseaba que fuera su di-
cha. Y venia aquello del saloncito abrigado, del piano abierto, de
la esposa alegre y joven; tema que solo por ser bello se salva de
ser cursi. Concluía su cuadro, asegurando que solo se casaría con
una mujer que tocara el piano con el alma, en vez de hacerlo con
los dedos.
Al salir al aire frió, y en el momento en que nos subíamos los
cuellos, el soñador dijo con voz enérjica:
— ^Estoi resuelto. . .¡Me caso con Friedenthal!
La carpa blanca
— %•« —
EL, circo Frank Brown levantará pronto su carpa blanca y em-
prenderá el vuelo hacia otras ciudades y mas tarde hacia
otros paises. Vida errante en busca de fortuna, que se desa-
rrolla eternamente con el ansia del éxito que se ambiciona, y
que suele tener también amarguras con el resultado de las
esperanzas que se desvanecen.
Siempre es un mismo acto en varios cuadros el que va dando
vueltas, a la vista de esa íroupe que ya no tiene patria, o que mejor
dicho, tiene por patria a todo el mundo. Primero la navegación,
donde van los caballos amaestrados metidos en una jaula, donde
las hermosas equitadoras disimulan bajo la bata de viajera y el des-
mayo y languidez del mareo, esa ajilidad desenvuelta y provoca-
tiva con que saltan desde la arena a la grupa del caballo levantando
los brazos y saludando con ellos al público, y donde los clowns,
rapados y vestidos como todo el mundo, fuman sus pipas apoya-
dos en la borda, y evocan en su espíritu el recuerdo de esos triun-
fos de la risa que han provocado a fuerza de piruetas y tonterías.
~ Mas tarde, la carpa blanca que se levanta en medio de una ciu-
dad nueva; el hotel frió e inhospitalario que nada habla al alma y
que por el contrario hace sentir aun a los que no lo conocen el
vacio del hogar; la primera noche de espectáculo en que la orques-
ta toca la galoppe eterna y salta a la pista el caballo blanco de cri-
nes sueltas; después, la entrada con un vestido celeste, los brazos
484
desnudos, ceñidos con una argolla dorada, él pelo levantado sobre
la cabeza con una camelia blanca, los pies con zapatillas de seda
y lentejuelas; y en fin, la salva de aplausos que estalla, los millares
de ojos que miran, las manos que se ajitan, los labios que murmu-
ran y sonríen.
Y después, vuelve la carpa a hundirse, a caer, a doblarse, a me-
terse en los enormes cajones, como un gran globo de tela que
pierde el aire que lo bincha. Los caballos salen del corral hacia la
estación de embarque. Las equitadoras vuelven a disfrazarse con
el vestido sencillo de viaje y a ponerse el velo blanco v ^ 1 sombre-
rito ingles, y a pasar en ei tren o en ei vapor por pudorosas hijas
de familia que van buscando aires para la anemia. Los clowns se
desatan la enorme corbata blanca, se lavan los signos pintados en
el rostro y vuelven a encender la* pipa, que los hará soñar en la
larga travesía.
Es una vida orijinal y pintoresca; pero debe sentirse hastío des-
pués de vivirla mucho. Allí, al través de esos camarines pequeños,
divididos por tabiques de tela, en que con el mismo pincel con que
se retoca a los payasos se han pintado narices enormes, corazones,
relojes, soles con rayos, letras y nombres, deberán sentirse infiden-
cias, traiciones, hostilidades, murmuraciones crueles, todo ese ba-
gaje de naturalezas mal inclinadas, que ni siquiera, como las pie-
dras de rio. han perdido las puntas y aristas con el roce de la
vida.
Puesta frente a frente del Congreso, la carpa blanca del Frank
Bronw equivocó a muchas personas de buena fé, que por querer
ver al saltón Highins, se metieron a las tribunas de la cámara, y
por oir juzgar a la administración Errázuriz, se encontraron de
manos a boca con Rosita de la Plata, bailando en traje de torero.
La troupe del circo se irá de Santiago, mas o menos al mismo
tiempo que la írojipe pariamentaria: unos a armar la carpa en otra
parte, y los otros a veranear para reponer las perdidas fuerzas.
Y don Andrés Bello, que entre el ruido del parlamento y la cha-
ranga del circo, preferirla a ésta sobre aquél, se quedará hoi tran-
quilo a todo sol, contento con no oir ninguna.
^ ^ ^
Una ¡nuítadon
UNA mañana de las recien pasadas, el correo urbano tiró por
debajo de las puertas de muchas de las casas de Santiago,
un sobre blanco con el nombre déla señora y de las jóvenes
de la casa.
No podía contener, pues, ese sobre, la citación para una
reunión política, ni cualquiera de esas banales cartas de negocio
que se abren con distracción y se leen con fastidio No podía ser
tampoco uno de esos frecuentes anuncios de las grandes tiendas,
enviado bajo la dirección: «Señora dueño de casa». (Reservada).
Esta última palabra con el objeto de que el marido se la lleve a su
escritorio y rompa el sobre nerviosamente creyendo sorprender un
secreto, para encontrarse con la poca grata noticia de que han lle-
gado de Europa unos trajes de color punzó, al inverosímil precio
de doscientos pesos. No podia ser tampoco una de esas ceremo-
niosas invitaciones sociales «a tomar el té a las 9 y media», tan
conocidas por el sello con el monograma del invitante, y el riquí-
simo papel imitación de pergamino viejo.
Entretanto allí estaba el sobre al pie del umbral de la puerta, con
una fina letra inglesa de mujer, con cierto olor a incienso y a flor
de la pluma, esperando que alguna de las blancas manos a quienes
iba especialmente dirijido, lo desgarrara y se impusiera de su in-
terior.
486
Creemos adivinar las caras sonrientes, placenteras y de buen hu
mor, que pusieron esa mañana todas las niñas bonitas de Santiago,
o casi todas, y todas las señoras virtuosas y respetables o casi todas,
al abrir el sobre blanco y desdoblar con ansiedad la esquelita me-
tida en el.
La primera línea debió ser toda una májica y encantadora visión
de alegres años pasados: Sagrado corazón, Maestranza, £n un
momento, de un solo golpe, impensadamente, una brisa fresca,
llena de perfumes de huerto, llena de recuerdos, llena de risas, sa-
lió de esa esquela en que una monjita habia escrito con lindísima
letra inglesa una invitación a todas las antiguas alumnas, para ce-
lebrar el centenario de la orden.
Las antiguas colejialas, tan olvidadas muchas de esos votos, de
entrar a un convento, hechos en momentos de microscópicos de-
sengaños de una vida que todavía no habían vivido, se encontraron
repentinamente detenidas delante de un espejo en que se veía una
doble imájen: el pasado y el presente.
¿Cuántas querrían volver a esos años tan irrevocablemente pasa-
dos, en que vestían el uniforme blanco, y en que su única ambición
era ganai la banda azul?
¿Cuántas al verse en ese espejo, con las primeras canas, hojeado
ya todo el libro de la vida, no quisieran volver a tener los desali-
ñados buceles rubios de las colejialas, sublevados siempre después
de cada recreo, por el salto de la cuerda?
Hubiéramos querido presenciar muchos de esos cuadros, y
creemos que mas de algunos de ellos habrá sido digno de una tela.
Nos figuramos la algazara y sorpresa de la pollita recién entrada
al colejio, al saber que su abuela ha sido también niña, y también
colejiala de la Maestranza.
— Sí — dirá la abuela con los ojos fijos en esa esquela, en que lee
mucho mas que lo que hai escrito — sí, mi almita, yo también he
sido colejiala de la Maestranza.. . .
— ^¿Pero así? ¿Y como se reían las niñas de sus canas? ¿Y las
monjas no le prohibían sus capotas?
— ¡Ah! — Yo también he sido como tú, loquilla, y he tenido pelo
rubio, y he jugado al pillarse, y he corrido mucho. . .
Y esa oleada de juventud, de primavera, de recuerdos, ese chaber
48;
corrido mucho» que es tan cruel verdad, le ahogan la voz en la
garganta. . .
— En fin. . . en un. . . esas son historias demasiado viejas.
¿Habrá caído una de las esquelas en medio de una tormenta ma-
trimonial de esas en que se han recreado tanto los pintores? Kl,
despreocupado, indiferente, leyendo el diario del dia, sin pronun-
ciar una palabra; ella, con la vista clavada en el suelo^ apoyada la
barba sobre la mano. Y pensar en seguida en sus tiempos de co-
lejiala, recordar el pilar al lado del cual, con la convicción incons-
ciente de los quince años, decia a sus compañeras: «¡Ah! yo no me
casaré jamas!»
Ese llamado jeneral a las antiguas alumnas, se nos ocurre que
debe tener los encantos de un grupo de viejos soldados. ¡Qué de
cosas de contar! ¡qué mundo de recuerdos que evocar unidos! Hai
las batallas del corazón, que suelen ser tan reñidas como las ba-
tallas de sangre y fuego. Hai las luchas del alma que suelen tener
tantos heroísmos como las luchas de los ejércitos.
En los largos corredores, con pilares verdes, y los muros eterna-
mente blancos, como si mano alguna los hubiera rozado, ¡como
se formarán grupos de las contemporáneas a contarse cosas y mas
cosas!
— ¡Tú, casada! — esclamará una — mirando con risueña y picaresca
sonrisa a la antigua compañera, que ha perdido el inocente aire de
tortolita huérfana, para tomar el despreocupado, el sereno, el equi-
librado aspecto de la esposa y de la madre de familia.
Otra tomará alegremente de la muñeca a una antigua condis-
cípula y la arrastrará hasta un banco, sentándola a su lado.
— Oye. Te tengo que contar un mundo de cosas. ¿Entiendes?
¡Pero un mundo! Hacia tanto tiempo que no nos veíamos. ¿Te
acuerdas cuando hiciste voto de no ir nunca al teatro?
— Sí, sí.
— jAh! picarona! Y hace mui poco tiempo que te vi, lindísima,
en Carmen.,, y (bajando la voz) miraste a las bailarinas... y note
pararon los ojos.... y....
— No sigas, loca. Y tú ¿no decías que los hombres eran malos?
— Y lo sigo diciendo....
— ¿De todos?
488
— De todos. . . menos uno.
Y allí se pasarán las dos como un par de canarios, descubrién-
dose el corazón, sorprendiéndose secretitos menudos, en fin, con-
fesándose!
¿Quedará rincón de la antigua jaula, que no recorran las anti-
guas prisioneras? T^a sala de estudio, las clases, el comedor, la
capilla, el coro donde cantaban en el mes de Maria, el salón donde
los domingos recibian las visitas...
Mas de un marido esperará impaciente ese dia, la vuelta de su
mujer, la antigua colejiala, para preguntarle con aire socarrón:
— ¿Y mucho me has pelado, con tus antiguas compañeras?
Nosotros también esperaremos ese dia, para ver si recordando
muchas esos tiempos felices en que eran bonitas y todavía no lo
sabian de boca de ningún impertinente, adoptan de nuevo el aire
sencillo de colejialas, y dejan el aspecto desdeñoso y aburrido de
piincesas cautivas....
Lñ CñPITULñClOH
DEBER O HEROlSmO
TELEGRAMAS de InglataiTa nos anuncian que el ministro de la
guerra británica, Mr. Saint John Bredrick, ha espresado que
colocará en las listas de retiro a diez oficiales de graduación,
a consecuencia de haber capitulado en la guerra de Sud Áfri-
ca, sin haber justificado satisfactoriamente ese procedi-
miento.
La severa medida del ministro ingles, presenta ante la intelijen-
cia y el corazón un problema que afecta profundamente al honor
militar.
¿Es lícito rendirse ante la impotencia?
¿Es obligatorio el heroísmo?
Desde los tiempos en que Guzman el Bueno presenció desde las
murallas de Tarifa, el sacrificio de su hijo, hasta la última batalla
de las guerras contemporáneas, parece que el honor militar y las
gpravísimas responsabilidades de su cargo, lejos de corromperse en
el universal positivismo que nos ha alejado moralmente millones
de millones de años, de la Edad Media, se ha acrisolado v tomado
nuevo vigor y alientos nuevos.
490
Las proezas heroicas por la conquista de dos blancas manos, los
hechos maravillosos por la redención del Santo Sepulcro, los admi-
rables torneos y porfiadas justas por obtener la primada déla jen-
tileza y la palma del valor, han sido relegadas a ese viejo arcon de
la caballería donde está también el traje de lentejuelas de los bufo-
nes y el complicado laboratorio de los brujos y alquimistas.
Solo la patria, ese alto concepto de amor, de virtud y de gran-
deza, que se empeñan en encontrar falso, hueco y sin sentido los
anarquistas, mantiene intacto su cetro, sin bajar una linea su trono,
sin disminuir un átomo su influencia. Y si por ello comenzó el
siglo pasado con los épicos sacrificios de Trafalgar, por ella se ha
cerrado con ese velo de sangre, al través del cual presenciamos
una lucha a muerte en el estremo del África.
Pero la interrogación que dejamos abierta, inquieta al espíritu y
le urje.
Ksos altos oñciales ingleses, que van a recibir una severa cen-
sura en un pais escencialmente puntilloso en materias de honor y
de dignidad ¿merecen el calificativo demasiado rudo de cobardes?
Seguramente nó. Nada nos permite hacer una suposición desdo-
rosa del valor de los oficiales ingleses, cuando el cable ha estado
constantemente atestiguando su heroísmo.
Es probable, casi seguro, que los diez oficiales tienen honrosas
menciones en los partes de las batallas, y se han encontrado en va-
lerosos episodios incidentales. Se trata en cada uno de ellos, de un
solo acto, de una capitulación, que, ajuicio de las autoridades in-
glesas, no está esplicada satisfactoriamente
Tenemos, pues, ante la vista un caso curioso. Son oficiales con
honor, con perfecto conocimiento de sus deberes, con refinada y
escrupulosa conciencia para apreciar los casos de dignidad, los que
van a recibir un castigo talvez severo en demasía por haber capi-
tulado ante el enemigo.
Con esta medida las autoridades militares de Inglaterra, hacen
sumamente estricto el criterio con que deben juzgarse los hechos
de armas. La capitulación, es la rendición ante la impotencia; y el
que debe juzgar el momento, en que sobreviene esta impotencia, es
el jefe superior de la tropa sitiada o amenazada.
Pero viene aquí la duda. ¿Cuando se pronimcia el desequilibrio
49'
entre la fuerza que ataca y la fuerza que se defiende? ¿Kn qué mo-
mento la desproporción es superior a las fuerzas humanas? ¿En
qué instante el cumplimiento del deber llega al límite dei heroísmo
o, sobrepasándole, entra en la temeridad? ¿Dónde está «la línea im-
perceptible en que coincide» — como dijo Núñez de Arce — la luz
con la sombra, la prudencia con d miedo, la intelijente retirada con
la temeraria resistencia.
El caso es complicado y casi se encuentra envuelto en una re-
finada y sutil psicolojia díficil de apreciar. Acudamos a un caso
que todos los chilenos conocemos por ser una de las mas brillan-
tes pajinas de nuestra historia.
Después de afianzada la independencia de Chile, hubo enemigos
de O'Higgins, que le acusaron de temerario por haber atravesado
el formidable cerco de Rancagua con setecientos hombres. Aunque
el héroe de la independencia pudo encojerse tristemente de hom-
bros, ante tan necio y mezquino ataque, prefirió contestar y lo hizo
en una carta que, autógrafa, se conserva, en términos llenos de
dignidad y de grandeza. No teniendo a la vista ese nobilísimo do-
cumento, solamente podemos trascribir su idea. lyos que me acu-
san de temerario — dice el concepto — no saben lo que estremecía
mi alma en esos momentos solemnes y lo que se agolpaba con des-
conocida fuerza a mi corazón, ignoran los altísimos sentimientos
que rodea el espíritu y lo engrandecen, y no pueden apreciar el im-
pulso, casi sobrenatural que me hizo cargar, en medio del incendio
y de la matanza, sobrepasando las trincheras enemigas.
Pues bien, eso desconocido, eso misterioso, eso casi sobrenatural
que forma al héroe, cuando hai en él materia prima para formarlo,
¿no tiene su equivalente en ese otro también peculiar del asedio,
también esclusivo de la muerte que cerca, del fin que amenaza, de
la esterilidad de los esfuerzos que desalienta?
¿No puede presentarse en el instante mismo, necesaria, inevi-
table y sobradamente justificada la capitulación, que mas tarde,
ante la frialdad del consejo de guerra, vá a aparecer a los mismos
ojos del jefe que la ordenó, precipitada, lijera y hasta censurable?
Porque, aunque del carácter británico se trate, es menester reco-
nocer que la sangre fria no basta para mantener en idéntico estado
psicolójico al que sudoroso el rostro, lleno de pólvora los labios, y
492
de sangre el desgarrado uniforme, con la espada en la mano incita
&1 combate, que al que de guante blanco, severo uniforme de pa-
rada, y el kep{ en la mano, está de pié ante el consejo de guerra ro-
deado de Maldad física, de hielo intelectual y de hostilidad en
todos los ojos.
El que en uno de esos críticos momentos de la vida ha hecho
una fogosa y lírica declaración de amor, arrodillado en tierra, mano
sobre el corazón y ojos frenéticos, según todas las reglas del código
de los Tenorios, y después a la distancia de unos meses se mira y
se reconoce en tan ridicula, cursi y rematada aventura, larga in-
conscientemente esa espontánea carcajada que es la peor condena-
ción y la mas definitiva protesta contra la propia personalidad.
Estas contradicciones del espíritu, tan comunes, tan repetidas,
tan ciertas, deben presentar ante los ojos de los militares, con es-
cepcional interés, este problema:
Es mejor ser héroe y llegar a la temeridad — se dirán — que ser
prudente y consentir en la capitulación.
En estos casos la intelijencia es un estorbo y debef meterse en la
mochila junto con el capote de invierno.
Torneo de ñudacía
Ucgado el placo, al despuntar del dia
con gran gozo de muchos esperado
luegro la bulliciosa compaflia
comenzó a rodear el estacado.
Era tal el aprieto, que no habia
árbol, pared; ventana ni tejado,
de donde descubrirse algo pudiese
que cubierto de jente no estuviese.
(I«A Axaücajta).
NO estamos cegados por necia pretensión al encontrar en esa
estrofa de Hrcilla algo sintético de la gran fiesta de ayer. No
estamos cegados por ese orgullo que hoi nos echan en cara
los periodistas asalariados de medio mundo. Cerca de noso-
tros, la voz hidalga de un marino español contestó ayer, a
quien le preguntaba su opinión sobre el torneo:
— No habia visto jamas tales cosas.. . . pero las habia leido en La
Araucana!
Cuando a las dos de la tarde estaban las graderías del picadero
totalmente cubiertas de la mas primaveral ostentación de trajes y
sombreros, de flores y cintas, de ojos inquietos y de abanicos en
incesante movimiento; cuando un enorme jen tic se estrechaba con-
tra las barreras, ganando a puñetazo limpio el derecho de primera
fila; cuando las seis bandas de cometas recorrieron la pista levan-
494
tados al aire los trompetines de bronce y lanzando, a la manera de
los antiguos heraldos, el primer anuncio del torneo; nosotros mira-
mos mas lejos que ese vasto recinto en que íbamos a hacer una
estupenda ostentación de nuestro soldado, mas lejos que esta ciu-
dad que entera se habia agolpado a aplaudirlos y a aclamarlos, y
vimos una borrosa fila de puños cerrados y amenazantes que ha-
cían irónico marco a ese pedazo de alma de Chile desenrrollándose
sobre las puntas de las lanzas y frente a la desordenada carga de
los escuadrones.
Durante cuatro horas desfilaron en medio de estruendosos víto-
res, el escolta, los cazadores, los granaderos, los guias, los lanceros
y los dragones, soldados morenos, rudos, tostados, audaces y fuer-
tes, como dignos descendientes deTucapel y de Rengo, que llevan
dentro de la casaca, cortada a la prusiana, el alma indómita de
Arauco, y la brutalidad potente de sus hijos.
La estratejia chilena está condeiiada en un solo toque: caíacuerdtr,
representado en infantería por la bayoneta, en caballería por la
lanza y en el mar por el abordaje.
Kl roto chileno ama el choque, necesita el choque, siente la atrac-
ción del choque de ahí que en batallas memorables, ha habido je-
fes que han ordenado cargar al galope cerro arríba, o caer como
avalanchas de muerte, despeñadero abajo.
Ayer se ha hecho un repaso a nuestra historía militar. Ese tor-
neo ha sido, mas que torneo, una mirada hacia atrás, pero la mi-
rada soberbia del que tiene abolengos. £1 roto, montado sobre su
caballo de combate, con la lanza en la mano, simboliza todo un
viejo y no olvidado poema de batallas, que nosotros creíamos sen-
tir en las marciales sinfonías de las cornetas.
Nuestro soldado y su caballo son dos inseparables hermanos,
que forman un solo monumento ecuestre de nuestras glorías mi-
litares.
¿Quién no conoce al primero? Sufrido en las privaciones, audaz
en las corazonadas, héroe en las batallas, no sentirá jamas el ham-
bre en sus jornadas, ni el desaliento en la campaña, ni el temor en
la pelea.
¿Quién no conoce al segundo? Pequeño, vivo, inquieto; exhala-
ción y ra>o en la carrera; amenazante y cruel ante la vara, dócil
495
conductor a lo largo de las alamedas; vadeador intrépido a lo
ancho de ios rios; incansable devorador de las distancias y mudo,
sufrido y silencioso ante la privación y el hambre.
Parece el primero, de pólvora amasada con sangre dehéro^. Es
el segundo descendiente de los caballos árabes de las antiguas jus-
tas, y de las heroicas yeguas que han cosechado bajo el incansable
galope de la trilla, la mitad de la riqueza agrícola de este
pais.
Hra, pues, ayer la fiesta de estas dos entidades de nuestro poder
militar, perfectamente unidas en armoniosa y admirable com-
binación, en los cuerpos de caballería de la República.
O O O
Primero desfila la refinada coquetería de la equitación: el jinete
derecho sobre la silla, las piernas membrudas moldeando el cuerpo
del caballo, la barba militarmente recqjida, y la mano derecha em-
puñando airosamente la lanza araucana de colihue.
Después, comienza la rivalidad del soldado y del caballo, en que
centellean los ojos, se adivinan las voces de mando, se salvan con
coraje los obstáculos, se estremece el suelo con el galope y se ha-
cen con la lanza, incontables bizarrías de ajilidad y de cer-
teza.
Después sigue la poderosa tiranía del jinete sobre su caballo, que
que se tiende dócil bajo los fogonazos del tiroteo, y que apenas le-
vanta la cabeza como para darse también cuenta de las punterías
y de la dirección de los fuegos.
Y como si esto fuera poco, y como si ya no se creyera que esos
jinetes estaban perfectamente unidos y compenetrados con sus ca-
ballos, vienen los volteos a la carrera, en que el soldado tan pronto
cae cuadrado sobre la tierra como recupera su posición correcta
sobre la silla o vuelve a caec al otro lado en la mas inverosímil y
asombrosa ajilidad y coraje.
La impresión ante estos diversos despliegues va cambiándose
poco a poco. Comienza el agrado y cierto orgullo ante la correc-
ción del jinete; sigue el aplauso ante la maestría con que se salvan
los obstáculos; sobreviene la admiración por la docilidad incompa-
rabie del caballo ante la orden de su dueño; y asalta el estupor y
el asombro ante la soberbia y temeraria audacia de esos lidiadores
de hierro.
Ayer los hemos visto colgando de las sillas y casi tocando el
suelo con la cabeza para levantar un sable a la carrera del caballo;
o tumbándose con flexibilidad estraordinaria en el momento de
trasponer el salto; o pasando por los delgados inestables tablones
de un puente suspendido. Todo esto, hecho sin esfuerzo, sin apa-
ratos, sin soberbia, como la manifestación sencilla de lo que es en
la actualidad la caballería chilena y de lo que puede llegar a ser con
el tiempo.
Cuando ayer, llenos de admiración y de orgullo nos acercamos
a un oficial de granaderos para estrecharle efusivamente la mano,
el nos contestó con modestia y con naturalidad:
— Todavía se puede hacer mucho mas.
£n las filas de los guias y de los granaderos venían los mas her-
mosos y fuertes soldados que hemos visto en nuestro ejército.
Rostros cobrizos, brazos cuya musculatura se veia estremecerse al
través del dormán, ojos vivaces que destellaban chispas al partir
de galope con la lanza en ristre, verdaderas resurrecciones de los
atletas que cantó Ercilla y que inmortalizó en el bronce Plaza.
Esos soldados vienen del sur, del corazón de Arauco, donde todavía
llena el aire el recuerdo de las antiguas guerras, y donde basta ten-
derse en tierra y acercar los labios al suelo para recibir las emana-
ciones de tanta sangre heroica derramada allí en una lucha de
siglos.
Y ¿qué decir de los dragones de Curicó? — Fué ayer el remate de
la fiesta, pero un remate soberbio e inesperado, la aparición de los
dragones. Partieron por la pista, llevando todos los caballos mar-
cha de parada, muestra estupenda de trabajo y de paciencia; si-
guieron inimitables en los saltos, y dieron la mas alta nota del
torneo hípico con los portentosos volteos a la carrera del caballo. Es
indudable que los dragones de Curicó son los primeros jinetes de
América.
O O O
Muí oportunamente ha venido la bizarra y espléndida revista de
ayer, a demostrar a los que nos acusan de belicosos y de provoca-
497
dores, que no necesitamos de armamentos ni de cañones para con-
fiar tranquilamente en las enormes fuerzas vitales de nuestra raza.
Un pais, cuyo pueblo siente desde la cuna la obsesión de la pelea,
que pasa la mitad de su existencia sobre el caballo, que desprecia
la vida soberanamente, que es soldado de alma, de sangre y de an-
tecedentes, no tiene nada que temer del porvenir, por mas que a
ratos parezca oscurecerse con las neblinas internacionales que tan
a menudo están cayendo sobre Sud- América.
— No necesitamos mas armamento, — nos decia ayer un oficial
de la cuarta zona — las lanzas son demasiado largas para un chileno;
bastarla cortarlas por la mitad y tendríamos el doble!
El Salón de Bellas ñrtes
ññO 1903 <>
LA inauguración del Salón de Bellas Artes es la única fiesta in-
telectual y artística que va quedando en este pais, cada dia
mas invadido por el prosaísmo en todas las esferas de la ac-
tividad.
Ese salón, sobre cuyas claraboyas tejen las arañas cada año
sus telas impalpables, resucita luminoso y triunfal. Un rayo de sol,
pero un rayo ideal, de esos que forman el nimbo de los santos, el
resplandor de las visiones y los destellos de los triunfos, envuelve
en una gloriosa claridad nuestro pequeño templo partenónico, único
y último reducto de la belleza, de la imajinacion y del arte chilenos.
Los árboles, los jardines y los boscajes de la Quinta Normal
exhuberantes de color y de vida, invitan a esta visita que trae
calma para el espíritu y gratísimas emociones para la vista. Se abre
el Salón de Pinturas en la época en que se abren los jardines y los
huertos a la plenitud de la eflorescencia y de la vida, y así es fácil
(i) Estos artículos escepto algunos que no incluimos en esta colección,
aparecieron firmados Guerin,
500
comparar la luz, el aire, el sol y los colores que ponen nuestros ar-
tistas en sus telas, con los colores, el sol, el aire y la luz que ha
puesto Dios en la naturaleza.
O O O
Los que sufren la invencible tendencia a encontrar que todo
decae en este país, no pueden darse el placer de esta afirmación
ante el afortunado grupo de telas presentadas este año al Salón.
El cuadro de jénero, el paisaje, los animales, el retrato, las flores
y la naturaleza muerta, tienen en él ejemplares dignos de conside-
ración y de estudio. El conjunto es brillante, digno de un progreso
artístico mas avanzado que el nuestro, y merecedor de un aplauso
entusiasta y franco.
Con escepcion de los cuadros de Rafael Correa, las telas dd
Salón son jeneralmente fuertes de color y menos vigorosas en el
dibujo, soportando con mas facilidad una impresión de síntesis que
una de análisis.
Es natural que Rafael Correa sea llamado el primero ante el ju-
rado del público. De la joven jeneracion es el que ha llegado al fin
de un camino erizado de escollos.
Sus dos telas de animales se completan, para damos una con-
cienzuda esposicion de su arte. «En la pradera», el gran cuadro
pintado en Francia, se despierta una estension de paisaje claro y
luminoso, con verdad atmosférica y un colorido alegre y traspa-
rente. No es una tela de animales, sino un paisaje por el que cruza
en un instante dado un grupo de vacas. Estas se muestran por
consiguiente bocetadas, sin mayores detalles porque la distancia ni
la unidad del paisaje lo permiten. En la otra tela de menores di-
mensiones, «Entre Cardos», Correa ha hecho el verdadero retrato
de una vaca con su ternero. Retrato es, según el diccionario de la
lengua, la «pintura o efijie que representa con semejanza la figura
de una persona o de un animal». Correa ha mostrado «En la pra-
dera » el grupo de animales que componen el cuadro armonizándose
con el paisaje; pero ha querido en «Entre Cardos» damos uno de
esos animales componiendo él solo un cuadro de esquisita sen-
sación.
$Q^
Bs la hora en que el sol comienza a morir y en que los mujidos
de los animales rompen el solemne silencio de los campos. Los
rayos del sol se han hecho mas rojos; pero ya no queman sobre la
tierra ni producen esa volatilización de los colores que forma una
gasa impalpable y vacilante sobre las cosas- La vaca, el techo de
paja, el árbol, bañados en esta luz, desnuda por decirlo así, mues-
tran sus contomos mas seguros y las sombras mas precisas sin ser
mas fuertes que al' medio dia. La vaca tiene la gracia elegante del
animal sorprendido en altiva posición de escrutar en torno suyo.
El sol muere en su pelaje rojo y blanco cayendo en un golpe ma-
ravillosamente tratado que rodea el cuello espirando sobre el pecho
carnoso y fuerte. Al pie un pequeño ternero aun no bien desarro-
llado, recibe parte de esta luz y completa el cuadro.
Correa siente el campo en este momento que no es todavia el
crepúsculo. Es una hora de silencio en que todo se pone rojo: los
cardos del fondo están pintados de mano maestra y con un éxito
indiscutible. Es la hora en que la mirada del artista siente toda la
emoción de la llanura verde, y de los animales soberbiamente ais-
lados sobre el horizonte. Es seguramente la hora en que Carducci
sintió el sereno y sosegado reposo de su soneto:
Tamo, o pío vove, e mite un sentimento
de vigore é di pace al cor m'infonde
o che solenne come un monumento
tu guardi i campi liberi e fecondi.
El público admira mas la gran tela «En la pradera», y los artis-
tas elojian mas el cuadro «Entre cardos». Y es que la sensación de
lalijereza aérea de un dia luminoso y claro, es mas fácil que la de
una tarde larga y arrebolada. Sin embargo los dos cuadros son dos
hermosas y acabadas obras de arte.
Alguien ha dicho en el Salón, que la tela de animales ho vale lo
que el cuadro de figura humana. Profundo error el animal es siem-
pre la figura desnuda, yjeneralmente en el cuadro de figura, el
plegado de la ropa salva muchísimos escollos de dibujo. Se dice
también que un defecto de dibujo en un animal, pasa inadvertido,
mientras que en la figura no. Suponemos que un jurado está siem-
Tfr« n sitiiscion de descubrir los errores de dibujo cualquiera que
<«• U clase de temas sobre que versen las telas.
TíT» «testiguar la nobleza de la pintura de animales allí están
IVJ>civtÍ3t con sus leones, Durero con su liebre y llegando a nues-
— ;ís ilias, Rosa Bonheur con su último cuadro de «Vaches et
íííívíu dauvergne», Charpin, Chaigneau y otros que han hecho
tvr.i»>leros poemas a las vacas de Normandia o de Flandes,
TUwftefoy con sus caballos, bueyes y corderos y el norte- americano
H«r\^y con sus jaguares.
Rjifael Correa es entre nosotros el único pintor de animales, y ba
"^;)do a ser un maestro interpretándolos a pleno aire y a plena
Pos «Efectos de nieve» hechos también en Francia, completan
;,» presentación de Correa en el Salón de Bellas Artes. Son her-
■:)>,>sísimas telas en que las facultades del colorista y del artista
vMUcienzudo vuelven a presentarse con enerjia y con cmn|dido
«■xtto.
Correa estudiará de nuevo nuestros campos y encontrará en la
brillante gama de sus colores, nuevas armonías para los paisajes-
Pintará nuestros animales vagando en los campos feraces del cen-
tro del pais, y sus telas encontrarán para las elegantes líneas dd
fondo, los grupos de álamos que son la marca comercial del paisaje
diileno.
Nuestro pintor lia obtenido un gran triunfo por todos recono-
cido y por todos encomiado. No necesita estímulos para seguir
iniciante en su abierto camino, pero el jurado seguramente le con-
cederá el que merece.
junn FRñncisco BonzntEZ
Hai entre nosotros un pintor de gran independencia de espíritu
de carácter que tiene credo propio y vive en tienda
ha batido cara a cara con su suerte en una lucha
IOS años y ahora ha vencido plenamente; Este pintor
risco González.
ichos años sus manchas no eran entendidas sino por
>B. No conseguía por ellas, ni aplausos ni dinero. Era
S03
una batalla penosa, agotadora de las fuerzas, que le reservaba al
artista un desengaño para cada dia. Pero González, tenia como los
antiguos paladines, una dama por quien seguia librando los com-
bates, dama caprichosa y altanera, no siempre dócil a sus deseos,
pero mui a menudo vencida por su constancia. A ella la ha buscado
el artista en el breve crepúsculo fujitivo, en la corta alborada que
pasa como un relámpago, en el medio dia que enerva las fuerzas
y hace caer los brazos fatigados. La naturaleza lia sido para nues-
tro pintor buena amiga y alegre camarada. Ella ha dejado caer so-
bre sus cuadros la relijiosa entonación de la tarde, el roció del alba,
y el inquieto oleaje del aire bajo los rayos verticales del medio dia.
Se ha acusado a González de pintar pequeñas telas. Alguien
encontró también cortos, demasiado cortos los cantares de Heine.
La sinceridad absoluta a que se sujetan en el dia los pintores de
paisaje, les obliga muchas veces a abandonar la gran tela com-
puesta en el taller, para buscar solamente el pequeño lienzo pin-
tado en el momento mismo en que dura la sensación de color.
González reza su oración corta, pero ferviente. No soportaría su
inspiración la larga tirada de telas mayores, sin descender y en-
friarse y hacerse falsa y prosaica.
Miremos el rincón de huerto que a González cautiva. Allí no hai
árboles cuyo elegante contorno armonice con el faldeo de cerro y
el rancho viejo. Solamente algunos pedazos de tronco, un montón
de hojas secas y alguna hierba que brota en medio de ese fin de
invierno. . . Pero allí la entonación del color se mezcla en deliciosa
suavidad, los matices se funden, las tonalidades se compenetran,
y la combinación dulcísima, delicada, amable, de esas luces y de
esas sombras, cantan una verdadera e inspirada melodía que con-
mueve y que emociona.
El paisaje moderno se simplifica. Cada vez mas tiende a hacerse
de tanta fisonomía, de tanta intensidad, de tanta reí ij ion, de tanto
misticismo podría decirse, como la figura humana misma.
Ya no se componen paisajes poniendo un árbol a la derecha,
unos cerros al fondo y una figura en el centro, ya no se busca la
línea elegante, artificialmente, sino que se la encuentra. El paisaje
es justo, preciso, breve, lacónico; pero hai una fuerte intensidad eu
su lenguaje, una profunda emoción en su espíritu.
17
504
Por esta razón se ha hecho justicia a González. Y esta es la causa
de que, espuestos sus cincuenta cuadritos en el salón de El Mer-
curio^ vinieran a comprárselos, diplomáticos, estranjeros, señoras,
aficionados y hasta algunos que antes resistían con vigor la manera
osada de González.
En el Salón de Bellas Artes, un grupo de paisajes da una vivaz
impresión de color y de vida. Las «Torres de Santo Domingo» ba-
ñadas por el sol de la tarde, se destacan vivamente en el grupo.
La patina con que el sol y el tiempo han cubierto la piedra de la
vieja iglesia, ha atraído el alma del artista y le ha arrancado una
estrofa cálida y .sentida. «La casa del poeta»... un paisaje otoñal,
tibio y melancólico, es un rincón de callejuela cerca del Seminario,
donde una pequeña casita y un álamo amarillento dan la sensación
acabada de la poesía, de la simplicidad y del silencio.
Los «Parrones de otoño», los cBarriales de invierno» y los «Pai-
sajes de verano tienen cada uno su representante en los números 56,
52 y 62 del catálogo. Preciosos paisajes llenos de elocuencia y senti-
mentalismo hablan al espíritu en su idioma de los colores y de la
luz; orquestan deliciosamente Ixijo el sol; rezan su inspirada ple-
garia a la naturaleza viviente y pasional de los campos chilenos.
Los que siguen a González en su camino van a su táller y se
llevan estas manchas elocuentes. El número de entendidos aumenta,
y ya hai pocos salones de Santiago que no tengan una de esas
deliciosas orquestaciones de color.
Este artista seguirá produciendo sus poemas cortos y fervorosos.
Buscará los colores que como mariposas traviesas se esconden en-
tre las sombras o aletean bajo el sol. Pintará con maestría ese re-
flejo del azul del cielo, que llueve en una finísima lluvia de ópalos
sobre las hojas, las flores, el polvo y las sombras. Traducirá el
misterio melancólico de las tardes de otoño; el alegre estallido de
las primaveras que florecen; o la desnuda soledad de los inviernos
que se deshojan.
Entre las muchas telas que pinta González cada año hai algunas
que sobreviven. Las demás se borran y se pintan otras mas afor-
tunadas sobre ellas.
Hai también algunas manchas wagnerianas que permanecen en
un rincón del taller, sin mas admiradores que su autor mismo que,
505
probablemente, en sus horas de entusiasmo las encuentra jeniales.
Pero, entretanto, he aquí que un pintor sincero y atrevido triunfa
entre nosotros.
UñLEHZUELñ LLnnOS
Don Alberto Valenzuela Llanos es un distinguido y lóven ar-
tista que ha luchado con verdadero denuedo para realizar sus triun-
fos en el paisaje. Antes de conocer los secretos que hoi le dan la
victoria, estudió concienzudamente la naturaleza; pero no logró
sino felices impresiones de detalles. Fuera de una marina suya,
vigorosa y fuerte de color que adquirió el museo hace algunos años,
conocimos algunos paisajes de tarde con efectos de nieve en la cor-
dillera a la puesta del sol. Tenían una tonalidad caliente, sentida
y mui discreta. Valenzuela entendía esas horas tranquilas y silen-
ciosas del paisaje chileno, le dedicaba inspiradas canciones de
color, pero todavía luchaba con las dificultades de la luz y de la
impresión atmosférica.
Hoi dia sus apuntes europeos y sus cuadros chilenos muestran
una coloración segura, lijereza de aire, y vivo sentimiento de la
luz. Los árboles, las praderas, el mar los reflejos de sol sobre las
cúpulas, los blancos fundidos de la nieve, tiene todos en la paleta
de Valenzuela Llanos, un elocuente y osado intérprete.
Su «Primavera en Lo Contador» es el gran paisaje presentado
por Valenzuela al Salón. Un árbol casi sin follaje deja caer a poca
altura del suelo ima rama florida. La vista que se recrea en esa
blanca y poética eflorescencia de almendro o de peral, se siente in-
vitada a pasar bajo la rama que columpia el viento buscando mas
adentro un rincón tibio, misterioso y sombrío. Un grupo de árbo-
les de huerto se juntan en segundo plano y producen bajo su fo-
llaje esa vaguedad de las sombras y de las cosas, que impiden al
caminante saber si la figura que se mueve en el fondo de una ala-
meda, viene hacia él o se aleja... Una casa de campo se deja ver
entre ramas en último orden, medio hundida entre la verdura que
comienza, y esa brisa de perfume y de brote nuevo que lo inunda
todo. El cielo azul, mui azul, uno de esos cielos de raso, luminosos
y calientes, que tenemos en Chile, arroja sobre toda esta primavera
So6
que florece, un reflejo que hace mas verdes las hojas, mas blancas
las flores del almendro, mas alegre y blanda la hierba que tapiza 3*
borda poéticamente el suelo.
Unos piensan que el color del cielo deberla ser menos intenso,
otros, que un cielo tan azul deberla proyectar luz mas fuerte sobre
el paisaje. Valenzuda Llanos sabe lo que hace, y es absolutamente
sincero; bai artistas a quienes se debe creer bajo su palabra.
Entre tanto, su «Primavera» tiene la luz viva, la atmósfera lijera,
la tonalidad sonriente de las primaveras chilenas. Es la época en
que las ramas del durazno cuelgan sobre las tapias musgosas, re-
balsando del huerto; en que las diucas vuelven a ensayar por las
mañanas su canción alegre y gozosa; en que el sol es vivo, el aire
limpio, el cielo azul, y el campo lleno de verdura y de color. Son
esas mañanas frescas y vivas de primavera, las que cantó Rubén
Darío en unos versos fáciles y livianos:
Qué alegre y fresca la mañanita!
me agarra el aire por la nariz;
los perros ladran, un chico grita
y una muchacha gorda y bonita
junto a una piedra muele maiz.
La «Tarde en Lo Contador», es un paisaje de menores dimen-
siones, pero de indiscutible valor. El cielo con nubes es uno délos
mas hermosos trozos de pintura que hemos visto en paisajes chi
leños. Hai en esta tela un suave aliento de poesia, una entonación
sincera y perfectamente sentida. Como en pocos paisajes, la sobrie-
dad en los procedimientos y una justa armonía en los colores, leda
a esta tela la serenidad de una estrofa clásica, o de un salmo an-
tiguo.
El • Efecto de nieve» en los alrededores de Paris, y el «Fin de
Otoño « en Charenton, son dos telas traidas de Europa, con her-
mosísimo colorido y una atmósfera trasparetite. Los tonos blancos,
suavemente fundidos por un pincel maestro, recuerdan los mejores
paisajes nevados de la moderna escuela francesa. Son telas de
mérito en que el estudio y el talento se han hermanado para hacer
la obra de arte.
507
Un pequeño cuadríto «La iglesia de la Salutte», en Venecia, es
una joya. Un dikttanHi de buen gusto lo adquirió apenas abierto
el Salón. Un apunte mui hermoso «Hn alta mar», constituye otra
linda mancha de color que produce una impresión elocuente délas
olas y tumbos del océano desde la popa del buque. Los cuadritos
de «Lisboa», «Verano» a «Orillas del Maine», «Puerto de Pernam-
buco» y otros, afianzan la victoria del jó /en artista que va en la
primera fila entre los luchadores de la nueva escuela.
Valenzuela Llanos es como el ya maestro Juan Francisco Gon-
zález, de los iniciados en el misterio del colpr. Esa interrogación
que hai para todo profano en las coloraciones del paisaje, tienen
pronta respuesta en la paleta de estos privilijiados. Las audacias
de la plena luz, los misterios velados de la sombra, la poesia de la
hoja que muere en el otoño, y de la hoja que nace en la primavera,
son interpretados con vigor, con certeza, con absoluta conciencia,
y con esa sinceridad artística que constituye la honradez del pintor.
Los cuadros de Valenzuela, principalmente sus primaveras y sus
tardes, hacen pensar y soñar. Ante esas telas con verdad y poesia
surjen los versos de un poeta español:
Kl viento de la tarde un delicado
olor de primavera me ha traído
y entornando los ojos he soñado!
••LOS FUnOIDORES"
El juicio del público y el de la prensa han designado a Araya
como uno de los vencedores del Salón. Su cuadro «Fundidores»
es una tela que habla con elocuencia de los progresos del artista y
que gana para Araya un sitio espectante al frente de la joven jene-
racion de luchadores.
Cuando se piensa toda la enerjia gastada por este artista para es-
tudiar sus modelos, todos los sacrificios hechos para costearlos,
toda la intuición puesta de su parte para comprenderlos, y ademas
sus pocos años de labor y su falta de esperiencia en estas lides,
uno se siente inclinado a ser mas benévolo, aunque en realidad el
juicio de su obra no necesite mucha benevolencia.
5o8
Los «Fundidores» constituyen una gran tela en que las ñguras
son mayores que el tamaño natural. Se impone a la vista sorpresi-
vamente por la viveza de los colores: un efecto rojo vivo en fondo
oscuro y opaco. Es la escena de vaciar el metal en el molde, según
entendemos. Cinco o seis figuras de operarios se agrupan alrede-
dor del reverbero en que estalla el resplandor mas vivo y reciben
su reflejo, manejado audazmente por el artista.
La escena es fria y no habla al alma con la elocuencia con que
esos episodios del trabajo suelen hablar. Cuando el curioso pene-
tra al taller en que la fragua arde incesantemente como el fuego
sagrado, los golpes de los martillos que caen alternativamente so-
bre el hierro, entablan un diálogo que el espíritu interpreta en forma
sentimental y poética. Los operarios con la faz contraída por el
sudor y la fatiga, muestran la vigorosa musculatura de los brazos,
y la fuerte y ruda modelación de la espalda que parece también
formada a golpe de yunque. Todo es allí caliente y brutal. Hai ca-
lor emanado de las brasas incandescentes que arden en las fraguas
y caldean como ascuas encendidas al aire; hai calor en la tonalidad
del taller animada por el reflejo del fuego y por el contacto de ese
trabajo rudo y pertinaz; hai calor en fin, en los rostros encendidos,
en las manos que doblan el hierro, en las espaldas que se encorvan
y en las piernas que se afianzan al suelo.
En la tela de Araya hai algo de convencional, seguramente pro-
ducido por una escena ficticia y preparada ad-hoc El espectador
no siente ese calor, no se abre a ese sentimiento de poderosa ener-
jia, no suelta ese /a/t/ contenido que arranca la escena realista y
elocuente. Por el contrario, mira fríamente aunque con interés y
espresa con absoluta tranquilidad que el cuadro es bueno.
Por otra parte, el público, poco versado en los secretos del arte,
tiene que preguntarse si los reflejos de la luz están estudiados de
la escena real. No podríamos nosotros contestarlo. Tampo cocon-
testan las figuras algo acartonadas aunque de excelente dibujo, si
en el fondo de ese metal ardiente hai color verdadero o solamente
luz de bengala.
En cambio, vemos en esa tela, aparte del dibujo, preciosas cua-
lidades que ponen a Araya en situación de disputar las mas valio-
sas recompensas. Espíritu fuerte, audacia bien dirijida, talento
509
sano y bien. templado no ha tomado los efectos del maestro y ha
sabido volar con alas propias. Araya ha vencido esta vez y seguirá
venciendo, porque salvada la parte mas escabrosa del camino le
queda la ancha y fácil senda en que su solo estudio le seivirá de
guia.
«Fundidores» es, seguramente, un cuadro de aliento que servirá
de heraldo a muchos otros, fuertes, vigorosos como éste; pero con
mas sentido íntimo, con mas vida, con mas elocuencia.
Hoi por hoi, Araya es la esperanza mas sólida entre nuestros
pintores. Hai seguridad de que no fallará, dejando decepcionados
a los que confian en sus fuerzas.
ÜUOUñY TROUin
HA tocado las playas chilenas el barco francés que pasea por
todas las costas del mundo, la mas escoj ida y brillante juven-
tud de su marina. Bajo el glorioso pabellón de la República,
se mece en la bahia de Valparaíso el buque escuela que lleva
uno de los nombres mas célebres de la marina europea, y
desde su cubierta el estampido del cañón saluda fraternal y noble-
mente.
Después de heridas sangrientas, Francia recojió sus enerjiás y
su vitalidad secular para volver a hacer de su ejército y escuadra
las mas poderosas de Europa. Nunca un propósito tan heroico ha
tenido mas rápida coronación, El ejército francés es uno de los
primeros del mundo; y su escuadra adelanta bajo los mares un
tentáculo invisible que aun no encuentra valla enemiga que lo de-
tenga: los sub-marinos.
Duguay Trotlin fué el rei de los corsarios. Jamas ha surjido en
una época heroica, un hombre que simbolice con mas enérjico re-
lieve el espíritu de su raza y la impresión de su época.
Aun no nacian las escuadras de Inglaterra y Holanda, cuando
por lei histórica debían batirse cada pulgada del mar con la ar-
mada francesa. Era el corso el que desplegaba entonces los heroís-
mos, la nobleza y el espíritu que después levantaron las escuadras
5'^
de linea. Y Dugnay Trouin fué el mas glorioso corsario que re-
jistran los anales del mar.
Habia nacido en 1673. Vivia en uno de esos pueblos pequeños
en que la torrecita de la parroquia cubre como con una ala des-
plegada toda una población tranquila. Lo destinaron a la Iglesia;
pero el aventurero jenial de mas tarde comenzó a estallar bajo las
infantiles formas del pequeño aldeano.
A los 16 años fué embarcado en un buque corsario el «Trínité»
que se lanzó como un león a hacer difíciles presas en los barcos
ingleses y holandeses. Duguay Trouin pasó de un salto del nido
a la pelea. También pasaba de la tranquila somnolencia de una
aldea a la vida de la inmortalidad.
Kn esa edad en que comienzan a despuntase en el alma los pri-
meros sentimientos de la vida y del amor; y en que la juventud se
estiende y se abre en miles de horizontes claros, como un rosal
silvestre en millares de botones, Duguay Trouin, junto con cum-
plir los dieciocho años saltaba al puente de la fragata «Douycan»
para mandarla él solo en sus campañas incesantes.
Viene entonces en su vida una pajina de poema. Por primera
vez la sinfonía guerrera de su existencia, cesa un momento para
dejar oir una voz de mujer.
Era el año 1694. Duguay iba a bordo del cDilijente», a combatir
la escuadra inglesa de Sir David Mitchell, compuesta de seis bu-
ques. El muchacho corsario se lanzó a la batalla, ebrio de arrojo y
de valor. Durante una hora tronó la pólvora, se levantó de las na-
ves horrible gritería, y los barcos se fueron sobre los barcos bus-
cándose cada cual el corazón.
El «Dilijen te» se encontró acorralado; su tripulación de héroes
fué cayendo sobre el puente, y quedó solo Duguay Trouin desa-
fiando al orgulloso pabellón de Sir David Mitchell, que ñameaba
elegantemente sobre el palo de la nave capitana, como pudiera ña-
mear en la cúpula de un teatro.
El muchacho de veinte años fué apresado y conducido a Ply-
mouth. Era el otoño y la tierra estaba cubierta da hojas secas. . .
Al caer la tarde, el corsario, abstraído en su pensamientos, sentia al
rededor de su cárcel, el crujido de las hojas bajo la planta de los
curiosos que se reunían a mirarle.
513
Entre ellos principió a acudir una linda muchacha, hija de un
comerciante de la plaza. Ella sabia la historia de ese joven rubio,
de ojos claros y talla jentil y vigorosa. Sabia que era enemigo de
su patria; pero el amor salva todas las fronteras, suaviza todos los
odios y olvida todos los dolores.
La niña le abrió de noche las puertas de la prisión y se contentó
con verlo cruzar el canal de la Mancha, sollozando de angustia.
Duguay llegó a Saint Malo, de donde habia partido, para hacer su
primer estreno en el «Trinité».
El león estaba libre de nuevo.
Un año reunió una flota y esperó en alta mar a la escuadra por-
tuguesa que llevaba al continente las riquezas del Brasil. No llegó
a tiempo, y la presa escapó.
Preparó de nuevo su espedicion y se volvió a dar cita con la
suerte, para aguardar el paso del codiciado convoi de barcos. No
fué posible librar batalla, porque el mar levantó enormes vallas de
olas y salvó las naves portuguesas de los osados aunque débiles
buques de Duguay.
Pero éste volvió de nuevo otro año. Ya hasta las olas lo cono-
cían y al verlo se dijeron: ,«Este es el corsario, que viene todos los
años a esperar a la flota del Brasil». Pero atemorizados los portu-
gueses de la presencia de este hombre no convidado a la fiesta, no
enviaron ese año la remesa anual al tesoro portugués.
Duguay Trouin se volvió pensando algo. Al año siguiente cayo
sobre Rio Janeiro. Si no salia la flota portuguesa, habia que bus-
carla en el puerto. Las fortalezas tronaron muchas horas segui-
das. Duguay se batió con implacable zana, y por fin saltó a tierra.
La población habia huido dejando una ciudad solitaria. El capitán
corsario hizo volver a los habitantes y les. impuso condiciones.
La juventud le dio, por fin, un adiós a Duguay, mientras que la
victoria seguia acompañándolo.
Una noche el corsario velaba apoyado en la borda de su buque.
En medio de la sombra creyó ver surjir un barco con bandera
negra. Por primera vez tuvo miedo.
El barco se acercó y un espectro saltó a su cubierta al abordaje.
— ¿Quién eres tú?, le gritó Duguay.
5'4
— Soi la muerte, dijo el espectro. En poco tiempo mas deberás
embarcarte en mi nave.
Fué una noche larga y triste. El corsario recorrió su vida. Vio
la blanca torrecita de su pueblo. Recordó la corona que alcanzaron
a ponerle en su cabeza de seminarista. Pensó en la rubia mu-
chacha de Plymouth, que le salvó la vida, y sintió por primera vez
angustia horrible.
Duguay murió en Paris rodeado del respeto y del amor de todos.
Fué valeroso, noble, desinteresado.
Todos se enriquecieron a su lado. El quedó pobre solamente.
Llegó el espectro al lado de su lecho y le recordó que era nece-
sario embarcarse.
Y el corsario partió para no volver.
Era ese el único mar que no habia surcado antes.
4. 4. 4
Y ahora su grande espíritu cruza los mares de nuevo y lleva de
costa en costa y de puerto en puerto, un grupo de jóvenes marinos
franceses que hacen las primeras armas de una gloriosa carrera.
¡Salud a la sombra inmortal de Duguay Trouin, y a los marinos
franceses que tripulan la nave erijida eu su nombre!
La Sinfonía del Miagara
«El príncipe Enrique de Pru-
sia, con su comitiva, pasó el dia
de ayer en el Niágara».
LA gran república ha conducido al huésped real que recorre
atónito sus ciudades, hasta la catarata del Niágara, una de las
maravillas del mundo.
Allí donde la naturaleza humana se rinde ante la fuerza
tormentosa de esas aguas, Enrique de Prusia puso atento el
oido, despierto el corazón y ájil la fantasia.
— Creo oir — habrá dicho— algo así como preludios de orquesta-
ción wagneriana. Me parece que del medio de estas aguas que sal-
tan en un haz jigantesco de chispas y de espuma, brotarán estam-
pidos de cañón, gritos de batallas, cantos de mujer, estortores de
agonia y burras de triunfo.
Y el espíritu de Mac-Kinley, separándose de aquella revuelta
tempestad de truenos y rujidos, como un jirón de impalpable gasa,
susurra al oido de Enrique:
— Príncipe: oye atentamente lo que dice al viajero la catarata del
Niágara. Este clamor sordo, enorme, de gradaciones terribles y
jigantescas, discorde a veces, concertado y unísono otras, es el
poema sinfónico de mi patria. Lo que entre estas aguas que saltan
Si6
con ímpetu titánico, llega hasta el oido del caminante, es la epo-
peya del trabajo, de la civilización y de la victoria. Aquí oyes tú
el himno triunfal de un gran pueblo.
Y la sombra, desapareciendo en el aire como si fuera una chispería
de la misma catarata, fué a confundirse con ese torrente que se
lanza al abismo durante siglos.
Y Enrique oyó con el silencio relijioso con que en Bayreuth
oyen los adoradores de Wagner la cabalgata de las Walkirias. Y
el Niágara decia asi:
Recorriendo la tierra americana, he visto sus ciudades, sus fá-
bricas, sus campos, y he resuelto lanzarme de la altura antes que el
vértigo me despeñara en el abismo. Han cruzado mis aguas los
injenieros mas intrépidos, los soldados mas fuertes, las mujeres
mas hermosas de la tierra. He sentido contar a los millonarios sus
caudales y después, de sobremesa, me han arrojado a mi cauce mi-
llares de doi/ars, mientras cantaban alegremente. Sobre mí, que me
arrastro a flor de tierra, hai otra gran serpiente que vibra en el aire.
Es el rio de la palabra humana que se aleja cabalgando en alam-
bres de cobre, con carrera vertijincsa v frenética. Viajero: mira
donde quieras, y en lugar del viejo bosque de robles y de pinos,
encontrarás la selva de cañones que alzan sus bocas al cielo y
arrojan espirales de humo. Mira donde quieras, si vienes de Rusia,
y verás a todo el mundo libre. Mira donde quieras, si vienes de
Jermania, y verás que el sable de acero brilla solamente en las ba-
tallas. Mira donde quieras, si de Inglaterra llegas, y verás que las
guerras se inician y se acaban de un golpe.
& f^ 9É
Y en ese momento, cayendo el sol sobre el torrente de las aguas,
se formó en la blanca chisperia el arco iris, como si se hubieran
echado pinceladas de color sobre el mas trasparente cristal de roca.
Y del fondo de la sinfonía wagneriana pareció salir un coro de
voces dulcísimas, arjentinas, celestiales, que cantaban a la libertad,
a la paz y al progreso.
JP JP
"íDe mata tu ¡nóiferencia**
El* párrafo de crónica que anuncia la aparición oe un nuevo
valse, jeneralniente un valse brillante, tiene la majia de atraer
sobre cualesquiera otros la mirada de un centenar de chiqui-
llas filarmónicas, que tanto se ensayan en tocar el piano forte
como en recorrer por primera vez el teclado del amor. Por
cierto que los bemoles de estos últimos ejercicios son mucho mas
difíciles que los de los primeros.
En un diario de la mañana se da la noticia de la publicación de
tres composiciones pira piano, del finado compositor nacional don
Rodolfo Lucero. Suj estivos estos títulos como siempre lo han
sido los del malogrado Lucero, se llaman las obras inéditas: Los
ojos de un Arcánjel, Acuérdate de mi y Me mata tu indiferencia.
La noticia, tardia para que el recuerdo a la memoria de Rodolfo
Lucero sea una nota de actualidad palpitante, viene, sin embargo,
en los diarios de hoi. Acuérdate de mi^ dice una de sus composicio-
nes; y se nos ocurre que, en efecto, en algún pequeño salón de la
calle Eleuterio Ramírez o de Gálvez adentro, el pequeño salón en
que los muebles están metidos en fundas blancas y hai sobre el
piano canastillos con flores de trapo; el salón en que, debajo de
cada florero, se ha puesto un pañito bordado por las niñas de la
casa y en medio de la mesa de centro, una mistelera obsequiada por
5i8
un pretendiente ya olvidado, durante un noviazgo ya fenecido; se
nos ocurre, decimos, que allí se ha sentado la muchacha de ojos y
pelo negros, fijando los ojos en las pajinas recien impresas del
valse de Lucero, y dejando volar ta fantasía a muchos almibarados
recuerdos de antaño.
Y mientras las sencillas melodías de tono quejumbroso, blandas
y suaves como motas de algodón, verdaderas melopeas cursis que
parecen hablar de artículos de tocador, y sujteren imajinaciones es-
polvoreadas con polvos de arroz, van saltando del teclado y ca-
yendo a la gastada alfombra, donde comienza ya a aparecer la trama
de cañamazo, la muchacha recuerda el primer valse de Lucero y las
primeras emociones del baile, cuando en el piano tocaban Por amor
cantan las aves, y ella jiraba como una ondina en brazos de un Romeo,
traidor mas tarde, ingrato y fementido.
Todo esto se recuerda. Y el modesto Lucero, que luchó por la
vida y consiguió un dia que le llamaran iluslrisimo señor en una nota
brasilera en que le daban las gracias por una composición de ca-
rácter diplomático mas que musical, sonriendo mas allá de la
muerte, se preguntará lleno de dudas: ¿Será esta la inmortalidad?
Nó, no es la inmortalidad. Pero hai injenios modestos que logran
dejar con obras de escaso valor artístico, huellas profundas e im-
borrables. Ni Chopin el clásico, ni Shaminade el esquisito, logra-
rían hacer comprender en ese salón cito que hemos apuntado mas
arriba, el mas sencillo de sus admirables compases. Entre tanto, el
valse de Lucero, con su nombre de cursi intención, con ese tono
melancólico y acuecado^ con el compás señalado hasta la exajera-
cion; inspira idílicas sujestiones, hace brillar los ojos con emoción
sencilla, y convierte en desenfrenado baile la reunión modesta en
que unas parejas se aman y otras desean amarse.
¡Lucerol El comprendía perfectamente que, como a Lázaro, le
tocaba sólo recojer las migajas del banquete musical a que están
invitados los grandes maestros; él veia lejos de sí, niui lejos, des-
tellando en el horizonte como una aurora boreal, la luz de la
armonía y la esplosion del jenio; pero como el loco que quiere alcan-
zar con sus manos una estrella, pretendía en vano recorrer ese cami-
no; pero reconocida la impotencia de sus esfuerzos, se contentaba al
fin con caer de rodillas y rendir culto relijioso a la suprema belleza.
5^9
Y el maestro tenia que reconocer que las hojas de sus valses no
llegarían a posarse sobre el atril de los aristocráticos pianos de
cola, esas enormes cajas sonoras de tapa levantada, que parecen en
el rincón de la lujosa sala, una enorme ave herida, que despliega
una ala negra al viento. En esos pianos tenian sólo entrada res-
petuosa los grandes concertistas encabezados por Listz, y no los
modestos soñadores, que pasaban las veladas recorriendo el teclado
con mano febril, sin conseguir una sola melodía feliz, de esas que
estallan como un cohete de luz y quedan silbando en el laire, sino
pobrísimas concepciones de escaso vuelo, prosaicas armonías de
frialdad imponderable.
Si una composición musical de los grandes maestros puede com-
pararse con una ave que vuela, los valses de Lucero no llegan a
ser otra cosa que volantines chupetes. Pero ¿qué culpa tenia él?
Cada cual llega donde puede.
Entre tanto, que ningún osado se atreva a deprimir al finado
maestro Lucero delante de sus parroquianos de 20 años. Delante
de ellos se podrá decir que Verdi era un organillero; pero que no
se diga que Lucero no era uno de los primeros jenios musicales
del siglo pasado.
Los valses de Lucero se vendían en Chile y en la costa del Pa-
cífico, mucho mas que esos simpáticos valses de Ramenti, el com-
positor arjentino. Naturalmente, aquellos son mui inferiores a
éstos. En realidad, no admiten comparación.
La casa editora llamaba muchas veces-a Lucero para demandar
con ansias su último valse. El maestro lo sacaba de^ bolsillo y lo
tocaba al piano.
— Está bien,— le decia un alemán. — Pero deberá usted agregarle
tres pajinas para poderlo vender a un peso.
— Muí sencillo: se da vueltas el motivo de abajo para arriba.
Y lo daba vueltas del revés, como se puede hacer con un cal-
cetín.
Los valses de Lucero son una especie de diccionario cursi del
amor. ¿El joven se ponia desdeñoso con su novia? Se sentaba ésta
al piano y tocaba Me 7Ío de tus desdenes, ¿Insistía en su frialdad e in-
diferencia? Le llegaba el tumo al vals: Quiéreme y uo te pesará. Por
el contrario, ¿se ponia él demasiado fervoroso, mui elocuente, mui
520
apasionado? Abría ella en el atríl un valse y le decía: — ^Voi a to-
carte El corazón ardiendo,
Hoi dia, muerto Lucero, y prodncida en tomo suyo una simpatía
deferente, seguirá hablando la carátula de su último valse
Acuérdate de mi,
Y nos acordaremos de él, que fué un hombre bueno, modesto,
luchador abnegado y artista humilde.
HO mñS TUBERCULOSIS
EL TRIUnFO DEL PñLQUI
LA Academia de Medicina, según nuestros telegramas de ayer,
confirmados por los de la mañana de hoi, ha recibido infor-
maciones sobre la curación del 84 por ciento de los casos de
tuberculosis, por medio de la inyección de un líquido estraido
de ciertas plantas orijinarias de Chile y Colombia.
¿Qué dicen esos médicos que han salvado los Andes, cruzado el
Atlántico, recorrido la Hurppa, en busca de un remedio contra la
tuberculosis, al encontrarse con que la panacea estaba en la casa?
Cuentan que un dia estuvo un príncipe mui joven, mui hermoso
y mui rico — como deben ser los príncipes — en una pequeña aldea
donde habia cinco o seis muchachas sumamente hermosas. El
príncipe las atendió a todas, las obsequió a todas y al parecer se
fué de todas enamorado — que es lo que también suele ocurrir con
los príncipes. Pero, al poco tiempo, se supo que al llegar a su pa-
lacio, el príncipe habia resuelto casarse con una de las cinco o seis
muchachas de la aldea. Y aquí fueron las incertidumbres, las es-
peranzas, las ansiedades, los temores, las consultas largas en el
espejo, de todas esas candidatos a princesas, porque cada cual se
creía, al mismo tiempo que las otras, la única preferida del prín*
cipe.
Demos una mirada a las yerbas chilenas que esperan su senten-
cia de fama y renombre universal, y las veremos a todas diciendo
con suprema esperanza: ¿Seré yo la afortunada?
Jfaó/a elpalqui: Aquí estoi yo, humilde yerba que crezco a todo
aire y a todo sol, en el potrero ilimitado. Soi veneno para los ter-
neros, es verdad, ¿pero ignora alguien en Chile que, golpeándolas
con mis varillas, caen súbitamente muertas las culebras? Y la tu-
l>erculosis ¿no han dicho todas las eminencias que es una culebra
que se arrastra sin sentirse y se enrosca cuando menos se piensa?
Soi yo; no hai duda. jSoi yo la del premio gordo! Me cultivarán en
largas melgas abiertas al sol, me guardarán en invernáculos en los
paises helados, me empaquetarán en fajas de colores, con etiquetas
vistosas y elegantes. En la cuarta plana del Fígaro apareceré en
grandes letras: Palqui, Palqui, la célebre herbé du Chili. Lasculcqut
peut 7>oiis gnérir de la tuberculosis. Se méfier des conirefafons.
En el AWí' Vork Herald una pajina entera cantará mis virtudes:
¡Palquif ¡Palgtfi! Tlte great Chillan plant, SoU remedy for ihe tuberculosis.
Bel vare of imitations.
Y quedaré en los escaparates de las droguerías dentro de her-
mosísimos frascos de cristal!
Habla el culen: ¿Y yo? Me dice el corazón que mis florcitas azules
son señal de buena suerte. Mis raspaduras han librado a una buena
parte de la humanidad de los retortijones de estómago. El que se
ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado. Me da
en el corazón que el palqui se va a quedar para matar culebras so-
lamente. iSi me sacara el premio gordo! Pasarla a ser The cuUn. Le
culen^ etc., etc.
Habla el nafre ¿Y todavía no se les ocurre que la elejida soi yo?
¡Se conoce que no han tenido ustedes fiebres! Denme cuarenta gra-
dos y junta de médicos, rodeen al enferme de sollozos y suspirosi
llamen al confesor si es preciso. Y en esta decoración entro yo. . . (No
me pregunten ustedes cómo entro, porque eso seria revelar secretos
que, a pesar de ser secretos, los conocen todos ustedes). Entro yo,
decia, y la fiebre baja. Créanlo, la Academia de Medicina no tardará
en declararme jerba célebre, yerba académica, y yerba inmortaL
523
Habla el holdcr. ¡Cuidado conmigo! Sirvo para el hígado, y si no
me engaño, los hígados no están mui distantes de los pulmones.
Yo no ambiciono nada. Levanto mi follaje verdinegro en el faldeo
de los cerros. Sirvo de paradero a los pájaros, de sombra a los
arrieros, de orientación a los cateadores de entierros o de minas.
Pero si viene la inmortalidad, que venga.
Hablan varias: ¿Seremos nosotras? Nos tratan de maleza, pero las
yerbateras nos recetan. ¡Cuidado!
Y así sigue la cosa. Podria de todo ello hacerse -una zarzuela
nacional que se llamara La Yerbatera,
Pero, volviendo a nuestro tema, ;qué grata sorpresa la recibida!
Que alce ahora el gallo la Arjentina, que hagan propaganda en
contra nuestra el Perú y Bolivia, que se niege Inglaterra a fallar en
favor nuestro el litijió de límites, y les diremos nosotros con ener-
jia: «¡No hai palqui, caballeros! A morirse todos de tuberculosis!»
Pero puede resultar ¡ai de nosotros! que las potencias delicadas
de pulmones, acuerden conquistarnos por razón de humanidad,
diciéndonos: «¡o el palqui o la vida!» Nosotros contestaríamos lle-
nos de arrogante soberbia: «Ni el palqui ni la vida*. Pero con se-
guridad nos quitarían ambas cosas.
Al elefante lo dejaron en paz, mientras no se corrió que tenia
colmillos de marfil.
¡Alerta con la yerba!
v^ vff
El caballero Bartes
(A una amiga de doce afios)
ERAN esos tiempos en que había justas y torneos, en que los
caballeros vestian casco y cora/a, en que las damas escu-
chaban las trovas cantadas al pié de sus ventanas, y en que
subian por la noche los trovadores a decir frases de amor, con
una mano sobre el puño de la espada y la otra rodeando el
blando talle de la castellana. Eran esos tiempos en que la guerra
y el amor se disputaban el imperio del mundo, y en que los casos
graves y difíciles se resolvían por el ministerio de las hadas.
£1 joven caballero Bartes habia sido trovador. En las noches de
luna pulsaba el laúd al pie de los castillos, y era fama en toda una
vasta comarca, que a sus notas habían caído desmayadas de amor
muchas mujeres hermosas. Las manos del joven caballero Bartes
eran blanc&s y finas, y tan bien pulsaban las cuerdas del laúd
arrancándoles notas hasta entonces desconocidas, como acaricia-
ban cabelleras negras de las morenas castellanas, haciéndolas lan-
guidecer de dicha.
Bartes aspiraba a unirse a una princesita de quince años, mui
rubia, con unos ojos mui verdes, distinta a las ardientes mujeres
de su país, que habia conocido en unas tierras lejanas. Siete du-
ques habían solicitado su mano, y la princesita Silma pensaba y
meditaba plácidamente para resolverse, porque era mui niña muí
inocente y muí poco aficionada a los guerreros.
5^
Muí a menudo había en el castillo de los padres de Silma, que
eran hijos de reyes, torneos en que los siete duques lucían la des-
treza de sus lanzas de plata y la ajilidad de sus caballos, blancos
como la nieve.
Pero, en cambio, en las noches de luna, Silma oia al pie de sn
ventana unas armonías desconocidas, que ni eran voces de ánjdes,
ni música guerrera, y que le conmovían esa alma y ese cuerpecito
de virjen, que habian formado quince primaveras seguidas, con la
esencia de las flores del contomo.
Un dia Silma separó las ramas verdes de la madreselva, que ya
entonces servia para encubrir castamente las imprevistas desnu-
deces de las veladas de amor, y asomó la rubia cabeza. Abajo,
parado al pié de la tupida enredadera, un trovador moreno y de
negros ojos pulsaba el laúd y clavaba en su ventana la amorosa
mirada que jamas habla encontrado en los siete duques de caballos
blancos.
¿Me querrá a mi ese hombre? — pensó Silma. Y en su almita de
quince años, cerrada aun a los misterios del amor, sintió un estre-
mecimiento. Quisiera irme con él — pensó — a un país en que las mu-
jeres tengan también los ojos negros y negro el cabello, en que se
ame mucho a la luz de la luna, en que no se sienta ruido de armas.
Pero Bartes habla terminado j-a su canción, y se alejó tristemente
a la luz de la luna hacia el pais en que todos tenían ojos negros,
en que habia un cielo mui azul, unas montañas verdes y unas mu-
jeres de mirada ardiente.
« « «
En un bosque cerca del castillo del joven caballetu Bartes, en
que sucedían cosas misteriosas y no oídas, habia una hada joven,
que aparecía sólo en las noches de luna y que protejia los amores
contrariados. Ella habló a Bartes de la viíjencita rubia, y sopló en
el oido de Silma el primer incendio de amor. Y hubo escala de
cnerdas, y hubo un caballo negro en que escapó Silma al lado de
Bartes y llegaron ambos al castillo, y ya no pudieron ver a la hada
joven que aparecía en las noches de luna y protejia los amores
contrariados.
527
Esa noche los siete duques llegaron con muchísima jente armada
de lanzas, rodearon el castillo de Bartes, que no tenia servidores, y
tomando a Silma por la cintura, huyeron con ella sin dar oidos a
su llanto de niña.
Bartes quedó solo, y resolvió no seguir viviendo, ya que, sin ser-
vidores, no era posible poner sitio a los siete duques. Y cuando iba a
Isinzarse desde la torre del castillo hacia el foso mas hondo que lo
circundaba, una voz de mujer le dijo: 0\r. Trovador. Era el hada del
bosque.
«En el bosque en que yo vivo hai antiguos combatientes que
murieron en una batalla mui lejana. Sobre cada combatiente creció
después un árbol — créelo, Bartes — y yo tengo facultad para hacer-
los revivir. Marcha tú sobre los siete duques, sin mirar nunca hacia
atrás, y de cada árbol del bosque irá saliendo un combatiente ar-
mado, y cuando salgas del bosque irá tras de ti un ejército mas
numeroso que el de los siete duques unidos».
El hada estrechó a Bartes con sus largos y jóvenes brazos, y
Bartes salió de Castillo, animado por estraña fortaleza. La noche
estaba serena, plateada, sobre la negra silueta del bosque. Bartes
sentia sonar sus pasos solitarios sobre el suelo, y dudaba mucho
de la hada joven, porque, aunque era su amiga, no tenia todavía el
saber de las hadas viejas.
Entró al bosque cuando el silencio era intenso, y avanzó con va-
lor. Un estremecimiento recorrió su cuerpo; otros pasos sonaban
tras de sí, otros que no eran los suvos y que parecían de un hom-
bre pesado por las armas.
Los pasos aumentaban a medida que se internaba en el bosque.
Ya no era un guerrero, eran cien guerreros que marchaban con el
sordo rumor de sus zapatos de acero. Bartes no miraba sino hacia
el frente, y mentía con honda emoción y estraño temor cómo au-
mentaban los guerreros y cómo el rumor de la marcha parecía ya
un trueno.
Había roce de las mallas de cuero con la corteza de los árboles,
ruido de choques de las lanzas con las corazas, acompasado golpe
de los pies calzados de acero reluciente. Y el rumor era cada vez
mas grande, porque los guerreros iban centuplicándose cuanto se
iba haciendo mas espeso el bosque.
5»»
A lo Igos se dibujó la silueta del castillo de los siete duques, y
un agudo sonido del cuerno de cobre de la atalaya armada en la
mas alta torre, rompió los aires y fué saltando en ecos cortados y
deshechos, hasta ya no sentirse
Al sonido de ese cuerno de alarma respondieron los guerreros
que seguían a Bartes con un clamoreo de otros tiempos mui anti-
guos, que ya no se usaba entonces, ni habrían podido darlo las
gargantas humanas.
El combate comenzó cuerpo a cuerpo, porque los siete duques
salieron fuera de los muros, y los guerreros de Bartes, vestidos de
estraña manera, los decapitaron al cabo de una hora de reñida pe-
lea, y dejaron millaies de cabezas tapando los fosos del castillo.
Silma cayó desmayada en brazos del joven caballero Balites, que
se volvió al castillo, sin mirar hacia atrás.
Al entrar al bosque, los pasos fueron disminuyendo gradual-
mente. Ya no eran miles sino cientos, ya no eran cientos sino uno,
ya no eran sino los pasos de Bartes, que llevaba sobre sus hombros
la liviana carga de la pálida y desmayada virjencita.
A la puerta del castillo estaba la joven hada con los ojos lloro-
sos, sentada en la escalinata de piedra.
«Convídame en pago — !e dijo a Bartes — a presenciar muda este
festin de amor. Yo no tuve hada que me uniera al hombre amado.
Hoi, inconsútil ya, me contento con ver cómo se aman los que yo
uno a la luz de la luna.
Y es fama que al día siguiente se encontró al pie de cada árbol
del bosque una mancha de sangre.
\lé \íá\lá
Lñ RIQUEZñ DEL COBRE
(FANTASÍA HINEKA)
Se nota mucha activi-
dad en el mercado del co-
bre...
El cobre disponible se
vende a xio^ libras ester*
linas...
ESTAS palabra.s del cable, que dicen muí poco para el que va le-
yendo distraídamente las noticias de Europa, cantan al oido
del minero como las sirenas de los viejos cuentos al oido de^
navegante.
¿Qué cantan? El eterno himno de los sueños y de las es-
peranzas, en medio de la luminosa aureola de la riqueza que se le-
vanta a lo lejos como un sol naciente.
* T *
El minero va a caballo internándose por el cajón de cordillera, y
bordea lentamente la cuesta al pie de la cual ruje el rio, arrastrando
inmensas piedras que simulan un lejano cañoneo. El mmero va
S30
pensativo, con la cabeza caída sobre el pecho, repitiéndose esa do-
cuente cifra, ;ciento diez libras! y figurándose con desesperación la
lentitud con que los apires sacan sobre los hombros el metal, y la
desalentadora pereza con que las muías lo conducen hasta d fe-
rrocarril.
La cabeza se puebla de proyectos, que luego la realidad ahuyenta
como una bandada de golondrinas posada sobre el hilo dd tde-
grafo. ¡Cómo hacer! De pronto le parece que alguien ha repetido a
su lado la interrogación: ;Cómo hacer? Es el murmullo del río
que le habla:
— ¿Sientes mi fuerza? ¿Aprecias la velocidad con que avanzan
mis aguas? ¿Sabes calcular? ¿Ignoras que un solo litro cayendo
desde mil metros de altura desarrolla un caballo de fuerza? ¿Sabes
cuántos millones de litros van pasando en este instante a tu\dsta?
¿Oyes esa campana que suena a lo lejos, como un colosal gongo
golpeado por un martinete jigante, 3' que te pide cobre, cobre, co-
bre? Encajóname, lánzame desde la altura, deja caer la cascada im-
ponente sobre la turbina silenciosa, y yo fundiré tus piedras y de-
jaré en la orilla del mar el chorro de cobre que la cordillera ha
cristalizado en sus entrañas.
Y las aguas pasaron con su estruendo, y al chocar entre las ro-
cas de la orilla, saltaba la espuma y heríala el sol!
•fr 4 4
El minero llegó al pié del cerro y comenzó la ascención. Sus
ojos ávidos miraban la faja oscura que cntzaba la montaña en mi-
llares de metros. Esa faja era el cobre, el cobre solicitado con ansia
por todos lf)s mercados, el cobre de que va hablando el ño en sü
nimor incesante.
La faja sube y sube, asomando sobre el suelo sus crestones du-
ros y negruzcos, en los cuales brilla de cuando en cuando una
manchita morada con reflejos de zafiros y de oro. Se hunde des-
I)ues con el cerro mismo, aparece turjente con sus macizos, o desa-
]>arece en la quebrada honda e impenetrable, para asomar mas lejos,
CMi la cumbre de otros, hasta perderse de vista, incansable en su
(ostentación de riqueza.
531
Al caer el dia, el minero llega a la cancha, una mezquina esten-
sion plana formada a barretazos en la roca dura y suspendida como
un nido de águila sobre el espacio. Siente a lo lejos retumbar en
la quebrada el estampido de los últimos tiros dados en el fondo
del socavón, y rendido por la jomada, se desmonta en silencio y se
recuesta entre los sacos cargados de metal.
Hs un sueño largo^ interminable, poblado de figuras que danzan
sobre la cancha y se despeñan al abismo.
El río ha hablado la verdad. Las aguas han sido ya encajonadas,
y se despeñan desde enorme distancia, formándose un" arco-iris
en la chisperia de espuma que se levanta. Una inmensa turbina
jira en el silencio solemne de esa tarde, y los hilos de cobre van en
todas direcciones llevando la luz, el calor y la fuerza. Otro cable,
pero este es de acero retorcido, baja desde la cima del cerro; y pasan
sobre él, silbando como balas, los carros cargados de metal. Hai
un silencio enorme en todo esto. Ni un hombre cruza, ni una voz
humana se siente. £s el agua que se ha convertido en todo, en
vida, en sangre, en cerebro, en voluntad, en fuerza.
V V 9
El minero ha despertado. La tarde se oscurece. La realidad se
presenta de un golpe. Los apires aparecen negros, sudorosos, can-
sados, en la boca de la mina, y silban, silban como, siempre para
aliviar los pulmones que parecen estallar.
El último tiro no da buenas esperanzas. ¡Es la eterna batallal
Son las muías, son los arrieros, son los fundidores los que se en-
riquecen.
El cobre está ano libras; pero el minero seguirá recostándose
cada noche sobre esos sacos, y el rio seguirá cantando su eterno
poema de la fuerza.
<r>5
-^^
La Feria Popular
/\ uÉ pintoresco campamento el del Parque Cousiño! ho que
^ I I la vista alcanza a abarcar es una pequeñísima parte de ese
III infierno humano que bulle como un enjambre bajo los ár-
I \mW boles y se ajita como un reguero de pólvora encendido.
I ^ Si el curioso se detiene un solo instante en el medio 4e
la ancha avenida que rodea la elipse, verá pasar en un solo grupo»
formando una sola compacta corriente, coches, carretones, golon-
drinas, jente de a caballo, htiasos, militares, hombres de a pié, mu-
jeres con elegantes y chillones trajes de percal. Todos van tan jun-
tos, que parece pueden quedar envueltos de un momento a otro en
las ruedas y las patas de los caballos; pero es esa una madeja que,
perpetuamente enredada, se va desenredando sin cesar.
AHÍ están las fondas, formando una improvisada población, tra-
zada por el capricho y edificada por la. alegría. Allí está esa insa-
ciable boca, que se traga una ciudad entera y todavía espera pa-
rroquianos.
El campamento no ha acabado todavía de instalarse. Entre las
velas blancas de las carpas, circulan aun esos arquitectos que, con
una pieza de tocuyo, edifican en cinco minutos La antigua gloria de
Balmaceda, dando los últimos toques a su obra.
Desde allí se ve la elipse levantando al cielo, azul y sereno, una
534
enorme columna de polvo dorado, mientras que cada vez que una
racha de viento sopla con fuerza, se logran divisar los puntitos ro-
jos, amarillos y azules de la tropa.
La alegria mas franca y espontánea es el carácter de esta feria
tradicional, que amanece como por encanto el diezinueve, lo mismo
que si hubiera nacido sobre la alfombra de césped verde, regada
con el relente de las noches anteriores.
Allí pasa en gordo y cuidado caballo tordillo o alazán, el huaso
de las inmediaciones de Santiago, con arreos nuevos y lujosas es-
puelas de plata. Allí pasa la gran carretela equipada por alemanes,
que lanzan al aire las mas sonoras carcajadas de su repertorio, y arro-
jan a los transeúntes serpentinas de papel, que van a enredarse en el
pelo enmarañado de las cantoras, o en los gallardetes de las fura
buríos tradicionales. Pasan los breaks llenos de muchachas alegres
que han comprado en la puerta un canasto de naranjas durísimas,
y van disparándolas en la travesia y levantando protestas de unos
y menos cultas respuestas de otros. Allí pasan las niñas que van
montadas en ancas, v asidas, mitad por cariño y mitad por seguri-
dad personal, a la cintura de los jinetes. Y allí van, en fin, los que
ya han probado demasiadas veces el ponche, y se sienten co\\
vahídos. . .
Aquc4 desfile no cesa, va errante en busca de su centro. De re-
pente se desbanda, y de repente vuelve a recibir refuerzos. Es una
cintura animada que rodea el Parque, un verdadero hormiguero
que .se alarga hasta la lejana guarida.
CUECA CON TAMBOREO V HUIFA
Lo que se desarrolla ante la vista atónita y mareada, es un ver-
dadero kaleidoscopio, en que cada dos pasos hai cuadro nuevo, co-
lores nuevos y figuras nuevas.
Allí están las tradicionales fondas: la de la Sucesión de T. Campos,
la de la Gloria de Balmaceda, la de La znuda RojaSy la del A/>earse, »j-
üas, que aquí hai ponche! la inolvidable y tantas veces descrita de
cueca con tamboreo y hitifa y, finalmente, una pintoresca y pequeña
fonda con el sujestivo título de Cantina del Ci)ngreso,
Muchas de estas fondas están perfectamente alfombradas, tienen
grandes espejos en el interior, piano forte, sofaes, mesas y sillas.
^
535
Naturalmente, se levanta en lugar principal la elegante arpa que
mas tarde sonará incesantemente, dando el diapasón altísimo de la
embriaguez lírica.
[Calumnia! La cueca no ha muerto; aun no ha nacido el sepul-
turero que la eche encima la última palada de tierra. Y a la cueca
no se la puede enterrar viva. . . ¡Se mueve tanto!
Que está decaída, que desfallece como una flor arrancada de la
mata, que ya no es la hija de Andalucía y Arabia, que ya no des-
tella chispas si no la ilumina la llama azul de alcohol; eso es ver-
dad, tristemente, aunque haya falsos voceros que lo nieguen!
La hemos buscado, la hemos perseguido, tras de los árboles de
los bulliciosos bosques laterales del Parque.
La vimos muchas veces, desgreñada, sucia, mal vestida, beoda,
arrastrando por el suelo la serpiente dorada de sus gracias, la ten-
tadora culebra de sus encantos femeninos, el inimitable y alegre
laberinto de sus vueltas. ¡No era ella!
Pero en cambio la encontramos de repente, a la vuelta de una
avenida. Nuestro coche se detuvo. El público paró también, y se
hizo en torno el silencio de la ansiedad. Había allí algo que im-
ponía y admiraba: se bailaba la cueca clásica^ el jenuino baile que
queda sólo bajo las ramadas de la trilla, y allá al remate délas lar-
gas y sombrías alamedas de Colchagua y Curicó.
Era difícil verlo todo y observarlo todo, porque la jen te se arre-
molinaba furiosamente, abriéndose paso a fuerza de codos.
Ella era jentil, esbelta, pálida, con ojos negros; él no tenia ga-
llardía ninguna; pero sí, una ajilidad estraordinaria. La muchacha
llevaba un vestido negro, con un gran ramo de flores en el pecho
y una cinta celeste sobre el pelo negrísimo, acomodado en ondas
y con cíen peinetas sobre la cabeza. Apenas se movía, mientras que
su compañero la enredaba con cien mil jiros y vueltas. Sus movi-
mientos eran airosos y elegantes, pero sobrios: la cabeza, las cade-
ras, las rodillas y los píes, marcaban el compás con suavísima in-
clinación. Se veía pasar la graciosa curva del baile al través del
seno alzado por la respiración y el cansancio, y bajar por sobre la
líne^ de las caderas, para llegar hasta los pies. Era una real baila-
dora. En cambio, él, bullicioso, procaz, saltimbanqui, la rodeaba, la
envolvía, arrastraba los pies, tocaba con las rodillas el suelo, abría
18
53^
los brazos, se alejaba y volvía a acercarse, incansable, a esa figura
romántica, injerta en una muchacha morena y fuerte,
Et ALCOHÓI, ES VENENO
Pero la gran nota, la pintoresca nota de la feria del diecinueve
era la fonda de la liga anti-alcohólica.
En medio de un infierno de cuecas, donde corria el ponche y
sobresalían ruidosos los huifas^ habíase alzado la cátedra anti-al-
cohólica.
Una gran fonda de tela blanca, espaciosa, cómoda, elegante, de-
jaba humildes y avergonzadas a todas las carpas vecinas, donde se
rendia piadoso homenaje a Baco. El alcohol es veneno^ decia un gran
rótulo de la fachada, y en seguida: Te\ café, chocolate, horchatas, li-
jnonadas, . . y agua cristalina.
La sobria voz del anti-alcoholismo se perdia entre el clamoreo
alcohólico de los alrededores.
No era predicar en desierto^ sino* en poblado; pero eu un po-
blado sordo.
AHÍ estaba la blanca carpa de la sobriedad, en medio del cam-
pamento del desborde, como se alza en Santiago el Consejo de Hi-
jiene en medio de la capital del desaseo.
Kn esos momentos, una comisión de curiosos se acercó al re-
jen te de la fonda anti-alcohólica, para solicitar permiso para armar
una gran cueca en la carpa blanca, llevando, naturalmente, él pon-
che para los aros.
El empleado rujió de indignación, y dio como única y lacónica
respuesta el lema del establecimiento: ¡El alcohol es veneno!
Uno de la comisión se rascó la cabeza, a ver si salia una resolu-
ción de su caletre, y dijo con aire de triunfo:
— ¡Pero, señor! si este ponche lo hacemos con chacolí!
Pero la cátedra anti-alcohólica, sitiada tan rudamente, salió ilesa,
sin dejar siquiera, como José, en manos de Putifar un pedazo de su
albísima vestidura.
Un roto, que se paraba con las manos en los bolsillos, frente a
la fonda, balanceándose algo, decia con voz vinosa:
— Será veneno.. . . ¡pero no se conoce!
537
Otro, que quería sacar de tino a los empleados, entró seriamente
a preguntar ai también era veneno la huifa,
I«A CX)SA ARDK
Son las seis de la tarde» y el dia va declinando. £1 largo cre-
púsculo de primavera tiñe el occidente cofl arreboles amarillos,
verdes y rojos. Sopla una brisa fresca, helada casi,^ y el regreso de
muchos comienza.
Pero ese es el momento en que la fiesta arde. Las fondas ilumi-
nadas, surjen en todos lados como jigantescos faroles chinescos; la
cueca es un infierno; los huifas se alzan en enorme clamoreo.
Se sienten carreras de caballos, carretelas en que van tocando
acordeones, coches en que la voz de una soprano popular canta a
grito herido: tira, tiía^ carretero!....
Allí queda resonando esa enorme feria en que veinte mil perso-
nas se divierten.
Y sobre el clamor de la cueca, las voces alcohólicas y los gritos,
se alza serena, blanca, impertérrita la fonda de la Liga:
El alcohol es veneno. — Té^ cafe, chocolate, cocoa, Icche^ as^ua!
M M
HOCHE mñLñ
HAi el curioso capricho del que se encuentra mezclado en una
corriente humana, de pensar y filosofar sobre los pocos o los
muchos que no siguen esa corriente. Cuando vamos en un
cortejo fúnebre y sentimos vivamente la ausencia de un ser
querido, pensamos y seguimos con la vista a los que indi-
ferentes desfilan riendo por las calles, o a los que, despreocupados,
no conceden ni una mirada de curiosidad al féretro.
En la noche de Pascua, cuando la Alameda parecia un reguero
de pólvora encendida, y rodaba la regocijada muchedumbre levan-
tando a la luz de los farolillos y luces una ondulante nube de pol-
villo dorado, pensamos repentinamente en los que a esas mismas
horas, cerrados los oídos al bullicio humano, y llenos los ojos de
lágrimas, llaman a esa misma noche, noche mala.
Las largas hileras de farolillos chinescos, tan viejos ya y, sin
embargo, tan nuevos siempre, se enlazaban entre las ramas de los
árboles y se columpiaban con el viento de un lado a otro. Al volver
de cada una de estas danzas aéreas, se apagaba dentro del plegado
papel alguna luz, e iban quedando las hileras, saltadas, entre faro-
les encendidos y cascos de papel oscuro y medio quemados. Cada
uno de esos farolillos apagados de repente, en medio de la algazara
de las ventas, ¿no corresponderia a la almita de un niño, escapada
540
en medio de las angustias de una madre, allá, en una silenciosa
casita de los arrabales? ¿Llegaba hasta allí, impía y burlesca, la
espontánea y honrada alegría de acá?
Nos fué mui fácil, al leer ayer los diarios de la mañana y ver,
como siempre, la ya aterradora frase j' t^etnte niñítos menores de un año,
reconstituir mas de una de esas dolorosas escenas, aisladas en
medio de una ciudad desbordante de fiesta.
La pieza está a media luz. La cuna, en un rincón, permite ver al
través de la suave penumbra, un niñito tendido de espaldas que
deja escapar, al través de la boquita entreabierta, y con la regula-
ridad de un péndulo, ronquidos tenues, mitad lamentos, mitad es-
tertores de agonia. Al lado está la madre, con la cabeza apoyada
sobre el borde de la cuna, sintiendo cada uno de esos jemidos, como
si una fatiga de muerte la asediara.
Por afuera, al pie de la ventana, pasa un mundo déjente Quien
se ríe a gritos, quien tararea un aire alegre que otros cercan con
una carcajada ruidosa, quien da vueltas en la mano un cencerro
comprado en un bazar, quien grita al través de la ventana que tan-
tos dolores encierra: esta noche es Noche Buena,
Si, Noche Buenal—dirá sollozando la infeliz — noche amarga,
noche de espinas! y seguirá contando esos quejidos que van apa-
gándose, muriéndose, como si algo se interpusiera entre esa cuna y
sus oidos anhelantes.
De repente, la ciudad parece reconcentrar todas sus fuerzas; los
claveles lanzan mas perfume; suenan mas fuerte los acordeones;
se eleva el diapasón de las risas, y un repique jeneral estalla como
una esplosion de notas alegres y vivaces, desde lo alto de las to-
rres: ¡es la misa del gallo! Y mientras la muchedumbre que pasa
por las calles prorrumpe en una sola alegre frase: ha nacido Jesús,
una puerta se abre con horrible violencia y una mujer, desgreñada
y llorosa, les increpa con una sola desesperada protesta: se me ha
muerto el niño!
Pero nadie puede oir ese grito de angustia en medio de tanta
algazara, y la infeliz volverá al nido caliente y solitario a arrodi-
llarse ante el niño Dios que ha nacido y que se sonrie dentro de un
fanal antiguo, bajo el cual ha presidido muchas Pascuas alegres.
En el suelo está el polichinela de raso lacre, con cascabeles en
54»
las manos, que había pedido el eníennito en sus fiebres de mori-
bundo, y que solamente soltó de su pecho en el último momento.
Nunca olvidaremos que una noche, al volver de la Alameda rui-
dosamente con un grupo de muchachos festivos, haciendo talvez
mas alboroto que lo necesario, salió a una ventana un viejito de
pelo blanco, y poniendo el dedo sobre sus labios, nos dijo con voz
queda:
— Chistl El niño acaba de dormirse!...
Hra talvez un abuelito que oficiosamente guardaba el sueño de
su nieto enfermo, proponiéndose acallar con un dedo sobre los la-
bios toda la algazara callejera de Pascua.
Veinte niñiios menores de un año se han escapado en la Noche
Buena, haciendo la Noche Mala de otras tantas angustiadas mu-
jeres. Muchos han recordado las alegrías y los goces de Noche
Buena; hemos querido nosotros pensar un instante en las tristezas
y angustias de Noche Mala, (i)
(i) En la mañana en que apareció este xnsig^ifica!nte artículo, muí tem-
prano, llegó a la imprenta una carta nerviosamente escrita con letra de
mujer, que decía: «Señon Acabo de leer su artículo. Soi una de las madres
que llamarán para siempre noche mala la que acaba de pasar. Gracias! »
La Batalla del día
EL ülDERO COnTRñ Lñ DOBLEZñ
A Salvador Nicosia (i)
«Florencia 19. — El mi-
llonario americano Mr.
Pierpont Morgan, compró
ayer una valiosa colec-
ción de mármoles y bron-
ces, en la suma de un mi-
llón deliras.
Esta colección pertene-
cía a la familia Strozzi».
(Cablegrama).
iSTA colección pertenecía a la familia Strozzi" — dice el ca-
ble — refiriéndose a esta transacción en apariencia vulgar.
Morgan tiene doUars, los Strozzi tienen mármoles y
bronces viejos, ¿qué cosa mas natural que aquél compre
y éstos vendan?
Pero es necesario que se sepa — supliendo esta cruel y prosaica
información del telégrafo, que no se admira de nada, porque cada
palabra de admiración le cuesta muchos pesos — qué significa lo
que ha comprado Morgan, y quién es esa familia burguesa que
(1) Que lo tradujo para Vitalia de Valparaíso.
544
cambia mármoles viejos, y bronces gloriosos por los dollars gana-
dos en la industria de los cerdos, del petróleo y de la banca.
•f 4> 4*
La silenciosa batalla se ha librado en Florencia, en el Palacio
Strozzi, edificado en 1489 sobre la via Tomabuoni, y que es el iiins
hermoso tipo de los palacios florentinos que han desafiado los si-
glos, las batallas y los incendios.
Terminadas las transacciones en el claustro sombrío del palacio,
donde aun pueden evocarse los gritos de maldición contra los
Médicis, implacables enemigos de los Strozzi, el millonario ame-
ricano ha debido sentar su planta atrevida, como antes la sentara
gloriosamente Bonaparte, después de la jomada de Marengo.
Al caer la tarde, las sombras se han estendido sobre la ciudad,
penetrando en jirones al Palacio Strozzi por sus hermosas venta-
nas divididas por columnas, que los arquitectos medioevales de
Florencia abrían en las fachadas, con la misma inspiración con que
el Dante escríbia uno de sus cantos inmortales.
Morgan ha recorrido el gran vestíbulo donde antes se ostenta-
ban las vírjenes de Baticcelli, de Felippo Lippi, de Rafael Sanzio
y de Andrea del Sarto, y que otro millonario, llegado antes que él,
habia arrancado con profana audacia y pagado en mezquinas mo-
nedas. Ha entrado a las salas oscuras artesonadas al través del
tiempo por los obreros mas sabios de la tierra; ha tocado los mu-
ros donde, cansados de la guerra y de la traición, reposaban sus
fatigas los Strozzi de los siglos pasados, se ha detenido en silencio
ante el sarcófago de mármol donde duermen
. . . Ces vieux chátelains de pierre
aux yeux clos,
dont les corps sur les mausolées,
inmobiles et tout vétus,
loin de leurs ames envolées
se sont tus...
y ha sorprendido todavía, al través de cada bronce, de cada arma,
de cada reja, y hasta en el ruido de los cipreses del estrecho jardir.
54$
un eco del odio y de la injuria contra los Médids, que tantas veces
ajitaron sus espíritus llevando el incendio a sus palacios y la con-
ñscacion a sus estatuas, cuadros y riquezas.
Morgan ha recorrido insolentemente todos los viejos claustros
donde la noche se aposenta sin ser turbada; pero no ha entendido
la poesia de esas arcadas, al través de las cuales enviaron sus sol-
dados los primeros guerreros Strozzi, ordenaron sus barcos los
Strozzi comerciantes y banqueros, y suspiraron de amor las bellí-
simas mujeres, una de las cuales, Luisa, inspiró la novela de Rosini,
y otra, Laurencia, se cubrió bajo el velo de relijiosa en el monas-
terio de San Nicolás del Prato.
Tampoco Morgan ha entendido la poesia de esa antigua familia
que alimentó guerras seculares y tuvo en su seno, capitanes, co-
merciantes, eruditos, poetas, cardenales, navegantes y filósofos.
Como tampoco ha entendido allí, al arrancar esos mármoles y bron-
ces, el acento irónico y profundo de Nicolás Macchiavelo, el diplo-
mático de la gran República florentina, en la época en que los
Strozzi comenzaban a echar las primeras piedras de su vieja di-
nastía, y los primeros encuentros de muerte con la no menos vieja
dinastía de sus enemigos.
4. i. 4.
Al entrar el millonario americano a la gran galería en que aun
cuelgan, patinados por los años, los retratos de la gloriosa jenera-
cion que acumuló tantas riquezas, ha sentido miedo. Algo ha ha-
blado por primera vez a su alma helada, algo ha vibrado en su
cerebro, que sólo los números conmueven, algo ha hecho estreme-
cer sus fibras, nunca heridas.
Una visión del pasado lo ha sorprendido, como se sorprende al
ladrón que empuja una puerta con jesto medroso, y se detiene a
escuchar.
De los cuadros se han desprendido, pálidas y desvanecidas, pero
vivientes, las figuras de los grandes señores. Primero aparece el
mas viejo, el primer Strozzi que conoce la historia. Pallas, el di-
plomático florentino.
— ¿Quién eres tú que llegas a llevarte la herencia de la familia
trasmitida de padre a hijo durante seis siglos? Si quieres conocer
546
quiénes somos, anda oyendo lo que cada una de estas figuras te
cuente. Después nos dirás quién eres tú. Yo gané riquezas com-
batiendo por mi fe y mis principios. Batallé de dia, y estudié en
las noches. Entregué al mundo los manuscritos de las obras de
Plutarco, de Platón y de Aristóteles, que nadie habría conocido sin
mí. Gané victorias para Florencia en el Congreso de Ferrara, dirijf
su Universidad y fui el primero que luchó contra Cosme de
Médicis.
Y mientras la estraña imajen se alejaba, una nueva pasó al lado
suyo. Llevaba, como el Dante, una corona en tomo de su cabeza de
pensador.
— Soi Tito Vespasiano Strozzi, dijo. Fui poeta y soldado. Canté
al amor, á la gloria, a Florencia y a sus batallas. Sumé riquezas a
las riquezas de mi antepasados, y agregué a su biblioteca secular
los versos latinos y griegos que las guerras me dejaron hacer.
Y otro le seguia, también mostrando una diadema. Era Hércules
Strozzi, poeta, a quien asesinaron su mujer y Alfonso d'Este. Pasó
en silencio, llevando un jesto de desprecio en los labios. Pero en
seguida se acercaba otro:
— Soi Philipo Strozzi, que construyó el palacio que hoi saqueas.
Fui el primero de mi familia que ganó dinero fuera de la guerra.
Los Médicis, ladrones, incendiarios y ambiciosos, confiscaron
nuestra fortuna, la mas grande de la tierra. Yo la rehice. Para
demostrar que ella no podía pasar con los siglos, vinieron a mi
llamado los artistas del Renacimiento y edificaron esta mansión.
Pasó también Juan Bautista, que después de combatir largos
años a la familia odiada, se casó con Clarisa, hija de su enemigo
lejendario, y acompañó hasta la Corte de Francia a Catalina de
Médicis. Luchó contra los Papas y estuvo al lado de ellos. Com-
batió al gonfaloniero Soderini, y murió de cansancio. También
cruzó en silencio.
Y pasó Pedro, el mariscal de Francia, que murió en Thionville
bajo la bala de un mosquetero; y el almirante León, al servicio de
Francia también, que murió en el sitio de Scarlino; y otro Felipe'
que combatió asimismo por la nación aliada; y Laurencio, el car*
denal de perfil a lo Savonarola, muerto en Aviñon; y Ciriaco, el
erudito; y otro Juan Bautista, literato; y otro Pedro, sabio y espío-
547
rador; y finalmente, Bernardo, el capncbino de largas barbas enca-
llecidas; todos fieros y atrevidos, todos indomables, todos artistas,
todos alimentando el eterno y sangriento odio contra los Médicis.
Y cerrando este inmenso desfile, pasaron todavía otros poetas y
dos mujeres: una que compuso inspiradas cantatas y dúos llenos
de amor, y otra, compañera de la Beatriz del Dante, Laurencia,
envuelta en su velo de relijiosa y cantando místicos himnos en
medio de la desolación y de la guerra.
La procesión de fantasmas se alejó, se alejó, mientras el primer
rayo del alba cruzó al través de las viejas vidrieras. . .
•p f|* ^
•
El millonario se restregó los ojos, como después de una pesa-
dilla eterna. Miró en tomo suyo, recordó las enormes chimeneas
humeantes de su tierra, sobre las cuales se hablan alzado su fortuna
y su vanidad; y al verse tan pequeño, tan improvisado, tan men-
digo, inclinó la cabeza, y salió tropezando como un ebrio.
Pero en ese momento llegaban a la puerta del palacio los carros
que iban a llevar su botin, y al mirar mármoles y bronces oxidados
y amarillos, pensó que habia hecho un gran negocio al comprar
tanta gloria por tan poco dinero.
ww w
El guarda Faro
(I)
LAS aguas profundas, corren tranquilas — dice un viejo proverbio
francés. Siempre hemos recordado esas superficies de los la-
gos, serenas y azuladas, que esconden bajo misteriosa inmo-
vilidad el abismo insondable de su hondura, al escuchar al
viejo maestro que hoi se ha separado de improviso de los que
hacen la jomada de la vida.
Desde la peída austera, de paredes blancas, donde el viejo misal
estaba siempre abierto sobre el atril, este anciano apacible parecía
llenar las funciones solitarias y, sin embargo, intensas, del guarda
de un faro. En medio del silencio del claustro, el pensador estu-
diaba las verdades profundas e inmutables, mientras sobre su ca-
beza se proyectaba hacia el camino el fanal de luz, guia cierto de
muchos hombres.
Nunca el dia de un obrero de la verdad ha sido mas noblemente
¿cupado por el pensamiento y por el espíritu. La mañana estaba
ílestinada a la plegaría: una plegaria corta e intensa: no esa larga y
bulliciosa oración de los que tienen miedo de no ser oidos, y que,
como el rezagado que cruza ya de noche el bosque desierto, cantan
en voz alta para disipar su propio temor.
(i) Con motivo de la muerte del relijioso jesuíta y maestro de filosofía,
Francisco de P. Ginebra,
5 so
Al comenzar la tarde la biblioteca lo atraía a su retiro preñado de
p romesas y visiones de claridad. Hasta que cegaron sus ojos can-
sados, hojeó toda la obra filosófica del mundo, y aprendió en ella
el concepto de la vida y de la muerte.
Andando el dia, iba a la cátedra a enseñar. Muchas jeneraciones
lo han oido, invariable en su ciencia, invariable en sus métodos,
invariable en su visión de las cosas.
Al caer la tarde, volvía a la lectura recorriendo los largos y de-
siertos corredores del convento, donde los otros servidores de la
orden bajaban respetuosamente la voz para no perturbar la intensa
atención de sus facultades.
En la noche oía a los que venían desde afuera, desde el mundo,
a someter a su conciencia no turbada jamas, los problemas de con-
ciencias siempre turbadas.
Y esta era su misión, la misión de los antiguos ermitaños, que
iban al desierto a vivir a solas con sus pensamientos, y cada ma-
ñana encontraban, al salir de sus grutas, los peregrinos de la vida
que acudían a buscar el consuelo de la verdad.
* * é
Dentro de la reclusión de un claustro hai muchos grados de sa-
crificio que apenas perciben los profanos. Es un calmante de las
austeridades del convento la predicación a los fíeles, el majisterio
de la escuela, la dirección de las almas. Mitiga el sacrificio de la
renuncia del mundo, ver a ese mismo mundo doblegado, como las
espigas bajo ti viento, al rayo de la elocuencia relijiosa o al golpe
del silojismo inespugnab^e.
A todo eso fué renunciando el relijíoso jesuíta, en una sublime
labor de desnudar su espíritu del vaso material que lo envolvía.
Sus alocuciones fueron crudas y sintéticas, sin una frase, sin una
iniajen, sin una chispa. Abandonó la cátedra del colejio. Dejó un
dia la dirección de la academia filosófica. Fué solamente a los con-
ventos a guiar a otros monjes y a encender en ellos el santo espí-
ritu del sacrificio.
liemos visto llegar hasta algunos claustros la púrpura del epí-
cospado, en medio de lisonja universal. Jamas la celda de un je-
suíta se ha abierto para esas insignias de los príncipes de la Iglesia
551
Y el sacerdote Francisco de Paula Ginebra representó lo que las
raices ocultas, en el bosque que estalla en vigoroso follaje a la luz
del sol.
▼ T T
Nadie, ni materialmente, ni con la iniajinacion, ha dejado caer
flores sobre el féretro cíe este filósofo ermitaño. Nunca lo rodearon
a él en la vida; y jamas tocaron su frente fatigada, ni las hojas -de
laurel de la popularidad, ni los pétalos de rosa del amor, ni siquiera
la calma embalsamada del árbol a cu va sombra se encuentra el
descanso.
Era como esas rocas eternamente rodeadas del mar, pero que
parecen sordas a su eterno combate.
Sobre la tumba del venerable maestro, y entre las algas que el
océano de la vida dejó en esa abrupta e inamovible roca de su cri-
terio, se podrían poner como símbolo las alas con que se remontó
a la verdad, el ancla con que ayudó a los náufragos y las espinas
que guardó para sí en la jornada.
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SimULñCRO DE COmBñTE
UNA tarde, cerca ya de la hora de salir francos, los aspirantes se
agrupaban ansiosos al rededor de una pizarra negra, que es-
taba siempre apoyada en la muralla al lado de la puerta del
teniente. La pizarra estaba allí de ordinario, muda, sin decir
nada con su tablero vírjen de toda raya de tiza; pero es claro
que ese día estaba escrita, y escrita con algo mui importante desde
que los aspirantes leían y releían y se perdían en mil conjeturas-
He aquí lo que resaltaba con las chillonas rayas de tiza blanca so-
bre el negro profundo del tablero:
«De orden superior, la cuarta de aspirantes del. .. debe hallarse
« prevenida para cualquier evento. — El f efe del destacamentos ,
— ¡Evento! ¡destacamento! — dice uno aficionado a los consonan-
tes — hasta en verso les ha salido!
Todos nos preguntábamos qué significaba aquello tan misterio-
samente aparecido allí, como la inscripcicn Manes Tesel^ Phares, en
el iestin de Baltasar.
Pero todo el mundo se encojia de hombros, incluso el sarjento
Garcia que también se rodeaba para ver el efecto de una sonrisilla
socarrona y misteriosa.
19
554
— Díganos, mi sarjen to, ¿qué significa todo eso?
— Un inferior no debe nunca interrogar a su superior sobre las
órdenes dadas por éste.
— Está bien, mi sárjente.
Nada podíamos sacar en limpio, y nos vestíamos para salir de
mui mala gana, intrigados por aquella advertencia colocada allí
con tanto misterio y concebida en términos tan vagos.
Cualquiera nos habría creido locos, cuando salimos francos para
ir a comer en nuestras casas, al vernos cabizbajos y comentando a
media voz las palabras de aquella pizarra estúpidamente amena-
zadora.
— De orden superior. . . ¡caramba! esto es mui serio, por lo menos
mui nuevo. La cuarta de aspirantes, . . es claro que somos nosotros y
nadie mas. . . debe hallarse prevenida. . . ¡Hum! o mucho me engaño o
esto me suena a botasilla esta noche. ¡Pues, señor! quiere decir
que nos acostamos vestidos. Pant cualquier evento. . . cualquier evento. . .
¡Hombre! esto sí que me parece mui mal; aquí se envuelve algo,
una jugada que nos van a hacer, seguro. Y luego ese /efe del desta-
camento^ que es un pájaro raro, que sólo ahora se da a conocer. . .
¡Caramba! ¡qué bromas tiene esta milicia!
Esa tarde dormimos de mal humor y con poco apetito. En nues-
tras casas nos pregtmtaban alarmados:
— Pero ¿qué tienes? ¿Estás enfermo? ¿Sientes algo?
— Sí; estoi aquejado de ese maldito jefe del destacamento.
Llegó la hora de volver al cuartel; al entrar diviso un cometa. . .
¡Malo! esto es de mal agüero, pienso.
— Cometa ¿te ha dado alguna orden el teniente?
Ninguna.
— Cuidado con tocamos botasilla, porque te afusilo.
En la cuadra hai conciliábulos: casi todos opinan porque se debe
dormir vestido; cuando mucho, sin botas. Y de todas maneras,
cada cual junta todos los arreos de ensillar y los deja listos para
una probable botasilla.
Aun, cuando ya hai algunos roncando, siento todavía el resongar
del jefe del destacamento.
— ¡Caramba! — dice uno — que para todo tenga que ser tan em-
bromada esta milicial ¿Qué les costará decir: se avisa a los aspiran-
555
tes que a tal hora les vamos a tocar corneta y después esto, y lo de
mas allá? Pero nó, señor de orden superior, prevenirse para todo
evento!... Es decir que lo tengan a uno con los nervios chucaros
todo el dia.
— No resonguis tanto — y quédate dormido, dicen desde otro es-
tremo. •
Acaban de tocar diana y, como siempre, ha entrado el sarjento
Garcia como una avalancha. ¡LeDantane! Por las puertas abiertas
entra un aire helado que nos hace temblar de pies a cabeza. Nos
han tocado diana una hora antes que de ordinario y todavía está
oscuro, cayendo la luz de la luna sobre el suelo raso del picadero»
militarmente, como todo lo que cae dentro de las cuatro murallas
del cuartel.
Mientras pase de «aquí la jugada del jefe del destacamento, deci-
mos todos, está bueno. Pero la risa maliciosa, con que nos oye ha-
blar el sarjento Garcia, nos hace entrar de nuevo en temores y re-
celos.
Apenas vestidos, se nos da orden de ensillar con la mayor bre-
vedad posible; y en pocos minutos más la voz del teniente suena
desde el medio del picadero. ¡A caballo!
La cosa se va poniendo seria; la cuarta está formada a caballo
en el picadero. El teniente avanza, también a caballo, y con un pa-
pel en la mano a que parece va a dar lectura. Digásmolo
«La cuarta de aspirantes a cargo del teniente... y del alférez...
€ debe avanzar hasta el camino carretero a Valparaiso y hacer alto
€ pasada la línea férrea, donde recibirá órdenes del Estado Mayor.
« Parece que una patrulla de caballería enemiga recorre el campo,
« al NO. de Pudahuel.»
Salimos del cuartel en dirección al punto indicado, llevando lan-
zas, carabina a la espalda, y sable en el porta-sable de la silla, y
ademas un buen número de tiros a fogueo en la cartuchera. Aca-
bamos de pasar la via férrea en la prolongación de la calle de San
Pablo, y se nos ordenó hacer alto y desmontamos. Nos hacemos
todo ojos y oidos para ver llegar al enviado del Estado Mayor tra-
yendo las órdenes; pero nada, éste no aparece por ningún lado.
De pronto el teniente saca un nuevo papel de su cartera de cam-
556
paña y dice un ayudante del Estado Mayor Jeneral acaba de en-
tregarme la siguiente orden:
«La cuarta de aspirantes seguirá hasta Pudaliuel para defender
« el puente del Mapocho amenazado por la fuerza de caballería
€ enemiga que esplora ese punto.»
¡Defender el puente! Hé ahí un objeto digno de nosotros, y no
esa maldita vida de cuartel en que los nervios pasaban en conti-
nua tensión! Hemos montado de nuevo y tomado la formación de
marcha, separándonos a ámbo9 lados del camino para dejar el cen-
tro libre y espedito para el tráfico.
Vamos en absoluta discreción, cada cual tiene derecho a fumar
y a cantar. Uno me rompe los oidos cantando una chinchosa y
cargante cancioncita: «¡Oh ñores que nacéis triste!» otro silva un
trozito del Mikado, y otro entona algo de la Cavaüetia Rusticana^ so
pretesto de que nosotros también somos de caballería.
^oy trota en el medio, haciendo dos veces el camino de los ca-
ballos, pues llega hasta la punta y llega hasta la cola, para seguir
en este incesante vaivén.
Las lanzas causan cierta novedad en el camino. Los chicos sa*
len corriendo de las casas, chillando como locos; lel baialloni ¡El ba--
iaüon con handeriiasl
Un huaso fomidote que enyuga unos bueyes rosillos en una
curva del camino, nos mira de arriba a bajo y esclama:
— ¡Bah! con esa picanita no no se me qwaba niun buei tam-
poco!
Durante el viaje se hace un riguroso servicio de avanzadas y
llevamos permanentemente a trescientos metros delante la pan/a
o desctibieria que esplora el camino en dirección a PudahueL
Los compañeros que van en \2l punta hacen el servicio de segu-
ridad con todo empeño. Uno se topa con un huaso de a caballo a
quien grita ¡altoi
— ¿Ha visto usted algunos cuyanos mas arriba?
— Nó, señor.
— Unos que andan con unas banderitas blancas con celeste
como vestidos de novias pobres. . .
— Nó, señor.
El huaso se rie y pregunta humildemente si puede continuar.
557
— ¡Sí, hombre! pero cuidado con darles noticias de noaobroa a
los cuyanos.
Otro le grita a un viejo ladino que sigue por el medio del cami-
no al trotecito de un caballejo flaco y gastado:
— ¡Como está don Pepe!
—Bien, señor.
—¿Cómo están todos por allá?
— Muí bien, para servirle.
— ¿Se acuerdan de mí las niñas?
— Mucho, señor, y de la cazuda que se nos fué debienda
Todos celebran la ocurrencia y lo aplauden.
— {Toma por meterte a gradosol le gritan al acholado aspi*
rante.
Se acerca el momento del combate, h^ punta vuelve al galope en
dirección a nosotros, denunciando que a una legua mas al norte
se ha divisado un grupo de jinetes que debe ser la punfa de la
avanzada enemiga.
Confieso francamente que comencé a tomar en serio todo aque-
llo, y me latia el corazón, aprontándome para las nuevas y desco-
nocidas emociones de un combate.
Seguimos avanzando con toda cautela. Al llegar a un recodo
del camino, el teniente ordenó alto y desmontarse para el combate
de infantería.
La caballería, que hac^ según la táctica moderna, los servicios de
seguridad y esploracion en todo cuerpo de ejército, debe también
combatir como infantería para dar tiempo al grueso de las tropas
que siguen a retaguardia, para llegar al lugar amagado y tomar
posesiones convenientes. Y en este caso consiste la prudencia en
hacer creer al enemigo que la fuerza es de infantería de lineai
para aprovechar así la superioridad moral que da la instrucción y
disciplina a los cuerpos de infantes.
Ocultamos, pues, los caballos y las lanzas tras un espeso mato*
rral de espinos, desmontándonos tres de cada cuatro; y entregando
al número 4 los caballos y las lanzas de los tres restantes.
Formamos a la carrera, a la espalda del teniente, quien ordena
— ¡Sobre la base de tiradores!. . . En tiradores. . . ¡mart. . .
Y avanzamos en línea de tiradores, con la carabina bajo él brazo
55»
estendiendo nuestra línea en un potrero erizado de espinos, y si-
guiendo adelante, agazapados, silenciosos. . .
La voz del teniente vuelve a sonar
— ¡Arrodillarse!. ..Ala derecha. . . I caballería f . . . ¡mil trescientos metros/. . .
Fuego de titadoresl. . .
Los cabos de escuadra repiten las voces de orden y corren tras
de la línea comprobando la exactitud de las alzas. Comienza el
fuego: el olor de la pólvora hace ensancharse los pulmones; una
emoción de empuje, de enardecimiento, de coraje, comienza a co-
rremos por las venas. La imajinacion se nos enciende como con
una descarga eléctrica y hacemos las punterías, allá a lo lejosi
tras una línea de álamos macilentos y amarillos, donde creemos
ver la caballería enemiga que se repliega sorprendida por nuestro
fuego, con una bandera blanca y celeste, que acribillamos desde
mas de un kilómetro de distancia.
— Salto.'. . . adelante/. . . grita el teniente, carrera, mar!
Y partimos a todo escape, saltando las zanjas, trepando por las
cercas de espinos que se ensañan con nuestras piernas, metién-
donos en los fosos y dejándonos rodar por la pendiente.
— Tenderse/. .. A la derecha. . . tiradores arrodillados. . . novecientos metros/
Fuego rápido.
Hemos quedado tendidos en la zanja, sobre un barrito claro, una
especie de chocolate a la española, sumamente helado.
El fuego rápido aumenta, disminuye, vuelve a crecer para estin-
guirse casi y recomenzar con nuevos ímpetus.
Los sueños forjados al través del humito tenue de la pólvora,
siguen desarrollándose al frente, en un panorama fantástico y
sangriento.
Seguimos avanzando al través de los ranchos, donde las mujeres
nos miran asombradas, saltando tapias, cercas, murallas, zarzamo-
ras, todo lo que se nos pone por delante. Ya tenemos el puente a
la vista; ya estamos descubiertos ante el enemigo.
'^ Ahora disparamos de pie, apoyando las carabinas en una barrera
de troncos cortados, a trescientos metros. Las punterias deben de
ser soberbias; nos figuramos el puente lleno de cadáveres, y apun-
tamos con verdaderas ansias de disparar.
De repente nos gritan ¡reunión! Estamos formados en dos filas y
559
hacemos cinco o seis descargas simultáneas^ en vez de la carga a
bayoneta de la infantería.
— A los caballos!
Corremos como locos hacia los caballos que vienen siguiéndo-
nos a cierta distancia por el camino.
Kn un instante estamos arriba y con la carabina a la espalda.
— Al galope f marf
El pelotón de caballería vuela por el camino en medio de una
polvareda inmensa; las banderillas de las lanzas silban con el vien-
to y un /¡Viva Chileü. . . grandioso, inmenso, resuena en el faldeo de
los cerros vecinos.
Hemos llegado al puente tomado. Pero, oh sorpresa! en vez de
cadáveres enemigos y de charcos de sangre, encontramos allí un
arguenero que trae pollos y huevo*? a Santiago, y en vez de la bande-
: ¿ blanco y celeste, un trozo de tela de colchón que cuelga en un
. incho vecino secándose al aire. . .
¡Oh desilusión de los simulacros!
Sin embargo, un compañero grita con todo entusiasmo: ¡Los
hemos hecho bolsa!
En el puente mismo, desde donde se domina perfectamente el
campo 'del combate, el teniente nos esplica el camino recorrido y
el plan de ataque.
Aquello nos parece ahora tan hermoso y tan claro, como un
problema matemático resuelto.
Hemos sentido todas las emociones de un combate; cuando
avanzábamos con la carabina bajo el brazo, la vista al frente, con
la ansiedad de los cazadores humanos, sentíamos por todo el cuer-
po esos estremecimientos eléctricos que se sienten al oir un trozo
de música esquisito, delicado, de esos que cuando ya han cesado,
aun parecen que continúan en el aire.
— Caramba! hubieran sido cuyanos! dicen varios.
Nos volvemos a Santiago comentando las mil peripecias del
combate, y llevando ahora la punta a retaguardia, que es el lado
enemigo,
Uno cuenta que al tenderse le tocó caer sobre una mata de cardo-
—Feliz tú — dice otro — yo hubiera preferido el cardo.
Todos se miran el dormán y se ríen.
S6o
— El Consejo de Hijiene — dice otro — le debía prohibir por insa-
lubre.
Aquella noche {qué dormir tan bien! Los ratones pudieron co-
merse toda la cuadra de aspirantes, sin que nadie se hubiera dado
cuenta.
Confieso que nunca hemos soñado mas delirios patrióticos y bé-
licos. Veíamos correr en las calles jentes de toda clase que anun-
ciaban haber estallado la guerra. Y veíamos a nuestro rejimiento
correr a galope por los campos en dirección a la cordillera. Todos
los compañeros íbamos juntos, con las espadas desenvainadas a
todo el correr de los caballos, en una carga desenfrenada y loca.
Hermoso cuadro para Detaille!
£n una cuadra menguada, estrecha, un grupo de muchachos de
veinte años, estudiantes, mozos de sociedad, regalones, duermen
con un coro de ronquidos uniformes, alineados^ por decirlo asL
Y encima, notando como un vapor vago y nebuloso de los sue-
ños, un desfile guerrero de lanceros a caballo, de rejimientos al
galope, que se estrellan a lo lejos en la barrera de los Andes.
cT cuando va a trabarse con loca gritería
De la hórrida batalla la enorme confusión.
En las montañas próximas despunta el nuevo día
Y el tropel de soldados, que creó la fantasía.
Vuelve a quedar inmóvil en recta formación».
Y es claro, la diana, la inevitable diana con su melodía dulzona
y pegajosa, suena al lado afuera de la puerta, como siempre, como
todos los días!
Abrimos los ojos. . . y se ha disipado el sueño. . . queda la cuadra
con sus paredes desempapeladas y su techo cubierto por las hue-
llas de las moscas. . .
BfllO LflS CñRPñS
I^a salida del Escuadrón o su llegada al cuartel puede ser para un
pintor un tema riquísimo en colorido y movimiento. Las caballe-
rizas son el teatro de toda esa algazara, fecunda en mil inciden-
tes divertidos. Todo el mundo habla y grita al mismo tiempo; por
56i
tin lado pasa uno al trote conduciendo de las bridas su caballo;
por otro corren vanos tras un caballo que ha emprendido las de
Villadiego; aquí un animal chucaro reparte patadas a diestra y sin-
iestra; allá otro se encabrita y sale de la pesebrera, resbalándose y
relinchando.
Aquella tarde habla todo ese movimiento en el cuarta, porque
se nos habla ordenado ensillar, para hacer durante la noche un
nuevo viaje de campaña. Naturalmente, ya nos habíamos reconci-
liado con el jefe del destacamento y esperábamos, con mal disimu-
lada impaciencia, que nos ordenara salir del cuartel con cualquier
objeto.
Cada cual habia traido comestibles lijeros y mas o menos con-
densados para llenar una de las vizcacheras, que no tenia por el
momento otro destino; y algún liquido para la cantimplora^ la mejor
amiga del soldado, tan popularmente conocida de los cincuenta
mil hombres que han pasaao por el cuartel.
£1 objeto de nuestro viaje era reunimos al comandante de la
JSran Guardia establecida a tres o cuatro leguas de Santiago y
ponernos bajo sus órdenes para seguir viaje o ejecutar lo que se
nos ordenara. Para el efecto se suponía a Santiago defendiéndose
de un probable ataque del enemigo por el norte y, por consi-
guiente, haciéndose con todo vigor a sus alrededores un perfecto
servicio de seguridad.
La noche estaba lindísima; la luz de la luna alumbraba perfec-
tamente el camino, permitiendo distinguir todas las sinuosidades
de éste y sus obstáculos. No se podia negar que el viaje tenia algo
misterioso y clandestino, sumamente nuevo y agradable,
Ahora no solo llevábamos punta o descubierta a la cabeza, sino
también nnsL patrulla de oficiales al mando de uno de los compañe-
ros que hacia de alférez. La cuarta con su punta respectiva mar-
chaba por el interior de un potrero, y la patrulla por el camino real
y a la altura de la punta, conservando la alineación por medio de
silbidos. , j
Los de la patrulla éramos tres y avanzábamos con nuestras lan-
zas como nuevos caballeros andantes, conversando en voz baja y
oyendo a ratos los coros de zapos que gorgoreaban a lo lejos con
la acompasada e intermitente matraca de las ranas.
562
De repente, en el fondo del solitario camino, sentimos un canto
y el rechinar de las ruedas de una carreta; luego se destaca ésta al
volver una curva y uno de nosotros le sale al galope gritando con
voz estentórea: ¡altol
El carretero se detiene en medio del estupor mas grande. Lo
interrogamos sobre dónde va, qué lleva, y él nos contesta dócil-
mente todo: va a Santiago y lleva leche.
— ¿No lleva Ud. armas y esplosivos?
— No se dá ^opuaqui, señor.. . .
El enviado vuelve a reunirse a la patrulla a preguntamos qué
se hace con la carreta.
— Por de pronto — dice nuestro jefe — llenamos las cantimploras
con leche.
El carretero, fin dificultad ninguna, nos llenó las tres cantimplo-
ras con una leche riquísima, aun no bautizada. Y es claro que el
tarro lo volvió a completar con agua, a costa de sus consumidores.
Llegado al punto en que debíamos ponernos a la orden del co-
mandante de la Gran Guardia, supimos de la misma peregrina ma-
nera que del a3rudante del Estado Mayor en nuestro primer viaje a
Pudahuel, que la Gran Guardia habia avanzado hacia el norte y
debíamos nosotros, por consiguiente continuar la marcha.
Habia ya avanzado la noche y el silencio del campo era absoluto.
Los ranchos de las orillas de camino, llenos de bulla y animación
en el dia, estaban sumerjido en la oscuridad de los árboles que
los rodeaban; los perros, únicos centinelas fieles a la guardia
de sus amos, se acercaban a las puertas y cierros del camino, la-
drándonos desesperadamente.
Ya estamos reunidos a la cuarta; los compañeros que han sabido
el cuento de la carreta, nos piden leche de todos lados, y la can-
timplora circula con gran aceptación de los que la empinan y ma-
yor mengua de su contenido.
Hemos llegado al pie del puente que defendimos en nuestro
primer simulacro como caballeros bayardos, y lo saludamos emo-
cionados, a él que ha sido testigo de nuestras proezas y hazañas.
Ahí se nos ordena desmontar porque parece que ya no apura
mucho reunimos a esa Gran Guardia que avanza delante de noso-
5n os como las frutas del suplicio de Tántalo.
I<a infantería hubiera armado inmediatamente sus carpas y ha*
bria reposado tranquilamente pero el soldado de caballería lleva
en su caballo una segunda persona de quien cuidar!
Tuvimos que desensillar primero y colocar en riguroso orden
de alineación esas pesadas sillas con el equipo de campaña.
Secar después con el sudadero el lomo de los caballos; condu-
cirles al borde del estero para que bebieran; arreglar el freno y la
cabezada de modo que sirvieran durante la noche de jaquimón-,
amarrarlos de un modo conveniente en los lazos tendidos al
efecto entre los postes del puente; sacar el saco forrajero que
va asido a la silla con la correspondiente ración de cebada y pasto
seco y hacérselas recibir a los caballos, que al principio se
resisten.
Ya va hora y media desde que nos desmontamos y aun no comen-
zamos ni a armarlas carpa. Hai que arreglar todavía el armamen-
to sobre las sillas, ayudar a descargar el bagaje y mil otros detalles.
Por fin comenzamos a armar las carpas! Pero ¿qué significa esta
orden? ¡Debe ser equivocación indudablemente!... Nos han hecho
armar las carpas al borde del estero sobre un pedregal en que cada
guijarro es del tamaño de un puño. . . Buena noche vamos a pasar!
Hemos levantado ya una carpa colectiva, uniendo cada carpa
individual y formando así una grande, estensa y bien sujeta al
suelo movedizo del pedregal.
Pero todavía nos llaman a formar, cada cual frente de su silla;
después numerarse. ¡Cómo iba a omitirse esta circunstancia!
Organizar el servicio de centinelas (aquí palidecen todos) haciendo
principiar la guardia por el numero uno y durando cada cual una
hora, por lo que los últimos números nos congratulamos estre-
chándonos calurosamente las manos.
Por fin empieza cada aspirante a entrar a la carpa arrastrando
ponchos y frazadas, y a acomodarlos de modo de destruir lo mas
posible las puntas délas piedras.
Durante una media hora se cruzan multitud de frases, recomen-
daciones y diálogos.
— Pasa tus piernas para el otro lado. . . Pon la cabeza mas allá. . .
Caramba! me ha tocado una piedra afiladísima de almohada! ¡Quién
me da un cigarro! Aquí traigo un poco de cauceo.
Á
564
El techo se eleva de la carpa ochenta centímetros; de modo que
ésta piroduce una sensación deprimente de ratonera.
Estamos ademas sobre él pedregal mas o menoscomo debió estar
San ]>)renzo sobre la parrilla.
¿Nos ponemos de costado? Se nos incrustan las piedras en las
costillas.
¿Nos ponemos de barriga? ídem y con retortijones.
¿De espalda? Hai el peligro que el espinazo se amolde a las pie*
dras y nos levantemos con dos o mas potras, como los camellos.
Como no nos hemos sacado ni las espuelas, si estiramos una
pierna, le metemos a uno el espolín en la oreja; si movemos la ca-
beza, nos lo mete otro a nosotros.
Un ronquido enorme que parece silbato sirena de vapor de la
carrera, no nos dga dormir; hai que despertar al roncadcM".
Por fin cada cual ha reclinado la cabeza donde puede, no faltan-
do algunos que lo han hecho en las posaderas del vecino; y ya co-
menzamos a olvidamos.de la carpa y de todas las pellejerías del
camino, cuando gritan afuera:
— Aspirante Tal! su caballo está sudto!
Y el aspirante sale tastabillando y dando al diablo su caballo.
Y toda la noche sigue la misma historia, y parece que las piedras
se van afilando mas y mas a medida que viene el alba; y para re-
mate, los centinelas que salen, y los que llegan que tienen que ha-
cer el tráfico a tientas y en cuatro pies, van poniendo sus patasas
con botas y espuelas en el estómago de uno, en la cabeza de otro'
en la pierna de aquel, en la mano de aquel otro, dejando dentro la
gritería de los machucados.
Pero, en fin, ya hacer a toque no gritan: centinda! un caballo mdtol
ni pasa nadie picándonos la barriga, y ya el costado ha logrado ha-
cerle hueco a las piedras. . . en fin, vamos a dormir y ya comienzan
algunos ronquidos a marcar con su monótoma cadencia.
Pero de repente un peso enorme se desploma encima de la car-
pa y nos achata
Es un centinela que vuelve a la carpa medio dormido, y no ha
visto una de las estacas, y «iredándose en los cordeles ha caido
rendido sobre el techo de ella.
Sentimos los reniegos del pobre, porque las carpas no son ¿»-
;^fi»^i 565
permeables para las interjecciones, sino para el agua, y nosotros lo
acompañamos en las mas enérjicas protestas.
Por fin logramos quedar un instante dormidos, cuando las dia-
nas que nos han venido siguiendo en el camino en forma de un
cometa, suenan vibrantes como en los mejores dias del cuartel.
Comienzan a salir de los estremos de las carpas, a gatas como
coleópteros, los aspirantes dormidos aun, con el cuerpo dolorido
por las piedras, acalambrados, mustios. Pero en en instante esta-
mos formados con dos pasos de intervalos, haciendo jimnasia
muscular. Santo remedio! Los músculos comienzan de nuevo a
funcionar libremente, las caras patibularias toman vida, en fin, ya
estamos repuestos del pedregal.
Al toque de la diana las jentes de los alrededores despiertan so-
bresaltadas y salen a las puertas de los ranchos. Un momento des-
pués; una lluvia de granujas afirmados en las barandas del puente
celebran a gritos la jimnasia, alguno de cuyos movimientos, como
tironeo hacia adelante doblen^ excitó de un modo especial su hilaridad.
Una vez en discreción, cada cual corre a su silla respectiva
para sacar las cantimploras, donde de un modo mas o menos frau-
dulento se ha traido algún líquido jeneroso y confortante. . . Un
coro de reniegos y protestas estalla en todas partes; las cantim-
ploras están absoluta y definitivamente vacias. . . I^os centinelas se
han resguardado del frío de la noche empinando en riguroso orden
numérico las cantimploras de todos los aspirantes.
Nos hemos repartido en grupos, diseminados al rededor de las
casas vecinas para cocinar el café, y cada uno despliega sus dotes
de cocinero, haciendo uno el fuego, otro el líquido que debe calen-
tarse y graduando un tercero la, azúcar.
Aquello sale mas o menos pasable y nos deja de nuevo en situa-
ción de alcanzar a la Gran Guardia, aunque sea en el infierno.
La mañana está preciosa. Los grupos de aspirantes se divisan
diseminados en los alrededores del puente, en medio de los ciga-
rros y del café que comienza a hervir.
El humor esta espléndido, y al sorprendemos nosotros mismos,
olvidados de todas las pellejerías pasadas, reimos estrepitosa-
mente, no podemos menos de esclaman {Caramba que estamos
de línea!
566
Y esa es la verdad. La comenzamos a sentir con intenso cariño
al cuerpo cuya franja llevamos, y un afecto todavía pero naciente
I la misma vida de cuartel que tanto hemos maldecido. Y es que
los tres meses de instrucción comienzan también a hacemos sol-
dados por i dentro I
£1 teniente se acerca; por primera vez trae una franca y abierta
sonrisa en el rostro. Todos nos ponemos de pie,
— ¿Qué tal está el café? nos pregunta.
Espléndido, mi teniente.
Y pasa de largo sonriéndose siempre en medio del estupor
nuestro.
— ¿Simpático, nó? decimos todos-r-Es un buen muchacho.
Uno de los compañeros se sonrie maliciosamente y nos pre-
gunta:
— ¿Y la paliza que hace un mes pensábamos darle?
Todos se apuran en vaciar de un trago el tarro de café, que está
riquísimo y disimular asi el acholo que les ha salido al rostro.
* \ff
>ast.
la bal. J
La marcha de Resistencia
nOCHE TRISTE
JUAN Silva encontraba temerario a todo el mundo: y es claro que
así también me llamaría a pí, y esta vez con razón, porque
abuso tanto de la paciencia de mis lectores. Sin embargo, ha-
ber escrito sobre el cuartel y sus peripecias y pasar por alto
el viaje de resistencia seria mucho mas temerario, y así quiero
que salgan los últimos recuerdos del cuartel, que me quedan, uni-
dos y vinculados a la marcha de resistencia a Valparaíso.
El viaje de resistencia era todo nuestro anhelo, pues saoiamos
que esta era la última prueba a que se nos sujetaba, antes de licen-
ciarnos. Así, pues, cada aspirante cuidaba de su caballo con redo-
blada atención, duchándole los tendones de las patas, aumentán-
dole clandestinamente la ración de cebada, y temblando ante una
enfermedad inoportuna por cualquier síntoma o detalle que en él
se notara.
Nunca hemos sentido mayor simpatía, casi estoi por decir ter-
nura, que la que sentíamos en esos momentos de la partida, por
nuestros caballos. ¡Se encariña tanto el soldado de caballería con
esos pacientes y jenerosos animales que parecen entender los de«
568^ _
seos de sus amos, inflando las poderosas narices y abriendo espre-
sivauíente sus grandes y humanos ojos!
Fijóse el día de la partida y redoblóse el entusiasmo de todos.
Habian aspirantes que antes de acostarse volvian a las caballeri-
zas a acariciar el cuello de sus caballos y a conversarles como si
fueran cristianos.
El dia mismo en que debíamos emprender la marcha, n-s sen-
tíamos atraídos a la pesebrera en que estaba /íw«í/, valerosa yegiia
que aprendió con el entusiasmo de una colejiala aplicadr i saltar
y a entender las voces de órdenes, y cediendo a esa a¿i est''^* ^°"
contramos a varios compañeros sentados en las vara^ < separan
cada pesebrera, mirando a sus caballos, que comían tranquilamente,
sumiendo sus cabezas en los comedores repletos de pasto seco y
cebada. Uno habia cojido al suyo por las orejas, un alazán suma-
mente simpático, y le decia con voz insinuante:
— Viborita: vamos a trotar de lo lindo esta noche, y no parare-
mas hasta dar con el puerto. Pórtate bien, que con esto se te acaba
^ sufrimiento y después te largo a potrero.
Salimos del cuartel a la una de la mañana; la ciudad dorraia
profundamente: atravesamos la Alameda, envuelta en la sombra d?
sus árboles, y seguimos haciendo zig-zags por varias calles, también
escuras y silenciosas.
Resonaban las patas herradas en los adoquines, haciendo en el
silencio profundo de la noche un ruido inmenso: a nuestro paso se
desperezaban los guardianes en las esquinas, restregándose los
ojos; y en una que otra puerta, tras de la cual sonaban acompaña-
das de una mala guitarra tres o cuafro voces vinosas, se asomaba
una mujer o un hombre, desvelado, y decia entrándose: ¡Son
soldados!
Al llegar a la calle de San Pablo, atravesamos la línea férrea y
tomamos trote por ese camino tantas veces recorrido en nuestros
viajes de campaña.
Solamente que ahora teníamos un plazo fatal de dieciseis hora^
para recorrer las treinta y seis leguas que separan a Santiago de
Valparaíso.
Y así ese trote, que comenzó a las 2 de la mañana en los límites
déla ciudad, nos soi prendió, al alborear el dia, envueltos en los
569
ponchos y dando diente con diente, al bajar la cuesta de Prado;
siguió en el dia con un calor horrible que nos hacia echarnos el
kepí atrás; y llegó la tarde, una tarde con un huracán desenfre-
nado y unas nieblas arrastradas, y nosotros, trotando y trotando,
con la carabina rozándonos cariñosamente la espalda, el sable
saltando y sonando como un cascabel al costado, y la lanza er-
guida, siempre en la estribera y haciéndola esquivar las ramas del
camino.
Al pasar por Curacaví y Casablanca tomamos el paso, desenro-
llamos la banderilla de las lanzas, y formando la cuarta, hacemos
una entrada triunfal en la calle principal enbanderada, donde la
policia presenta armas y nosotros terciamos lanzas. En Casablanca
nos acompaña, ademas, el orfeón, que ejecuta estrepitosamente la
in archa del Tannháuser. — Wagner; ¡si hubieras llevado como todos
nosotros una lanza en la mano!. . .
Esa marcha es algo como una función de linterna májica por la
velocidad con que va quedando atrás todo; tan luego vamos des-
cendiendo un deshecho abrupto sujetando las riendas de los caba-
llos; tan luego ascendem<^s una cuesta inclinándonos hacia ade-
lante; tan luego pasamos por un núcleo de población compuesta
(le varios ranchos con sus duraznos floridos y la ropa blanca ten-
dida a secar en largas hileras que columpia el viento de un lado a
otro; tan luego seguimos un camino recto, desesperadamente
recto, sin un árbol, ni un pájaro, ni un animal siquiera
Saliendo de Casablanca, comienza a caer una lluvia con un
viento que nos hace torcer el jesto a todos. No llueve verticalmente
como en Santiago, sino horizontalm ^nte; nos azota la cara como una
huasca jigantesca y nos hace cerrar los ojos. ¡Caramba con la lluvia-
En pocos momentos, el agua que nos entra por el cuello corre,
corre con delgados hilos primero, y a chorros después hasta las
botas, donde ya van acumulados algimos litros.
La laguna de Peñuelas, que tenemos a la vista, está convertida
en un lago, en un inmenso lago y ha inundado parte del camino;
al principio la hemos creido el mar. Atravesamos un brazo con el
agua hasta las rodillas, y entonces las botas quedan convertidas en
estanques de agua, y ya no hai ni un pedazo del cuerpo ni de la
ropa que no vaya completamente empapado.
570
La neblina descuelga por todas partes sus fuentes blancas de
gasa, la noche se anticipa una o dos horas, y comienza a rodear-
nos una oscuridad vaga, de huracán.
Como si fuera poco, la lluvia duplica su furor y nos azota con
ensañamiento; nosotros sacudimos el cuerpo dentro de la ropa, que
está tomando una tiesura de coraza, y seguimos el trote de siem-
pre, mientras los pobres caballos sacuden sus orejas empapadas y
hacen de tripas corazón.
— ¿Y Valparaíso? preguntan todos.
— Falta una hora, nos contesta el teniente que marcha a la ca-
beza hecho una sopa; pero animándonos incesantemente.
Y seguimos al trote, inclinando un poco la cabeza para esquivar
el golpe de la Uuvia en la cara y resignados a seguir una hora to-
davía.
Pero pasa la hora, y nada; la misma oscuridad delante, la misma
neblina a los lados.
¿Y Valparaíso? Una hora, una horíta sólo, nos gritan, y segui-
mos por un deshecho gpredoso, lleno de grietas, en que se van dando
vueltas los caballos y por el que baja impetuoso un torrente de
agua rojiza y turbia.
Vamos helados, ateridos; y la hora pasa de nuevo, y parece que
ese Valparaíso tan ansiado se aleja delante y huye de nosotros
como las ciudades encantadas de los cuentos de hadas.
Para animarnos, lanzamos gritos y burras estrepitosos a nuestro
escuadrón; pero llevamos la procesión por dentro, y a poco andar
nos callamos de nuevo.
¿Y Valparaíso? Una hora, nos dicen de nue/o, y aquello, que
parece el cuento del gallo pelado ya comienza a desalentamos.
Los pobres caballos van jadeantes, resbalando en el piso gredoso
de la cuesta, y preguntándose quizá si van a seguir eternamente
trotando en aquel infierno, como premio de sus afanes y esfuerzos
jenerosos.
— Pero entendámonos, dice uno, ¿vamos a llegar esta noche a
Valparaíso?
— Sí, sí, Valparaíso a la vista!
Y efectivamente, a lo lejos, en el medio de las brumas, oscilan
temblorosas y diluidas algunas lucecitas apiñadas que culebrean
571
estínguiéndose y apareciendo al compás incesante de nuestro
trote.
— Aló, chico, le digo a un compañero ae trota a mi lado sumi-
do en las mas tristes reflexiones; mira el puerto.
Las luces se acercan, son ventanas alumbradas; un puñado de
casas se abren a ambos lados del camino ¿Será una calle de Valpa-
raíso? Pasan las casitas y ¡oh decepcionl vuelve la oscuridad, la
misma oscuridad de antes, y volvemos a embutimos todos en
nuestras sillas empapadas y a preguntar si llegaremos a Valparaíso
alguna vez.
Por fin, el compañero que nos guia por aquellos endemoniados
revoltijos de la cuesta, nos grita que Valparaíso, el auténtico, el
lí^'ítimo, el único, está a la vista.
Y realmente, en el fondo de aqti^lla oscuridad, de aquel caos,
suije como uñ reguero de pólvora que se enciende, una serpiente
de luces, de cien mil luces, que se retuerce y recuesta en los
cerros vecinos. ¡Valparaíso! Un ¡ah! de asombro, de admiración se
nos escapa a todos; los jinetes se enderezan sobre sus sillas, y
desechan las ideas tristes, y hasta los caballos que parecen enten-
der que aquel trote interminable va a terminar, ajitan sus orejas y
aumentan, sin necesidad de espuela, el aire de marcha.
En medio del cansancio y del hielo que nos traia mudos y cabiz-
bajos, no nos saciamos de mirar aquel panorama de luces, que pa-
rece una pieza de efecto de fuegos artificiales. Luego el olor amar,
un olor fuerte, acre, nos acaricia y nos saluda, dándonos la bien-
venida.
El castillo encantado que tenemos a la vista, se acerca: las luces
crecen, y ya distinguimos las líneas tortuosas de las calles diseña-
das por los faroles^ y al frente, un poco abajo, en el fondo del ca-
mino que seguimos, ya comenzaban las casas. Y luego un desfile
de puertas y ventanas se mue\'e y cambia a ambos lados de la calle:
aquí una cocinería, allá una botica, mas allá una panadería, en una
vuelta un bazar, al doblar de la esquina, un almacén. . .
Ya estamos en Valparaíso, ya es un hecho que estamos
en él!
Las calles están llenas de barro y de agua, el estero de las Deli-
cias está rebalsando, los carros están desrielados y abandonados a
572
un lado de las veredas; y todavía llueve, llueve incansable-
mente.
Hemos llegado a la Comisaria de la Palma, donde van a alojar
nuestros caballos. Al querer bajar, notamos las piernas tiesas, ríji-
das, pegadas al cuero de la silla, con el agua. Estamos tullidos, y
tenemos primero que juntar las piernas como quien cierra un com-
pás, y seguir después andando apoyados en la pared y en los
pilares.
En una sala larga, inmensa, alumbrada por gas, dejamos, el ar-
mamento y equipo.
Hemos hecho el viaje en las dieciseis horas convenidas, y esto,
unido al consuelo de haber llegado ya a poblado, nos resucita
completamente.
Cada cual hace buscar un coche, tarea inútil a aquella hora y
con aquel temporal deshecho. En fin, después de mucho sumir-
nos en el agua de las calles hasta la rodilla, logramos pescar un
coche y llegar a las puertas del hotel de Francia e Inglaterra.
Ahí nos espera Mr. Noel, que está vinculado a los recuerdos de
campaña como una figura simpática y divertida. Mr. Noel estaba
con una bata colorada; nos recibe con los aspavientos mas cómi-
cos y habla sin descanso:
— j Pobres criaturas!... ¡Si vienen hechos una lástima!...
— ¡Mr. Noel! Una sábana para secarnos, una cama, una taza de
café, un par de huevos. . .
Los mozos corren de un lado a otro, los pasajeros se asoman a
sus puertas, y nosotros desfilamos con un poncho al hombro que
gotea incesantemente, el sable que viene negro de moho, y el kepí
que por lo pesado ya no puede estar sobre la cabeza.
Luego vienen los esfuerzos para sacamos las botas y las ropas
que parecen de cartón-piedra y que están furiosaiiiente pegadas
al cuerpo. Por fin, nos hemos metido a la cama con un trago de
café que nos hace volver al buen humor y alegría de siempre, y
nos da ánimos para embromar a Mr. Noel con su bata colorada de
kakalin brasilero.
Al dia siguiente ya amanecemos repuestos, y nuestra primera
salida es para ver los caballos, que están también bastante resuci-
tados, aunque mui ñacos.
573
Aquella parte de noche tan tremendamente pasada entre la llu-
via, el cansancio de los caballos y la oscuridad del camino, fué
bautizada universalmente por los aspirantes, la noche triste.
Las lanzas y la franja amarilla de nuestros trajes son una nove-
dad en el puerto, y asi cuando hacemos nuestro camino hasta Playa'
Ancha para ser revistados por el Comandante de Armas, atrave-
samos la calle dé Victoria en medio de una multitud de pueblo^
llevando al frente la banda de músicos de la Artillería de Costa.
Estamos de nuevo a caballo para volvemos. La mañana está
preciosa, llena de luz y de sol. El viaje de regreso será mucho mas
suave, pues lo haremos en tres paradas, alojando dos noches en el
tránsito.
La cuarta sale de la Comisaría y atraviesa esas calles, que vimos
de noche y llenas de agua y lodo, hoi claras, atestadas de jente y
de movimiento.
Tomamos el trote y momentos después perdemos de vista en un
recodo del camino las últimas casitas de Valparaíso, suspendidas
en los cerros como los juguetes de un nacimiento de cartón.
\f \í?
El último día de Cuartel
EnrRE6ñ DEL EQUIPO
ENTRAMOS al cuartel, llenos de tierra, sudorosos, cansados, de
vuelta de nuestro viaje a Valparaíso.
El cuartel está como siempre; al medio, la muralla, el
foso, las ramas, teatro de nuestras primeras proezas de jine-
tes; al costado, las caballerizas con sus ventanas abiertas que
parecen saludar y dar la bienvenida.
Los soldados de línea nos saludan sonrientes como a viejos
compañeros, y volvemos como antes a conducir de las bridas nues-
tras pobres y aporreadas cabalgaduras, a las pesebreras, que las
esperan con las camas de paja limpias y recien hechas, y los co-
medores repletos.
Desensillamos ayudados por los soldados que^ nos preguntan
cien cosas al mismo tiempo; y formamos de nuevo en el sitio de
costumbre con el correaje en la mano, esperando que el sarjento
Garcia — porque el teniente apenas sacudido del polvo del camino,
ha emplumado a dar cuenta del viaje al comandante — nos ordena
lo que tenemos que hacer.
Se acerca d sarjento; todos esperamos nerviosos, algo, una
buena noticia, a juzgar por la risa que trae en el rostro.
57»
presenciado un acto digno de la menox censura en esos individuos
reclutados en las humildes clases obreras.
Los soldados, limpios, perfectamente aseados, incesantemente
trabajando, desde el alba hasta la noche. Las clases, cumplidoras
de sus deberes, dignas de llevar un galón en el kepL
¿Y qué decir de la oficialidad? ¡Ese ya no es un sporí, es un sa-
cerdocio! Los muchachos que ve el público en la calle, elegantes.
termanizados^ llevando airosamente la gorra alemana, han demos-
trado tener un temple de veteranos aguerridos.
¡Qué trabajo tan horrible aquel de la instrucción del recluta!
¡Gritar todo el dia, gritar hasta enronquecer, hacer en tres meses
la tarea de tres años.
Esos cuarteles, que en nuestro antiguo Ejército eran un foco de
ociosidad, son ahora una colmena.
Esos cuarteles, por cuyos frentes no se atrevían pasar antes las
mujeres honradas para no oir frases y dichos inmundos, son ahora
una escuela de hidalguía, una escuela de caballeros.
¡Se ua el batallón!
No hemos tenido el placer de oirías, pero se nos ocurre que así
dirán las beldades de Liniache, sin distinción de clases socia-
les^ al saber que los lanceros han sido destinados a Valdivia.
Y los mismos lanceros no podrán menos de esclamar, como
aquel individuo que resolvió suicidarse dejándose caer desde
una torre,- y que retrocedia cada vez que llegaba a la orilla, dicién-
dose para su capote: «¡cáspita, qué salto!»
Porque la verdad, salir del fiavs ou fleuri t oranger^ es decir, donde
se dan las chirimoyas, que no son otra cosa que pedacitos de cielo
envasijados, las paltas negras, reinas de las legumbres todas, los
claveles de cien colores distintos, y las morenas de todos los mati-
ces imajinables, para ir a la tierra de las manzanas acidas, de las
alemancitas desteñidas y de los fuertes españoles en ruinas, es dar
un salto capaz de hacer perder el equilibrio de los humores a cual-
quiera que no sea un lancero de a caballo.
La salida del rejimiento del pueblo en que ha estado de guarni-
ción por algunos años, debe ser algo triste y poético.
Triste, por el brusco rompimiento de tantos vínculos forma-
dos; poético, por el sello que a todas las separaciones imprime la
ausencia.
580
El rejimiento es el alma de un pueblo, su espina dorsal, su sangre;
sus nervios, su vida. Para las tertulias de los sábados, en que la
niña recorre en el piano todos los valses, desde Chopin hasta Lu-
cero, y donde se baila con un frenesí verdaderamente primitivo, se
cuenta por lo menos con un par de tenientes, que, con los dormanes
ajustaditos y los bigotes tan aguzados y punzantes como convie-
ne a un lancero, sacan de quicio a todas las muchachas menores
de veinte años y mayores de quince. Para la misa del dominga
para la misa parroquial, eterna de larga, se cuenta con la banda de^
rejimiento que «ejecutará» la Muda de Porttct\ algunos trozos de la
Sonámbula y otros del Profeta, distrayendo al cura y llenando de pá-
jaros la cabeza de todos los oyentes jóvenes.
¿Y para la plaza? ¡Ah! ¡Qué sería el paseo de la plaza, si al caer
la noche no se pusieran al rededor de un árbol los atriles y, encen-
didos los faroles, no comenzaran los músicos a soplar sus enormes
cometas! Quien conozca un paseo en una plaza de pueblo, y la
manera dulce, idílica, casi primitiva con que se ama, apelando eü^
a la luna «¡candida consejera de los amantes!», a las estrellas, «oji-
tos de ánjeles que pestañean de sueño», a las mariposas nocturnas,
«ánimas en pena de las flores muertas», y eiias a la eterna y arrulla-
dora cantinela: «¿Y no se olvidará usted de mí? ¿No lo querrá a
usted otra? ¿No se reirá después con sus amigos de las cosas que
le he dicho? ¿No le contará a nadie lo del otro dia? Míreme s¿rio<
a ver si es cierto lo que dice. ¿Vé como se ríe?» quien conozca todo
esto — decimos — ¿comprenderá la necesidad que hai de música
para que acompañen esos madrigales, que no por ser alumbrados
con parafina son menos tiernos, menos apasionados y menos sin-
ceros que los que de tarde en tarde suele alumbrar la luz incandes-
cente o la eléctrica?
¿Y el cigarrero? Bien sabido es que los meliiares son unos fuma-
dores locos, de esos que encienden el primer cigarro al canto de las
diucas, y van después encendiendo los demás en la colilla del ante-
rior, hasta que en la noche los sorprende el primer ronquido-
ronquido de caballeria —con la última colilla entre los labios. Cada
dia, cada oficial y cada soldado, a la hora en que la corneta los deja
francos, van con absoluta franqueza a la cigarrería, y sin necesidad
de cruzar una palabra con nadie, reciben el paquetillo de la clase
58i
que acostumbran y salen dejándolo a la cuenta. Hl mismo
dia 31 ya está el cigarrero en la puerta, recibiendo el valor
adeudado.
Naturalmente surjen discusiones sobre si los paquetillos eran
doce o catorce; pero discusiones amistosas que se solucionan ami-
gablemente.
Kl batallón saldrá una mañana con el equipo de campaña arro-
llado bobre la silla; los jinetes no irán derechos como de costum-
bre; mas de una lanza temblará en la mano de su dueño al
ver al través de una ventana dos ojos grandes, mui grandes, que
hacen un esfuerzo por no soltar una lágrima delatora; los oficiales
desde una cuadra antes de pasar por la casa donde tantas veces se
han detenido a dirijir un galanteo, para recibir en cambio un ramo
de violetas, o un botón de rosa, irán haciendo ánimos para saludan
llevándose la mano al kepí y diciendo a media voz; «¡Escríbeme!»,
y un cabo bajará la cabeza para no ver el rostro airado del cigarre-
ro, a quien le queda debiendo ochenta centavos, que se cancelarán
el dia del juicio.
Y el rejimiento, al salir de los límites del pueblo, tomará el trote,
se encenderán los cigarros, íntimo recuerdo de Limache, y se echa-
rán a la espalda, junto con la cartuchera, los recuerdos tristes. Un
soldado hecho a estar de guarnición, sabe que estas cosas se repi-
ten a menudo y que no hai que tomarlas en serio:
— Oye, Braulio— le dirá a su compañero que va mudo y cabizba-
jo sobre su silla — no seas tonto. El aire del mar te va a refrescar y
te hará olvidarla. . . En Valdivia se hace vida nueva. ¡Qué diantreí
así es la carrera. . .
Y un momento después, en medio del trote y al través del polvo
levantado por los caballos, y entre los ruidos de las espuelas y el
choque de los sables, se sentirá la voz de Braulio:
«¡Quisiera verte y no verte!»
Dejémonos de historia: es en los pueblos pequeños donde se
vive mas y con mayor intensidad. No turba allí la tranquila activi-
dad del dia ni el sereno reposo de la noche, la algarabia de la ciu-
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edad grande que no nos deja tranquilos hasta que no apagamos d
un soplido la vela y nos sumerjimos de un cimbrón entre las sá-
banas.
Olvidemos un instante esta ajitada discusión de los preliminares
de una campaña política, y pensemos en esa escena que, induda*
blemente, pasará en Limache el dia que abandónela ciudad el biza-
rro rejimicnto de Lanceros.
KIN
Pijina
L — Pajinas Chilenas 2
Juan Neira 3
Segovia 13
Glorias de la Chicotera 21
Meterse con cristianos 31
El mas bruto de los héroes 39
Los Chunchos 47
La Trilla 53
Una figura de antaño 59
Bascando un hombre 63
Las sandillas y las sandias 69
El combate de Iquique 73
Poder escrutador de antaño 81
Historia de un cuadro 89
Giacabuco..^ 95
Retrato viejo 105
El maestro Tin-Tin 109
La muerte de las arboledas 115
Signiendo el pavo 121
Rubia 125
Cuento de Reyes 1 29
I2«U2CII
Pajina
£1 Último cucurucho 133
La Compañía 137
Los dos patios 145
Por una vaca 159
Paisajes de verano 163
Del carro de carga a la Morgue 167
La Cruz de la Misión 171
Villarroel , 1S3
Sol y sombras 189
Tin siglo en una noche 197
La muerte de O'Higgins 209
II.— Artículos en Broma 219
La cafetera rusa. 221
¡Damián, ven! 227
El Alienista 237
Mi enfermedad 245
La historia fidedigna de mi último invento 253
El Tránsito del Demonio 259
Incendiario 265
Arrendatarios 271
Un almuerzo 279
Cómputos 2S5
En marcha (Primera clase) 291
(Segunda clase) 294
(Tercera clase) 297
Laucdator temporis actis 301
Submarinos 305
El artículo mas difícil 309
Lagran trinchera 3I3
El óvalo de San Martin .^... 317
Carta certificada 320
Las pequeñas Contrariedades 327
Porque nos envejecemos 331
Un bautizo 335
Fantasía de Pascua 347
Almacén de conciencias. 351
No seas municipal 357
Reliquias 361
INDIOS
t *_
Pajina
•
No veraneo
En viaje 3^5
Un compañero difícil 37o
Heráclita y Demócríta. 37S
Bajo los Peumos. 386
FrégolL 395
Dfe los arrepentidoa 399
Wiljoen y Napoleón 401
^Historia de un piano 404
BÍICKZ«ANBA. 409
La entrada al gran país. 411
El sello de Guatemala. 41S
Un recuerdo de los ausentes 419
Julio Veme 423
VerdL 427
lyi-Hung-Chang 429
Victoria. 433
Luchas de clases 437
Campoamor. 441
JohnFaber 445
Un drama del mar ' 449
1.9 de Noviembre 455
El acorazado de carne 457
Dammont 461
Los que hablan dos bocas. 465
La resurrección de Judith 469
Batallas silenciosas 473.
Los paraguayos 475
Fnedenthal 47^
La carpa blanca 48j
Una invitación 485
La capitulación 489
Torneo de audacia 493
El Salón de Bellas Artes (año 1903) 499
Juan Francisco González 502
Valenzuela Llanos 505
Los fundidores 507
Duguay Trouin ¿it
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